Opinión
septiembre 2016

La «verdaderosidad» en marcha

El engaño y la mentira se han vuelto moneda corriente en la política contemporánea. Las consecuencias están a la vista.

<p>La «verdaderosidad» en marcha</p>

Como bien señalara el difunto senador estadounidense Daniel Patrick Moynihan: «Todo el mundo tiene derecho a su propia opinión, pero no a sus propios hechos». Tal vez sea verdad. Pero, con derecho o no, los políticos y los electorados están construyendo sus propias realidades alternativas, lo que tiene consecuencias de gran magnitud.

Los hechos y la verdad son cada vez más difíciles de sostener en la política (y también en los negocios y hasta en el deporte). Están siendo reemplazados por lo que el comediante norteamericano Stephen Colbert llama «verdaderosidad»: la expresión de opiniones o sentimientos instintivos como declaraciones válidas de la realidad. Este año podría considerarse como un año de altísima «verdaderosidad».

Para tomar buenas decisiones, los votantes necesitan evaluar hechos confiables, desde datos económicos hasta análisis sobre el terrorismo, presentados de manera transparente y sin sesgo alguno. Pero ahora los comentaristas de televisión prefieren atacar a quienes son expertos en estas áreas. Las figuras políticas ambiciosas –desde los líderes de la campaña por el Brexit en el Reino Unido hasta el candidato presidencial republicano en Estados Unidos, Donald Trump– directamente descartan los hechos.

El contexto es propicio para ese tipo de actitud. Los votantes, particularmente los de los países con economías avanzadas, están hastiados de años de promesas políticas incumplidas, de revelaciones de encubrimientos y de campañas políticas y mediáticas implacables. Acuerdos turbios o dudosos pusieron en tela de juicio la integridad de organizaciones e instituciones en las que deberíamos poder confiar. El New York Times publicó recientemente una serie de artículos sobre grupos de expertos que destacaban el conflicto de intereses que enfrentan quienes operan como analistas, pero están en deuda con proveedores de fondos corporativos y, a veces, también actúan como lobistas.

Una vez que se descubre que un puñado de expertos ha estado ofreciendo verdades a medias –o algo peor–, se puede poner en duda la credibilidad de todo el campo. Christine Todd Whitman, que era directora de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA, por sus siglas en inglés) el 11 de septiembre de 2001, les dijo a los residentes de la ciudad de Nueva York que no corrían riesgos con el aire que respiraban y el agua que bebían después del atentado terrorista en el World Trade Center. Pero, como destacó un informe de la EPA de 2003, la agencia «no tenía datos y análisis suficientes como para hacer una declaración tan contundente» en aquel momento. Ante la proliferación de casos de enfermedades respiratorias agudas, ahora Whitman admite que su comentario estuvo errado.

De la misma manera, como demostró el recientemente publicado Informe Chilcot, la guerra de Irak fue iniciada en 2003 sobre la base de argumentos falsos. Los informes de inteligencia no habían determinado que hubiera armas de destrucción masiva en el país y, aun así, el primer ministro británico Tony Blair obedeció debidamente al presidente norteamericano George W. Bush y ordenó a su ejército la invasión. Las consecuencias de esa decisión todavía siguen saliendo a la luz.

Si nuestros líderes pueden estar tan tozudamente equivocados sobre cuestiones tan relevantes, ¿cómo podemos creer cualquier cosa que nos digan? Esta pregunta ha abierto la puerta a una verdaderosidad nueva y más manifiesta, abrazada por personajes como Trump, que parece presentar a diario «hechos» recién inventados. Los sucedáneos de Trump, por su parte, utilizan las apariciones por televisión y las redes sociales para repetir las falsedades, operando aparentemente bajo el principio de que si uno repite algo lo suficiente, terminará volviéndose realidad.

Muchos votantes parecen dispuestos a creer que es así. Cuando 40 responsables de política exterior y expertos en seguridad nacional del Partido Republicano firmaron una carta donde manifestaban su oposición a Trump –quien, temían, sería «el presidente más temerario en la historia de Estados Unidos»–, sus temores fueron esencialmente desestimados. La respuesta de Trump (que esos líderes son los que convirtieron el mundo en «un lugar tan peligroso») suena lo suficientemente plausible como para justificar que se ignore su advertencia. Ni siquiera se refutan las mentiras descaradas pronunciadas en una entrevista televisada a escala nacional, como si Trump, efectivamente, tuviera derecho a sus propios hechos.

Los líderes de la campaña del Reino Unido a favor de una salida de la Unión Europea (UE) gozaron de una ventaja similar en el periodo previo al referendo del Brexit en el mes de junio. Pintaron un escenario absolutamente falso de las circunstancias del país –desde su papel en la UE hasta el impacto de la inmigración– y, a sabiendas, hicieron promesas imposibles sobre lo que sucedería si la gente votaba a favor de abandonar la UE.

Por ejemplo, líderes como Boris Johnson, actual secretario de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, declaró que los 350 millones de libras (465 millones de dólares) que supuestamente se pagaban cada semana a la UE (una cifra absolutamente errada que no tiene en cuenta los beneficios recibidos) serían redireccionados al Servicio Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés). La campaña a favor de abandonar la UE hasta pegó esa promesa en el costado de un bus de campaña.

Ahora que el referendo terminó, Johnson y otros han reculado, y la campaña se ha rebautizado como movimiento «Cambiemos a Gran Bretaña» y prometió redireccionar los fondos de la UE a otras áreas. Esto ha enfurecido a muchos, especialmente frente a la reciente advertencia del organismo que representa a los hospitales en toda Inglaterra de que el financiamiento insuficiente ha llevado al NHS a la ruina. Los defensores del Brexit también han dado marcha atrás con sus promesas de frenar la inmigración, ante un marcado incremento de los crímenes de odio en todo el Reino Unido, que su retórica ayudó a alimentar.

Las desventajas del Brexit deberían haberles resultado obvias a los votantes antes del referendo –sobre todo porque tantos economistas, expertos en defensa y líderes mundiales las describieron al detalle durante la campaña. Pero, como observó con orgullo el defensor prominente del Brexit Michael Gove, la gente en el Reino Unido «ya había tenido suficientes expertos».

En verdad, parece que algunas personas votaron a favor del Brexit porque muchos expertos se manifestaban en contra. Parecían creerle a la parlamentaria pro-Brexit Gisela Stuart cuando afirmaba que «el único experto que cuenta» es el votante. No debería sorprender que la realidad post-referendo no sea lo que muchos votantes a favor del Brexit esperaban.

Sin embargo, las revelaciones de las falsedades que llevaron a la victoria a la campaña a favor de abandonar la UE no han arrojado a la gente a los brazos de los expertos. La verdaderosidad está en marcha, particularmente en Europa y Estados Unidos, porque muchos de los funcionarios que deberían estar denunciando las mentiras a viva voz están contaminados de verdaderosidad.


Fuente: Project Syndicate


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