Opinión
enero 2021

La Sputnik V y el «alma rusa»

La vacuna rusa Sputnik V puso a Rusia nuevamente en el centro de la información. Fue el propio Putin, y no un científico o autoridad sanitaria, quien anunció que la vacuna era eficaz, y no escapa en el nombre elegido la búsqueda de establecer conexiones con las glorias soviéticas. Por otro lado, las reacciones contra la vacuna dejan ver viejos preconceptos e imaginarios sobre Rusia que tienen una larga historia y encontraron nuevas formulaciones durante la Guerra Fría.

La Sputnik V y el «alma rusa»

En 1842 el escritor Nikolay Gógol publicó Las almas muertas, una sátira sobre la Rusia previa a la emancipación de los siervos. Como toda obra que pertenece a ese género, varios elementos de la sociedad rusa aparecían allí descriptos de manera burlesca, como la corrupción y la codicia. En 1854, el libro se tradujo al inglés pero el título elegido fue La vida cotidiana en Rusia. Los editores ingleses habían reconvertido un texto literario en uno etnográfico para resaltar la supuesta barbarie moscovita. Esto no era nuevo: en 1839 el Marqués de Custine el aristócrata francés que luego sería retomado por Aleksandr Sokúrov como protagonista en su premiado filme El arca rusa (2003)– había publicado su libro Rusia en el que describía a los rusos como borrachos, intolerantes y promiscuos, con gustos espantosos respecto de las artes y, además, con escasos y malos modales. Algo parecido había escrito el diplomático Joseph de Maistre en su Veladas de San Petersburgo de 1821, luego de pasar varias temporadas en la San Petersburgo de los zares. Algunas décadas más tarde, algunos intelectuales que habían leído (mal) a Fiódor Dostoievsky y a Antón Chéjov concluyeron que los rusos eran todos «locos, melancólicos y suicidas». Incluso en épocas anteriores a Pedro el Grande, viajeros y diplomáticos describieron su paso por el Imperio en los peores términos. Desde hace siglos, pues, existe una tradición europea que atribuye a Rusia aquellas prácticas que son reprobadas en su propio territorio. 

El triunfo del comunismo en 1917 y el auge de la Guerra Fría en el siglo XX no hicieron más que aumentar la dosis de preconceptos. Así, una famosa historiadora francesa no tuvo problemas en destacar los orígenes calmucos (léase asiáticos) de Lenin para explicar la barbarie bolchevique. La cultura de masas no estuvo exenta tampoco de las representaciones sobre la Unión Soviética y pronto surgieron producciones que colocaban a los rusos como los malos de la película. Esto bien lo saben James Bond y el Rocky Balboa de la cuarta entrega de la saga, pero también Maxwell Smart o el inefable MacGyver.

La lista es larga pero estos ejemplos bastan para mostrar cómo Rusia fue observada, durante siglos, a través de la lente del prejuicio y del esencialismo. La explicación es compleja pero sencilla a la vez: desde eso que llamamos Occidente, ese país fue considerado como un otro cultural. Cercano, pero otro al fin. Como tal, fue reducido a una posición de subordinación y estigmatizado como el espejo negativo de ese Occidente que construía su identidad a través de una contraposición de pares binarios. Todos necesitamos de otro para completarnos. Pero esta operación no tuvo en cuenta las enormes similitudes, transferencias y puntos de contacto que existieron históricamente entre ambos espacios y entre Rusia y el resto del mundo, desde el diseño del Kremlin por arquitectos italianos hasta la expansión del cristianismo, pasando por la influencia del pensamiento de Lev Tolstoy en la filosofía de la no violencia de Gandhi o el impacto de la literatura de Dostoievsky en el desarrollo del existencialismo en Francia, por solo citar algunos casos. 

Las características atribuidas a Rusia y que Europa consideraba reprobables fueron encapsuladas en lo que se conoció como alma rusa, una suerte de esencia inmodificable y de núcleo inmemorial que era lo que explicaba desde la melancolía y la locura de su población hasta la predisposición que tenían los rusos hacia los gobernantes fuertes y autoritarios. La proliferación de memes y las páginas de internet donde circulan estos estereotipos son el punto de llegada de una larga tradición que no hacen más que confirmar esta cuestión: como sostiene una cuenta de Twitter, esas cosas suceden «Only in Russia». Muchas veces la caracterización de esa esencia rusa estuvo atravesada por tintes asiáticos, operación justificada históricamente por el yugo mongol que se posó sobre el territorio entre los siglos XIII y XV. Hoy sabemos que el impacto cultural tártaro en Rusia fue prácticamente nulo, pero sirvió para que siglos más tarde se excluyera a Rusia de la tradición europea y para que se la vinculara, por regla transitiva, con la barbarie y el atraso históricamente asociados al orientalismo imaginado. Esa esencia, además, solía cumplir un rol valorativo y normativo: cuanto más se acercaba una producción cultural o una conducta a esa supuesta naturaleza, más rusa era y, por ende, más auténtica. Así, todo lo que podía provenir de Rusia era el producto de un desarrollo orgánico y desconectado del mundo. «Esta melodía es típicamente rusa» o «tal escritor no es tan ruso como tal otro», son frases que circulan ampliamente y que condensan una mirada que simplifica el abordaje de una nación al punto tal de reducir todas las explicaciones a una cuestión de origen: «al final, son todos rusos».  

Con el anuncio de la vacuna Sputnik V en agosto pasado parecieron reactivarse algunas de estas actitudes. Casi como un acto reflejo, las primeras reacciones que se hicieron sentir en medios de comunicación, redes sociales y charlas familiares fueron la desconfianza y el rechazo. Frases como «no es segura», «me van a aplicar un chip para controlarme» o «me van a inyectar el comunismo» fueron escuchadas, con más o menos ironía, aún sin contar con los primeros resultados de los testeos preliminares. Probablemente, esas sentencias están más cerca de los viejos prejuicios y de las miradas esencialistas que de opiniones fundadas en un conocimiento científico. Sin embargo, se escucharon en boca de dirigentes políticos y comunicadores sociales con amplia llegada el público. Las explicaciones basadas en preconceptos y esencialismos están bien para series taquilleras o medios de comunicación inescrupulosos, pero no para quienes están deseosos de comprender la realidad en toda su complejidad.

En términos relativos, hay muy pocas personas en el mundo en condiciones de evaluar la validez de la vacuna que proviene desde Rusia, pero también la que pudiera llegar desde Oxford o Estados Unidos. Como en muchos otros planos de la existencia, sin embargo, confiamos en profesionales que estudiaron y se prepararon para dedicarle toda una vida a la investigación. La Unión Soviética –el Estado que antecedió a la actual Rusia– desarrolló un sistema científico y tecnológico de primera línea que le permitió, entre otras cosas, enviar por primera vez en la historia de la humanidad a un satélite y luego a un hombre y una mujer al espacio. Los bolcheviques tenían entre sus objetivos no solo la construcción de una sociedad más justa sino también una más moderna. No fue casualidad que un militante bolchevique como Aleksandr Bogdánov fundara en la década de 1920 el Instituto de Hematología en Moscú para lograr el mejoramiento de la salud a través de la experimentación con las transfusiones de sangre. La propia hermana de Lenin, María Ulianova, fue una de sus voluntarias en su búsqueda de «colectivizar la salud». En términos epidemiológicos estrictos, la URSS fue el país que más vacunas aportó al mundo para vencer a la viruela y la contribución de científicos como Mijaíl Chumakov y Marina Voroshilova fue fundamental para que la vacuna desarrollada por Albert Sabin en Estados Unidos contra la polio pudiera ser testeada y desplegada por el mundo. El organismo que desarrolló la vacuna Sputnik V–el Centro Gamaleya– fue fundado en 1891 y cuenta en su haber el desarrollo exitoso de otras vacunas, como la del ébola, que viene siendo aplicada en varios países del continente africano. A diferencia de otros proyectos de vacuna contra el covid-19, la producida por Rusia fue financiada y desarrollada por un organismo estatal.

Es cierto que en el medio hay intereses económicos y geopolíticos en juego. Esto último quedó evidenciado cuando Vladímir Putin, y no un representante de la comunidad científica rusa, se encargó de anunciar la existencia de una vacuna. El presidente ruso entendió muy bien la oportunidad que se le abría a Rusia dentro del ajedrez internacional en su intento por recolocar al país como actor protagónico: quien primero diera con la solución podría posicionarse mejor luego del reacomodamiento que siguió a la caída del mundo bipolar. Solo así se entienden las palabras que Kirill Dmitriev –director ejecutivo del Fondo Ruso de Inversión Directa que financió el desarrollo de la vacuna– pronunció en agosto pasado: «nos adelantaremos a Estados Unidos como sucedió con el Sputnik». Efectivamente, la elección del nombre retoma la denominación del primer satélite enviado al espacio en 1957 por la Unión Soviética. Esto no es casualidad. Se suma a una operación que viene ensayando el gobierno desde hace algunos años mediante la cual se busca recuperar el legado soviético y colocarlo dentro de la larga historia del devenir del Estado ruso. Eso explica que hoy puedan convivir en el mismo panteón de personajes históricos Pedro el Grande, Nicolás II y Stalin o que se haya restaurado la melodía del himno soviético dentro de los símbolos patrios. 

En esta nueva construcción de sentidos, sin embargo, Putin prefiere dejar de lado a la Revolución de 1917, ya que no solo encarna el momento de ruptura de la continuidad estatal sino también un proceso de diseminación de valores libertarios y radicales, algo que resulta incómodo en la concepción putinista del mundo y la sociedad. En cambio, el gobierno busca rescatar solo algunos logros construidos durante la URSS, como la industrialización del país, el rol decisivo jugado en la finalización de la Segunda Guerra Mundial o el desarrollo de un programa espacial pionero, que sirvan para apuntalar la grandeza de un país que nunca dejó de lado su aspiración de ser miembro de la elite geopolítica mundial. 

Si la vacuna llega a ser exitosa, existe entonces la posibilidad de que Rusia se sume una presea más dentro de sus grandes logros mundiales: a la derrota del nazismo y al envío del primer ser humano al espacio, se le sumaría el primer puesto en el podio de la lucha contra el coronavirus. De paso, ese logro podría colaborar en el refuerzo del rol del Estado y ayudaría a aplacar la crisis social y económica que vive Rusia. En ese sentido, se sumaría a los cambios que se vienen realizando en tal dirección, como el reemplazo de medio gabinete en enero pasado y la posterior reforma de la Constitución para habilitar nuevos mandatos de Putin. El putinismo comienza a sentir el desgaste de dos décadas en el poder y sabe no puede sostenerse únicamente a base de las omnipresentes cámaras de seguridad o de la represión indiscriminada contra opositores, periodistas y disidencias sexuales. El conservadurismo ensayado desde el gobierno se combina en dosis iguales con el pragmatismo para evitar que las transformaciones programadas se vayan fuera de control y desemboquen en una nueva perestroika. 

La intromisión del poder político en los asuntos científicos no ayudó a disipar las dudas a los ojos del mundo, más bien todo lo contrario: a los prejuicios del pasado se sumaron los miedos del presente. Preconceptos, urgencias gubernamentales y disputas geopolíticas colocan bajo un manto de sospecha a uno de los primeros antídotos desarrollados a contrarreloj para erradicar la pandemia. Sin embargo, la creación de Sputnik V deja en claro que en menos de doce meses ya podemos contar con una vacuna, que fue desarrollada por una institución con más de cien años de experiencia en la materia y que fue homologada en Argentina por otra institución –la ANMAT–  que se cuenta entre las más prestigiosas de América Latina. En medio de una pandemia inédita que paralizó al mundo, la desconfianza y el rechazo de una vacuna basados únicamente en su lugar de procedencia no solo es prejuicioso y esencialista sino que hasta parece peligroso e inoportuno. 



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