Opinión

La nueva guerra que germina en el Líbano


septiembre 2024

El país de los cedros es desde hace años terreno de un enfrentamiento que tiene como trasfondo el conflicto palestino. Los sabotajes israelíes a los aparatos de comunicación de Hezbolá y el asesinato de sus líderes militares, junto con los ataques de la milicia proiraní al norte de Israel, pueden hacer escalar nuevamente el conflicto. Un acuerdo en Gaza, que podría reducir la tensión, no aparece aún en el horizonte.

<p>La nueva guerra que germina en el Líbano</p>

La semana pasada Israel escaló su conflicto con las milicias de Hezbolá, primero mutilando a cientos de miembros del grupo chiíta libanés con el sabotaje a su red de comunicaciones y luego matando a dos importantes comandantes de la organización en Beirut. Las acciones israelíes comenzaron con la explosión de miles de los bíperes y walkie-talkies que utiliza la organización libanesa para comunicarse entre sí, ya que sus teléfonos celulares están intervenidos por Israel. Los bíperes explotaron, por lo que miembros del grupo recibieron la orden de emplear walkie-talkies, pero como más tarde esos aparatos también estallaron en cadena, la plana mayor del Hezbolá decidió organizar reuniones presenciales, lo que no suele hacer por motivos de seguridad. Así fue que Israel volvió a atacar, matando a toda la cadena de mando de las fuerzas especiales Radwan, cuerpo de elite militar de la organización.

Independientemente del error de concertar una reunión luego de que una gran cantidad de miembros del Hezbolá fueran descubiertos al salir a la superficie para ser atendidos en hospitales cuando sus aparatos de comunicación explotaron, quedó en evidencia que la penetración de la inteligencia israelí sobre el organización (y también sobre su patrón iraní, como se puso de manifiesto con el asesinato del líder de Hamáas Ismail Haniyeh en Teherán dos meses atrás) es mucho más profunda de lo que cualquiera habría podido imaginar. Y estas operaciones se completaron con ataques generalizados israelíes en diferentes partes del Líbano (con más de 500 muertos en solo dos días) y con la decisión de Hezbolá de ampliar la zona que viene bombardeando en Israel desde el 8 de octubre pasado, cuando empezó a lanzar cohetes contra el norte israelí como acción de solidaridad por el secuestro y matanza de israelíes perpetrados por la organización palestina Hamás en el sur de Israel, en una acción calcada de un plan que tenía Hezbolá para conquistar por varias horas la Galilea israelí.

La eliminación de la totalidad de la cúpula militar de Hezbolá representa un logro superlativo para Israel y una pérdida asombrosa para la organización libanesa e Irán (la propia Guardia Revolucionaria iraní les ha ordenado a todos sus miembros que dejen de utilizar cualquier tipo de dispositivo de comunicación sin antes revisarlos). Sin embargo, la frustración de Israel con Hezbolá continúa, pues el grupo chiíta fue y es capaz de hacer lo que muchos enemigos del Estado judío no pudieron lograr por un extenso periodo: convertir la parte del norte de Israel en ciudades fantasmas, con cientos de miles de habitantes evacuados sin poder regresar a sus casas. Pero para un correcto análisis de la situación actual, debemos recordar cómo la «guerra sin nombre» (como la conocen en Israel) se viene desarrollando sin pausa desde hace décadas.

Todo tiene un comienzo

Hace 40 años, el 3 de junio de 1982, militantes palestinos intentaron asesinar al embajador de Israel en Gran Bretaña, Shlomo Argov, quien resultó gravemente herido. Israel respondió un día después con un intenso bombardeo de los puestos de mando de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en el Líbano, aunque el ataque había sido perpetrado por miembros de la organización Abu Nidal, que se oponía al entonces líder de la OLP, Yasser Arafat. Los bombardeos israelíes pusieron fin a diez meses de tranquilidad en la frontera norte, que se había logrado con la mediación estadounidense en julio de 1981, y le ofrecieron al ministro de Defensa, Ariel Sharon, una oportunidad para poner en práctica un gran plan de rediseño regional: expulsar a la OLP del Líbano, que se encontraba desde 1975 envuelto en una guerra civil, y establecer allí un gobierno favorable a Israel dirigido por los cristianos maronitas. La invasión del Líbano marcó el inicio de la primera Guerra del Líbano, pero Israel quedó enredado en la nación de los cedros por nada menos que 18 años –estableciendo una cruenta ocupación militar en el sur del país–, hasta la salida de las últimas de sus fuerzas militares en mayo de 2000 por iniciativa del primer ministro Ehud Barak. 

En 1982, como jefe de la Dirección de Planificación del Ejército israelí, Barak había escrito un documento interno en el que explicaba que la invasión tenía como objetivo «un cambio duradero en la estructura del régimen del Líbano». La idea por ese entonces parecía sencilla, pues el Líbano carecía de un liderazgo nacional –su dirigencia estaba dividida entre los diferentes grupos confesionales y políticos–, no poseía un ejército unificado y estaba sumido en una profunda violencia sectaria que incluía a la OLP y a los refugiados palestinos. Se trata de un país que contiene diversas minorías religiosas, como la chiíta, la drusa, la sunita y la alauita junto con otras denominaciones cristianas, lo que hace difícil su gobierno. Fue ese el contexto en el que Hezbolá emergió como una respuesta a la invasión israelí, pero también como una oportunidad para la recientemente establecida República Islámica de Irán de transformar al Líbano –y, especialmente, a su relegada comunidad chiíta local– en la punta de lanza de su revolución islámica regional. En agosto de 1981, Ali Akbar Mokhtashmi, un hombre cercano al ayatolá Ruhollah Jomeini, fue nombrado embajador de Irán en Siria. Su principal tarea era establecer un movimiento islámico chiíta en el Líbano que fuera leal a Jomeini, porque la otra organización que pretendía representar a las chiítas libaneses, el Movimiento Amal, respondía en mayor medida a un liderazgo local encarnado en el clérigo Musa al Sadr que a los designios regionales dictados desde Teherán. 

Si la primera idea de Irán fue que la fuerza militar de Hezbolá se ocupara de la resistencia a Israel en el Líbano y, posteriormente, a partir de 1985, en la zona de seguridad en la que se estableció el Ejército israelí en el sur del país, la segunda misión fue establecer una estructura civil de apoyo en la comunidad chiíta que complementara las necesidades de los miembros del grupo combatiente (centros educativos independientes, hospitales, supermercados, e incluso cajeros automáticos para eludir el sistema bancario libanés, etc.). Todo esto, subordinado al dinero enviado por la Guardia Revolucionaria iraní para sostener su inversión y proyecto.

Luego de ganar legitimidad local al luchar contra la ocupación israelí, Hezbolá (encabezado desde 1992 por el clérigo Hassan Nasrallah, después de que Israel asesinase a su anterior líder, lo que a su vez provocó que el grupo atentase contra la embajada israelí en Argentina) convirtió el sur del Líbano en una plataforma de lanzamiento para ataques contra los israelíes cuando estos se retiraron del país en 2000. Solo cinco meses después del repliegue israelí, milicianos del grupo cruzaron la frontera y capturaron los cuerpos de tres soldados del Ejército de Israel, que cuatro años más tarde serían intercambiados por 400 presos palestinos y libaneses. En 2005, Hezbolá participó en el asesinato del ex-primer ministro libanés Rafik Hariri y luego se opuso al retiro de tropas sirias del Líbano, que se encontraban en el territorio libanés desde la guerra civil y fueron acusadas de instigar el magnicidio del respetado político. 

En 2006, miembros de la organización volvieron a cruzar la frontera con Israel para secuestrar soldados, lo que terminó por provocar una guerra de 32 días donde murieron más de 1.200 libaneses. Más tarde, en 2008, Hezbolá ocupó parte de Beirut cuando una alianza de diversas fuerzas políticas le exigió abandonar el control del aeropuerto de la capital, entre otras potestades exclusivas, pero un acuerdo mediado por Qatar le otorgó aún más poder al partido-milicia a medida que se erosionaba la estabilidad política y económica del Líbano. Ya en 2012, los combatientes de Hezbolá se trasladaron a Siria por pedido del liderazgo iraní para luchar contra los rebeldes que buscaban derrocar a la dictadura de la familia Assad (aliada también de Irán). La inusual movida empezó a despertar críticas en el mundo árabe, que observaba que Hezbolá no se limitaba a actuar como un ente de resistencia ante la agresión israelí, sino que terminaba funcionando como el brazo largo de los designios regionales iraníes para el Levante. 

Una nueva ronda con final incierto 

Desde la semana pasada, Israel ha intensificado exponencialmente su conflicto con Hezbolá. Las acciones de Tel Aviv van más allá de atacar a los comandantes militares: están desmantelando la confianza entre el grupo y su comunidad circundante, que siempre ha creído que estaba protegida por un aparato militar y de seguridad altamente profesionalizado. El objetivo declarado de Israel ha sido detener el bombardeo del norte por parte de la milicia proiraní y así llevar a sus ciudadanos de vuelta a sus hogares. Sin embargo, a pesar de los avances tácticos logrados a través de sus operaciones multifacéticas, Israel corre el riesgo no solo de perder el control del norte del país, sino de poner en peligro otras zonas en una guerra directa en la que los misiles, cohetes y drones de Hezbolá pueden convertirse en una amenaza para los centros urbanos del centro del país.

Israel desearía que fuera Hezbolá quien iniciara una guerra en toda regla, pues el primer ministro Benjamin Netanyahu no parece tener un mandato de la población para comenzarla (los israelíes se encuentran divididos entre quienes creen que el premier israelí está extendiendo la guerra en Gaza para mantenerse en el poder y quienes consideran que su líder debe priorizar una improbable destrucción de Hamás y Hezbolá por encima del retorno de los cautivos israelíes). No obstante, Hezbolá ha sostenido en repetidas ocasiones que comenzó a atacar a Israel en solidaridad con Hamás, por lo que un cese el fuego en Gaza (más un retiro israelí de la Franja, junto con un intercambio de secuestrados por prisioneros) es una condición sine qua non para estabilizar la situación actual entre Israel y el Líbano. Otra vez, la cuestión palestina funciona –como tantas otras veces– como un catalizador para incendiar toda la región. 

Es muy difícil que Israel pueda lograr su objetivo declarado de terminar con el fuego transfronterizo de Hezbolá solo mediante la fuerza. Puede, sin duda, degradar a las fuerzas aliadas de Irán, pero Hezbolá es la joya de la corona de todos los proxies iraníes, que le ha costado a la República Islámica no solo muchos miles de millones de dólares, sino también décadas de inversión de recursos humanos en el terreno. Por lo tanto, Irán no le permitirá al grupo inmolarse frente a Israel por Gaza; el enfrentamiento total está reservado para una guerra directa entre Irán e Israel, no para apoyar la causa palestina. Asimismo, la actual guerra de baja intensidad entre Israel e Irán no puede acabarse solo con la diplomacia. Quizás pueda contenerse mediante una mezcla de arreglos transitorios y presión militar, aunque solo hasta un nuevo enfrentamiento, pues Israel considera a Irán (y su conocido desarrollo nuclear) como una amenaza existencial, mientras que el actual gobierno de Irán cree que los israelíes son un enclave extranjero en la región que debe desaparecer. 

Israel siempre ha temido a Hezbolá mucho más que a Hamás. La milicia libanesa es considerada la más poderosa del mundo y es uno de esos raros casos en que un actor no estatal es más fuerte que el sistema de seguridad del país del que forma parte. Cuenta con más de 50.000 milicianos entrenados y un arsenal de por lo menos 150.000 misiles que apuntan a Israel. Es probable que Israel continúe con una campaña aérea y asesinatos selectivos en Beirut para provocar un desplazamiento más amplio de civiles libaneses como moneda de cambio para negociar el regreso de los desplazados internos israelíes. Esto profundizará la «doctrina Dahiya», una política militar israelí que remite al suburbio de Beirut bombardeado en 2006 por Israel, donde Hezbolá concentra parte de su poder y que tuvo deliberadamente como blanco la infraestructura civil libanesa con el fin de provocar un amplio sufrimiento como forma de disuasión. 

Hezbolá se enfrenta, a su vez, a un desafío sumamente difícil: debe decidir si detener sus ataques para reorganizar su frente interno o continuar con unos bombardeos que, al fin y al cabo, más que buscar la retirada israelí de Gaza, pretenden garantizar la supervivencia de Hamás. Una ampliación del campo de batalla o la introducción de armamento de última generación parecen inevitables, dado que difícilmente Hezbolá pueda asumir una derrota política contra Israel y acceder a replegar sus fuerzas al norte del río Litani (como acordó en el cese el fuego de 2006, que luego no cumplió) si Gaza no está en la mesa de negociaciones. 

Israel apuesta a que Hezbolá se detenga por la presión de los libaneses, pero solo basta contemplar cómo una organización infinitamente más pequeña y débil como Hamás no se ha rendido y sigue luchando desde hace un año contra el mismísimo Ejército israelí dentro de Gaza. A su vez, Israel debería recordar que la guerra de 2006 no se pudo ganar solo con la fuerza aérea y que la invasión terrestre de 1982 tampoco le otorgó una victoria total.

Poner fin a la guerra en Gaza, lo que también acabaría con la actual ronda de enfrentamiento entre Israel y Hezbolá, está en manos de Netanyahu. Hay una creíble oferta de Hamás para terminar con la guerra en tres semanas y devolver a los rehenes israelíes a cambio de una retirada israelí de Gaza y un intercambio de prisioneros que Netanyahu no parece contemplar. 

No obstante, aunque sube en las encuestas con sus medidas más agresivas, Netanyahu parece no querer una guerra –por el momento– en la que Israel ingrese con el grueso de su Ejército en un territorio libanés al cual es fácil entrar pero del cual es muy difícil salir. «Bibi» recuerda que la primera guerra del Líbano terminó con la carrera política de Menájem Begin y la segunda guerra hizo lo propio con la de Ehud Olmert. Así, lo que busca es una escalada sangrienta en el Líbano -y quizás una pequeña operación terrestre cosmética- para afectar el resultado de las negociaciones indirectas, más que provocar una guerra total. Pero es claro que Netanyahu, quien ha priorizado en su carrera política siempre las decisiones tácticas, difícilmente termine destacándose como un genio de la estrategia en el Líbano luego del desastre estratégico de Gaza. 

Ausencia de liderazgo de Estados Unidos

Es preciso señalar también que la situación actual se ha alcanzado por la ausencia de liderazgo del país más poderoso del mundo. Si bien es entendible el apoyo de Estados Unidos a Israel -un aliado estratégico- luego de los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023, hoy no queda claro si aún desea asumir su papel de superpotencia garante del orden regional o si ha abandonado esa posición desde los tiempos de Barack Obama. Israel no solo ha desconocido la «línea roja» que Joe Biden estableció con respecto a Rafah, la única zona de la Franja de Gaza que se mantenía como un refugio de desplazados palestinos, sino que ha descartado un acuerdo por el retorno de los secuestrados elaborado por Washington. 

Este es un momento crítico, que coincide con las elecciones presidenciales en curso en Estados Unidos y en el cual Gaza y Cisjordania (y hasta Sudán) se encuentran en llamas debido a la inacción estadounidense. Tampoco en el Líbano el gobierno de Biden parece querer utilizar su influencia para evitar un conflicto sin control. 

La mayoría de los libaneses que se oponen a Hezbolá, ya sean musulmanes o cristianos, están disgustados por lo que Israel ha hecho en Gaza y lo que está haciendo en el Líbano. Para muchas personas no ha sido fácil navegar la complejidad moral que conlleva posicionarse ante el hecho de que Hezbolá iniciara los ataques para apoyar una masacre que Hamás cometió en suelo israelí y que luego Israel utilizó como justificativo para convertir Gaza en una zona inhabitable, profundizando una ocupación de más de medio siglo sobre los palestinos que continúa erosionado la estatura internacional israelí.

Los rimbombantes ataques mediante la explosión de bíperes y walkie-talkies, junto con la decapitación de la cúpula militar de Hezbolá, pueden provocar admiración, indignación o sorpresa, pero no han creado una situación que permita que los residentes del norte israelí puedan regresar a sus viviendas. Sin embargo, negociar un alto el fuego en Gaza sí lo haría y también llevaría a la liberación de los secuestrados israelíes que aún retiene Hamás. La otra opción, y lo último que se necesita en una región extremadamente convulsionada, es una guerra sangrienta y sin final cierto.

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