Opinión
agosto 2016

La encrucijada de la izquierda brasileña

El PT y sus aliados han convertido su fracaso en un muro que impide la construcción de una alternativa de izquierda. La trampa es esta: luchar contra Temer a favor de Dilma no es sino reproducir el apoyo que en su momento se dio a Dilma con Temer.

La encrucijada de la izquierda brasileña

¿Cómo plantearse lo que está ocurriendo en Brasil? Ante un desastre tan grande, no sabemos cómo abordar la cuestión: si en términos de crisis económica, de crisis política, o incluso de crisis moral. Se nos presenta el desafío de lograr que esta encrucijada se vuelva inteligible y nos permita señalar algunas líneas de fuga. Es una situación de parálisis que reconoce dos dimensiones: la del país como un todo, hundido en una grave depresión económica y con su sistema político inmerso en una crisis vertical, y la parálisis de las fuerzas «progresistas» o, en términos más generales, de la «izquierda». Y no es fácil decidir cuál de esas dos dimensiones es peor. La serie de protestas de junio de 2013 decretaron el fin de la izquierda de gobierno y de su coalición oxidada. Pero el PT, que contaba con una poderosísima maquinaria de propaganda, con miles de empleados y cientos de millones desviados de las arcas públicas, logró hacer pasar su agonía por una irónica lucha de principios en defensa... de su falta de principios. Obviamente esa batalla, a la cual adhirieron casi todos los movimientos sociales «organizados» así como el arco del progresismo universitario y prácticamente la totalidad de los sectores y grupos de izquierda, sólo podía perderse, y a esta altura ya se transformó en un suicidio colectivo de la izquierda brasileña. El resultado es paradójico: el PT y sus aliados han convertido su fracaso en un muro que impide la construcción de una alternativa y nos deja como legado la manifestación explícita de lo que su gobierno de coalición ya incluía (el presidente interino, Temer). La trampa es esta: luchar contra Temer a favor de Dilma no es sino reproducir el apoyo que en su momento se dio a Dilma con Temer. Son las dos caras de una misma moneda: falsa. «Golpistas» y «golpeados» son ambos ilegítimos: cómplices y responsables, los dos, de la crisis. Las luchas de resistencia se encuentran hoy ante el gran desafío de afirmar esta verdad: o ellas son capaces de acuñar una nueva moneda, o no están en condiciones de sostenerse. Dicho de otro modo, hoy las luchas necesitan oponerse al mismo tiempo al PT de Dilma-Lula y al PMDB de Temer-Cunha. Temer y Dilma son el Pokémon Go uno del otro: ambos encarnan la negación de la brecha democrática. Cualquier movilización que tienda a verlos como opuestos lo que hace es mistificar la verdadera lucha y avalar el proyecto de reforma neoliberal como única salida a esta situación de parálisis. No por casualidad, pese al apoyo de los grandes medios a la estrategia de Temer, la mayoría de la población reclama hoy que se llame a nuevas elecciones generales.

No hubo –y no está habiendo– ningún golpe en Brasil. Esto no es algo que uno diga para dar un cuadro más ameno de la situación ni mucho menos para banalizar la destitución de la presidenta electa. Lo que hubo y está habiendo es una tentativa de reajuste al interior del bloque de poder. La cual reconoce dos causas que la determinaron y dos grandes objetivos.

El primer determinante fueron las protestas de junio de 2013: las manifestaciones en el área metropolitana en contra del régimen mafioso de gestión del sistema de transporte público se transformaron rápidamente en una revuelta general contra el conjunto de los representantes, lo cual incluyó intentos cuasi insurreccionales de ocupar los parlamentos en Brasilia y Río de Janeiro (entre los días 17 y 20 de junio), ocupaciones concretas de 30 parlamentos y concejos deliberantes estaduales (durante julio y agosto en todo el país) y acampes extendidos hasta el mes de octubre frente a la residencia del gobernador de Río de Janeiro, Sergio Cabral. Hombre del PMDB e importante aliado de Lula y Dilma, Cabral había sido fotografiado en 2012 junto con miembros de su equipo de gobierno y con un empresario hoy preso, todos de fiesta en un lujoso hotel parisino, divirtiéndose y bailando con sus cabezas enfundadas en servilletas de tela. Era la foto emblemática de la fiesta en que se había convertido el proyecto de poder del PT y el PMDB sobre el modelo base de la ciudad que pronto sería sede del Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos. Luego la multitud salió a las calles, pero a esa altura el Titanic ya no podía cambiar de rumbo. Y así ocurrió que el PT, a la manera del «partido del orden» en que se había transformado, enfrentó las protestas democráticas por medio de dos recursos: la organización de la represión y el refuerzo de su coalición con el PMDB para ganar las elecciones de octubre de 2014. La policía y el poder judicial del Estado de Río de Janeiro que Cabral gobernaba (como también las del Estado de San Pablo, gobernado por la oposición) lograron con la ayuda de los grandes medios de prensa pacificar la situación para que el Mundial pudiese llevarse a cabo. Fue una restauración exitosa, y todavía más exitosa fue, en 2014, la campaña electoral. La propaganda del PT logró entonces polarizar el debate y deconstruir la candidatura de Marina Silva, que durante cierto tiempo había asomado como la eventual triunfadora. Tal éxito, sin embargo, tuvo un precio mucho más alto que el de las coimas repartidas entre consultores y agentes de marketing. No sólo porque desembocó en detenciones y cárcel, sino ante todo porque, para sustentar esa polarización contra la candidata Silva, la estrategia de discurso del PT requirió potenciar al cubo las mentiras: «La reelección de Dilma es un guiño a la izquierda», «Dilma no tendría ninguna necesidad de ajustar y aunque la tuviera no lo haría». El despliegue de actos y reuniones con intelectuales de izquierda munidos de banderas rojas se encargó del resto. Pero lo cierto es que, una vez reelecta, al día siguiente Dilma ya estaba encarando una política económica diametralmente opuesta a la anunciada en su campaña (suba de tasas, tarifazos, recortes de derechos, gobiernos estaduales en quiebra) demostrando así que el país estaba en bancarrota. Para colmo, Dilma anunciaba un elenco ultraconservador de ministros, con énfasis en un Chicago Boy a cargo de la cartera de Hacienda y una tétrica representante de los agronegocios al frente de Agricultura. La caída de Dilma estaba dada por la imposibilidad de revertir toda esa mistificación electoral de la campaña; fue una caída que, paradójicamente, el mismo éxito del marketing del PT aceleró. De ese modo, el «ajuste» que Dilma y Lula arriesgaron era el peor que podían emprender: un ajuste desajustado, donde la recesión daba lugar a la depresión (-10% del PIB per cápita), ya que aquello no era creíble para nadie. Asimismo, mientras la «izquierda organizada» se retiraba de las calles, la multitud siguió manifestando sólidamente su indignación en 2015 y 2016, esta vez en base al accionar de nuevos grupos liberales o de derecha formados en las redes sociales.

El segundo determinante fue la movida judicial contra la corrupción (el famoso caso «Lava Jato»). Apoyándose en la legitimidad de las protestas de junio, la Corte de la Ciudad de Curitiba encaraba una serie de detenciones, procesamientos y condenas de propietarios y directivos de las principales empresas de la construcción, que involucraban también a los directivos de Petrobras y a los economistas y lobbistas del PT, el PMBD y el PP. A comienzos de 2016, los sumarios judiciales tocaron de lleno a los «políticos» y el gobierno quedó paralizado. El traslado forzado a interrogatorio del ex-presidente Lula fue la señal de alarma. A diferencia del PT, que en su campaña había condenado la «selectividad» del juez Sergio Moro, los caciques del PMDB e incluso de la oposición eran concientes de que la movida implicaba a toda la «casta» política. La medida de la destitución (impeachment) surgió como tentativa extrema de tomar el control de gobierno de cara a su propia parálisis.

Superficialmente, la destitución de Dilma se fundó en el objetivo de acatar el clamor de la calle y de la «opinión pública» (los grandes medios). Pero los objetivos reales de Temer son dos: enfrentar la crisis económica y –valiéndose de un apoyo parlamentario más cohesivo y de una eventual recuperación en los índices de crecimiento– poner un freno al «Lava Jato» y asegurar «protección» a todos los miembros de la casta, Lula incluido. La destitución de Dilma fue algo casi «necesario»: por un lado, la Policía Federal tocando el timbre en las casas de los políticos; por otro, la depresión económica dando la nota en los balances de las grandes empresas como Petrobras, Eletrobras, Caixa Econômica Federal, Oi (la principal empresa de telefonía) y Gol (la aerolínea más grande del país), sin hablar de la «situación calamitosa» –oficialmente reconocida– del Estado de Río de Janeiro tras las inversiones que exigiera la realización de los Juegos Olímpicos.

Y si hay algo que se presenta como la principal legitimación para las reformas neoliberales que Temer se propondrá implementar apenas sea confirmado como presidente (reformas en el sistema previsional y en las leyes laborales, sumadas al absurdo proyecto de establecer un tope anual al gasto público), no es otra cosa que la tremenda crisis en la que se encuentra el país, crisis generada por el PT tanto como por el PMDB, por Dilma lo mismo que por Temer. La legitimidad de este último proviene paradójicamente del discurso petista que lo pone al frente de un golpe y hace de Temer una fuerza política opuesta cuando en realidad es aliada y corresponsable del fracaso del PT. La lucha contra Temer y sus reformas requerirá que sea una lucha contra el PT de Lula (y de Dilma), o de lo contrario no estará a la altura del desafío actual. La urgencia democrática sigue así el dibujo de una línea de fuga por fuera de ese falso binarismo. Y es algo que podría exigir, tal vez, el abandono de la noción misma de izquierda.

Traducción: Cristian De Nápoli



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