Opinión
mayo 2021

La Cortina de Hierro de los salarios

Más de 30 años después de la caída del Muro de Berlín, la pobreza por ingresos está muy extendida en Europa del Este. El resultado es migración en masa y resentimiento antieuropeo.

La Cortina de Hierro de los salarios

Después de 1989, el cambio de sistema en Europa Central y del Este fue impulsado no solo por el deseo de poner fin a la represión política y otorgar mayor participación democrática, sino también –y quizás fundamentalmente– por la esperanza de una rápida equiparación con el nivel de vida occidental. A cambio, se toleraron inicialmente trastornos económicos y sociales dramáticos y, más tarde, se aceptaron sin quejas requisitos ideales fiscales, legales y conceptuales de gran alcance como condición para la membresía en la Unión Europea, que se implementaron rápidamente, lo cual, no obstante, se hizo con esfuerzos y costos que no deben subestimarse.

Más de 30 años después de la caída del Muro y casi 17 años después del ingreso a la Unión –con las correspondientes consecuencias políticas–, los países de Europa central y del Este se están dando cuenta de que probablemente este objetivo no sea alcanzado por las generaciones afectadas por las penurias que conllevó aquel enorme cambio, y que tampoco sus hijos y nietos podrán lograrlo. Desde hace años, los sindicatos de Europa central y del Este hablan con amargura de una «Cortina de Hierro de los salarios»: la región sigue siendo sistemáticamente la periferia pobre de Europa.

El debate al respecto está marcado por una extraña ambivalencia: por un lado, el problema de los bajos salarios en la República Checa, Eslovaquia, Polonia y Bulgaria es bien conocido en toda Europa hace ya mucho tiempo; al final, fueron señalados como los trabajadores migrantes que desencadenaron el dumping salarial polaco, una de las razones indirectas del voto favorable al Brexit. Sin embargo, parece haberse cristalizado la idea de que los bajos salarios en los países afectados todavía van acompañados de precios mucho más bajos que en Occidente, por lo que el nivel de vida allí es, en última instancia, relativamente razonable.

Esta impresión está basada en indicadores macroeconómicos frecuentemente utilizados, pero engañosos: por ejemplo, el crecimiento estable del PIB dice relativamente poco sobre la prosperidad general de estos países dependientes de inversiones extranjeras, ya que enormes cantidades de dinero retornan a los países de los inversores en forma de ganancias. A su vez, es sabido que el indicador de pobreza relativa mide la desigualdad de ingresos y, por lo tanto, es positivo en los países con una desigualdad tradicionalmente menor situados al este de la frontera alemana. Y esto es independiente de si los salarios alcanzan allí para vivir. En esta lista, la República Checa suele ocupar el primer lugar como uno de los países con menos «pobres» de Europa.

Sin embargo, la realidad es claramente diferente. La prueba de esto en la República Checa es la «Plataforma para un salario mínimo justo» que, desde 2019, calcula una vez al año cuánto tendría que ganar una persona en actividad, con los precios actuales, para poder cubrir todos sus gastos habituales y los una persona a su cargo. Con este fin, los sociólogos, economistas y otras personas involucradas en el sector social adaptaron al contexto de Europa central y del Este el concepto de «salario digno» (living wage), ya utilizado en Gran Bretaña. Mediante una metodología desarrollada a lo largo de varios años, calculan los gastos de vivienda, alimentación, ropa y calzado, transporte, ocio, educación y gastos excepcionales, así como ahorros.

A pesar de los extremadamente modestos estándares definidos de lo que debería ser accesible en cada una de estas categorías, el grupo de expertos llegó a conclusiones alarmantes tanto en 2019 como, más recientemente, a fines de 2020: el salario mínimo justo definido de esta manera habría sido de 1.238 euros brutos el año pasado (o 1.450 euros para Praga, la capital, con costos de vivienda particularmente altos). Sin embargo, el salario medio nacional en la República Checa en 2020 era solo el equivalente a 1.190 euros. Esto significa que ni siquiera la mitad de los trabajadores de la República Checa recibe un salario que permita vivir dignamente. El salario mínimo legal en 2020 era de solo 573 euros. Pero el salario mínimo justo ni siquiera lo ganan las personas que trabajan en puestos altamente calificados: en la República Checa, la pobreza de ingresos fáctica se expande en lo profundo de la clase media.

La Unión Europea reconoce el problema de los salarios demasiado bajos en numerosos lugares de su área y pugna por un salario mínimo europeo como solución desde que el nuevo Parlamento y la nueva Comisión asumieron sus funciones. Por eso, el pasado otoño, la Comisión presentó un proyecto de directiva para garantizar salarios mínimos adecuados dentro de la Unión. Mientras que al principio se debatían niveles mínimos obligatorios como la relación entre el salario mínimo y el salario promedio (por lo menos 50%) o la mediana salarial (por lo menos 60%) del Estado miembro en cuestión, la propuesta ahora es mucho menos concreta: cada país deberá establecer sus propios estándares, con los que determinará si su salario mínimo es el apropiado.

Resta ver cómo será la versión final de la directiva aprobada, cómo se implementará y cómo se vigilará tal implementación, pero una cosa ya parece clara: no será un gran éxito a la altura de los anuncios de la Comisión sobre salarios justos dentro de la Unión Europea. Para lograr remuneraciones justas realmente merecedoras de tal nombre habría que aumentar sistemáticamente los salarios, en particular en los países de bajos salarios de Europa central y del Este, mucho más que lo que la directiva podrá lograr con su naturaleza no vinculante.

Para hablar de una remuneración justa en la República Checa, tal como lo hace en forma rimbombante la Comisión Europea, el salario mínimo legal tendría que superar, según los cálculos de salario digno, el 100% de la mediana actual, con lo que incluso las anteriores propuestas, más concretas, para el cálculo de un salario mínimo europeo no habrían sido una solución real para los países de bajos salarios.

Lo mismo vale para otros países de esta región; en los más orientales, Bulgaria y Rumania, la situación podría ser más dramática. Pero esto no parece tener gran importancia en comparación con las preocupaciones de los ricos países nórdicos sobre su libertad para celebrar negociaciones colectivas, que han dominado el debate durante varios meses. En los habitantes de Europa central y del Este, esto vuelve a despertarles la sensación de que son ciudadanos europeos de segunda clase.

No es difícil imaginar las consecuencias desestabilizadoras de que no haya una mejora sustancial de la situación de los ingresos en esos países: la precariedad y la inseguridad económica afectan a gran parte de la población. En semejante contexto, no es de extrañar que casi una de cada diez personas en la República Checa esté sobreendeudada y que muchos de estos países sufran una emigración masiva hacia Occidente.

Por lo tanto, quizás sea menos sorprendente que las sociedades así constituidas avancen con menos rapidez en la modernización de valores que se les exige o que les sea más difícil mostrar solidaridad paneuropea. Por el contrario, esta situación puede alimentar resentimientos antieuropeos y antiliberales: la decepción provocada por la Unión Europea está siendo aprovechada en muchos lugares por fuerzas populistas de derecha. La fragilidad de las sociedades se manifiesta, entonces, en crisis como la desatada por la actual pandemia, ya que los bajos salarios casi no permiten tener ahorros importantes.

Cuando se vive en una constante precariedad, es difícil que se forme una resiliencia como la que exigirán a las sociedades los próximos cambios disruptivos, como la necesaria transformación socioecológica. Todo lo contrario, los autoritarios de Europa del Este ahora suman puntos con promesas que van en sentido contrario: ustedes ya no tienen por qué hacer nada más, han modificado ya bastantes cosas para satisfacer los deseos de Occidente y vean lo que han conseguido: nada.

Por eso, la directiva negociada recientemente también tiene un significado simbólico: es una oportunidad única para cumplir finalmente y de manera tangible la promesa europea para Europa central y del Este. Sin embargo, si desea lograrlo, la directiva debe ser mucho más ambiciosa, tratar realmente la situación de la gente en los países, en lugar de guiarse por indicadores macro sesgados. Y, si fuera necesario, debe también decir abiertamente por qué los gobiernos de Europa central y del Este no pueden aumentar los salarios sin el respaldo paneuropeo: porque defiende la lógica de la competencia en el mercado interno europeo.

Por otro lado, si el borrador actual se acepta así como está, es posible que ocurra lo esperado: los países de bajos salarios continuarán señalando como apropiados sus bajos salarios. Es que, dada la dinámica del libre mercado, no les ha quedado, hasta ahora, otra alternativa. Esto no hará más que profundizar la decepción con la Unión Europea en la región; y tanto más si se sigue con la desmesura de presentar la directiva como «el fin de los trabajadores pobres en Europa». Pues tal cosa ni siquiera se vislumbra aún en Europa central y del Este.

 

Fuente: IPG

Traducción: Carlos Díaz Rocca



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