Opinión
septiembre 2019

Derecha populista, izquierda pasional ¿Debe la izquierda hacer una política de emociones?

Para combatir el populismo de derecha, la izquierda no solo debe esgrimir argumentos: también debe hacer política a partir de emociones y sentimientos. Pero, ¿cuáles son los peligros que podría entrañar una estrategia de este tipo?

Derecha populista, izquierda pasional  ¿Debe la izquierda hacer una política de emociones?

Hasta hace poco, los temas centrales del debate político eran la democracia deliberativa y la protección de la esfera pública. Ahora, y no por casualidad, le ha llegado el turno a la política de las emociones y la posverdad: ¿de qué otra manera se explica que las clases trabajadoras descontentas de Estados Unidos votasen en 2016 por un multimillonario que hace todavía más ricos a los ricos, o que la campaña del Leave en el Reino Unido triunfase en aquellas capas de la población que van a verse más afectadas por las consecuencias del Brexit?

¿Cabe pensar que estos votantes respondían simplemente a sus sentimientos y se dejaban guiar por su instinto? En términos más generales, ¿sigue existiendo una división entre razón y emoción en política?

Los adelantos de la neurociencia confirman que el pensamiento y los sentimientos están íntimamente conectados. Si en el pasado no todo podía atribuirse al juego de la razón en política, es igualmente cierto que no todo puede atribuirse hoy a la atracción de las emociones. Sin embargo, en las sociedades en red, en las que la información como arma arrojadiza está remodelando la política democrática a niveles muy profundos, las emociones desde luego están de vuelta y quizás para quedarse: suele considerarse que constituyen el núcleo de la ola populista actual.

Las emociones pueden tener objetivos muy distintos. La indignación, por ejemplo, ha llevado a las protestas contra la codicia, la corrupción y las medidas de austeridad protagonizadas por el movimiento de los Indignados en España y Grecia y por Occupy Wall Street en Estados Unidos. Sin embargo, también ha sido el carburante que ha propulsado el odio a los inmigrantes y el apoyo a políticas racistas. El presidente Trump, por ejemplo, llamó «violadores» a los mexicanos, y Matteo Salvini intervino para detener la labor de los barcos de rescate humanitario en el Mediterráneo.

Las emociones políticas son hoy un factor esencial para cualquiera que se interese por los temas de actualidad. Sin embargo, las emociones son ambiguas y centrarse en ellas para explicar o predecir fenómenos políticos sería establecer un marco de análisis demasiado limitado. En un contexto político democrático, hay que preguntarse si las emociones pueden establecer un orden normativo y sustentar una agenda política específica. Y aquí es donde las emociones enlazan con el populismo.

En un nuevo libro que he coeditado con Fernando Vallespín, examinamos los vínculos entre el populismo y las dinámicas específicas que desencadenan las emociones en las sociedades contemporáneas. Investigamos en qué medida el auge mundial del populismo y el papel de las emociones en política responden a una lógica específica: una lógica que va de la mano con las formas de comunicación actuales basadas en las redes sociales.

Las emociones, junto con los valores, actitudes, rituales y comportamientos varios, forman parte de nuestra identidad y tienen un papel crucial en la formación de nuestras cosmovisiones y la creación de vínculos sociales. Además, las emociones motivan a participar en política, tanto a nivel individual como grupal. Y pueden ser tanto medios como fines de la acción política y dar forma, a menudo retóricamente, a objetivos y estrategias políticas.

Hay, sin duda, cierto tipo de emociones que son más adecuadas para la política democrática liberal que otras. El odio, por supuesto, no cuadra con una sociedad pacífica y tolerante. Venga de un ciudadano de a pie o del presidente de Estados Unidos, este tipo de sentimiento suele cristalizar en grupos cuyo objetivo es difamar y desautorizar a otros. Se trata de una dinámica que, a medida que va propagándose, puede llegar a sentenciar el orden liberal. Los ataques contra grupos minoritarios -como las personas de origen latino o LGBTQ- son un ejemplo del potencial destructor del odio como emoción política.

Pero pasiones similares también pueden prefigurar ideas y prácticas políticas alternativas. La rabia es un ejemplo clásico. Tomemos, por ejemplo, la reciente ola de protestas desencadenadas por acciones como los Viernes para el Futuro de Greta Thunberg y la Rebelión contra la Extinción. La profunda sensación de injusticia que está en el núcleo de estos movimientos es lo que mueve a los ciudadanos enojados a participar en manifestaciones y apoyar cambios radicales en nuestro sistema político y económico.

Este mismo sentimiento de injusticia está relacionado con emociones como la empatía y la esperanza, que pueden desencadenar vínculos afectivos abiertos a la diversidad cultural, la igualdad y la participación democrática y propiciar una agenda progresista e igualitaria.

Las emociones son, pues, parte integrante de la política en todas sus formas y no algo exclusivo del populismo. Pero, ¿hay en los llamamientos emocionales populistas algún elemento específico del que carece la deliberación supuestamente racional de las formas políticas no populistas? Esta pregunta es particularmente pertinente por dos motivos.

El primero es que el nexo entre populismo y emoción prefigura un estilo de hacer política que pone al descubierto las profundas transformaciones que experimentan hoy los regímenes democráticos liberales. En pocas palabras, al populismo se le percibe como opuesto a los gobiernos tecnocráticos de las élites y con unas características de estilo, de actuación y estética particulares que consiguen movilizar pasiones diversas.

Mientras que el atractivo de la tecnocracia se basa en la experiencia y en el supuesto de la estabilidad, el populismo suele basarse en el atractivo de «la gente» en contraposición al «establishment». El populismo se construye sobre la base del carisma de unos líderes que con frecuencia se caracterizan por sus «malos modales» y que sacan máximo rendimiento de la sensación de traición y alienación que tienen los ciudadanos con respecto a las instituciones.

El segundo motivo es que tomar en serio las emociones en el análisis político puede ayudar a arrojar luz sobre este fenómeno tan escurridizo, lo que posibilita ver su profundo impacto en la sociedad. Un denominador común a todas las definiciones de populismo es la idea de «la gente» y de una polarización de la sociedad en dos bloques antagónicos – dos elementos que conforman de manera decisiva las emociones.

La formación de la identidad individual y grupal la modelan dinámicas afectivas: «la gente» y «la élite» son sujetos colectivos que se forman a través de procesos que implican compromisos apasionados. Los votantes de la clase trabajadora pueden identificarse con los hombres más ricos del mundo, como Donald Trump y Silvio Berlusconi, porque éstos establecen una estrategia emocional mediante la cual se presentan como formando parte de la gente común, enfrentados al sistema político y económico existente.

En esta representación teatral, el arma homicida son las redes sociales y su creciente protagonismo en la vida pública y política. Los mensajes cortos, emocionales y sin matices ya habían empezado a apoderarse del espacio comunicacional en la era de las cadenas de televisión de Berlusconi en Italia pero, desde entonces, han ido creciendo hasta dominar todo el panorama político. La construcción del concepto de «la gente» y la estructuración de la sociedad en dos bloques opuestos son procesos que, cada vez más, se producen en las redes sociales. Es aquí donde tiene lugar la formación de la identidad. Conectar a las personas que piensan igual en lugar de promover el diálogo entre grupos distintos refuerza las identidades estrechas y genera comunidades afectivas muy contrastadas.

Las redes sociales propician la «balcanización» de las discusiones en línea y al operar sobre la base de elogios o descrédito («linchamientos digitales» y «ciberataques»), llenan la esfera pública de acaloramiento y ruido e imposibilitan el pensamiento crítico y la colaboración interpartidista. El uso excesivo de las redes sociales contribuye al esencialismo político.

Por supuesto, cualquier subjetividad política puede expresarse y tener voz propia en internet, donde pueden prosperar – y prosperan - todo tipo de mensajes, desde reaccionarios hasta progresistas. En qué medida la izquierda también debería ponerse a hacer política emocional (o tener al menos una estrategia de comunicación que apelase a las emociones) para detener el surgimiento del populismo de derecha es un debate que ya lleva tiempo haciéndose. Contar con una predisposición emocional constructiva es algo sin duda necesario para aquellos que quieren conseguir un cambio social y político.

Sin embargo, cualquier persona implicada en la transformación de la sociedad debe ser consciente de cuál es la dinámica interna de las emociones y de la ambigüedad de su potencial en la era digital. El riesgo para la izquierda es que, a medida que su política se vaya volviendo más emotiva en busca de la tracción individual y colectiva, esto puede trivializar aún más el debate político y reforzar, paradójicamente, el populismo y el nacionalismo de derecha.

No es difícil imaginar las consecuencias de todo ello para la democracia. Aparentemente, la democracia no ha tenido nunca tanta fuerza como ahora, pero la realidad es que la democracia tal como la conocemos está hoy bajo presión. Sus instituciones y funcionamiento están siendo cuestionados desde fuera y desde dentro. La legitimidad democrática, la idea de que las instituciones políticas representativas existentes son las más apropiadas para administrar la sociedad, está bajo fuego cruzado. ¿De qué otra manera puede interpretarse la iniciativa de Boris Johnson de cerrar el parlamento británico para conseguir llegar a un Brexit sin acuerdo?

En este contexto, la política progresista puede y debe buscar la renovación de su energía combinando los principios que le son propios con la pasión del compromiso. Sin embargo, si no queremos vivir en un mundo dirigido por comediantes, el entusiasmo de la política progresista por el cambio social debe articularse junto con una especial atención a los matices, apego al pluralismo y gusto por la complejidad. La fuerza del razonamiento en la esfera pública, incluso si se canaliza a través de potentes mensajes emocionales, no debe desaparecer nunca de la escena democrática.


Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y DemocraciaAbierta. Puede leer el contenido original aquí


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