La izquierda se prepara para gobernar Colombia
junio 2022
El triunfo de Gustavo Petro ha dado inicio a una nueva configuración política. Su llamado a un gran acuerdo nacional busca gobernabilidad, pero también avanzar en la paz en un sentido amplio. Además, deberá responder a las expectativas que su triunfo ha generado en gran parte de la población.
El pasado 21 de junio, dos días después de la jornada electoral, Francia Márquez Mina, la nueva vicepresidenta de Colombia, atendió la primera entrevista para un noticiero nacional. La periodista le preguntó si «vivir sabroso», una de sus convicciones comunitarias y lemas de campaña, se iba a convertir en una realidad para ella ahora que podría vivir en una casa oficial. «Si creen que porque soy una mujer empobrecida, porque me dan una casa presidencial, ya estoy viviendo sabroso, estás muy equivocada. Eso es parte del clasismo de este país (...) El vivir sabroso para el pueblo negro, en sus entrañas de nuestra identidad étnica y cultural, se refiere a vivir sin miedo, a vivir en dignidad, se refiere a vivir con garantía de derechos», respondió Márquez.
En su respuesta, Francia Márquez no solo le hablaba a la periodista, sino al grueso de la sociedad colombiana que cree que «vivir sabroso» o vivir sin temor consiste en llevar un estilo de vida opulento, en el que el objetivo es acumular dinero y ostentar algunos signos de clase alta. Esta idea equivocada, reproducida y legitimada históricamente por parte de la sociedad, es producto de que Colombia es el segundo país más desigual de toda la región.
Después de manifestarse contra el pensamiento de matriz extractivista, de resistir localmente e interpelar en múltiples ocasiones al gobierno nacional, Márquez decidió pasar, en sus palabras, «de la resistencia al poder». Por segunda vez aspiró a un cargo de elección popular, presentándose en marzo de este año a las primarias de la izquierda, como parte del movimiento Soy Porque Somos y con el aval del partido Polo Democrático Alternativo. Márquez alcanzó una votación mayor que la del ganador en la consulta de «centro» y fue segunda en la consulta del Pacto Histórico. Por esta y otras razones se convirtió en la fórmula vicepresidencial de Gustavo Petro.
Petro y Márquez fueron elegidos para gobernar Colombia, por primera vez para una alianza de izquierda, progresista y diversa. El Pacto Histórico agrupó a dirigentes de partidos de izquierda y alternativos, algunos liberales y ex-políticos conservadores, así como a líderes y colectivos sociales, ambientalistas y algunas iglesias. Este es un momento de reivindicación democrática del campo popular porque la participación de estos grupos fue orgánica y no se redujo a una alianza electoral o a una necesidad clientelista.
La elección de Petro y Márquez representa un posible «punto de giro», entendido como un momento corto en el que se rompen relaciones establecidas y se puede construir un nuevo régimen de pautas estables, en este caso de interacción entre el Estado y la sociedad. También es una oportunidad para la reinvención progresista de la región. Por ello, vale la pena explorar cuál es el panorama político con el que se encuentran y qué desafíos encaran en su gobierno, al menos durante la primera etapa. Un desafío fundamental es la tensión entre construir acuerdos, implementar reformas y conseguir un cambio social real, cuyo horizonte es cumplir la promesa de «vivir sabroso».
Reconfiguración política
Petro y Márquez consiguieron 11.281.013 votos en la segunda vuelta presidencial del 19 de junio. Este ha sido el mayor número de votos para la Presidencia, en lo que fue también la elección con mayor participación ciudadana. La fórmula del Pacto Histórico derrotó al empresario y outsider de derecha Rodolfo Hernández, quien realizó una campaña basada en un discurso anticorrupción sin mucho contenido, impulsado particularmente por las redes sociales. Algunos pasos en falso durante la campaña de la segunda vuelta y sus juicios por supuestos actos de corrupción mientras fue alcalde de Bucaramanga contribuyeron a que consiguiera 700.061 votos menos que Petro. En la segunda vuelta, pesó de manera importante el voto de los «primivotantes», es decir, un voto mayoritariamente joven. A ello se sumó el voto que pudo movilizar Francia Márquez en zonas empobrecidas de la región del Pacífico y especialmente votos populares de la zona del Caribe, donde miembros del Pacto Histórico ayudaron a que aumentara la participación.
La coalición «pluriplebeya», que tuvo también el apoyo de parte de la política tradicional –mayoritariamente miembros de sectores socialdemócratas, pero también liberales y ex-conservadores–, logró la derrota de un arco político de derecha que, desde hace décadas, ha sido hegemónico en el país. Desde el gobierno, esa derecha, liderada por la poderosa figura de Álvaro Uribe, impulsó políticas de despojo de tierras, ejecuciones extrajudiciales, concentración de la riqueza, cooptación de los medios de comunicación y persecución de la oposición y las diversidades sexuales y étnicas, además de hacer trizas el acuerdo de paz con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Para algunos, la victoria de Petro y Márquez representa el ocaso definitivo de la hegemonía uribista, que fue la que puso al actual presidente Iván Duque como representante de una versión de derecha supuestamente moderada. Sin embargo, ciertos valores conservadores que esa hegemonía reivindicaba, como el racismo, el clasismo, las visiones jerárquicas de la sociedad o el rol de una figura patriarcal de héroe o padre salvador –encarnada históricamente por Uribe pero que estaba siendo ahora asumida por Rodolfo Hernández, que no pertenecía al espacio político de Uribe– se han ido reciclando y transformando. El panorama político es, entonces, el de una política electoral post-Uribe, pero no necesariamente post-uribista.
El paradigma uribista tomará seguramente un nuevo nombre, buscando representar esos valores que han encarnado los proyectos de derecha y que se han asentado en un sector de la sociedad. Este panorama le plantea al nuevo gobierno la necesidad de consolidar una alianza progresista amplia que cambie de fondo el proyecto de nación excluyente, construido tanto por políticos tradicionales como por una serie de tecnócratas que, presentándose como apolíticos, han direccionado las políticas estatales.
En ese sentido, es importante afirmar que, como lo recuerda Camila Osorio, la lenta victoria de la izquierda fue catapultada por una larga historia de lucha, en la que estuvieron presentes la exclusión, la persecución y hasta el exterminio. Parte del cuestionamiento a las prácticas políticas del establishment y de sus valores han provenido de manifestaciones populares recientes como el paro nacional de estudiantes en 2011, el paro nacional agrario en 2013, la desmovilización de las FARC y las movilizaciones por la paz después del plebiscito en 2016. A ello se sumaron el paro cívico en la ciudad de Buenaventura durante 2017, el paro nacional de 2019, que logró una alianza urbano-rural, las protestas de hace dos años contra la policía en Bogotá y el paro nacional de 2021, que expresó la desigualdad histórica, profundizada por la crisis económica que empujó la pandemia.
Estas manifestaciones demostraron el agotamiento de la lógica autoritaria del Estado colombiano y de la forma en que operan sus elites. Asimismo, quedó al descubierto el hecho de que los ricos y poderosos experimentan una realidad social y política muy distinta de la de los pobres y marginados, muchos de los cuales fueron excluidos de los beneficios del crecimiento económico y algunos de los cuales fueron maltratados como insurgentes en potencia. De hecho, la exclusión del disenso –que ocurrió con la reducción del desacuerdo a mero «terrorismo comunista»– debería invitarnos a reflexionar sobre la naturaleza de la democracia colombiana, presentada muchas veces como la más estable del continente.
La erosión de esta lógica le ha allanado el camino a la idea impulsada por Petro de considerar al contrario como un adversario político y ya no como enemigo. Por ejemplo, el pasado jueves 23 de junio, Petro invitó a Uribe a una conversación, que fue aceptada por el ex-mandatario. Petro ha insistido con frecuencia en que el acuerdo de paz no solo se debe realizar entre el Estado y los grupos organizados ilegales, sino entre los colombianos y las colombianas, con sus desacuerdos y a pesar de las violencias del pasado.
El panorama político es, por ende, el de una reconfiguración de la política nacional, en un contexto en el que Petro ha hecho un llamado a un «Gran Acuerdo Nacional». Este acuerdo se piensa como una gran conversación nacional, que tendrá variantes a nivel territorial. A partir de la participación ciudadana y con una metodología que tendrá que ser discutida, las conversaciones se planean como una contribución al plan nacional de desarrollo. Este plan, se ha dicho, expresará el acuerdo alcanzado y luego se tramitará en el Congreso. Con esto, el Pacto Histórico busca establecer algo inédito en Colombia: dialogar con el diferente en lugar de eliminarlo. Según Petro, esto redundará en un nuevo clima de diálogo. Podría ser el camino para conseguir, como plantea el filósofo Estanislao Zuleta, una sociedad en la que no se acaba ni se suprime el conflicto, sino que se aprende a tener mejores.
Desafíos reformistas
Tanto Petro como Márquez saben que adquirieron un compromiso con su electorado. Este se fundamenta, en primera instancia, en la mejora de la calidad de vida ciudadana. Para ello han adoptado por una agenda basada en tres líneas generales: la garantía de una transición a un país en paz, una apuesta ambiciosa de justicia social y un programa de justicia ambiental.
Una de las principales apuestas del binomio político que lidera Colombia es la implementación de los acuerdos de paz con las FARC, con compromisos ineludibles sobre reforma agraria, un cambio en la política de drogas y la puesta en marcha de un verdadero sistema de justicia y reparación. La agenda de este nuevo gobierno, sin embargo, no se agota en lo acordado precedentemente, sino que apuesta, asimismo, a conseguir la paz con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), así como por mediar con grupos asociados a carteles de la droga como el Clan del Golfo, que operan a lo largo de las Américas.
La justicia social, una de las principales preocupaciones del nuevo gobierno, apuntará, al menos en un principio, a mejorar las condiciones de vida de una mayoría muy empobrecida. La posibilidad de entregar un «ingreso vital» a los sectores más pobres, resonó fuerte durante la campaña. Asimismo, se plantea subsidiar insumos para el agro a partir del dinero que se piensa recoger con una reforma tributaria que hace parte de un nuevo «pacto fiscal» progresivo. Este es un punto crucial, porque Petro y Márquez recibirán el déficit fiscal más alto de toda la historia del país.
Por último, el nuevo gobierno ha marcado fuertemente su vocación de constituirse como un progresismo ambientalista. En tal sentido, ha habido declaraciones del binomio presidencial en favor de abandonar la explotación de petróleo y carbón. En esta decisión, que habrá que ver si se ejecuta, han pesado las luchas sociales y ambientales que han realizado las comunidades de territorios como la Amazonía. Es allí donde se ha producido un fuerte impacto ambiental de estas actividades, además de una contaminación provocada por las actividades del Norte Global. Sin lugar a dudas, avanzar en este sentido no será fácil. Petro y Márquez deberán negociar con el gran capital y tendrán, sin duda, una pulseada de intereses en lo que será, además, un debate transnacional.
Nuevo tablero
El triunfo de Petro y Márquez ha provocado cambios en el tablero político colombiano. Naturalmente, es de esperar que, en el Congreso, la derecha busque bloquear algunas de las iniciativas de reforma. Sin embargo, políticos de más experiencia, y que otrora apoyaron a Uribe y luego a Santos como Roy Barreras, saben trabajar en un escenario conflictivo. Negociador de los acuerdos de paz y exhombre de Juan Manuel Santos, Barreras es hoy un activo de Petro, al punto que ha sido postulado por el actual presidente como presidente del Senado. Operadores como Barreras, que ahora pertenece al Pacto Histórico, son viejos conocidos del establishment y pueden tener las llaves para garantizar consensos. Para algunos de los electores de Petro y Márquez, sin embargo, estos actores representan «más de lo mismo», aun cuando hasta ahora se han plegado a las reglas de la coalición.
No obstante, los políticos tradicionales que han manifestado su interés en participar en el acuerdo convocado por Petro podrían cooptar la agenda reformista del cambio, por sus ya conocidas habilidades en el mundo de la realpolitik. Pero Petro y Márquez, aun cuando son conscientes de esa posibilidad, precisan conseguir una mayoría en el Congreso en su primera etapa. Los liberales y el Partido de la U ya anunciaron que apoyarán a Petro y otros grupos se declararon no opositores. Y el nuevo gabinete se anticipa variado y moderado, con figuras vinculadas a esos partidos.
Otro desafío es el que surgirá en el interior del oficialismo entre las distintas organizaciones y tendencias que lo componen. Parte de lo que está por definirse es el tipo de organización que se dará en el Pacto Histórico, una plataforma que funcionó al momento de hacer campaña, pero que enfrentará ahora el reto de gobernar Colombia. Todavía no está claro cuánto está dispuesto a negociar Petro hacia el interior de la organización, aunque ha aclarado que, si bien no se negociarán las reformas, habrá debates sobre su contenido.
El electorado de Petro y Márquez, y de la izquierda en general, supondrá otro reto para la coalición gobernante. Las expectativas de cambio son elevadas, pero Petro ya ha dado muestras de un alto nivel de pragmatismo político. Aún sin haber asumido, ya sugirió que la búsqueda de acuerdos lo llevará a reducir algunas de las promesas de campaña, especialmente las hechas a lo que se podría llamar la audiencia pluri-plebeya. La manera de sortear estos desafíos podría ser la definición de una clara agenda de mínimos y máximos. El establecimiento de una agenda mínima a partir del ambicioso plan de alcanzar la paz, la justicia social y un progresismo ambiental, podría ser la base para evitar decepciones.
En este sentido, el nuevo gobierno deberá definir el contenido de las políticas, a lo que aspiran y lo que están dispuestos a negociar. De fondo, está la pregunta por si están dispuestos a llevar a cabo reformas radicales y, en particular, por qué sería «radical» en este contexto. Asimismo, será importante ver lo que resulta de la interacción entre Petro y Márquez. Mientras que Petro se inscribe en una agenda de izquierdas del siglo pasado, Márquez, proveniente de los movimientos sociales, representa parte de una nueva sensibilidad popular. La alianza entre ambos tiene el desafío de explorar el vínculo entre el campo popular y el de la burocracia estatal, con las tensiones que implica.
Es probable que con alcanzar un mínimo de reformas, Petro y Márquez cumplirán al menos con una parte de la plataforma que los impulsó, a la vez que conseguirían gobernabilidad y legitimidad social. Eso podría permitirles consolidar una nueva hegemonía progresista hacia el futuro. En cualquier caso, el mero planteo de ciertos temas largamente olvidados en la agenda pública es ya un avance en el horizonte democrático.
Este momento de reinvención progresista debe tomarse en serio, no solo por el proceso de realineamiento de fuerzas y las altas expectativas que se tienen en Colombia, sino por lo que puede representar hacia afuera, en tanto el país se suma a un nuevo «giro progresista» en América Latina, tras la primera experiencia de la «marea rosa». El lenguaje del reformismo es siempre elusivo, pero a fin de cuentas es el momento también para reinventar una política progresista que alcance un reformismo radical con gobernabilidad. En última instancia, el desafío general es el de alcanzar una nueva imaginación política. Lo que está en juego es que los ciudadanos y las ciudadanas de Colombia puedan, como plantea Francia Márquez, «vivir sabroso».