Tema central

Los intereses de los países desarrollados y el desarrollo de América Latina


Nueva Sociedad 65 / Marzo - Abril 1983

     

Los intereses de los países desarrollados y el desarrollo de América Latina

Las graves consecuencias de la gran depresión mundial de los años 30 sobre las economías latinoamericanas nos impulsaron a explorar nuestro propio y autónomo camino de desarrollo, sustentado en la industrialización hacia adentro, puesto que no se concebía la industrialización orientada hacia afuera, ni entonces, ni durante la Segunda Guerra Mundial y su secuela de trastornos.

Después de los largos años de bonanza de los países avanzados, que terminan en la primera mitad de los 70, América Latina se vio ante la posibilidad de alcanzar, en esos años, extraordinarias tasas de desarrollo. Consecuencia muy positiva, acompañada de dos resultados negativos: la exaltación, a veces frenética, de las formas de consumo de los centros, sobre todo en los estratos sociales más favorecidos, imitando con celeridad esas formas de consumo en detrimento de la acumulación intensa de capital reproductivo que se necesitaba para elevar el empleo y la productividad de grandes masas rezagadas, que trajeron consigo una pugna conflictiva cuyo desenlace es la inflación social; el otro resultado negativo es que, deslumbrados por aquella bonanza de los centros, debilitamos el aliento en la difícil tarea de trazar nuestro propio camino de desarrollo. 

Nuestros países emprendieron entonces, vigorosamente, la exportación de manufacturas. Pudimos lograrlo con gran empeño, gracias al fuerte crecimiento de la demanda global en los centros. Pero no porque estos últimos hubieran abatido las diferentes trabas que dificultan las importaciones provenientes de la periferia. Los centros liberalizaron intensamente su intercambio recíproco, pero nosotros quedamos casi al margen de estas caudalosas corrientes. 

Y no se vea en ello un designio deliberado y maligno de excluirnos. Se trata más bien de la forma en que se ha desenvuelto históricamente y sigue desenvolviéndose la dinámica del capitalismo avanzado. Explícase así, en gran parte, que hayamos quedado al margen de la industrialización, antes de la gran depresión mundial, y que no nos haya sido dable participar con amplitud en ese considerable intercambio céntrico, alimentado en gran medida por el progreso tecnológico.

Disparidades y fraccionamientos estructurales

Al meditar sobre éstos y otros hechos, he llegado a una conclusión terminante: los centros industriales no se interesan fundamentalmente en promover el desarrollo latinoamericano con profundidad social. Sólo les atañe en la forma y en la medida que favorece a su propio desarrollo, salvo episódicamente. De ahí la frustración del llamado Diálogo Norte-Sur. Más que diálogos, son monólogos paralelos sin que hasta ahora las partes se hayan entendido. Esto se debe a la misma dinámica del capitalismo avanzado. 

Dos aspectos destacables de esta situación son el retraso histórico con que ocurre el proceso industrializador que explica las grandes diferencias entre la estructura productiva avanzada de los centros y la estructura rezagada de nuestros países; de otro lado, subsiste en gran parte el fraccionamiento económico de la América Latina, que caracteriza al viejo esquema: cada país exportador de bienes primarios convergía aisladamente hacia los centros. Y al sobrevenir la industrialización, la inferioridad económica y tecnológica de los países periféricos les obligó a protegerse mediante la elevación de sus derechos de aduana. Desgraciadamente esta elevación fue general sin exceptuar a nuestros propios países. 

Estas dos manifestaciones del esquema pretérito, a saber, disparidades estructurales y fraccionamiento estructural, tienen a mi juicio que atacarse simultáneamente. 

Hemos tratado de vencer estas disparidades estructurales, primero con la sustitución de importaciones de bienes de consumo - que está casi agotada - y después con las exportaciones de manufacturas.

Y si bien nuestros países, al menos por ahora, no se encuentran en condiciones de exportar aquellos complejos bienes industriales en que la demanda ha venido creciendo y diversificando intensamente en los centros, podríamos acrecentar considerablemente las exportaciones de bienes tecnológicamente menos avanzados, a pesar de que la demanda de los centros ha venido creciendo con relativa lentitud.

A esto habría que agregar que en aquellos tiempos de prosperidad florecieron las transnacionales en nuestras tierras. Se decía de ellas que internacionalizarían la producción y esta fue otra ilusión disipada: las transnacionales internacionalizaron más el consumo imitativo que la producción. 

Pasados los tiempos de bienandanza y de créditos exteriores fáciles y copiosos ha vuelto a surgir la tendencia al desequilibrio estructural con los centros. ¿Qué haremos frente a esta tendencia persistente? ¿Nos encerramos dentro de nosotros mismos, tratando de prescindir de ellos en todo cuanto fuere asequible? Sería un error de serias proyecciones. Es cierto que todo indica que los países avanzados, por mucho que recuperen su crecimiento, no estarían dispuestos a admitir las cuantiosas exportaciones que nos permitirían satisfacer nuestras crecientes necesidades de importación, sobre todo si logramos alcanzar, unánimemente, el ritmo de desarrollo de pasados tiempos. Por lo menos, porque se impone la exigencia social de superar ese ritmo.

La crisis del capitalismo es también una crisis de ideas

En consecuencia, desde el punto de vista de la dinámica del desarrollo, nuestra capacidad de importar es y seguirá siendo insuficiente. Surge de esta manera una clara disyuntiva. Emplear esa capacidad en importar de acuerdo a lo que determinen las fuerzas del mercado internacional bajo la influencia dominante de las transnacionales o, por el contrario, importar lo que necesitamos conforme a nuestra propia deliberación a fin de transformar nuestra estructura productiva de manera a producir internamente bienes para los que carecemos de suficientes recursos naturales, o bienes que por su complejidad no son económicamente accesibles en la etapa actual de nuestras aptitudes tecnológicas y capacidad de acumulación.

La política substitutiva de importaciones, dada la capacidad receptiva de los centros, responde pues al designio de transformar la estructura productiva a fin de corregir la tendencia al desequilibrio exterior. Ello tiene que ser un objetivo deliberado de desarrollo. 

¿Cómo cumplir este objetivo en la etapa presente? La respuesta es terminante. Para hacerlo en condiciones de economicidad hay que ampliar los mercados nacionales por razones bien conocidas. Son las razones que impulsaron hace más de veinte años las primeras ideas de integración económica y de cooperación entre nuestros países. 

Sin embargo, no creo que podamos retroceder a esos tiempos, porque la América Latina no es hoy lo que fue entonces. Su avance ha sido impresionante, económica y tecnológicamente. Se han formado empresarios con empuje e imaginación y ha sido notable la capacitación de la fuerza de trabajo. Hoy es posible construir lo que no pudo hacerse entonces. Y se ha recogido una gran experiencia.

Por lo demás, no se tome a jactancia intelectual si digo que he perdido la admiración reverencial que tuve en mi juventud por lo que se pensaba en los centros. Eran para mí el paradigma, la fuente pura de inspiración de nuestro ideario económico.

Comencé a perderlo durante la gran depresión y terminé perdiéndolo con el andar del tiempo, sobre todo en la crisis presente del capitalismo avanzado, que es también una manifiesta crisis de ideas. 

En la gran depresión vimos al epicentro de la crisis, los Estados Unidos, convertir un descenso cíclico en ese funesto acontecimiento. Restringieron violentamente el crédito cuando había que expandirlo y elevaron fuertemente los derechos de aduana, llevando la depresión a todo el mundo, con la ruptura del régimen multilateral de comercio y pagos que tardó tanto tiempo en restablecerse después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Y cómo no desengañarnos del paradigma cuando en tiempos más cercanos ese centro dinámico principal del capitalismo inunda inflacionariamente a todo el mundo con una gran plétora de dólares? El alza del petróleo ha acentuado este fenómeno, pero no lo ha provocado. 

¿Acaso el abandono de la convertibilidad de esta moneda no ocurrió antes del alza? ¿Y cómo seguir seduciéndonos por lo que allí se hace para combatir la inflación mediante la elevación extraordinaria de las tasas de interés que está provocando el receso en los Estados Unidos y extendiéndolo a todo el mundo con consecuencias en cuya manifiesta gravedad sería ocioso insistir?

Por esto, esta crisis me parece desconcertante, y no hay que hacerse ilusiones acerca de la pronta recuperación de un ritmo satisfactorio de crecimiento en los centros.

Deben surgir grandes objetivos éticos

No es, por cierto, un alivio pensar que las crisis suelen traer consigo el surgimiento de nuevas ideas. Vano empeño el de las teorías convencionales de hace un siglo, al pretender aprisionar en sus redes desvencijadas los fenómenos estructurales que el progreso técnico ha traído consigo. Mutaciones en la estructura social, en las relaciones de poder y en la distribución macroeconómica del ingreso, así como en el consumo y en la acumulación. 

Fenómenos que escapan al juego del mercado, por importante que éste sea, tanto del punto de vista económico como político. Requieren la acción reguladora de los Estados, plenamente compatible con la eficiencia del mercado. Sin duda que el mercado tiene eficiencia económica pero no eficiencia social, ni en las relaciones con los centros, ni en el desarrollo periférico. El mercado ha venido perdiendo legitimidad moral. Tiene que alcanzarla para corregir los efectos negativos de la ambivalencia técnica. 

Ambivalencia en cuanto contrasta su aptitud para dominar el medio natural con el deterioro ecológico y ambivalencia social en que se contradice su gran potencial de bienestar humano con el rezago de grandes masas y la conflictividad del desarrollo.

Pero no quiero dejarme llevar por una frustración crepuscular. Yo espero que esta crisis actúe como revulsivo intelectual y también revulsivo moral. Que surjan y se afinen nuevos conceptos de desarrollo en todos los planos, también grandes objetivos éticos del desarrollo. Grandes objetivos éticos y racionalidad para conseguirlos.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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