Opinión
marzo 2022

Acostarse con el presidente: el caso Lewinsky y la ilusión de poder

La serie Impeachment, que retrata el caso Lewinsky, alumbra las zonas oscuras del poder, explicita sus alcances e influencias y proyecta un debate debate sobre las instituciones, el género y los feminismos.

<p><strong>Acostarse con el presidente: el caso Lewinsky y la ilusión de poder</strong></p>

El abogado demócrata Kenneth Starr había sido designado a la cabeza de la Oficina de Consejeros Independientes por el propio Bill Clinton. No sospechaba que se convertiría en el autor de la investigación de 445 páginas que, en septiembre de 1998, llevaría a Clinton enfrentar el segundo impeachment en la historia de los Estados Unidos —tercero si se cuenta a Richard Nixon, que prefirió dimitir antes que ser destituido tras el caso Watergate—. 

Producto de un trabajo de al menos cuatro años, el documento presentaba detalles escabrosos y sin precedentes, sustentados en escuchas telefónicas ilegales y con testimonios en primera persona, de las conductas sexuales inapropiadas y extramaritales del 42° presidente estadounidense con una becaria californiana de la Casa Blanca. Si bien se lo conoció como el Informe Starr, hacía meses que las primeras planas, los blogs, los noticieros, los talk shows y los programas de comedia se abocaban con morbo y cuotas ingentes de machismo al «Escándalo Lewinsky». Que el apellido Clinton no apareciese acuñado junto al par sex scandal no era solo el privilegio de ser el hombre más poderoso de Occidente, sino también un pequeño gesto para evitar el recuerdo de un caso previo: el carismático Bill, marido de Hillary y padre de Chelsea, ya había sido demandado en 1994 por abuso de poder y acoso sexual por la arkansesa Paula Jones.

Luego del caso O.J. Simpson y el del diseñador italiano asesinado Gianni Versace, la serie de televisión de antología American Crime Story de FX, decidió retomar en su tercera edición el episodio que sacudió la política estadounidense durante el segundo período presidencial de Clinton y que recorrió el mundo con una estridencia que se anticiparía a los efectos de viralización que años después inauguraron las redes sociales, donde la «cultura de la humillación», un término instalado por Nicolaus Mills, sentaría su base. Creada por Ryan Murphy y basada en el libro de Jeffrey Toobin —A Vast Conspiracy: The Real Story of the Sex Scandal that Nearly Brought Down a President, Impeachment llegó a las pantallas en 2021 con actuaciones descollantes de Clive Owen, en la piel del mandatario; Beanie Feldstein, como Monica Lewinsky; Sarah Paulson, que encarna a la mala de la película llamada Linda Tripp y Edie Falco, una de las estrella de Los Sopranos que en esta ocasión le hace justicia a la imagen imperturbable de la entonces primera dama. El as bajo la manga de la producción fue la participación de la propia Lewinsky que, al contrario de lo que suele ocurrir cuando los protagonistas son veedores de sus traspasos a la pantalla, se dedicó a eliminar ciertos velos con los que los guionistas pretendían protegerla o matizar las decisiones de la chica enamorada que fue. Si no se consideró una víctima durante el affaire, no quiso que se la viera tampoco de ese modo en la serie: «Fue una relación consensuada. Cualquier ‘abuso’ vino después, cuando fui convertida en un chivo expiatorio para proteger su posición de poder», declaró Monica en 2014 y en reiteradas oportunidades.

Secreto a voces en la casa del poder de Washington DC entre 1995 y 1997, aquel vínculo sexoafectivo se convirtió de un momento a otro en una bomba que dejó al desnudo la estructura misma de la política del mundo libre y dejó un rosario de interrogantes: ¿en qué medida la intimidad entre el mandatario de 49 años con una empleada de 22 era un asunto de interés público? ¿Hasta qué punto los besos, las caricias, el sexo oral, el intercambio de regalos y las conversaciones acontecidas en el Salón Oval tenían la capacidad de interferir en el devenir de la nación? La realidad confirmó una respuesta que la ficcionalización de Impeachment supo poner de manifiesto: hasta que los hechos salen a la luz y quedan disponibles para la guerra política. De ese modo, Monica Lewinsky fue convertida en un cuerpo para el sacrificio, no solo por su amante —«No tuve relaciones sexuales con esa mujer», afirmó con descaro Clinton en, quizás, su frase más recordada—, sino también por el establishment y un país ávido de indignación.

Desde su génesis y en una sola maniobra, la serie de FX rebatió la narrativa que los mediáticos años 90 fraguaron en nuestra memoria colectiva. Esta vez, fue la perspectiva de Lewinsky la directriz de los diez capítulos de Impeachment, junto a las historias de las otras mujeres implicadas en las múltiples capas del caso. No bastó la intención de los creadores de darle voz a quienes antes habían padecido una marginalización sumamente hostil; fue necesario también un cambio de siglo —marcado en Estados Unidos no tanto por el calendario como por el atentado al World Trade Center— y el quiebre del paradigma de género, que tomó algunos lustros más y llegó a su punto alto con el movimiento #MeToo y las manifestaciones conocidas como Women’s March, con los pussy hats rosados como divisa de lucha, en repudio a las posiciones misóginas de Donald Trump —sumado posteriormente a la lista de presidentes sometidos a un proceso de destitución.

Entusiasmo y desilusión, felicidad y dolor, contactos furtivos y esperas interminables: los gajes del amorío de Lewinsky con Clinton se mezclan con la presunta amistad que ella traba con Linda Tripp, una ex-empleada del gobierno a quien conoce cuando ambas son enviadas a trabajar al Pentágono. Es Tripp la whistleblower que comienza a grabar las confidencias telefónicas de Lewinsky con el objetivo de exponer el perjurio y la obstrucción de la justicia presidencial —siempre alegando que su cruzada no tenía fines «políticos», a pesar de que era una ferviente republicana— y quien llega al despacho de Starr al tiempo que es tentada con un trato editorial millonario. Impeachment revisita el escándalo sexual más estridente de la historia política y parece friccionar los tiempos en los que acontecieron los hechos reales y los que habilitaron su pasaje a la pantalla: la rivalidad entre mujeres podía darse entonces a cielo abierto sin los encofrados —puros y castos de perspectiva de clase— que son las sororidades o las empatías por default de género.

Esta zona sobre la que tensiona American Crime Story es resultado de la observación de la cobertura del «último cuento popular estadounidense», pero también de las palabras que alguna vez Monica Lewinsky, después de años de silencio y radicada temporalmente en Reino Unido, y al tiempo que se convertía en activista contra el bullying, publicó en Vanity Fair: «Las líderes del movimiento [feminista] no fueron capaces de articular una posición que no fuera esencialmente anti-mujer durante la caza de brujas de 1998. En su lugar, se unieron al derby de la humillación». «Realmente deseé alguna señal de comprensión del campo feminista [...], pero no vino ninguna. Entendía su dilema: Bill Clinton había sido un presidente amigable con las causas de las mujeres»

Involucrado junto a Hillary Clinton con el feminismo liberal norteamericano, en 1993 el presidente amplió la licencia por maternidad y nombró a Ruth Bader Ginsburg como jueza de la Corte Suprema, segunda mujer en el cargo en la historia; en 1994, revocó la Ley Mordaza al aborto y profundizó políticas contra la violencia doméstica y sobre las mujeres; en 1995 puso al Estado a trabajar para el cumplimiento de las cuotas alimentarias, entre otras medidas de alcance federal que ubicaron a las mujeres en un lugar preponderante hasta el final de su segundo mandato en 2001, cuando fue relevado por George Bush. El alto contraste entre una administración pública que ningún agente de la comunicación política hoy dudaría en llamar «feminista» y el puertas adentro con Monica Lewinsky, sumado a las maniobras políticas posteriores de negación y descarte para evitar pagar las consecuencias, hicieron síntoma en el movimiento de mujeres que el propio Clinton incentivó a crecer: parálisis ante la paradoja, silencio frente a la complejidad.

Más allá de los reproches, en el artículo publicado por Lewinsky persiste una herida que invita a revisar el esqueleto propio del poder. Su herida pronuncia otras preguntas que incluso en la actualidad son pasadas por alto en lo instituido y desestimadas en lo instituyente: ¿existe una «forma feminista» de ejercer el poder? ¿O acaso feminismos y poder conforman un oxímoron cuya ilusión son las instituciones? ¿Alcanza la perspectiva de género para revertir, subsanar o apaciguar los manejos de los poderosos? Si lo personal es político, entonces estamos ante otra fricción.

Recreado con un elenco de primer nivel, con una puesta de arte que reproduce sin margen de error los anhelados años 90, y con un tratamiento elegante y sofisticado de los acontecimientos sexuales, el caso Lewinsky alumbra las zonas oscuras del poder y explicita sus alcances e influencias. Políticas, sí, pero también profundamente personales. ¿Qué tiene el poder que seduce y destruye, que cautiva y expulsa? ¿Cuáles son los riesgos de acostarse con un presidente, ya sea de una gran potencia o de cualquier país en los confines del mundo? Es decir, ¿qué peligros implica mantener una relación de poder —de eso se tratan las relaciones sexuales— con una persona con el nivel de poder de Bill Clinton? Es posible que la entonces ambiciosa e ingenua becaria creyera que sostener un romance de esas características no le generaría (nunca) ningún costo, pero fantasías así no podían ser propias de un hombre como Clinton.  ¿O acaso creyó que su investidura —cuántas veces sinónimo de impunidad— lo protegía de ser descubierto en sus mentiras como un niño?

Clinton arriesgó el poder construido durante toda su vida. Lewinsky, su nombre y su futuro. Mientras que él fue absuelto de los once cargos con los que fue acusado —multado con una suma inferior a los 100.000 dólares—, ella se convirtió en el caso cero del public shaming (vergüenza pública) y en la prueba viviente de lo que hace el poder con alguien que ha visto demasiado. Impeachment pone a dialogar dos épocas, pero sobre todo se pregunta si el caso Lewinsky es también una historia de amor frustrada entre feminismo y poder.

 



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