Opinión
octubre 2021

Foucault nunca está en paz

Los temas más importantes abordados por Michel Foucault dejaron de estar en los márgenes para convertirse en los principales problemas de la vida política. El pensador francés es disputado por izquierda y por derecha. Pero, ¿cuáles fueron sus enseñanzas?

<p>Foucault nunca está en paz</p>

De repente, parece que todo el mundo tiene algo para decir sobre Michel Foucault. Y no necesariamente cosas buenas. Después de haber disfrutado de un recorrido de décadas durante el cual sirvió como referencia multiuso en las humanidades y en las ciencias sociales, el filósofo francés está siendo reconsiderado tanto por la derecha como por la izquierda.

Como era de esperarse, durante mucho tiempo la derecha acusó a Foucault de consentir una variedad de patologías de la izquierda. Algunos conservadores incluso hicieron de él un chivo expiatorio de males que van desde el nihilismo ocioso hasta el totalitarismo woke. Sin embargo, en algunas zonas de la derecha está surgiendo una nueva y extraña estima por Foucault. Los conservadores han coqueteado con la idea de que la hostilidad de Foucault hacia la política confesional podría convertirlo en un escudo útil contra los «guerreros de la justicia social». Esta conjetura se vio reforzada durante la pandemia de covid-19, cuando la crítica de Foucault a la «biopolítica» –su término para referirse a la significación política que han cobrado las cuestiones médicas y de salud pública en los tiempos modernos– proporcionó un arma útil para atacar la lealtad progresista a la ciencia.

En paralelo al mayor prestigio que Foucault fue ganando en el ámbito de la derecha, en la izquierda su imagen su fue debilitando. Hace una década, la atención de la izquierda se centraba en si las elaboraciones de Foucault sobre el neoliberalismo en la década de 1970 sugerían que sus compromisos filosóficos armonizaban con la emergente ideología del libre mercado: hostil al Estado, opuesta al poder disciplinario y tolerante con comportamientos que antes se consideraban inmorales. (Recientemente, el centro de la crítica de la izquierda, al igual que el de su contraparte conservadora, se ha desplazado a la política cultural. En ese marco, los teóricos sociales Mitchell Dean y Daniel Zamora sostienen que la politización de Foucault del individualismo inspiró las excentricidades confesionales de la «cultura woke», que busca superar los males de la sociedad haciendo de la reforma de uno mismo el horizonte último del proyecto. Al mismo tiempo, el prestigio de Foucault resultó erosionado tras las recientes afirmaciones de que habría pagado a menores de edad por sexo mientras vivía en Túnez durante la década de 1960. Estas acusaciones han hecho que se preste más atención a los pasajes de sus escritos en los que, al igual que otros pensadores radicales de su época, cuestionaba la necesidad de una edad legal de consentimiento sexual.

¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué Foucault parece ahora un contemporáneo, casi 40 años después de su muerte? ¿Por qué los partidarios de la izquierda se vuelven contra él? ¿Y por qué algunos conservadores lo adoptan?

En primer lugar, el debate actual sobre las implicancias políticas del pensamiento de Foucault es sintomático de nuestra política trastocada, en la que los populistas se presentan como radicales contraculturales. En segundo lugar, nuestro discurso público más ambicioso se basa cada vez más en ideas que solían estar confinadas a la academia o a pequeños círculos intelectuales. Esto es especialmente cierto en el caso de las ideas progresistas –el «privilegio blanco», la teoría de género, la teoría crítica de la raza–, pero también en el de la derecha, como se observa en la creciente familiaridad de los jóvenes conservadores con los cánones del pensamiento nacionalista e incluso fascista. A medida que la cultura académica se filtra en el debate político, no es de extrañar que un pensador de la talla de Foucault sea arrojado a la mezcla.

En tercer lugar, y lo que es más importante, los primeros años del siglo XXI se han vuelto foucaultianos. Pensemos en los temas que Foucault ayudó a introducir como objetos de reflexión filosófica: la enfermedad mental, la salud pública, las identidades de género y transgénero, la normalización y la anormalidad, la vigilancia, el individualismo. Estos temas, confinados anteriormente en los márgenes del pensamiento político, se volvieron grandes preocupaciones con una importante repercusión en la vida cotidiana, en el mundo occidental y fuera de él.

El problema es que se ha vuelto demasiado fácil confundir el objeto de estudio foucaultiano con el pensamiento de Foucault. En los debates que lo invocan, a menudo se pasan por alto las fuentes más profundas de su filosofía. En consecuencia, Foucault parece a la vez ultracontemporáneo y –utilizando un término de su filósofo preferido, Friedrich Nietzsche– curiosamente «intempestivo» (es decir, fuera de moda o inportuno).

La reputación de Foucault está revestida de una gruesa capa de interpretaciones polémicas y apropiaciones partidistas. Hace un siglo, las teorías de Karl Marx se encontraron en una situación similar, ya que su interpretación se convirtió en motivo de controversia en el floreciente movimiento socialista. Tras la revolución bolchevique, el filósofo húngaro Georg Lukács se sintió obligado a preguntar: «¿Qué es el marxismo ortodoxo?». Por extraño que parezca, una pregunta similar podría hacerse respecto de Foucault. ¿Qué es el foucaultismo ortodoxo? ¿Qué es lo que Foucault ha enseñado realmente?

Foucault fue un pensador proteico cuyos intereses cambiaron con frecuencia a lo largo de sus 30 años de carrera. Aunque sostuvo diversas opiniones, no debemos olvidar que, en el fondo, era un filósofo, no un historiador (a pesar del carácter histórico de su pensamiento) ni un ideólogo o un comentarista político.

Aristóteles comenzó su Metafísica con la siguiente afirmación: «Todos los hombres desean por naturaleza saber». En primer lugar, Foucault intentó explorar esta afirmación, no como una verdad autoevidente, sino como una idea que debe resultar extraña y sorprendente. No le interesa investigar el problema tradicional de la epistemología («¿Qué es el conocimiento?») sino una cuestión cultural: «¿Por qué valoramos el conocimiento?». En su ensayo «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral», Nietzsche escribió: «En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la Historia Universal: pero, a fin de cuentas, solo un minuto». Estas palabras captan el espíritu –si no el tono– de la búsqueda de Foucault. ¿Por qué nuestra sed de conocimiento abarca tantas actividades humanas? ¿Cómo sería vivir sin ser poseído por la voluntad de saber?

El origen de los interrogantes de Foucault se halla en su temprano compromiso con lo que se conoce como el idealismo alemán. Comenzando con Immanuel Kant a fines del siglo XVIII, los pensadores de esta tradición hicieron hincapié en el modo en que la conciencia da forma al mundo. Kant afirmaba que si uno puede ver un paisaje es porque su conciencia tiene una concepción del espacio y el tiempo, y también de categorías lógicas como la unidad y la pluralidad. Los idealistas posteriores, entre los que destaca G.W.F. Hegel, batallaron con la relación entre el «sujeto» (es decir, la conciencia) y los «objetos» (la realidad exterior). Mientras que algunos idealistas de otras escuelas filosóficas hacían afirmaciones extravagantes sobre la subjetividad, reduciendo la realidad objetiva a productos de la imaginación del ser, la preocupación principal de los idealistas alemanes era comprender qué hace que los objetos sean accesibles a la conciencia, cómo podemos conocer nuestro mundo.

El idealismo alemán proporcionó a Foucault su vocabulario filosófico básico. Su originalidad radica en la transposición del marco del idealismo alemán a las problemáticas históricas y culturales. En Historia de la locura en la época clásica, Foucault demostró que la enfermedad mental surgió como objeto solo a partir del desarrollo de una forma de subjetividad enraizada en la ciencia empírica. En El nacimiento de la clínica, examinó el tipo de sujeto necesario para el surgimiento de la medicina moderna, en concreto, uno capaz de entender la enfermedad como algo inmanente a los cuerpos mortales. Según Foucault, tanto el sujeto como los objetos –la conciencia y la realidad externa– están determinados por la historia. Aunque a menudo se pensó que era un relativista, nunca afirmó que la verdad variara de una perspectiva a otra. Sostenía que lo que cuenta como verdad cambia con el tiempo, aunque en un momento dado esta pueda asumir un carácter fijo e inexpugnable. A su manera idiosincrásica, Foucault fue el último idealista alemán.

Foucault también suscribió un relato histórico distinto en el que el advenimiento de lo que él llamaba «humanismo» (o, en términos más técnicos, antropología filosófica) fue el punto de inflexión decisivo de la historia moderna, y no estuvo exento de problemas. Una lectura superficial de Foucault lleva a muchos a concluir que, a través de este relato, el pensador francés denunciaba las falsas pretensiones de universalidad enarboladas en nombre de la humanidad (por ejemplo, la forma en que la «humanidad» incorpora supuestos etnocéntricos o de género) o sugería que el humanismo era un discurso falsamente emancipador que incorporaba astutamente formas perniciosas de poder. Quizás Foucault estaba de acuerdo con estas afirmaciones, pero no eran las razones de su antihumanismo filosófico. En sus libros de la década de 1960, los escritos de Foucault siempre comienzan con paradigmas arraigados en una cosmovisión esencialmente religiosa (en la Edad Media, por ejemplo, o en el Renacimiento) y culminan con una perspectiva científica moderna, en la que el conocimiento queda confinado en los límites del entendimiento humano. Contrarios a la idea de que Foucault es un pensador de «discontinuidades» (idea que el propio Foucault fomentó como para cubrir sus huellas), estos relatos históricos son a menudo patentemente teleológicos. De hecho, siguen el esquema histórico popularizado por Auguste Comte, el apóstol decimonónico del positivismo: se empieza con el conocimiento teológico (la realidad como creación de Dios), se pasa a la metafísica (en la que la realidad está ligada a un mundo intangible de entidades racionales), y finalmente se llega al conocimiento positivo o científico (la realidad como hechos captados por la mente humana). Para esta representación, Foucault aprovechó las ideas de Martin Heidegger, concretamente su afirmación de que el conocimiento científico está supeditado a una concepción de los seres humanos como «sujetos» cuyas capacidades de comprensión son esencialmente finitas. Una criatura limitada (en lugar de un creador infinito) solo puede captar el mundo como sujeto, es decir, como una conciencia con horizontes necesariamente delimitados.

Lo que intrigaba a Foucault era que esta aparente humildad epistemológica subyacía a una enorme expansión de la autoridad cultural del conocimiento: nunca fue tan importante el conocimiento como cuando los seres humanos lamentaron sus límites intelectuales inherentes. Y así, las experiencias que antes se creían fuera del ámbito del conocimiento se convirtieron en objetos de conocimiento científico: fenómenos contaminados por la finitud humana en lugar de atributos de un universo trascendente. La locura se convirtió en enfermedad mental, la muerte impulsó la expansión del conocimiento médico, el lenguaje se entendió como una red navegable solo para la criatura que la había tejido. El fatídico proyecto de basar el conocimiento en la finitud humana ha prolongado, paradójicamente, ese momento «más mendaz» de la historia del mundo mucho más allá de su minuto asignado.

Foucault quería romper la adicción cultural al conocimiento. Este objetivo sobresale más claramente en su historia de la sexualidad. Aunque creía que la sexualidad es una construcción social, su idea más fundamental era que la sexualidad moderna había hecho un «pacto fáustico» con la verdad. Lo que más nos gusta del sexo es entenderlo: hablar del deseo, analizarlo, diseccionarlo, explorarlo. La afirmación de Foucault de que Occidente abrazó una «ciencia sexual», mientras que Oriente cultivó un «arte erótico», expresa –a pesar de su craso orientalismo, y tal vez a causa de él– su más profunda preocupación por lo que sería experimentar el sexo sin verlo como indicador de algún secreto elusivo sobre nosotros mismos. Esta es la base de su declaración programática de que deberíamos volver a familiarizarnos con «los cuerpos y los placeres». El sexo, especuló Foucault, podría convertirse en un ámbito de experiencia emancipado de la voluntad de saber.

Sus pronunciamientos sobre la política siguieron una línea similar. A menudo se lo asocia con una evaluación sombría de la sociedad moderna, en la que el poder, lejos de limitarse al Estado y a la economía, se difunde a través de una red de instituciones disciplinarias: escuelas, hospitales, servicios sociales, asilos y prisiones, entre otros. Muchos están familiarizados con la afirmación de Foucault de que la autoridad que ejercen estas instituciones se deriva de sus pretensiones de conocimiento especializado, que él denominó sucintamente «poder-saber». Pero, para Foucault, este argumento era solo una parte de un marco más amplio. Insistió sin cesar en que, aunque el poder es una fuerza omnipresente en nuestras vidas colectivas, siempre se manifiesta en luchas concretas. Quería que viéramos prácticas como el disciplinamiento militar de los cuerpos o la relación entre terapeutas y pacientes como algo parecido a combates cuerpo a cuerpo, más que al control orwelliano del pensamiento. El poder siempre implica un esfuerzo por controlar la conducta de alguien: encontrar el punto de apoyo adecuado, identificar las vulnerabilidades, crear incentivos para el cumplimiento.

Foucault no era neoliberal, pero creía que el neoliberalismo planteaba cuestiones importantes. En concreto, se preguntaba por la capacidad de los Estados de Bienestar para tomar decisiones totalmente racionales en materia de salud sobre millones de personas. En una entrevista de 1983, reflexionaba: «Tomemos el ejemplo de la diálisis: ¿cuántos enfermos son puestos en diálisis, a cuántos otros se les niega el acceso? Imagínese lo que ocurriría si se expusieran los motivos detrás de estas decisiones, lo que daría lugar a una especie de desigualdad de trato. Saldrían a la luz decisiones escandalosas». Lo que Foucault quiere decir no es que la ciencia sea verdadera ni falsa (o simplemente «construida»), sino que las invocaciones a la ciencia rara vez resolverán las disputas políticas, porque incluso cuestiones tan aparentemente basadas en la ciencia como la salud pública están de hecho repletas de supuestos e intereses no científicos.

Si bien para Foucault el poder y el conocimiento siempre estuvieron entrelazados, también sostenía que había que desintelectualizar el poder. Esta es una de las muchas razones por las que era escéptico del marxismo. En lugar de cuestionar la pretensión del marxismo de ser una ciencia, Foucault argumentaba que el problema del marxismo era querer ser una ciencia. Su argumento no era que el conocimiento no tuviera cabida en las luchas políticas, sino que la política siempre se vincula irreductiblemente con el poder, y es preferible reconocer francamente este hecho a creer que el conocimiento nos limpia de algún modo la mancha del poder.

A pesar del cinismo que a menudo se asocia a este punto de vista, me sorprende que no se lo considere un exceso de optimismo: para Foucault, el corolario necesario de la afirmación de que todas las relaciones están saturadas de poder es que a su vez todas son, en principio, reversibles. Tal como proponía Hegel, no existen las relaciones entre amo y esclavo en las que los amos, por el simple hecho de dominar a sus esclavos, no pongan en riesgo su autoridad. Además, las conclusiones de Foucault sobre el poder encajan con sus ideas sobre el sexo: del mismo modo que los cuerpos y los placeres deben evitar ser utilizados para realizar interminables análisis sobre la sexualidad, en política debemos perseguir las luchas abiertas por el poder como alternativa al poder-saber.

Si alguna vez le hubieran preguntado a Foucault sin rodeos si era relativista, quizás habría respondido: «Tan solo si fuera posible superar la voluntad de verdad». Foucault nos invita a ver la verdad no como la estructura de la realidad, sino como un artefacto cultural, algo que fabrican los humanos. Esto no significa que la verdad no exista: la ciencia revela las leyes del universo físico; la estadística identifica patrones en grandes números; el arte puede presentar una imagen del mundo o expresar emociones interiores. De hecho, el problema de Foucault con la verdad es precisamente que esta existe, y existe de un modo muy intenso. Aunque la reciente publicación de Foucault Confesiones de la carne (cuarto y último volumen de la Historia de la sexualidad) se puede leer como una condena de las prácticas confesionales, también muestra que la confesión se extendió entre los primeros ascetas cristianos porque era emocionante. La verdad no solo nos la imponen las relaciones de poder, también nos parece excitante.

Paul Veyne, amigo de Foucault, comentó una vez que, mientras que a Heidegger le interesaba la base ontológica de la verdad y a Ludwig Wittgenstein el significado de la verdad, la pregunta de Foucault era por qué la verdad es tan falsa. Sin duda, esto se refiere al reconocimiento de Foucault de que la verdad está contaminada por el poder y sus criterios cambian con el tiempo. Pero lo que está en juego en esta afirmación es todavía más importante. Foucault exige que nos cuestionemos el valor que asignamos a la verdad: incluso si esta nos permite llevar la vida que deseamos.

Esto nos devuelve al presente. En muchos sentidos, todos somos foucaultianos en la actualidad, por el modo en que pensamos sobre el género, la normalización, la psiquiatría, el confinamiento, la vigilancia. Pero rara vez ha estado la política tan intoxicada de verdad como hoy, en ambos lados del espectro político. Por muy ofensivo que resulte para las sensibilidades liberales, las teorías conspirativas de la derecha, como QAnon y Stop the Steal [Detengan el robo], participan en una política de la verdad. Esto no significa que sus afirmaciones sean plausibles, sino que sus aspiraciones de eficacia se basan en «estar en lo cierto». (Este pasaje, de alguna manera, es la esencia de la crítica foucaultiana). En una línea más académica, Jordan Peterson también sitúa la verdad en el centro del debate político cuando acusa a los «guerreros de la justicia social» –inspirados por lo que él llama absurdamente el «posmodernismo» foucaultiano– de ignorar la ruda justicia de las jerarquías naturales identificadas por la ciencia evolutiva.

Esta voluntad de verdad no se limita en absoluto a la derecha. Si en la izquierda aspiramos a una comprensión más amplia de la salud mental, si valoramos las identidades transgénero y si promovemos instituciones que abrazan la heterogeneidad, es generalmente porque nos parecen verdaderas, justificadas en lo que sabemos. Incluso la metáfora que está en la base del término «woke» (despierto/consciente) está impregnada de nociones de verdad: una pizca de cristianismo de «nuevo nacimiento» mezclada con un reconocimiento ilustrado del mundo tal como es. La concepción de la historia defendida por muchos en la izquierda en los últimos años no busca simplemente explorar relatos alternativos, sino conseguir que el pasado estadounidense –y la esclavitud, sobre todo– sea el «correcto». «Creer en la ciencia», el mantra liberal de la pandemia, también se basa en la opinión de que la verdad debería poder resolver los desacuerdos políticos claves de una vez por todas. Resulta sorprendente que la izquierda contemporánea recurra a casi todas las formas de verdad –cristiana, ilustrada, científica– sobre las que Foucault lanzó su mirada crítica.

Sin embargo, en la medida en que se pueda siquiera especular sobre estas cosas, imagino que Foucault habría apoyado iniciativas como el Proyecto 1619 –una iniciativa de The New York Times en 2019 que se proponía «replantear la historia del país colocando las consecuencias de la esclavitud y las contribuciones de los afroestadounidenses en el centro mismo del relato histórico nacional de Estados Unidos»-  y las habría considerado alineadas con sus genealogías del poder, por no hablar de su política de liberación. Era, como es comúnmente reconocido, muy consciente de cómo las narrativas históricas a menudo excluyen a determinados individuos y reconocía el poder de narrar la historia desde el punto de vista de los grupos marginados.

Pero el proyecto más profundo de Foucault de destetarnos de nuestra adicción a la verdad es tan ajeno a nuestro presente como lo fue a su propia época. «Decir la verdad al poder», una idea que parece más relevante que nunca, parece tener un aire agradablemente foucaultiano. De hecho, la lección de Foucault es más precisa (aunque algo tautológica) como «combatir el poder con el poder». Como saben los activistas sindicales y comunitarios, el conocimiento solo llega hasta cierto punto: la tarea de la organización consiste en enfrentarse al poder allí donde se manifiesta, como el lugar de trabajo o las normativas de vivienda, y limitar sus efectos mediante el aprovechamiento estratégico de la fuerza colectiva. Como observó una vez el criptofoucaultiano Saul Alinsky, «nadie puede negociar sin el poder de obligar a negociar». Si la política es fundamentalmente una cuestión de poder, ¿qué plusvalía obtenemos al pretender también tener razón?

Estas preguntas son tan difíciles de plantear hoy como en cualquier otro momento. Y así, mientras seguimos discutiendo sobre un Foucault semificcionalizado, el verdadero filósofo sigue siendo más intempestivo que nunca.

 

Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y Dissent. Se puede leer el original aquí. Traducción: Rodrigo Sebastián



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