Opinión
octubre 2019

El giro medioambiental de la extrema derecha europea

Mientras el cambio climático se convierte en una preocupación global, los partidos de extrema derecha comienzan a incorporar la política verde a su visión etnonacionalista.

<p>El giro medioambiental de la extrema derecha europea</p>

El ala juvenil de Alternativa por Alemania (AfD) con sede en Berlín está furiosa. Durante los días previos a las elecciones europeas que tuvieron lugar el 29 de mayo de este año, una contienda en la que el cambio climático fue la mayor preocupación de muchos votantes, los líderes del advenedizo partido alemán habían redoblado la apuesta en su postura negacionista. El partido creció en forma moderada y obtuvo 10,8% de los votos, pero tuvo un mal papel en comparación con la arremetida que colocó en segundo lugar al Partido Verde, con más de 20%. En una carta abierta a los líderes del partido, el presidente de Alternativa Joven de Berlín, David Eckert, instó a los dirigentes a «evitar la declaración, difícil de entender, de que la humanidad no influye sobre el clima», advirtiendo que el partido corre el riesgo de alejarse de los votantes más jóvenes y que los temas climáticos movilizan «a más gente de la que pensábamos».

Tienen razón en preocuparse. Tres grandes noticias han estado al tope de los titulares sobre las elecciones europeas: la de una extrema derecha fortalecida aunque no totalmente triunfante, la de un centro debilitado y la de la ola de apoyo a los Verdes europeos, que se quedaron con algo más de 9% de las bancas del Parlamento Europeo. En este momento estas fuerzas se contrarrestan mutuamente. Si bien son heterogéneos en el ámbito nacional y tienen un historial variado en las coaliciones gobernantes, los Verdes prometen a grandes rasgos rechazar la xenofobia de la derecha y bajar las emisiones trabajando en forma conjunta con los Estados miembros. Dejando de lado los partidos, los europeos que están preocupados por la crisis climática tienden a ser progresistas que no negocian con el nacionalismo reaccionario. Pero puede que este no sea el caso para siempre, como lo espera la juventud de AfD.

En Estados Unidos la prueba decisiva para medir dónde está parado un político respecto del cambio climático ha sido engañosamente simple y por completo apolítica: ¿cree usted o no en el cambio climático? Considerando la amplitud y la escala de los cambios demandados, es una vara peligrosamente baja. El panorama fuera de Estados Unidos –donde la negación del cambio climático es relativamente poco común– es más complicado. Con unas pocas excepciones, los negacionistas absolutos estilo Donald Trump no tienen mucho poder fuera de Estados Unidos. Gran Bretaña ha albergado a muchos negacionistas dentro y fuera del gobierno, pero incluso los gobiernos conservadores han apoyado la reducción de las emisiones, al menos de la boca para afuera, del mismo modo que casi toda la golpeada centroderecha europea.

Hasta ahora, los partidos europeos de extrema derecha tendieron a cuestionar la ciencia del clima, cuando siquiera la mencionan, como un ejemplo más de pensamiento de grupo cosmopolita. Pero algunos han empezado a aceptar el hecho de que el clima ocupa la mente de los votantes europeos. El partido francés Agrupación Nacional (Rassemblement National, RN) –que hace poco se rebautizó bajo el liderazgo de Marine Le Pen– hizo pública una plataforma política sobre cambio climático antes de la elección europea. «Las fronteras son el mayor aliado del medio ambiente», afirmó en abril el portavoz de RN, Jordan Bardella, de 23 años, en declaraciones a un diario de derecha. «A través de ellas salvaremos el planeta». La misma Le Pen ha sostenido que la preocupación por el clima es esencialmente nacionalista. A los que son «nómadas», dijo, «no les importa el ambiente; no tienen patria».

Entre los cerebros de confianza de Le Pen se encuentra el ensayista Hervé Juvin, quien en los últimos meses ha afirmado que «la principal amenaza que enfrentamos hoy proviene del colapso de nuestro medio ambiente» y exhortó a convertir el tema en un punto central de la política europea. El análisis de Juvin tiene un giro antineoliberal. Durante un extenso discurso en Moldavia en 2016, nombró al economista húngaro Karl Polanyi –un pilar del pensamiento socialdemócrata– y señaló el final tanto de la sociedad de mercado como de «los sistemas neoliberales que conocemos», denunciando la codicia y la globalización. Al igual que Le Pen, exigió un localismo nacionalista y un retornode los bienes comunes para «el pueblo de las Naciones Europeas», al que llama el «pueblo nativo, en nuestra tierra, en nuestros países, con nuestras tradiciones, nuestra fe, nuestros bienes comunes por los que luchamos tantas veces y por los que todavía somos capaces de luchar”, y el resto puede irse al demonio.

Entre los cerebros de confianza de Le Pen se encuentra el ensayista Hervé Juvin, quien en los últimos meses ha afirmado que «la principal amenaza que enfrentamos hoy proviene del colapso de nuestro medio ambiente» y exhortó a convertir el tema en un punto central de la política europea. El análisis de Juvin tiene un giro antineoliberal.

Juvin llamó a la creación de una «Alianza por la Vida» para “unir a las Naciones Europeas por la supervivencia», para afirmar que «Europa es la tierra de los europeos» y (entre otras cosas) buscar un «comercio sin aranceles» solo con aquellos países que se han comprometido a alcanzar un nivel cero de emisiones netas. No es difícil ver por qué Le Pen y Juvin se llevan bien. El RN y su predecesor, el Frente Nacional, abogaron durante mucho tiempo por un fuerte Estado benefactor, en la medida en que se defina estrictamente dentro de límites nacionalistas y, con frecuencia, abiertamente etnonacionalistas.

Esta lógica excluyente también ha infectado a algunos partidos de centroizquierda. En Dinamarca, el cambio climático está al tope en el pensamiento de los votantes, justo por encima de otro tema prioritario: la inmigración. Los Socialdemócratas Daneses –que compitieron contra el Partido del Pueblo, de extrema derecha, en las últimas elecciones– adoptaron una especie de xenofobia con matices ambientalistas y prometen un «futuro sustentable» junto con restricciones inmigratorias más duras. Mette Frederiksen, carismática líder partidaria de 41 años, que se convirtió en primera ministra tras el triunfo electoral, adoptó el año pasado una legislación que endurecía las reglas referidas a los «guetos» oficiales, que albergan mayoritariamente a migrantes musulmanes, lo que incluye sentencias más duras por los delitos cometidos en esos lugares. Frederiksen conectó su postura sobre la inmigración con el cambio climático: «Dinamarca y el mundo enfrentan una situación verdaderamente difícil. Una situación nueva. Cifras récord de refugiados están en movimiento», escribió el 27 de mayo pasado. «El cambio climático obligará a más gente a reubicarse. Y a eso hay que sumarle la expectativa de que la población de África se duplique hacia el año 2050».

La izquierda también está hablando sobre el cambio climático, pero por fortuna en términos menos lúgubres que los Socialdemócratas Daneses. Los demás partidos socialistas y socialdemócratas del continente son hoy más verdes que en el pasado. El Partido Laborista británico y el gobernante Partido Socialista Obrero Español (PSOE) han adoptado su propia versión del Nuevo Pacto Verde, un marco también impulsado en las elecciones europeas por el Movimiento Democracia en Europa 2025 (DiEM25). En España, la centroizquierda se desplazó hacia la izquierda y tuvo éxito en las elecciones nacionales y europeas recientes uniendo una visión progresista en sentido amplio con planes de descarbonización. Los diversos partidos de izquierda de Francia ofrecieron sólidos planes de lucha contra el cambio climático, pero esos esfuerzos no bastaron para convencer a los votantes, que aparentemente votaron a los Verdes siempre que concurrieron a votar basados en sus inquietudes por el clima. Cuando no desapareció por completo, la vieja izquierda productivista –que impulsa una expansión industrial basada en el carbón– perdió ciertamente algo de su encanto.

Es una suerte que los jóvenes, en los lugares donde los Verdes crecieron –Reino Unido, Alemania y Francia–, no sean un grupo en general reaccionario. Pero creció el apoyo a los partidos de extrema derecha entre los millennials y la Generación Z en aquellos países donde esta ha hecho un esfuerzo por atraer a las generaciones más jóvenes. El Partido de la Libertad de Austria (FPÖ, por su sigla en alemán), de extrema derecha, es la elección más popular entre los votantes de menos de 30. Le Pen hizo avances entre los millennials este año, y el apoyo entre los votantes jóvenes para el también xenófobo partido italiano La Liga se ha más que triplicado desde 2013. Varios de esos partidos enviarán millennials a ejercer cargos en el Parlamento Europeo, y líderes jóvenes como Jordan Bardella y el belga de 32 años Tom Van Grieken inyectan sangre nueva en una renaciente derecha dura que hasta ahora ha asumido una posición mayormente ambivalente sobre el clima. A medida que el cambio climático aparezca como un tema prioritario en todo el continente, más partidos podrían seguir la huella de RN y ofrecer su propia visión sobre cómo manejar la amenaza climática. En Alemania, la rama juvenil de AfD en Berlín propuso que la agrupación nacional apoyara una política de hijo único en los países en vías de desarrollo para «contrarrestar uno de los problemas más grandes del cambio climático, la superpoblación».

Las últimas elecciones al Parlamento Europeo tuvieron menos importancia para el propio espacio comunitario que para las elecciones nacionales futuras, en particular tras los apabullantes triunfos de la derecha en India y Australia, donde los partidos se basaron en buena medida en sus visiones contrapuestassobre la cuestión climática. Al requerir reglas rigurosas y una considerable inversión estatal, es difícil armonizar cualquier plan honesto para la descarbonización con dogmáticas recetas mágicas neoliberales basadas en un Estado mínimo y la destreza para la planificación omnisciente de la mano invisible del mercado. Sin embargo, muchos populistas de derecha no son neoliberales en sentido estricto. En algunos casos adoptan redes de seguridad fuertes y políticas comerciales proteccionistas, con la promesa de defender los Estados de bienestar para los europeos blancos contra los extranjeros acechantes. No es que los partidos de extrema derecha de Europa tengan planes sólidos o remotamente adecuados para alcanzar la meta de cero emisiones netas en los plazos que la ciencia demanda. Pero aquellos que han considerado la crisis climática tienen al menos un programa para ofrecer: protección contra los daños del colapso climático para los europeos blancos. La derecha racista trafica miedo, y el aumento de las temperaturas ofrece mucho que temer.

Mientras los impactos climáticos continúan en incremento, no hay razón para creer que un foco internacional en el tema se prestará en forma automática a una política progresista o siquiera a una política democrática con «d» minúscula. Además del desplazamiento de jóvenes a la derecha, las débiles proyecciones para la izquierda en toda Europa (el Grupo Confederal de la Izquierda Unitaria/Izquierda Verde Nórdica, GUE-NGL, cayó a 5%) deberían sembrar algunas dudas sobre la idea de que la próxima generación esté inevitablemente formada por bisoños simpatizantes de izquierda. Los Verdes han capitalizado por ahora la inquietud por el clima –y el impulso surgido de manifestaciones masivas como las de Fridays for Future o Extinction Rebellion–, aunque históricamente han encontrado su base entre los votantes de clase media con conciencia ecológica y se han mantenido en silencio sobre temas económicos más tradicionales (suelen ser ridiculizados por la izquierda como neoliberales con granjas eólicas debido a su rol en coaliciones gobernantes). Un voto por los Verdes es un voto por la acción climática y un voto contra la derecha, pero esos votos podrían migrar a otro lugar si eso no se materializa. Como escribió el director de política de DiEM25, David Adler, para The Nation, “hay una batalla en Europa por determinar quién reclamará el clima como territorio propio, y los Verdes están ganando”. Pero el fracaso en el cumplimiento de la promesa transformadora de un Nuevo Pacto Verde “podría alienar a grandes franjas del electorado del movimiento más amplio en favor del clima, del mismo modo en que el fracaso en oponerse a la austeridad fue la perdición para los socialdemócratas de Europa”.

Que los Verdes hayan aparentemente silenciado a la ola de extrema derecha es motivo de esperanza, pero el hecho de que la extrema derecha mantenga una representación saludable amenaza con consolidarlos como un rasgo establecido en el paisaje político europeo. Sin importar en qué medida adopten la retórica del cambio climático, ningún país gobernado por la extrema derecha va a descarbonizar con la rapidez que la situación demanda, si lo hace, y es posible que sabotee el tipo de cooperación necesaria para enfrentar el problema a escala. Lo que es igualmente preocupante es que el calentamiento de cerca de 1° Celsius que experimentaremos según las proyecciones podría materializarse en un mundo en el cual la extrema derecha tiene influencia, ya sea directa o indirectamente, cuando gobiernos de centro nerviosos adoptan políticas xenófobas y excluyentes en un intento de evitar perder terreno electoral.

El horror del cambio climático no está en la violencia intrínseca de los huracanes o las olas de calor, sino en la forma en que las sociedades eligen abordarlos y prepararse para ellos. Las demandas de un Nuevo Pacto Verde prometen no solo bajar las emisiones tan pronto como sea posible, sino reescribir el contrato social que regulará cómo responderemos al cambio climático. ¿Les aseguraremos a los desplazados por el aumento del nivel de los océanos el disfrute de una calidad de vida digna, o los expulsaremos cuando lleguen a nuestras fronteras? Mientras el cambio climático impulsa lo que probablemente será la mayor migración masiva en la historia de la humanidad, ¿pondremos en práctica definiciones cruelmente estrictas de quién pertenece y quién no, o construiremos una sociedad lo suficientemente fuerte como para dar la bienvenida a los recién llegados con los brazos abiertos y con servicios públicos generosos?

La crisis climática es el cimiento sobre el que se construirá la política del siglo XXI. Proclamar que uno cree en la ciencia que está detrás de ella –una frase que todavía utilizan para cosechar aplausos muchos demócratas estadounidenses– no tiene más peso retórico que sostener con orgullo y actitud desafiante que uno cree en la gravedad. La derecha xenófoba está comenzando a entender la oportunidad que la crisis representa para ellos y el poderoso capital político que encierra la promesa de evitar el fin del mundo.

Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y Dissent. Se puede leer el original aquíTraducción: María Alejandra Cucchi.




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