Opinión

¿Cómo evoluciona la humanidad bajo el capitalismo?


mayo 2023

El neoliberalismo parece estar muerto y vivo al mismo tiempo dentro de la caja de la crisis global. En ese marco, Hay que adaptarse (La Cebra, Adrogué, 2023), el libro de Barbara Stiegler, retoma temas viejos para intentar decir algo nuevo. Y, a diferencia de mucho de lo que se escribe sobre el «neoliberalismo», lo logra.

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Cualquier cosa que se diga sobre el neoliberalismo hoy en día queda a merced de dos contextos adversos. En el nivel mundial, la crisis y reestructuración aún en curso del capitalismo parecen dar por tierra con algunos pilares neoliberales: globalización, privatización, librecambio, ofertismo (supply-sider), e incluso el multiculturalismo y el posmodernismo, que cierta crítica marxista consideró «lógicas culturales» del capitalismo neoliberal. En el plano local, el agotamiento de los progresismos y el crecimiento de las nuevas derechas parecen querer recuperar aquel programa económico, adosado a un conservadurismo social radicalizado. El neoliberalismo parece estar muerto y vivo al mismo tiempo dentro de la caja de la crisis global. En todo caso, su análisis requiere de un nuevo tipo de abordaje. Hay que adaptarse (La Cebra, Adrogué, 2023), el libro de Barbara Stiegler, retoma dos temas viejos para intentar decir algo nuevo. Y lo logra. Además, nos permite ver el sentido y los límites de este nuevo giro local a la derecha. Todo a partir de un problema: ¿cómo evoluciona la humanidad bajo el capitalismo?

Los dos temas abordados son la genealogía del neoliberalismo y el debate Dewey-Lippmann. Respecto al primero, la referencia inevitable es el curso ofrecido por Michel Foucault durante 1978-1979, luego editado como Nacimiento de la biopolítica (FCE, Buenos Aires, 2007). Nunca dejaremos de admirar la lucidez clarividente de Foucault en anticipar el interés de las teorías neoliberales incluso antes de que Margaret Thatcher llegara al poder -clarividencia que no dejaba de tener un dejo de entusiasmo, como lo vienen señalando especialistas foucaultianos como Daniel Zamora o Michael C. Behrent-. Pero no viene mal recordar que, de todas las familias neoliberales, Foucault le prestó más atención al ordoliberalismo alemán, menos reluctante al Estado y más preocupado por la cohesión social, cuya eficacia se había probado durante la gestión de Ludwig Erhard como canciller de la República Federal Alemana entre 1963 y 1966. Tanto Erhard como su asesor Alfred Müller-Armack habían sido miembros de la Sociedad Mont Pelerin, junto a austríacos como Ludwig von Mises, Friedrich Hayek o Fritz Machlup. Más tarde acuñaron el concepto de «economía social de mercado», alternativa alemana al bienestarismo, más centrada en el paternalismo empresarial que en el Estado providencial. Fascinado con ese modelo, Foucault marginó en su análisis a la escuela austríaca de Mises y Hayek, más proclive a la disrupción y el darwinismo social, cuya influencia se extendió a los países anglosajones y desde allí, al resto del mundo.

Respecto al debate Dewey-Lippmann, se trata de un extenso contrapunto que abarca la obra de ambos autores sobre la opinión pública entre los años 1925 y 1938. El «debate» no fue conocido como tal hasta muchos años más tarde, a partir de mediados de los años 80, cuando el comunicólogo norteamericano James Carey lo desenterró y ordenó, tratando de construir alrededor de las ideas de Dewey una especie de teoría crítica no marxista. Stiegler vuelve sobre ese debate en busca de una raíz neoliberal que se les escapó tanto a Foucault como al ordoliberalismo: la interpretación evolucionista del nuevo entorno humano.

Cómo adaptar a la especie humana

Entre 1882 -año en que Charles Darwin fue enterrado con honores- y 1930 se produjo el llamado «eclipse del darwinismo». Un poco por la muerte del prócer y otro poco por las lagunas de su teoría de la selección natural en relación con la herencia y la variación, se desató un festival de viejas y nuevas teorías de la evolución. Así, los vitalistas apostaron a la ortogénesis y a principios metafísicos como las entelequias de Hans Driesch o el élan vital de Henri Bergson; los mendelianos recién descubrían los Experimentos sobre hibridación de plantas publicados por Gregor Mendel en 1866 y atribuyeron toda evolución positiva a una mutación genética discontinua, a lo que la escuela biométrica contestó con sus estadísticas de mutación continua; los lamarckianos volvieron a la carga con su evolución grupal por «herencia de los caracteres adquiridos»; y los darwinistas se replegaron a una versión tan mecanicista de la evolución que ya parecían lamarckianos. El neodarwinismo se impuso desde mediados de la década de 1920, cuando los desarrollos de la genética y la biométrica le permitieron complementar la teoría de la selección natural en lo que se llamó «síntesis evolutiva moderna». 

Esta discusión no se agotaba en las ciencias de la vida. Desde fines del siglo XIX, los conceptos evolucionistas daban sustento «científico» a doctrinas socialistas, conservadoras y liberales. Darwinistas sociales como Herbert Spencer o su rústico discípulo norteamericano William Graham Sumner proponían dejar que la sociedad se adaptara sola y que sobrevivieran los mejores. Pero ya desde antes de la Primera Guerra Mundial era evidente que la selección natural no estaba funcionando en humanos: su hábitat natural -la sociedad industrial- mutaba demasiado rápido, y la naturaleza humana era más caprichosa que la de otros animales para adaptarse a su entorno. «La degeneración de la raza rezuma por todos nuestros poros... somos los hongos de antiguas cagadas», escribió por esos años el pintor André Derain, más adelante acusado de colaboracionismo con los nazis. «El ser humano no evoluciona ya porque la medicina y los cuidados hacen que el que no tiene capacidad para competir biológicamente siga adelante y tenga hijos», dijo Miguel Beato, ex-director del Centro de Regulación Genómica en una entrevista reciente en el diario El País. 


Lumbreras de la época hicieron fila para criticar el darwinismo mecánico de Spencer: Henri Bergson desde el vitalismo, William James desde el pragmatismo y el socialista Graham Wallas desde el propio darwinismo. Para Wallas, un auténtico darwinismo social debía recuperar el dinamismo de la naturaleza contra el formalismo de la física: la sociedad moderna, cambiante, extensa y abierta, había roto la vasija de la comunidad política natural aristotélica; ya no era posible una adaptación mecánica. Por su lado, «James y, posteriormente, Dewey se ubican en parte dentro de la herencia spenceriana –apunta Stiegler– que pretende romper definitivamente con la vieja psicología racionalista. Pero al señalar que el organismo no se somete pasivamente a su ambiente y que, por el contrario, existe entre ellos una relación retroactiva, su evolucionismo continuista ya no tiene nada en común con el reduccionismo mecanicista de Spencer (…)  Al igual que los otros seres vivos, la especie humana no puede adaptarse mecánicamente a un ambiente ya dado. Debe, por el contrario, crearlo y transformarlo continuamente».

Uno de los discípulos de Wallas era Walter Lippmann. Neoyorkino egresado de Harvard, Lippmann militó por Theodore Roosevelt, integró el Partido Socialista de Nueva York y asesoró a Woodrow Wilson; incluso viajó comisionado a Francia en 1918 para hacer los arreglos previos a la paz. A su regreso, fundó la revista The New Republic. Más allá de este track record zigzagueante, a Lippmann también le preocupaba la desadaptación masiva de la humanidad: la guerra mundial y la radicalización política de posguerra le demostraron que el nuevo entorno la excedía, y no confiaba en la democracia para resolverlo. Según Lippmann, las personas se aferran a estereotipos fijos mientras las transformaciones económicas y tecnológicas fluyen cada vez más rápido a su alrededor. Imposible confiar en la ciudadanía o la comunidad, como prescribía la tradición democrática que iba desde Thomas Jefferson hasta Wilson, o en la mera adaptación de la especie, como aconsejaba Spencer, ni siquiera en la eugenesia tan de moda en la época. Cada individuo se limita a sus intereses primarios (consumo, producción y reproducción); el público es una masa inerte, pasiva y heterogénea que apenas puede contemplar un flujo de información acelerado que es incapaz de incorporar. 

La primera solución de Lippmann fue un gobierno fuerte, integrado por expertos, que sublimara las pulsiones de las masas y las recondujera hacia el consenso mediante la «buena propaganda». Más tarde, le sumó a esa tecnocracia un leader que empleara su mirada desde arriba para ver más allá de los estereotipos y coordinara este destiempo entre las masas y su entorno, reuniendo las emociones dispersas de la sociedad alrededor de un objetivo común diseñado por expertos. Para 1937, y ya totalmente desconfiado de la capacidad humana, Lippmann redujo la política al Derecho: gobernar es judicializar los conflictos que vayan surgiendo como un recurso de última instancia, subordinando cualquier norma o arreglo a una suerte de common law o ley fundamental no escrita: el funcionamiento del mercado mundial. Al año siguiente, Lippmann convocó en París a otros intelectuales para discutir los problemas y posibilidades del liberalismo en ese momento de crisis. De ese coloquio saldría el concepto «neoliberalismo».

Evolucionismo neoliberal y antineoliberal

«Mientras que los liberales del siglo XVIII y los ultraliberales de fines del XIX preconizaban un laisser-faire que se apoyaba en la buena naturaleza de nuestra especie y de sus inclinaciones –concluye Stiegler–, los neoliberales emergieron como consecuencia de la Gran Depresión de los años 1930, rechazando precisamente ese naturalismo ingenuo para apelar a los artificios del Estado (derecho, educación, protección social), encargados de construir artificialmente el mercado y de asegurar permanentemente su arbitrio conforme a reglas leales y no adulteradas». El neoliberalismo no nació como una doctrina económica, sino como un proyecto político; no confía en el mercado como ordenador (Lippmann incluso propuso desmercantilizar la educación y los recursos naturales para resguardar esos pilares del capitalismo), tampoco en el Estado o la democracia, sino en la readaptación forzada de poblaciones; no es antiestatista, es biopolítico, esa forma de poder centrada en la administración de los cuerpos biológicos que Foucault detectó en la Modernidad. Hacer vivir o dejar morir. «La novedad de la biopolítica lippmanniana –dice Stiegler–no está, por lo tanto, del lado de esta regulación de los riesgos por medio del derecho. Está más bien en el tema de la reforma de la especie humana misma, que indica los límites del campo de acción de la common law».

Esta genealogía del neoliberalismo ya justifica el libro de Stiegler. Pero Hay que adaptarse es un ensayo con espíritu de intervención, y su autora busca en el agonista de Lippmann una crítica al neoliberalismo actual. John Dewey, psicólogo pragmatista, docente de la Universidad de Chicago y demócrata jeffersoniano, también quiso explicar la desadaptación humana. Para Dewey, «el retraso no está en las disposiciones intrínsecas de la masa. Son más bien las viejas formas dualistas y jerárquicas de pensar las que retrasan la evolución». En el evolucionismo de Dewey, somos agentes simultáneamente pasivos y activos de nuestro entorno. Si el neodarwinismo ya no permite hablar de un progreso lineal, al menos puede esperarse un mejoramiento a partir de la combinación de las variaciones aleatorias del entorno con la previsión inteligente de los actores en la modificación del ambiente. No se trata de someter el retraso de los estereotipos humanos al flujo tecnocapitalista, como propone Lippmann, sino de conciliar la estabilidad de lo antiguo (las costumbres) con la emergencia de lo nuevo (los impulsos). Esta combinación es un experimento continuo y colectivo, sin metas fijas, que requiere de un entorno democrático. 

Si en el entusiasmo de Lippmann por el flujo tecnocapitalista parece haber un portento del actual aceleracionismo –la ideología que propone dejar que ese flujo termine de revolucionar a la sociedad, sea por derecha (Nick Land) o por izquierda (Mark Fisher)–, en Dewey encontramos un contrapeso cultural a esa aceleración: «Este retraso necesario de toda comunidad sobre el flujo del cambio se encuentra en el centro del análisis deweyano de la comunicación que supone unos ‘signos’ y unos ‘símbolos’ que él interpreta también como estabilizaciones o ralentizaciones», dice Stiegler. Un heredero de esa propuesta sería el filósofo norteamericano William Connolly. En Frente a lo planetario (Interferencias, Buenos Aires, 2023), Connolly denuncia la «captura neoliberal de las nuevas biociencias» y propone una «evolución creativa», impredecible: «La naturaleza está incompleta en la medida en que todo modo de autoorganización involucra conexiones externas y restricciones internas que le permiten ser tal o cual cosa. Sin algunas de estas restricciones -esto es, sin modos de limitación e incompletitud-, los seres humanos no podrían proyectarse hacia el futuro, sin importar cuán imperfectamente lo hagan».

Así, el pragmatismo de Dewey concilia democracia, evolucionismo, planificación económica y el método experimental de las ciencias como práctica colectiva, no limitada a los expertos. El verdadero obstáculo para la adaptación lo constituyen las instituciones jerárquicas de un liberalismo envejecido, a lo Andrew McAfee, que abandonó su programa emancipador para ser «un instrumento de dominación conservador en nombre de la innovación permanente». El resultado de eso es una desindividuación de la humanidad que, en una metáfora involuntariamente lovecraftiana, Dewey describe como «moluscoide»: flexible, casi babosa por dentro, pero endurecida por fuera. Ese es el sujeto adaptado al ecosistema de mercado.

En la selva digital sudamericana 

Hay que adaptarse es un libro claro, extenso y sólido que logra llenar con vino nuevo el viejo odre de la «genealogía del neoliberalismo». También es una obra situada: narra un debate norteamericano desde las preocupaciones europeas (la tradición biopolítica, la necesidad de repensar la Unión Europea con la que cierra el libro). ¿Cuál es el potencial que tiene para ir más allá de los problemas europeos? ¿Cómo leerlo en la Sudamérica de Kast, Milei y Bolsonaro, con las experiencias «antineoliberales» jaqueadas de antemano (Brasil), gastadas antes de tiempo (Chile) o totalmente reventadas (Argentina)? 

El segundo problema del libro es cómo traer ese debate al siglo XXI, cuando aquel ambiente industrial de 1930 hoy se tornó digital. Teóricos como el austriaco Erich Hörl o el hongkonés Yuk Hui hablan de la digitalidad como una nueva ecología. Pero para Stiegler nada cambió, toda vez que «sociedad industrial es cualquier sociedad manejada por expertos». La respuesta es sorprendente viniendo de la hija de Bernard Stiegler, el filósofo que ensanchó la idea de «lo técnico» y pensó las patologías de la sociedad digital. La tesis de doctorado de la propia Barbara estudia la influencia de innovaciones como el telégrafo en el pensamiento de Nietzsche. Pero la negación del cambio por parte de Stiegler (h) sorprende sobre todo porque es evidente que la digitalidad potencia tanto las posibilidades de fabricación del consenso y adaptación forzada de Lippmann como la propuesta de inteligencia colectiva de Dewey. Como sea, el libro es excelente y admite una lectura más que productiva para el contexto sudamericano. Solo hay que adaptarlo. 

Hace unos años, Branko Milanović tuiteó algo así como que para entender el mundo actual es más útil leer material de hace 100 años que de hace 10 o 15 años. Las raíces lippmannianas del neoliberalismo permiten explicar las aparentes incoherencias de las nuevas derechas. Por ejemplo, su propuesta libertaria en lo económico pero conservadora en lo social, que debe tanto al paleolibertarismo de Murray Rothbard como a las ideas de Lippmann sobre libre flujo de bienes y tecnologías combinado con control migratorio y pertenencia comunitaria. Pero esa genealogía neoliberal también marca el límite trágico de cualquier propuesta libertaria: el propio Jair Bolsonaro debió aumentar el programa Bolsa Família. La sociedad neoliberal es algo demasiado complejo para dejarla librada al mercado. Lippmann lo sabía, Reagan y Thatcher, también; ¿lo saben sus fans del siglo XXI? 

Más importante aún es la necesidad de conducir una adaptación a un entorno aún más acelerado que el que pudo soñar Lippmann. La libido libertaria tiene una visión ingenua de esa digitalidad: criptomonedas, gaming, tetas por plata en Only Fan y shitposting en alguna red social. El entorno digital implica una infraestructura fuertemente invasiva, en la que cualquier idea de libertad individual, incluso de individuo, resulta severamente reformulada. ¿Estamos adaptándonos bien a ello? ¿Tienen los libertarios algún plan liberal sobre reconocimiento facial, datos biométricos, derecho a la intimidad, por no hablar de los desafíos que implica la aceleración del machine learning? No hacer nada ya es hacer algo, y no habrá ninguna «mano invisible» que acomode las cosas, sino un ecosistema que trepa aceleradamente alrededor y dentro de nosotros. Es de una cortedad lamentable ser paranoicos con una vacuna pero ingenuos con el celular. 

Si el proyecto es darle luz verde plena a la iniciativa privada, que la feligresía libertaria vaya sabiendo que la libertad va a avanzar muy poco entre oligopolios con poder computacional creciente. Será un capitalismo más soviético que manchesteriano. Gestionar datos tiene aún más externalidades que explotar litio. Finalmente, ¿cuánta internet puede soportar un proyecto de poder basado en la libertad individual irrestricta? ¿Cuánta de esa emoción digital desatada podrán controlar estos aprendices de brujo de la nueva política, los argumentos meméticos y las utopías anarcocapitalistas, en un contexto de impostergable reestructuración del capitalismo local (y global)? ¿El invento reventará al inventor? 

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