Tema central

¿Europa se desintegra?


Nueva Sociedad 270 / Julio - Agosto 2017

Hace una década y media, sin duda podía verse el horizonte de Europa con más optimismo que hoy. El «Brexit» fue un balde de agua fría para quienes buscan un continente más integrado y cooperativo. Pero ya antes emergieron problemas en la zona euro, en parte debido a un diseño inadecuado. Lo que se veía originalmente como una posibilidad de convergencia entre el centro y la periferia europeos no se concretó, el antieuropeísmo creció en el propio centro y la ola populista se desarrolló en varios países.

¿Europa se desintegra?

Nota: la versión original de este artículo en inglés se publicó en The New York Review of Books, 19/1/2017. © 2017 The New York Review of Books. Distribuido por The New York Times Syndicate. Traducción de Ignacio Barbeito.
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Si me hubieran sometido a congelación criogénica en enero de 2005, me habría ido a mi temporal descanso siendo un europeo feliz. Con la ampliación de la Unión Europea para incluir a varias democracias poscomunistas, el sueño de la «vuelta a Europa» que tenían mis amigos centroeuropeos en 1989 estaba convirtiéndose en realidad. Los Estados miembros habían acordado un tratado constitucional, al que se referían vagamente como la «Constitución europea». El proyecto sin precedentes de una unión monetaria de Europa parecía refutar el profundo escepticismo que yo y tantos otros habíamos expresado anteriormente1. Era increíble viajar sin restricciones de una punta a la otra del continente, sin controles fronterizos dentro de la zona cada vez más amplia formada por los Estados que adherían al Acuerdo de Schengen y con una única moneda en el bolsillo para usar en toda la eurozona.

Madrid, Varsovia, Atenas, Lisboa y Dublín parecían bañados por la luz del sol que entraba por las ventanas por primera vez abiertas de antiguos y oscuros palacios. La periferia de Europa convergía, en apariencia, con el núcleo histórico del continente: Alemania, los países del Benelux, Francia y el norte de Italia. Jóvenes españoles, griegos, polacos y portugueses hablaban con entusiasmo de las nuevas oportunidades que les ofrecía «Europa». Incluso Gran Bretaña, célebremente euroescéptica, abrazaba su futuro europeo bajo el gobierno del primer ministro Tony Blair. Y luego se produjo la Revolución Naranja en Ucrania, abiertamente proeuropea. Mientras observaba a la gente manifestarse pacíficamente en Kiev y agitar la bandera europea, con las estrellas amarillas sobre el fondo azul, podía tararear para mis adentros el himno europeo, la melodía de Beethoven para el Himno a la alegría2.

Si hubiera sido reanimado criogénicamente en enero de 2017, habría vuelto a morir al instante por el shock. Porque ahora, hasta donde alcanza la vista, todo es crisis y desintegración: la eurozona es crónicamente disfuncional, la soleada Atenas está sumida en la miseria, los jóvenes españoles con doctorados se ven obligados a trabajar como meseros en Londres o Berlín, los hijos de amigos portugueses buscan trabajo en Brasil o Angola y la periferia de Europa se está alejando del núcleo. No hay Constitución europea, ya que en 2005 fue rechazada en sendos referendos en Francia y los Países Bajos. La gloriosa libertad de movimiento para los jóvenes polacos y otros europeos del centro y del Este contribuyó en gran medida a los resultados de un referéndum impactante votado por mi propio país, Gran Bretaña, en favor de abandonar completamente la Unión Europea. Y en el trigésimo aniversario de 1989, el «Brexit» acarrea la posibilidad de que pierda mi ciudadanía europea.

Un joven héroe liberal de 1989, Viktor Orbán, es hoy un populista nacionalista que conduce a Hungría hacia el autoritarismo y que alaba de forma explícita el ejemplo «iliberal» de la China de Xi Jinping y la Rusia de Vladímir Putin. Se reimpusieron los controles fronterizos entre los países del espacio Schengen (desde luego, solo «temporalmente»), en respuesta a la marea de refugiados de Siria, Irak y Afganistán, regiones en las que la autodenominada «política exterior europea» probó ser poco más que cháchara. Y para coronar el conjunto, un valiente intento de completar la Revolución Naranja en Ucrania fue recompensado con la anexión unilateral y por la fuerza de Crimea por parte de Rusia, y con la intervención violenta que aún continúa en el este de Ucrania, acciones que evocan la Europa de 1939 antes que la de 1989. ¡Icabod! ¡Icabod! La gloria ha sido desterrada de nuestra casa europea.

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Este giro espectacular de la luz a la oscuridad plantea cuestiones interesantes sobre la periodización histórica y el modo en que los historiadores se ven influidos por la época en que escriben. Una de las mejores obras históricas sobre la Europa del siglo xx, La Europa negra de Mark Mazower, publicada por primera vez en 1998, es una excepción parcial, ya que fue escrita de forma consciente contra el liberalismo triunfalista de la década de 1990. Pero incluso Mazower concluía que «en comparación con otras épocas históricas y otras partes del mundo, hoy los habitantes del continente [Europa] disfrutan de una notable combinación de libertad individual, solidaridad social y paz».

Pocos historiadores podrían haber sido más escépticos que Tony Judt frente a los clichés autocomplacientes del europeísmo liberal. Él los diseccionó y cuestionó en una serie de conferencias publicadas originalmente en 1996 bajo el nombre de ¿Una gran ilusión? Aun así, Judt también cerraba el último capítulo de su magistral historia de Europa desde 1945, Postguerra, publicado en ese momento de aparente triunfo en 2005, con estas palabras claramente optimistas: «Pocos lo habrían podido predecir 60 años atrás, pero todavía es posible que el siglo xxi pertenezca a Europa».

Siempre tuve mis dudas sobre la periodización sugerida en el título de Judt, que implicaba que el periodo de «posguerra» se extendía desde 1945 hasta 2005. Los procesos de cada época tienen causas y consecuencias a plazos más largos que lo que indica cualquier límite temporal tajante, pero a mí me parece más adecuado fechar el periodo de posguerra desde 1945 hasta 1989, o como mucho hasta 1991, cuando colapsó la Unión Soviética.

La etapa de la historia europea posterior a la caída del Muro de Berlín en 1989 podría ser denominada, brevemente, como «posmuro». Pero entonces enfrentamos otra pregunta: ¿seguimos todavía en ese periodo? ¿O la era posmuro terminó durante mi imaginado sueño criogénico, en algún momento entre el pico de principios de 2005 y el piso actual? Los límites temporales siempre son polémicos, pero parece plausible sostener que la crisis financiera de 2008-2009, que empezó en Estados Unidos pero se extendió con rapidez a Europa, inició un nuevo periodo caracterizado por tres crisis más amplias: la del capitalismo, la de la democracia y la del proyecto de integración europea.

Siempre hay continuidades a través de esas cesuras, y una de ellas es el ascenso pacífico e ininterrumpido de Alemania. Luego de recibir de manera inesperada en 1989-1990, con su rápida y pacífica unificación tras la caída del Muro de Berlín, lo que Fritz Stern llamó memorablemente una «segunda oportunidad», Alemania la aprovechó hasta ahora muy bien. Sin duda habría sido una gran satisfacción para Stern, cronista incomparable del florecimiento intelectual alemán a principios del siglo xx, ver que a principios del siglo xxi la fortaleza política y económica alemana se ve acompañada por cierta restauración de su potencia intelectual. Algunos de los análisis más incisivos sobre Europa y sus descontentos vienen hoy de académicos alemanes.

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Philipp Ther es un historiador alemán que da clases en la Universidad de Viena. A pesar de que la edición inglesa de su libro se titula Europe since 1989: A History [Europa desde 1989. Una historia]3 y de que afirma en el prefacio que intenta una continuación de Postguerra de Judt «en términos temporales y más enfocado en la historia social y económica», esta no es una historia de Europa en su conjunto. Hay solo una referencia en el índice a François Mitterrand y ninguna a Giulio Andreotti. Es una historia de la Europa central y del Este poscomunista, con muchas referencias a Alemania y un largo capítulo comparativo sobre el sur de Europa. A diferencia del libro de Judt, tiene una tesis conductora central que el título de la edición alemana original capta mejor: El nuevo orden en el Viejo Continente. Una historia de la Europa neoliberal. El núcleo del libro es un argumento sobre lo que las políticas «neoliberales» hicieron con las sociedades de la Europa poscomunista.

A pesar de su densidad, el libro de Ther está amenizado por anécdotas y observaciones personales, empezando por su primer viaje «al Este» en 1977, cuando tenía diez años. Incluye capítulos estimulantes sobre lo que llama la «cotransformación» de Alemania occidental y oriental, y sobre el momento de esplendor de las capitales como Varsovia, en un franco contraste con las regiones más pobres del país, conocidas en Polonia como «Polonia b». Algo inusual para un académico alemán, puede a veces ser un poco descuidado, cuando llega a conclusiones de gran alcance sobre la base de apenas una o dos fuentes4.

No obstante, su tesis central merece ser considerada con seriedad. Argumenta que un «tren neoliberal», que pusieron en marcha la Gran Bretaña de Margaret Thatcher y los eeuu de Ronald Reagan, comenzó a «recorrer Europa en 1989». Ther afirma que utiliza el término neoliberalismo «como un término neutral, analítico» y distingue correctamente entre su historia intelectual y las circunstancias políticas y sociales específicas de su implementación. Su resumen de los principales pilares de la ideología neoliberal no parece ser del todo neutral:

Una fe ciega en el mercado como árbitro en casi todos los asuntos humanos, una dependencia irracional de la racionalidad de los participantes del mercado, desdén por el Estado tal como se expresa en el mito del big government y aplicación uniforme de las recetas económicas del Consenso de Washington.

Sostiene que sus características principales, en la forma en que se aplicó en Europa del Este, fueron la liberalización, la desregulación y la privatización, y que sus consecuencias en términos de desmembramiento social y crecimiento de la desigualdad fueron muy perjudiciales.

Se deben consignar muchas reservas frente a esta crítica del impacto del neoliberalismo en la Europa poscomunista. En primer lugar, como señala cuidadosamente el propio Ther, lo único peor que experimentar una transformación neoliberal en la economía fue no experimentar una transformación neoliberal. Basta con observar el pobre desempeño de Ucrania, Rusia y Rumania. En 1989, Polonia tenía aproximadamente el mismo pib per cápita que Ucrania; un cuarto de siglo más tarde, el pib per cápita de Polonia era aproximadamente el triple que el de Ucrania. Lo que es todavía más revelador: Ther afirma que el pib per cápita de Polonia alcanzaba aproximadamente el 10% del de la Alemania recientemente unificada en 1991, pero apenas 20 años después llegaba a 53%5.

En segundo lugar, su uso del término «neoliberalismo» corre el riesgo de sobredimensionar el aspecto ideológico. Sí, hubo «thatcheristas del Este», como Václav Klaus, el padrino de la transformación económica de la República Checa, y Klaus era más thatcherista que Thatcher. Pero no fue un movimiento ideológico de masas como el comunismo o el fascismo en los años 20 y 30, conducido por líderes que creían apasionada y dogmáticamente en su ismo. La mayoría de los que adoptaron estas políticas «neoliberales» luego de 1989 lo hicieron por pragmatismo, por falta de cualquier alternativa creíble.

Ese fue el caso de Tadeusz Mazowiecki, quien ocupó el cargo de primer ministro de Polonia inmediatamente después del comunismo y en el pasado había sido algo parecido a un socialista cristiano. Y recuerdo a Bronislaw Geremek, uno de los principales asesores de Solidaridad y luego ministro de Asuntos Exteriores de Polonia, cuando me explicaba su apoyo a la «terapia de shock» neoliberal con una metáfora. Fíjese, me dijo, la economía planificada nacionalizada es como un enorme búnker de concreto, por lo que se necesita una topadora gigante para derrumbarla. Les habría encantado que el punto de llegada hubiera sido una versión socialdemócrata del capitalismo a la escandinava. Pero primero tenían que construir ese capitalismo a partir de las ruinas del búnker comunista.

Y esto me lleva a una reserva final. Está muy bien que Ther se explaye irónicamente sobre Thatcher y su eslogan tina («There Is No Alternative», no hay alternativa) y que señale, con mucho humor, que alternativlos (la versión alemana de tina) resultó elegida como la palabra alemana más fea de 2010. Pero ¿cuál era exactamente la alternativa? ¿De qué otra forma se podría haber creado una economía de mercado? Los historiadores no están en absoluto obligados a hacer historia contrafactual, pero hacerla puede muchas veces enriquecer su trabajo.

Una vez dicho esto, creo que Ther señala algo muy importante. Las elites posdisidentes y reformistas, incluyendo a aquellas que provenían de la izquierda democrática, llegaron muy lejos en su opción por una transformación económica (neo)liberal radical. Ther menciona el ejemplo del veterano disidente polaco Jacek Kuron. Podría haber añadido que en sus últimos años Kuron se arrepintió amargamente de su franco apoyo (mientras era ministro del gobierno de Mazowiecki) a un liberalismo económico que tuvo consecuencias sociales tan dolorosas, sin mencionar las que tuvo para muchos de los trabajadores que habían sido la columna vertebral de Solidaridad. Adam Michnik, editor en jefe del influyente diario Gazeta Wyborcza durante los últimos 25 años, fue el autor de la célebre frase «Mi corazón está a la izquierda, pero mi billetera, a la derecha».

Al menos la intelligentsia urbana y liberal de Polonia podría haber buscado un mejor discurso público para demostrar que se preocupaba por aquellos que estaban pagando el costo humano de la transición. Podría haber hecho más para ayudar a los trabajadores que habían perdido sus empleos en las grandes empresas estatales a encontrar nuevos empleos que valieran la pena y, cuando lo permitiera el presupuesto, podría haber intentado una política social más activa.

Y es que ese «corazón a la izquierda» fue apenas visible para los millones de polacos de los pueblos pequeños y las regiones más pobres de la «Polonia b», que se sintieron abandonados y dejados al margen por la topadora del liberalismo económico. Es importante agregar que también fueron alienados por el liberalismo social en temas tales como el aborto, el género y la orientación sexual que llegó con la apertura a Europa occidental. Este era el núcleo del electorado sobre el que se apoyaron los populistas del partido Ley y Justicia para llegar al poder en 2015 ofreciendo una combinación de ideología nacionalista y católica, típica de la derecha, y promesas generosas de beneficios sociales e intervención económica estatal, históricamente más típicas de la izquierda. En definitiva, una reacción contra las consecuencias del liberalismo económico y social amenaza ahora los logros del liberalismo político. n n n

Ther plantea que el sur de Europa puede estar suplantando a Europa del Este en los mapas mentales de algunos europeos occidentales y tomando su lugar como el Otro imaginario subdesarrollado. Apunta al acrónimo pigs (en inglés, cerdos), acuñado para cuatro países del sur de Europa golpeados por la crisis y la deuda: Portugal, Italia, Grecia y España. (El insulto era originalmente piigs, hasta que Irlanda, la segunda i, logró recomponerse por las suyas). Pero el capítulo de Ther sobre el sur de Europa se parece a un Rey Lear sin el rey, ya que analiza solo al pasar lo que en rigor está en el corazón mismo de la tragedia de esta zona de Europa: las profundas fallas en el diseño de la eurozona y los remedios inadecuados que ofrecieron los países acreedores del norte de Europa, es decir, sobre todo Alemania.

Este es un tema que comparten los libros Europe Entrapped [Europa en la trampa], de Claus Offe6; Der Euro: Von der Friedensidee zum Zankapfel [El euro: de idea de paz a manzana de la discordia], de Hans-Werner Sinn7; El euro. Cómo la moneda común amenaza el futuro de Europa, de Joseph Stiglitz8 y La fin du rêve européen [El fin del sueño europeo], de François Heisbourg9, por mencionar solo a cuatro autores. Pese a originarse en perspectivas ideológicas y nacionales muy diferentes, todos están de acuerdo en que fue un gran error crear la eurozona con su tamaño y diseño actuales: una moneda común sin un tesoro común y que encadena entre sí a 19 economías bien diversas. Diseñado para impulsar la unidad europea, el euro, la «panacea para nadie», divide en realidad a Europa. Revivió un terrible rencor entre Grecia y Alemania y causó un resentimiento generalizado tanto en el sur como en el norte. Si las políticas actuales continúan, lo mejor que se puede esperar es que el sur de Europa tenga que renguear dentro de la eurozona durante los próximos años, con bajo crecimiento, elevado desempleo y una cultura de desesperanza adquirida.

Estos autores proponen diferentes soluciones. Con una magnífica claridad cartesiana, Heisbourg escribe: «Ya que el euro actualmente existente es la causa del problema, la solución tiene que ser abolirlo tranquilamente y de común acuerdo». Es una solución racional, pero ¿es posible? Offe discrepa y afirma que el euro «es un error, pero deshacerse de él sería un error aún más grande». Stiglitz y Sinn ofrecen un menú de reformas más o menos radicales, que no tengo el espacio ni la competencia técnica para evaluar.

Sin embargo, un camino para la solución pasa claramente por que la Alemania de Angela Merkel y Wolfgang Schäuble deje de considerar la economía como una rama de la teología. Offe observa con agudeza que la palabra alemana para presupuesto es Haushalt, literalmente, «gastos domésticos», que evoca el proverbial trabajo doméstico bien administrado por el ama de casa de Suabia, mientras que la palabra alemana para deuda, Schuld, también significa «culpa». La prensa alemana –señala– se refiere a los pi(i)gs como «pecadores fiscales». Parafraseando la Biblia: «la paga del pecado es la deuda». Esta enfermedad crónica de la eurozona alimentó el populismo de izquierda y de derecha, en el sur y en el norte. El partido populista alemán Alternativa para Alemania (afd, por sus siglas en alemán), por ejemplo, comenzó como un partido antieuro para luego ganar un público mucho mayor como partido antiinmigración, luego de la masiva llegada de refugiados del año pasado. Y ni siquiera comencé a analizar la crisis de los refugiados, que todavía sacude a la sociedad alemana; la crisis del «Brexit»; la crisis de Ucrania; el desafío frontal que plantea la Rusia de Putin tanto para la seguridad como para las democracias europeas; la crisis terrorista (Francia, uno de los principales objetivos del terrorismo islámico, está todavía en estado de emergencia); la crisis demográfica y la inseguridad que acosa a muchos de los jóvenes del continente, a los que se conoce ahora como el «precariado». Todos son aspectos diferentes, pero que se refuerzan mutuamente, de una crisis existencial general que amenaza el proyecto de unidad europea post-1945 en su conjunto. Y todos alimentan la metástasis de la política populista.

El 4 de diciembre de 2016, Austria decidió no elegir como presidente a un populista de derecha, Norbert Hofer, quien igualmente obtuvo 46% de los votos. Ese mismo día, en medio de discusiones sobre el trumpismo, Italia votó por el «no» en un referéndum sobre reformas constitucionales propuestas por Matteo Renzi, primer ministro con aspiraciones de reformador. Aunque muchos votaron contra lo sustancial de las propuestas, resultó un gran impulso para el populista Movimiento Cinco Estrellas liderado por el comediante Beppe Grillo e incrementó la perspectiva de una inestabilidad mayor, en especial en la frágil banca de la tercera economía de la eurozona.En 2017 habrá elecciones parlamentarias en los Países Bajos, donde le está yendo bien al partido populista de Geert Wilders; también, elecciones presidenciales en Francia, con la casi total seguridad de que Marine Le Pen enfrente en segunda vuelta al conservador François Fillon10, y después las elecciones generales de Alemania durante el otoño boreal. De ellas, las más peligrosas son las elecciones francesas, que algunos han descripto como la «Stalingrado de Europa»11.

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Usé la palabra «populista» en varias oportunidades sin haberme tomado el tiempo para definirla. Pero ¿no es simplemente un término vago y multiuso para aplicar a todos los partidos, movimientos y candidatos presidenciales que no nos gustan? ¿Qué es el populismo? Esa es la pregunta que intenta responder en What is Populism? [¿Qué es el populismo?]12, un libro breve y excelente, Jan-Werner Müller, un académico alemán que actualmente es profesor en Princeton. Müller recuerda una charla que dio una vez Richard Hofstadter llamada «Todos hablan sobre el populismo pero nadie lo puede definir»; sin embargo, presenta el mejor intento que conozco de darle al término un significado contemporáneo y coherente.

Los populistas hablan en nombre del «pueblo» y proclaman que su legitimidad directa emanada «del pueblo» está por encima de todas las demás fuentes de autoridad política legítima, sea el tribunal constitucional, el jefe del Estado, el Parlamento o el gobierno local o estadual. La frase de Trump «Yo soy su voz» es una típica declaración populista. Pero también lo es la respuesta del primer ministro turco a las acusaciones de la ue, de que su gobierno había cruzado una línea roja con sus restricciones a la libertad de los medios: «El pueblo es el que traza las líneas rojas». También es populista el titular de primera plana del Daily Mail que denunciaba como «enemigos del pueblo» a tres jueces de la Corte Suprema británica que dictaminaron que el Parlamento tenía que aprobar el «Brexit». Mientras tanto, los nacionalistas de derecha polacos justifican un intento en marcha de neutralizar al Tribunal Constitucional de Polonia con el fundamento de que el pueblo es «el soberano».La otra jugada populista crucial es identificar como «pueblo» (o Volk) a lo que termina siendo solo una parte del pueblo. Hay una cita de Trump durante su campaña que lo ejemplifica a la perfección: «Lo único que importa es unificar al pueblo –dijo The Donald–, porque el resto de la gente no importa». Nigel Farage, del Partido de la Independencia de Reino Unido (ukip, por sus siglas en inglés), saludó el voto por el «Brexit» como una victoria de «la gente común», «la gente decente» y «la gente real». 48% de quienes votamos el 23 de junio de 2016 por que Gran Bretaña permaneciera en la ue no somos comunes ni decentes, ni siquiera reales. En todas partes ahora hay que tener cuidado con «la otra gente»: los mexicanos y los musulmanes en eeuu, los kurdos en Turquía, los polacos en Gran Bretaña y los musulmanes y los judíos en toda Europa, así como los sinti y los roma, los refugiados, los inmigrantes, los negros, las mujeres, los cosmopolitas, los homosexuales, por no hablar de los «expertos», las «elites» y los «medios de comunicación dominantes». Bienvenidos a un mundo de trumpismo exacerbado. El populismo, sostiene Müller, es enemigo del pluralismo. Su blanco es la democracia pluralista y liberal, con los vitales frenos y contrapesos constitucionales y sociales que evitan que cualquier «tiranía de la mayoría» se imponga sobre los derechos humanos individuales, los resguardos de las minorías, los tribunales independientes, una sociedad civil fuerte y medios de comunicación independientes y diversos.

Müller rechaza el concepto de «democracia iliberal», porque sostiene que este le permite a gente como Viktor Orbán proclamar que Hungría es simplemente otro tipo de democracia, auténticamente democrática de un modo diferente. Lo que ha hecho Orbán, por ejemplo en su control de los medios, socava la democracia. Sin embargo, creo que necesitamos un término para describir lo que ocurre cuando un gobierno que surge de elecciones libres y justas destruye los cimientos de una democracia liberal sin todavía erigir una abierta dictadura, algo que quizá no tenga siquiera intención de hacer. Palabras como «neoliberalismo», «globalización» y «populismo» son aproximaciones imperfectas a fenómenos que tienen significativas variaciones nacionales, regionales y culturales. «Régimen híbrido» suena demasiado inespecífico, así que a menos que o hasta tanto alguien encuentre un término mejor, seguiré utilizando «democracia iliberal».

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Si la era posmuro va desde 1989 hasta 2009, ¿en qué época nos encontramos ahora? Con casi total seguridad, no lo sabremos por una década o por tres. En un mal día de Europa (y hubo demasiados en 2016), dan ganas de optar por la hibernación criogénica; pero este no es el momento de permanecer congelados. No: quienes creemos en la libertad y el liberalismo tenemos que luchar contra los ejércitos del trumpismo. El punto de partida para combatir con éxito es entender exactamente qué consecuencias y de cuáles aspectos del liberalismo económico y social de la era posmuro (y de los procesos relacionados, como el veloz cambio tecnológico) alienaron a tanta gente que ahora vota por populistas, quienes a su vez amenazan las bases del liberalismo político en sus países y en el exterior. Y cuando se llegue a un diagnóstico certero, los liberales de izquierda y de derecha tienen que acordar políticas y un discurso accesible y movilizador en lo emotivo para que esas políticas puedan recuperar a los votantes desilusionados. Del resultado de esa lucha dependerán el carácter y la denominación que en el futuro se le dé a nuestra época, hoy sin nombre.

  • 1.

    Timothy Garton Ash: es profesor de Estudios Europeos, ocupa la cátedra Isaiah Berlin en el St. Antony’s College, Oxford, y es investigador emérito en la Hoover Institution, Stanford. Es autor, entre otras obras, de Historia del presente. Ensayos, relatos y crónicas de la Europa de los 90 (Tusquets, Barcelona, 2000). Su libro más reciente es Libertad de palabra. Diez principios para un mundo conectado (Tusquets, Barcelona, 2017).Palabras claves: democracia, integración, liberalismo, neoliberalismo, populismo, Europa.Nota: la versión original de este artículo en inglés se publicó en The New York Review of Books, 19/1/2017. © 2017 The New York Review of Books. Distribuido por The New York Times Syndicate. Traducción de Ignacio Barbeito. . V. mi dura advertencia sobre el impacto divisorio de la unión monetaria en «Europe’s Endangered Liberal Order» en Foreign Affairs, 3-4/1998, incluido en mi libro Historia del presente. Ensayos, retratos y crónicas de la Europa de los 90 (Tusquets, Barcelona, 2000).

  • 2.

    V. «El país me convocó» y «La Revolución Naranja en Ucrania» (coescrito con Timothy Snyder), en mi libro Los hechos son subversivos. Ideas y personajes para una década sin nombre (Tusquets, Barcelona, 2011). El último ensayo se publicó originalmente como «The Orange Revolution» en The New York Review of Books, 28/4/2005.

  • 3.

    Princeton University Press, Oxford-Princeton, 2016.

  • 4.

    Un ejemplo: construye un argumento a partir de un ensayo mío de 1990 que encontró en la revista alemana Transit. Sobre la base de este único documento, me acusa de ignorar tanto el trabajo democrático de base hecho por Solidaridad en Polonia como la larga tradición de pensamiento democrático checo, de nunca haberme preguntado qué podría aprender o adoptar Occidente de Europa del Este y, por lo tanto, de adoptar una actitud condescendiente hacia los europeos del Este, en una tradición que (como demostró Larry Wolff) se remonta a la Ilustración; e incluso me achaca «discutir desde una perspectiva implícitamente occidental posmoderna». Parece desconocer completamente que el artículo era una traducción al alemán de un ensayo publicado en The New York Review of Books ese mismo año, que formaba parte de una serie interconectada de artículos y libros que, como los lectores de la Review saben mejor que nadie, se escribieron con el mayor respeto posible hacia la herencia de Solidaridad y las ideas de disidentes de Europa del Este tan importantes como Václav Havel.

  • 5.

    La inclusión de Alemania del Este en la suma de las cifras alemanas de 1991 crea por supuesto un sobredimensionamiento estadístico real del crecimiento de Polonia.

  • 6.

    Polity, Malden, 2016.

  • 7.

    Hanser, Múnich, 2015.

  • 8.

    Taurus, Madrid, 2016.

  • 9.

    Stock, París, 2013.

  • 10.

    Este artículo fue escrito antes de las elecciones presidenciales en Francia y transmite la sensación con la que comenzó la campaña. El triunfo de Emmanuel Macron constituyó luego un significativo mensaje proeuropeo. Tampoco en los Países Bajos Wilders logró los resultados esperados por los más pesimistas [n. del e.].

  • 11.

    Para una perspectiva de las elecciones en Francia, v. mi artículo «Time to Think the Unthinkable About President Le Pen» en The Guardian, 9/12/2016.

  • 12.

    University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 2016.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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