Las nuevas regulaciones sobre medios de comunicación adoptadas en varios países de Sudamérica suscitan mucho debate y muchas preocupaciones. A menudo, los medios privados y los mismos periodistas son objeto de críticas virulentas, a veces incluso de persecuciones judiciales, desde las más altas cumbres del Estado. Por su lado, los organismos patronales denuncian una erosión sistemática de la libertad de expresión en ciertos países con gobiernos supuestamente «progresistas». El problema es que estas denuncias tendrían más credibilidad si algunos de estos organismos hubiesen hecho escuchar su voz con la misma valentía crítica en los tiempos oscuros de las dictaduras militares.
Por supuesto, los medios privados tal como existen no solo en América Latina sino en el mundo entero no están exentos de defectos contingentes y pecados estructurales: entre otros, podemos citar aspectos como la concentración excesiva, conflictos de intereses, agendas ideológicas abiertas o solapadas, silencios oportunos, invisibilización de ciertos temas, sin hablar de la colonización creciente de los espacios mediáticos por las expresiones de la farándula, del sensacionalismo amarillista y del consumo ostentoso.
Sin embargo, si bien la idea de que las regulaciones propuestas o implementadas por ciertos gobiernos «progresistas» responden a una agenda democratizadora puede seducir en principio a los ciudadanos y a los propios profesionales de la prensa que deploran los sesgos, las deficiencias y la trivialización del sistema mediático imperante, un examen detallado de las medidas legislativas y administrativas concretas aplicadas en ciertos países, así como de las relaciones de fuerza reales entre Estado y medios, muestra que esta agenda «progresista» deja mucho que desear. Incluso, lejos de fomentar una mayor apertura del espacio mediático, tiende a veces a crear nuevos monopolios y nuevas censuras más temibles que los que caracterizaban la situación anterior. Para demostrar que no se puede encasillar este debate en fáciles estereotipos ideológicos, propongo una comparación entre la situación imperante en dos países que parecerían a primera vista no tener nada en común: Hungría y Ecuador.
El Ecuador de la «Revolución Ciudadana» está gobernado por un economista católico y keynesiano que pretende promover una transformación de inspiración nacional-popular y desarrollista, inspirada tanto por las grandes páginas del progresismo y del antiimperialismo latinoamericano como por el dinamismo innovador de las economías del este de Asia. En Hungría, bajo la guía del primer ministro Viktor Orbán, el partido ultraconservador Fidesz quiere proteger la identidad magiar de las influencias perversas del liberalismo y de la izquierda occidentales, flirteando a veces con las tendencias más espurias del nacionalismo húngaro (autoritarismo, antisemitismo, racismo antigitano, etc.). Sin embargo, una comparación detallada de las políticas implementadas en materia de regulación de los medios en estos dos países reserva singulares sorpresas.
Extrañas semejanzas
En julio pasado, una entidad supranacional criticó la Ley de Comunicación aprobada por la amplia mayoría oficialista de un país de un poco más de 10 millones de habitantes. Este organismo avaló un informe que reprochaba que dicha ley contuviera requisitos sobre la «cobertura equilibrada» y otras disposiciones de contenido, normas imprecisas que podrían propiciar una aplicación arbitraria, restricciones preventivas de la libertad de prensa y excepciones a la protección de las fuentes de los periodistas. Objetaba, además, la estructura sumamente jerárquica de los organismos de supervisión a los medios de comunicación, su extenso poder sancionador y su falta de independencia. También criticaba su potestad para imponer elevadas multas eliminando cualquier recurso judicial de defensa.
El mismo organismo instó al gobierno de ese país a abstenerse de fomentar mecanismos que amenacen la independencia periodística y editorial de los medios. Sugirió con fuerza la instauración de mecanismos y procesos objetivos y jurídicamente vinculantes para la selección y el nombramiento de los dirigentes no solo de los medios públicos, sino de los organismos reguladores, eso en consonancia con los principios siguientes: independencia, integridad, experiencia y profesionalidad, representación de todo el espectro político y social, seguridad jurídica y continuidad. También le recordó a ese país que los derechos fundamentales comprenden la libertad de opinión y la de recibir o comunicar información sin controles, injerencias ni presiones de las autoridades públicas.
Un periodista ecuatoriano que leyera los dos párrafos que acabo de redactar se preguntaría de qué organismo latinoamericano o panamericano estoy hablando. Sin dudas pensaría que se trata de algún informe de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), un organismo al que Rafael Correa denuncia sistemáticamente como lacayo del imperialismo por las observaciones que hizo a varios abusos y violaciones cometidos en los últimos años por su gobierno –acusación más bien extraña si uno recuerda el papel que la CIDH jugó durante las dictaduras militares de los años 70 en el continente–.
Pero el caso que estoy describiendo no ocurrió bajo volcanes andinos y palmeras tropicales, sino del otro lado del Atlántico, a miles de kilómetros de distancia. Para redactar estos párrafos me apoyé en un informe del Parlamento Europeo aprobado en julio de 2013 que describía la situación en Hungría, uno de los primeros Estados de Europa Central en adherirse a la Unión Europea1.
El debate y la aprobación de este informe fueron acalorados. Orbán acusó incluso al Parlamento Europeo de comportarse como la Unión Soviética: «Estuve en contra del comunismo y no quiero volver a experimentarlo. No quiero una Europa donde se pone a los países bajo vigilancia, donde hay dobles varas de medir»2. La derecha europea cerró filas con Fidesz. Los eurodiputados populares y el grupo conservador de euroescépticos (británicos y polacos) rechazaron el informe sobre Hungría que, de todos modos, fue aprobado gracias a una mayoría compuesta por liberales, socialdemócratas, verdes e izquierdistas.
Este texto, preparado por el portugués Rui Tavares (independiente, del Grupo de los Verdes), no habla solo de la Ley de Comunicación, sino que advierte sobre un aparataje de control del Estado e intromisión en los otros poderes que se comenzó a montar desde 2010, cuando Fidesz ganó las elecciones parlamentarias con amplia mayoría y Orbán fue designado primer ministro. Desde entonces, los diputados de Fidesz aprobaron cerca de 500 leyes o reformas legales, así como una nueva Constitución que entró en vigencia en enero de 2012 –y que ya ha sido reformada cuatro veces– para crear un nuevo sistema político basado en «el trabajo, el hogar, la familia, la salud y el orden». El gobierno de Orbán ha denunciado la intromisión de la UE y la avidez de los organismos internacionales de crédito –en especial, del Fondo Monetario Internacional (FMI), al que se le pidió que se fuera de Budapest– y ha declarado a China como su nuevo aliado3.
El Tribunal Constitucional consideró que algunos artículos de la nueva Constitución atentaban contra derechos fundamentales, pero Fidesz (que cuenta a menudo con el apoyo en el Parlamento y en los gobiernos locales no solo del centrista Partido Popular Demócrata Cristiano, sino del movimiento Jobbik, de extrema derecha) reintrodujo las normas como disposiciones transitorias. Al mismo tiempo, socavó el ámbito de acción del Tribunal. A diferencia de lo que pasó en Ecuador en 2011, no se hizo un referendo para «meterle mano a la justicia», como dijo el mismo presidente Correa4, pero se aprobó una ley que, entre otros requisitos, redujo la edad de jubilación para los jueces. Con esto quedarán 270 vacantes, que serán llenadas con aliados del gobierno húngaro, pues la nueva Constitución tampoco garantiza la independencia del Poder Judicial. El Consejo Nacional de la Judicatura está presidido por Tuende Hando, esposa del jefe del bloque de Fidesz en el Parlamento Europeo y amiga de toda la vida de la esposa de Orbán. En Ecuador, ese mismo Consejo está en manos de Gustavo Jalkh, ex-secretario particular y ex-ministro de Correa.
Aún existen otras semejanzas no menos graves entre Ecuador y Hungría en varios ámbitos institucionales, como el estrecho control a la Comisión Electoral, la reforma punitiva del Código Penal y la criminalización del activismo social. Sin embargo, concentrémonos en el tema específico de la regulación de los medios de comunicación.
De Budapest a Quito: las leyes del silencio
En la nación andina de 14 millones de habitantes, la Ley Orgánica de Comunicación entró en vigencia el 25 de junio de 2013 tal cual había sido aprobada por la Asamblea Nacional, donde el oficialismo no considera necesario consensuar con la oposición ni con los sectores afectados por las leyes, pues impera la premisa de su líder: el pueblo votó por Alianza PAIS y si alguien quiere sugerir algo, que primero gane las elecciones5. Con 108 votos de los 135 asambleístas presentes de un total de 137, PAIS y sus aliados (el movimiento Avanza y tres independientes) aprobaron el proyecto, que sufrió cambios de última hora sobre los que nunca se había debatido en el pleno ni en la comisión, como la tipificación de la surrealista figura del «linchamiento mediático»6 y la creación de la Superintendencia de Información y Comunicación, un organismo que tiene facultades para controlar contenidos. A los pocos días, los relatores especiales para la Libertad de Expresión de la CIDH y de la Organización de Naciones Unidas (ONU), Catalina Botero y Frank La Rue, respectivamente7, insistieron en las observaciones críticas que ya habían hecho sobre el proyecto, pero estas tampoco fueron tomadas en cuenta y Correa, en el poder desde enero de 2007, estampó su firma8. Aún le falta firmar el reglamento a la ley para que esta comience a aplicarse plenamente.
En Hungría, las dos leyes que regulan la comunicación y a los proveedores de telecomunicaciones –aprobadas a fines de 2010 para entrar en vigencia desde 2011– han seguido una senda más tortuosa debido a que las instancias europeas reaccionaron rápidamente y tienen mayor influencia. Además, la Comisión Europea y la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), un foro de cooperación y negociación política integrado por 57 Estados, logró que el Parlamento húngaro modifique el cuerpo legal para dejar fuera de la vigilancia de contenidos a la prensa escrita y eliminar el cargo de comisario de Medios de Comunicación y Telecomunicaciones (similar al de superintendente de Ecuador). También se logró que la Autoridad de Medios y de InfoComunicaciones (a cargo de las telecomunicaciones) sea designada por el presidente de la República, no por el primer ministro, y que su mandato de nueve años no sea renovable. Sin embargo, para Dunja Mijatović, representante de la OSCE para la Libertad de Prensa, los problemas persisten pues «la legislación todavía puede ser utilizada para contener voces alternativas y divergentes en Hungría, a pesar de las modificaciones adoptadas»9.
Siempre según la OSCE,
la ley otorga amplios poderes a la Autoridad de Medios y al Consejo de Medios [hegemonizados por Fidesz] y permite así al gobierno controlar el contenido de todos los medios. La legislación regula los medios de radio y televisión, de prensa y de la web sobre la base de principios idénticos. Deja términos claves sin definir. Requiere que todos los medios se registren ante la Autoridad de los Medios. Sanciona las violaciones con altas multas. No logra garantizar la independencia política de los medios del sector público.
De manera similar, en el caso de Ecuador, uno de los cuestionamientos de La Rue –cuyas opiniones, sin embargo, son personales, independientes y no reflejan necesariamente la postura de la ONU, según la misión de este organismo en Quito– era la creación de una Superintendencia con amplios poderes, «que se vuelve un órgano de censura»10.
Para mejor entender las sorprendentes similitudes entre ambos dispositivos de regulación, pese a las supuestas diferencias de inspiración ideológica, resulta útil un cuadro comparativo.Es muy poco plausible que estas extrañas semejanzas deriven de una inspiración recíproca o de una imitación consciente. Lo que sí revelan es un sustrato de cultura política autoritaria y de instinto de control muy similar pese a las diferencias ideológicas. Esta cultura política subyacente se refleja también en el papel y la conformación de las instancias de control y regulación creadas por los gobiernos de Correa y Orbán.
Vigilar y castigar
En el caso ecuatoriano, tanto la idoneidad de los contenidos informativos como el respeto de las normas deontológicas y las obligaciones de los medios –entre ellas, la de «acatar y promover las decisiones legítimas de las autoridades públicas» (sic)– van a ser juzgados y sancionados por tres instancias. Las penas previstas son multas progresivas geométricas que para los medios privados, en tres casos, pueden llegar a 10% de la facturación mensual. Los tres organismos a cargo son la Superintendencia, el Consejo de Regulación y los Defensores de las audiencias o del lector (reservados a los medios de cobertura nacional), todos ellos nombrados por el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS), cuya mayoría se alinea con las decisiones de Alianza PAIS11.
El primer superintendente ecuatoriano en ser nombrado por este procedimiento es el periodista Carlos Ochoa, pareja de la ministra de Inclusión Social, Doris Soliz12. Desde septiembre de 2009, antes de ser designado para ese cargo, dirigía el noticiero de GamaTV, uno de los dos canales de televisión nacionales de señal abierta incautados a los ex-propietarios de Filanbanco por su deuda con el Estado13. «Mercantilistas», «miserables», «agoreros del desastre cuyo fin es desestabilizar al gobierno», son algunos de los calificativos que empleaba entonces Ochoa para referirse a los medios privados. La Superintendencia puede exigir a los actores relacionados con la comunicación «información sobre sí mismos» y las decisiones que tome solo pueden modificarse una vez que un juez emita una sentencia contraria. Por si no tuviera suficiente poder, el superintendente ya pidió a la Asamblea, controlada por el oficialismo, que le dé facultades de coactiva.
La siguiente instancia es el Consejo de Regulación. Cuatro de sus cinco miembros han trabajado en el gobierno –dos de ellos, muy de cerca con Fernando Alvarado Espinel, secretario de Comunicación, quien junto con su hermano Vinicio dirige la línea editorial de los medios públicos, así como la propaganda y la publicidad gubernamentales–. El quinto miembro es un profesor universitario que ha realizado consultorías para la Presidencia de la República14. Fueron designados por el CPCCS sin tomar mínimamente en cuenta el requisito de pluralismo y de diversidad de proveniencia inscrito en forma explícita en la ley.
Aún falta que el CPCCS nombre a los defensores de audiencias o del lector. Supuestamente, estas personas deben promover «espacios de resolución de conflictos por la vía de la mediación y se encargarán de vigilar y controlar que el derecho de la comunicación se desarrolle de manera adecuada»15. Otra definición tan imprecisa como preocupante.
El único que no tiene ni tendrá supervisión, limitación o censura alguna es el propio presidente Correa, quien cada sábado presenta su show personal de tres horas a partir de las 10 de la mañana. De hecho, lo que más se parece a la definición oficial de un «linchamiento mediático» son los segmentos de este programa en los que el mandatario se dedica a atacar sistemáticamente a «sicarios de tinta corruptos», «ecologistas infantiles», «izquierdistas miopes, virulentos y torpes», «muchachitas malcriadas» (o sea, las diputadas feministas de su propio partido), «traidores» y «saboteadores» de todo tipo, en resumen, «esta caterva de mentirosos, de amargados, de sinvergüenzas, de mediocres» a la que pertenece, según él, cualquier ciudadano que se atreve a criticar o a cuestionar las políticas de su gobierno.
Orbán no tiene su show personal, al estilo de Correa o del fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez, pero él y su partido controlan un aparato de vigilancia de características análogas. La Autoridad Nacional de Medios e InfoComunicaciones es elegida por los dos tercios del Parlamento húngaro para un periodo de nueve años, es decir más del doble de un término del Legislativo, que es de cuatro. El Consejo de Medios está subordinado a la Autoridad, tiene cinco miembros y regula el contenido de los medios de comunicación. Tanto la Autoridad como el Consejo están integrados mayoritariamente por miembros de Fidesz. El funcionario que maneja ambas instituciones tiene el poder para designar a todos los directores de los medios públicos.
La primera presidenta de la Autoridad designada por Orbán a finales de 2010 fue la periodista Annamária Szalai, militante de Fidesz desde 1991 y ex-diputada por ese partido. Cuatro meses después de su muerte en abril pasado, su reemplazo, Mónika Karas, fue nominada por el presidente de la República, János Áder (Fidesz). La nueva zarina de los medios es abogada y ha representado desde 2004 a un periódico cercano al partido de gobierno, Magyar Nemzet. También ha trabajado para Árpád Habony, la eminencia gris detrás de la maquinaria de propaganda de Orbán, un personaje controvertido y omnipresente que juega un papel muy similar al de los hermanos Alvarado Espinel en Ecuador, pese a no tener función oficial dentro del gobierno húngaro16.
El Consejo de Medios tiene la potestad del manejo del espectro radioeléctrico y ha estado envuelto en una polémica porque se negó a adjudicarle una frecuencia a Klubradio, una estación de debate político con gran audiencia en Budapest. Durante dos años, la radio funcionó con permisos temporales por 60 días que se iban renovando, hasta que el Consejo, presionado por las protestas masivas de los oyentes y de los defensores de la libertad de expresión, revirtió su decisión y acató una cuarta orden judicial otorgándole su frecuencia en marzo de 2013. Según Sylvana Habdank-Kołaczkowska, de la organización Freedom House, «este episodio ha ensombrecido las percepciones de la gente sobre el Consejo de Medios, incluso entre aquellos que hubieran podido creer que un Consejo de un solo partido podía funcionar como un cuerpo político neutral».'" @mouseleave="opened=false;footnote=''" >17.En Ecuador, el poder también se vio obligado a dar marcha atrás en algunos casos en los que se excedió, aunque no por la presión de sentencias judiciales ni por manifestaciones multitudinarias a favor de la libertad de expresión, sino probablemente por una mezcla de presión internacional e indignación interna. En febrero de 2012, el presidente Correa anunció en el Salón Amarillo del Palacio de Carondelet, frente a sus ministros y al cuerpo diplomático, el «perdón sin olvido» a favor del diario El Universo, sus tres directivos y propietarios y su ex-director de opinión, condenados ya en tercera instancia a pagar 40 millones de dólares y a cumplir una pena de tres años de prisión. En la misma ocasión, «perdonó» a los dos reporteros autores del libro El Gran Hermano, condenados en primera instancia a pagar 10 millones de dólares.
En el primer caso, el columnista Emilio Palacio había sido acusado por los abogados particulares del presidente –que luego recibieron contratos para defender a otras instituciones públicas– de injuria al ciudadano Rafael Correa18. Sin embargo, la pena de tres años de prisión, no solo para Palacio sino para los tres directivos del periódico –supuestos «autores coadyuvantes»–, fue por «desacato», es decir por injuriar a una autoridad. El monto de la multa de 40 millones de dólares –la mitad de los 80 millones pedidos en primera instancia– se calculó sobre la base del presupuesto general del Estado, manejado por Correa en su calidad de presidente de la República. Con este juicio, se puso a prueba la independencia de la recién asumida Corte Nacional (Corte Suprema, de tercera instancia); Wilson Merino, quien presidió la sala que trató el caso, fue uno de los cuatro jueces nacionales cuestionados en el informe del ex-magistrado español Baltazar Garzón –en el marco de la Veeduría Internacional a la Función Judicial– por las modalidades irregulares de su selección19.
En el caso de Christian Zurita y Juan Carlos Calderón, autores de El Gran Hermano –un libro sobre los millonarios contratos públicos que recibieron empresas relacionadas con el hermano del presidente–, la acusación fue solo civil. Según la sentencia, los dos reporteros habían provocado un «daño espiritual» al presidente de la República al escribir que, según su hermano Fabricio, Rafael Correa sabía de estos contratos20.
En este ambiente de acoso permanente, algunos funcionarios que quieren «hacer méritos» pretenden incluso adelantarse a los deseos del presidente y mostrar su lealtad sin condiciones con iniciativas no siempre felices. Podría ser lo que sucedió con la censura al libro de Miguel Cabodevilla y Milagros Aguirre que relataba una matanza entre comunidades indígenas de la Amazonía ecuatoriana y las acciones equivocadas de los ministros de Estado y de la Fiscalía. La prohibición de circulación de Una tragedia ocultada se dio por pedido de un funcionario de la Defensoría del Pueblo por motivo de «protección a la infancia»: el pretexto era que una invitación al acto de presentación del libro, enviada por correo electrónico, comportaba la foto de una menor indígena, por lo que el funcionario pidió a una jueza que detuviera la circulación del libro, solicitud que fue aceptada en pocas horas. Esta decisión fue rescindida después de que la versión electrónica del libro circulara ampliamente en las redes sociales indignadas y movilizadas contra la censura y de que, desde la majestad del poder, el presidente hubiera señalado que se trataba de un malentendido y una «torpeza». Sin embargo, persiste el acoso a la periodista Aguirre, coautora del libro21.
El afán de control traspasa las fronteras nacionales y los medios tradicionales. El gobierno ecuatoriano utiliza a la empresa española Ares Rights para reclamar por infracciones de derechos de autor en la web (violaciones al Digital Millennium Copyright Act) ante Google, YouTube, Twitter, Scribd y otras empresas estadounidenses. Con este método, logra bajar de la web videos, documentos, fotos, fotomontajes o cualquier cosa que pudiera constituir una crítica al régimen, una sátira contra sus representantes o una denuncia de posibles actos de corrupción. Aunque haya logrado así eliminar algunos videos de YouTube, los activistas los vuelven a subir en otros canales. Con este mecanismo se intentó sacar de circulación documentos que revelan la compra de equipos de escuchas telefónicas y espionaje o contratos con empresas que monitorean y manipulan las redes sociales22. A su vez, en Hungría se obliga a que todos los medios públicos tomen como única fuente de información la Agencia Nacional de Información, completamente dependiente del gobierno de Fidesz.
En Ecuador, este afán de control absoluto se inscribe además en una doctrina explícita de negación de la división de poderes. Como lo explicó ominosamente Correa al justificar un almuerzo con miembros de la Corte Nacional de Justicia: «Escúchenme bien, el presidente de la República no es solo jefe del poder Ejecutivo, es jefe de todo el Estado ecuatoriano, y el Estado ecuatoriano es el Poder Ejecutivo, Poder Legislativo, Poder Judicial, Poder Electoral, Poder de Transparencia y Control Social, superintendencias, Procuraduría, Contraloría, todo eso es el Estado ecuatoriano»23. En el mismo sentido, el secretario del movimiento Alianza PAIS, Galo Mora, señaló que «cuando se dice aquella división de poderes, cuando se dice aquella trilogía de Montesquieu, ¿no es acaso hora de preguntarse en la historia política si es que eso es una ley divina? ¿Quién determinó que eso es lo que tiene que existir? (…) como si eso [la separación de poderes] hubiesen sido los diez mandamientos, o como si toda la humanidad hubiese votado por eso»24.
Nada sorprendente, entonces, que no sean solo los periodistas los que sufren esta muy peculiar visión de la gobernanza. El gobierno de Correa es también el que ejerce más represión contra la izquierda independiente y los movimientos sociales desde los tiempos nefastos del presidente ultraconservador y autoritario León Febres-Cordero (1984-1988), gran amigo y aliado de Ronald Reagan. Según organizaciones de derechos humanos conocidas por su larga trayectoria, la lista de perseguidos (demandados, incriminados o encarcelados por el poder) supera las 200 personas25. Entre ellos, cabe mencionar los casos particularmente escandalosos de Pepe Acacho, ex-director de la radio comunitaria shuar (importante etnia amazónica), cuadro dirigente de la Confederación Nacional de Indígenas (Conaie) y asambleísta desde mayo de 2013, condenado a 12 años de prisión, y de Mery Zamora, dirigente gremial de los maestros y cuadro del Movimiento Popular Democrático (MPD, maoísta), condenada a ocho años de prisión26. Por su parte, los llamados «Diez de Luluncoto», un grupo de estudiantes izquierdistas, fueron condenados a un año de prisión por tener panfletos revolucionarios en sus casas y por prepararse a apoyar una marcha de la Conaie contra la Ley de Aguas. A la mayoría de los activistas sociales perseguidos se les aplica una legislación de la última dictadura (jamás utilizada por los gobiernos civiles de derecha) sobre «terrorismo» y «sabotaje». El nuevo Código Penal aprobado por la Asamblea Nacional el 17 de diciembre de 2013 prevé sanciones de uno a tres años por paralizar un servicio público.
Para volver al tema de los medios, es interesante ver que en ambos países se utiliza también el Código Penal para vigilar y castigar a los reporteros impertinentes o demasiado curiosos. En Hungría, desde noviembre de 2013, nuevas disposiciones penales sancionan hasta con tres años de prisión la «preparación y distribución de grabaciones de voz y video potencialmente difamatorias», especialmente cuando el material es publicado por medios de gran audiencia. Según Duna Mijatović, de la OSCE, se trata de «medidas excesivas porque pueden tener efectos intimidatorios en el periodismo de investigación e impedir la difusión de expresiones satíricas y puntos de vista críticos»27. En el nuevo Código ecuatoriano, se sanciona hasta con tres años de prisión a quien «difunda o publique datos personales, mensajes de datos, voz, audio y video (...) comunicaciones privadas o reservadas de otra persona por cualquier medio», así como «información de circulación restringida» o «protegida expresamente con una cláusula de reserva». Bastante irónico para un gobierno que le ha concedido asilo al australiano Julian Assange, refugiado desde hace 18 meses en la Embajada de Ecuador en Londres y calificado como un héroe por las autoridades ecuatorianas. Lo mismo se podría decir del estadounidense Edward Snowden, quien viajó de Hong Kong a Moscú con un salvoconducto ecuatoriano.
¿Un horizonte «posdemocrático»?
En un discurso sobre la libertad de prensa pronunciado ante la Sociedad de Amigos de la Constitución en 1791, el revolucionario jacobino francés Maximilien Robespierre afirmaba que «el derecho a comunicar sus pensamientos por la palabra, la escritura o la imprenta no puede ser impedido o limitado de ninguna manera». Tampoco se lo puede restringir, añadía,
bajo el pretexto de prevenir el abuso que puede generar. Privar a un hombre de los recursos que la naturaleza y el arte han puesto en su poder para comunicar sus sentimientos y sus ideas, eso para evitar que haga un mal uso de ellos, encadenar su lengua para que no calumnie (…), todo el mundo puede ver que se trata de un absurdo, este método no es más que el secreto del despotismo.28
Pocos meses después, en otra declaración en la Asamblea Nacional, Robespierre insistía con que
permitir a los funcionarios públicos perseguir como calumniador a cualquiera que ose acusar su conducta es abjurar de todos los principios adoptados por los pueblos libres. En todos los pueblos libres, cada ciudadano fue considerado como un centinela vigilante que debe tener los ojos abiertos sin cesar sobre lo que pueda amenazar la cosa pública; y no solo no se consideraba un crimen una denuncia fundada sobre indicios plausibles; no solamente no se exigía que el ciudadano que prevenía a sus conciudadanos viniera armado con pruebas jurídicas; todos los magistrados virtuosos se sometían con alegría a la libertad de esta medida pública.29
Todo está dicho en estas pocas líneas que revelan el sentido profundo de medidas de «regulación» como las que acabo de describir. Más allá de los discursos sobre la «democratización de la comunicación» o «el control de los excesos de la prensa», uno de los blancos principales de este tipo de procedimientos intimidatorios maquillados de seudolegalismo puntilloso es el periodismo de investigación, cuyo trabajo consiste precisamente en la acumulación de «indicios plausibles» como metodología de construcción de la prueba en los casos –muy frecuentes en este tipo de gobiernos– de connivencias sospechosas entre actores públicos y privados. Se inscriben en el marco de un conjunto de dispositivos legislativos, administrativos y penales que tienen un solo y mismo objetivo: «proteger» al Estado y a los funcionarios públicos contra el ciudadano de a pie y sus perniciosos reclamos.
En los países de habla inglesa, los activistas que defienden la libertad de información tienen un nombre para este tipo de guerrilla jurídica al servicio de los poderosos: strategic lawsuit against public participation (SLAPP, demanda legal estratégica contra la participación pública)30. Las SLAPP no son un monopolio de las autoridades públicas, sino que en esto los Estados imitan más bien a los actores privados como las empresas multinacionales, las celebridades demasiado susceptibles y todas las personas e instituciones empeñadas en defender lo que perciben como su derecho sagrado de escapar a toda crítica y todo control31.
Ya se trate de la derecha reaccionaria o de la «izquierda» autoritaria, ya se invoquen los derechos sagrados de la libre empresa, aquellos de la soberanía nacional o los de un supuesto «antiimperialismo» que exige cerrar filas y callar cualquier crítica, esta promoción sistemática de la censura soft y de la autocensura preventiva32 es una modalidad que se diferencia sustancialmente de las prácticas de censura previa abiertamente dictatoriales o totalitarias. Sin embargo, como lo demuestra también la caza de brujas practicada en Estados Unidos contra los periodistas y sus fuentes –en particular, los que tratan temas de seguridad nacional–33, a la par con otros fenómenos, alude a un posible porvenir de gobernanza «posdemocrática»34. Eso, sin importar las formas supuestamente más «liberales» o «estatalistas» que asuma este porvenir –unas formas en realidad cada vez más cómplices y entrelazadas–.