La civilización al descubierto
En diálogo con «Los sertones», de Euclides da Cunha
Nueva Sociedad 238 / Marzo - Abril 2012
A fines del siglo XIX, las áridas y paupérrimas tierras del sertão brasileño fueron el escenario de una compleja rebelión mesiánica, que fue interpretada por el flamante régimen republicano como un movimiento de restauración monárquica. La expedición punitiva destinada a Canudos constituyó un acto de violencia fundante del Brasil del orden y el progreso. La complejidad de la obra de Euclides da Cunha, quien cubrió aquellas batallas como cronista, está constituida por esa ambivalencia de la civilización que contiene a la barbarie –y viceversa–. Esto es lo que vuelve sus reflexiones universales y siempre actuales a la hora de pensar la conformación de los Estados modernos.
Ausencia
Alguna vez leí: «Es el Facundo de Brasil». Se referían, claro está, al libro que origina este ensayo: Los sertones, de Euclides da Cunha1. Y no lo es. No lo es porque lleva al extremo aquello frente a lo cual Domingo F. Sarmiento se detiene: la develación ensayística de la ambigüedad profunda de lo real, esa condición por la cual la nitidez que nombran las palabras «civilización» y «barbarie» y que organiza la confrontación bélica o la pretensión disciplinaria es solo una bandera ilusoria para que tales hechos sean posibles. Porque en el Facundo, el reconocimiento de lo ambivalente o del valor de la cultura que se condena como bárbara restalla en algunas páginas, pero para ser rápidamente acallado en nombre de una guerra necesaria que continúa: la guerra que confronta al escritor con el gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas, en un duelo que imagina entre individuos pero en el que ellos encarnan sociabilidades y destinos diferentes. Y así, Sarmiento podrá decir que el combate con el Restaurador de las Leyes le da el sentido a su vida:
Para mí no hay más que una época histórica que me conmueva, afecte e interese, y es la de Rosas. Este será mi estudio único, en adelante, como fue combatirlo mi solo estimulante al trabajo, mi solo sostén en los días malos. Si alguna vez hubiera querido suicidarme, esta sola consideración me hubiera detenido, como a las madres que se conservan para sus hijos. Si yo le falto, ¿quién hará lo que yo hago por él?2
Basta esa cita para comprender que no hay campos nítidos, sino más bien una compleja estructuración de deseos y de juegos escénicos en los que no cumple un papel menor la dramaturgia sarmientina. Pero si Sarmiento va desde el tembladeral ensayístico que impide fijar los campos dicotómicos –en el Facundo– hacia la nitidez falaz de un positivismo raciológico, Da Cunha hace el camino inverso y va desde la apología positivista de la civilización y los sacrificios necesarios –en los artículos periodísticos que escribe desde el campo de guerra– hasta la denuncia del crimen –en Los sertones–.
No es el Facundo entonces. Y vale insistir en ello porque es otro el subrayado que nos interesa: Los sertones no tiene paralelo en la ensayística y la literatura argentinas. Ese vacío hay que pensarlo. Porque es la oquedad de un testimonio que no se produjo acerca de los crímenes sobre los que se fundan los Estados nacientes. ¿O acaso el arrasamiento de ese poblado de la frontera nordestina, en 1897, por parte del Ejército de la joven República brasileña, no tiene un paralelo profundo en las avanzadas militares que corren la frontera argentina hacia el Río Negro por el sur y hacia el Chaco por el norte aniquilando a las poblaciones indígenas? La masacre de Canudos se inscribió, por la vía del ensayo de Da Cunha, en el centro mismo de una historia nacional. O, más bien, en las memorias populares y en las apuestas políticas y estéticas que encontrarían en ese pueblo sacrificado la piedra de toque de las injusticias incesantes.Los sertones es lo que nos falta en Argentina, si vemos en él la constatación de un crimen fundacional y la puesta en crisis de la categorización positivista, pero también la del maniqueísmo inscripto en la dicotomía «civilización y barbarie». Solo que en el libro de Euclides da Cunha hay que correr mucha maleza, limpiar las imágenes que arrastra una lengua forjada por la ciencia positiva vuelta ideología de la República, para encontrar el movimiento fundamental, aquel que lleva a denunciar como criminal lo que se presentaba como épica civilizatoria. Pero Da Cunha va más allá, porque no denuncia el crimen solo en nombre de sus víctimas, sino como destrucción de las bases mismas de la nacionalidad.
Inversión de papeles
¿Quién ve en la guerra un crimen? Los sertones es un libro extraño3. Su autor no parece haberlo sido menos. Euclides da Cunha fue un ingeniero militar republicano y positivista. Discutió el Imperio, se retiró del Ejército, volvió con los fervores de la República. Mientras tanto se había convertido en periodista y escribía para el diario O Estado de São Paulo. En la otra punta del extenso país, en el Nordeste, un místico, Antônio Vicente Mendes Maciel, conocido como el Conselheiro, despertaba creencias y discipulados. Peregrinaba por el sertão desde mediados de la década de 1870, pero ante el triunfo republicano la peregrinación religiosa pareció derivar en rebelión. La anécdota es conocida: los peregrinos se asientan en Canudos –los números oscilan entre 25.000 y 35.000– y resisten tres expediciones punitivas. Solo la cuarta los vence y extermina a toda la población. No es fácil explicar lo que sucedió, tampoco para el extraordinario ensayo de Da Cunha.
¿Por qué el gobierno republicano tomó a su cargo, con tanta virulencia, la tarea de reprimir a un conjunto de campesinos religiosos? Hay quienes ven allí una tensión que proviene del orden de los conflictos de clase: la creación de una comunidad de creyentes que se daba su propia ley y su propia lógica de producción amenazaba la sumisa disciplina de los peones de las haciendas, del mismo modo en que la existencia del quilombo implicaba una posibilidad de rebelión para los esclavos. Era un lugar a donde fugar. En esta secuencia interpretativa se inscriben las recuperaciones posteriores de Canudos como una lucha campesina, desatada contra el coronelismo como lógica de dominación nordestina que había sido reforzada por el nuevo régimen político republicano. Precisamente, el sector de los coroneles habría solicitado la represión.
Pero no era este el argumento que se arrojaba a la opinión pública. La interpretación dominante en el momento era que el movimiento del Conselheiro –en actitud rebelde ya desde 1893– expresaba la reacción monárquica contra la República, y se veía en el campesinado, como había ocurrido durante la Revolución Francesa, el conservadurismo clerical. Y si la elite triunfante no podía dejar de imaginarse como émula de lo ocurrido en el país de los jacobinos ni de buscar allí las imágenes y los símbolos de su propia identidad4, no era fácil de evitar el desplazamiento interpretativo que hacía de los desharrapados nordestinos un grupo de rebeldes monárquicos. Esta narración es también la de los primeros artículos de Euclides da Cunha, que remite a Canudos como nuestra Vendeé y que comprende la lucha como una necesaria instancia civilizatoria.
Hay diferencias entre los artículos que el cronista envió desde el campo de batalla, el cuaderno de campo5 escrito al calor de los hechos y el libro. La fundamental es la que hace al tránsito entre la justificación de la represión en nombre de la salvación de la República amenazada por la restauración y la denuncia del carácter criminal de lo hecho. ¿A qué se debe ese desplazamiento o esa inversión de la mirada? Hay un argumento fáctico: los escritos enviados desde el campamento militar estaban sometidos a censura, por lo cual Da Cunha habría estado impedido de manifestar su condena.
Pero hay otra interpretación que me interesa rescatar: Alejandra Mailhe encuentra en el hiato entre los textos la resquebrajadura de la noción de progreso; en los siete años transcurridos entre unos y otros textos, la República evidenciaba menos sus fuerzas redentoras que sus impotencias o sus conservadurismos interiores. Porque esa temporalidad del progreso ha estallado es que Da Cunha ve ruinas por doquier6. Para ver ruinas, es preciso no imaginar que los escombros son restos necesarios para una construcción del porvenir; los fragmentos deben dejar de estar asociados a una imagen del futuro para quedar sueltos, como esquirlas de lo que fue sin ser sustituido.
Si el que ve ruinas es porque no cree en el progreso que las redima o las justifique, el que ve crimen es porque no encuentra una lógica temporal que legitime el sacrificio. Por el revés: para Leopoldo Lugones, en El payador, la extinción del gaucho es un sacrificio necesario para el bien de la Nación. Los sacrificios se realizan en pos de causas que los trascienden, y en esa trascendencia hacen de lo cruento un momento comprensible y hasta legítimo. El problema surge cuando esa lógica estalla y los hechos quedan sueltos, sin ser dotados de sentido. Es allí cuando las muertes se revelan crímenes.
Da Cunha no es hombre de una sola argumentación. Más bien lo contrario. Y eso queda claro en las páginas iniciales del libro, cuando se presentan dos lecturas disímiles: por un lado, la guerra de Canudos exhibe la lucha de razas y el inevitable triunfo de la civilización; y por otro, lo ocurrido debe comprenderse como un crimen. Ezequiel Martínez Estrada se preguntó, medio siglo después, si lo que ha merecido el nombre de civilización en la historia argentina es otra cosa que su condición criminal. El escritor brasileño articula ambas categorías, y mientras va desplegando el libro como un extraordinario ejercicio de transfiguración de sus hipótesis iniciales, mantiene incólume el lenguaje positivista del que parte. Es un abismo para el lector que asiste a un juego de fuerzas entre el aparato conceptual convertido en lenguaje y la interpretación que despliega, que no se deriva de aquel. Una larga saga de contrastes y confrontaciones.
Tres momentos tiene, por lo menos, el despliegue del argumento. Uno, el punto de partida en el que propone la dicotomía clásica con una obvia aplicación: de un lado la barbarie, el lado de los fanáticos religiosos; del otro, la civilización encarnada por el Ejército republicano. Dirá Da Cunha que se enfrentaban dos tiempos o dos sociedades separadas por tres siglos. La moderna no supo comprender a la retardataria y la condenó a la guerra. Algo inexorable había en lo sucedido, ya que lo viejo estaba destinado a desaparecer de una forma u otra. En este esquema, el Conselheiro es retrógrado y los jagunzos, fanáticos, reaccionarios y atrasados.
Pero a medida que el relato se desarrolla y se suceden las operaciones militares, la nitidez de la dicotomía estalla y el ensayista advierte, de uno y otro lado de la trinchera, lo mismo: «mismo entusiasmo delirante, misma dedicación irrefrenable, misma aberración fanática»7. La descripción que hace de Moreira César, el militar central de la República que comanda la tercera y derrotada expedición, no lo coloca en el panteón de los civilizadores sino en el prontuario de los locos. El coronel era un «desequilibrado», «tenía el temperamento desigual y extravagante de un epiléptico probado, encubriendo la inestabilidad nerviosa de un enfermo grave en placidez engañadora»8. Tal jefe no puede evitar la transfiguración más peligrosa: la del Ejército en multitud arrasada por pasiones. Y se parece en demasía al peregrino que debe combatir. Esa equivalencia vuelve bien interesante la cuestión, porque aquello que entre los jagunzos estaba en el plano mismo de la superficie, en el Ejército está pero apenas velado y requiere una torsión más para ser comprendido.
El movimiento final de Da Cunha opera un pasaje de la equivalencia a la inversión. Si al principio del libro estaba en juego un hecho civilizatorio ineludible, al final nos encontramos con que lo acontecido destruye las bases mismas de la Nación brasileña, porque los vencidos eran, finalmente, la roca viva de esa Nación: aquellos en los que el mestizaje se había realizado con felicidad, sin rastros de degeneración ni taras9. Por el contrario, los atacantes, enrolados en el Ejército, son los mestizos débiles y enfermizos del litoral. Se trata de una «antinomia vergonzosa»:
Y vimos transformarse al infeliz, apenas dados los primeros pasos hacia el suplicio.
De aquel esqueleto desmirriado y repugnante, apenas equilibrado sobre las largas piernas marchitas, despuntaron, repentinamente, líneas admirables, terriblemente esculturales, de una plástica estupenda.
Un primor de estatuaria moldeada en barro.
Rectificóse de súbito la envergadura abatida del negro, aplomándose, vertical y rígida, en una bella actitud singularmente altiva. La cabeza afirmósele sobre los hombros, que se retrajeron dilatando el pecho, alzada en un gesto desafiante de soberbia hidalga, y la mirada, en un lampo varonil, le iluminó la frente. Siguió impasible y firme; mudo, la faz inmóvil, la musculatura gastada duramente en relieve sobre los huesos, en un desembarazo impecable, hecho una estatua, una vieja estatua de titán, soterrada hacía cuatro siglos y aflorando, ennegrecida y mutilada, en aquella inmensa ruina de Canudos. Era una inversión de papeles.
Una antinomia vergonzosa.10
Cité largamente porque en ese fragmento está la operación misma del libro, la que se tramita con la idea de transfiguración: así como el prisionero se transfigura de animal en titán, la guerra inevitable deviene crimen irracional y el libro del ingeniero positivista se convierte en ensayo de denuncia y obra literaria. Ninguna identidad se sostiene a lo largo de Los sertones. Todo se transfigura, y si al principio la «sociedad muerta, galvanizada por un loco» parecía justamente condenada a la extinción –porque pertenecía al pasado–, en el último capítulo se revela que el pasado aparece como resto, pero resto necesario, valioso y fundante: es la estatua soterrada, el resto de otra civilización más promisoria para el destino nacional. Porque el problema, para Da Cunha, es que lo que el litoral ha llamado civilización es un préstamo, un conjunto de ideas ajenas tomadas en ciega faena de copistas, instrumentos inadecuados para la realidad sobre la que se trata de incidir.
Escritura
Canudos es un laberinto: «dédalos de callejones construido de noche por multitud de locos»11. José Lezama Lima, en un extraordinario ensayo, La expresión americana (1969), sostiene que la singularidad expresiva del nuevo continente estaría en el barroco: esto es, en la superposición de capas de significación y de símbolos en disputa. En las iglesias de Potosí, con sus imágenes incaicas coexistiendo con las cristianas; y en las de Ouro Preto, construidas por el Alejaidinho durante las noches, encuentra los momentos más altos del barroco americano. Canudos, nocturna, pobre y sin arte, sin embargo deviene barroca en la escritura de Da Cunha. O barrosa, como escribía el poeta Néstor Perlongher.
Un laberinto, entonces, barroco y, a la vez, hecho de barro. En ese laberinto se pierden los soldados, que no pueden guerrear de ningún modo tradicional entre casas de barro que se desploman y se vuelven trincheras. Augusto Tamayo Vargas supo describir hasta qué punto la escritura del autor de Los sertones replica su objeto:
Las contradicciones de ese medio bárbaro y la búsqueda de términos apropiados hacen ese lenguaje abarrocado, provocan esa constante necesidad de figuras, ese intrincado laberinto, donde la palabra quiere encarnar montañas, desiertos, hombres a caballo o a pie en marchas forzadas, violentos, heroicos y malvados, harapientos, agitándose en la sublimidad de la mañana en raptos de iluminación y en cruda acción contra los ejércitos.12
El ensayo de Da Cunha somete las categorías del positivismo inicial a una coexistencia que le es extraña, y en esa proliferación de su escritura resulta otra interpretación. Este laberinto es opuesto a la imagen que produce Borges. En el escritor argentino, es lisura inabarcable –como puede verse en el mortal laberinto de «Los dos reyes y los dos laberintos»13–, es puramente desierto; en el ensayista brasileño, el sertão es pura rugosidad, superficie de desvío, de espejismo y de superposición de los contrarios. Una y otra escritura son fieles a los laberintos que imaginan como desafíos y también –y no estoy exagerando– a una comprensión determinada de la historia. Para Borges, la realidad siempre es virtual, y por ello el supuesto último es el de la intercambiabilidad (como puede verse en la «Historia del guerrero y la cautiva»14). En Da Cunha, la rugosidad es tan barroca que lo que se revela son la mixtura, las negaciones de una superficie por otra, la imposibilidad de distinguir y el descubrimiento de que hacerlo es ir más allá de lo evidente, pero cuando se va es para encontrar lo inesperado15.
La civilización es un monumento en ruinas. Peor aún: es lo que se revela monstruosamente mixto. Un gran tema de Da Cunha son los contrastes producidos por mixtos heterogéneos, que hacen imposible la clasificación y el orden. Percibe esos mixtos por doquier: «forma dudosa de santuario y antro, de fortaleza y templo»16. Y su proliferación vuelve incierto todo principio de división para resultar en una «confusión enorme de contrastes…»17. Si algo es insólita perseverancia en este libro es la vocación por dejar los contrastes en ese estado y recabar en los mixtos lo monstruoso, privándose de arrojar sobre ellos la nitidez que distingue ilusoriamente18.
Quiso hacer una obra científica, dice Renato Janine Ribeiro, y escribió una novela19, por la cual ingresó en la Academia Brasileña de Letras. No obstante, no es la novela el género al que cabe atribuir esta obra sino a la más enfática tradición del ensayo, allí donde encuentra su tensión interna, el jadeo que le impide estabilizarse, la duda que la corroe, la percepción de que nunca la lengua estará lo suficientemente tensada como para dar cuenta de la complejidad de lo real. En este libro, además, esa lengua busca la mímesis con el paisaje y hacerse cargo, en la adjetivación y el movimiento, de los abruptos accidentes del sertão y de su sumisión a fuerzas naturales excesivas: la inundación y la sequía.
Herencias y traducciones
Canudos es un laberinto, como lo son las favelas que lo heredan en las ciudades. Se sabe: lo heredan porque su nombre mismo viene del monte Favella en el que estaban los soldados que acechaban el poblado del Conselheiro, quienes cuando fueron desmovilizados se asentaron en barriadas precarias a la espera de viviendas. Extraño destino para el nombre de ese monte desde el cual mira el narrador y percibe las cosas de un modo que lo deja excesivamente cerca de los creyentes habitantes del poblado sitiado. Porque, dirá, desde el Favella casi comprende «que los lugareños crédulos, de imaginación ingenua, crean que allí ‘era el cielo’»20.
Páginas después, el narrador anotará que la luminosidad del sol bañando el lugar hace parecer que el sertão es mar. Justamente aquello que como deseo de inversión absoluta del mundo parecía sintetizar el llamado del peregrino: que el sertão se haga mar y el mar sertão. La historia es irónica e impiadosa, y la dictadura militar de los años 60 construyó una represa para domeñar el río Vaza-Barris (central en toda la descripción de Da Cunha) que inundó un poblado que, en las cercanías del derrotado, se había alzado con el mismo nombre: Canudos21. No es a eso a lo que los vencidos de esta larga historia convocaban. Una sequía, de esas tenaces que asolaron el Nordeste, dejaría a la vista, hace unos años, los restos de esos poblados.
Dejaría a la vista las ruinas. No se equivoca Mailhe cuando ve en el libro el descubrimiento de la idea de ruinas y, tras ellas, una concepción del tiempo que no considera el progreso como un dato, en el contexto de una República que colocó esa palabra, junto con «orden», en su bandera –y puede deducirse que si no hay progreso el orden se vuelve arbitrario, cuando no criminal–. Porque el libro entero puede verse como la descripción de un monumento en ruinas: el que se había erigido durante el siglo XIX, en lenguas variadas y experiencias históricas diversas, a la contraposición entre civilización y barbarie.
Canudos revela, en la escritura de Da Cunha, demasiadas cosas, y su mismo despliegue histórico es pura contradicción respecto de los modos fáciles de dirimir. El monte Favella se haría favela en las ciudades, y el poblado nordestino sería arrasado por el agua. El único intento de magnicidio en Brasil se produjo durante las conmemoraciones del triunfo en Canudos: «En las celebraciones de la derrota conselherista ocurrió el único atentado contra la vida de un presidente en la historia de la República brasileña. Un soldado que había combatido en el sertão intentó asesinar a Prudente de Morais», narra Rodrigo Lacerda22.
Algo había estallado en esa guerra oscura contra los creyentes pobres del Nordeste. No lo sabríamos si el escritor no hubiera sido capaz de traicionar sus creencias iniciales, de devastarlas al situarlas en una tensión irresoluble, para dejar aparecer ese ensayo que es testimonio, obra literaria y ejercicio fundamental de comprensión de los dilemas de la Nación. Si se lo ubica en la saga fortísima del ensayo de interpretación nacional, puede verse en él el dilema central del género: ¿cómo se narra una nación que, como todas, tiene en el crimen un momento fundacional?
El de Da Cunha es un modo ciertamente inusual. No decimos esto para despejar los equívocos que acarrea, sino para insistir sobre la productividad de sostener esos equívocos. Los sertones fue traducida en 1938 al español por Benjamín de Garay. Este traductor dirigía la colección de autores brasileños que había creado Ricardo Levene en el marco de un proyecto del Ministerio de Instrucción Pública de Argentina. En algunas cartas que se conservan en el Palacio Pizzurno, Garay protesta por las dificultades de traducir las expresiones de ese otro gran ensayista que fue Gilberto Freyre. Y lo mismo encontramos en Los sertones. En el prefacio del traductor a la edición de 194223, apunta:
Os Sertões es intraducible, rebeldemente intraducible. El idioma portugués, sonoro con retumbes de campana, grave o musicalizado en tintineos de carrillón, no podía responder al medio americano. Buscó el autor entonces en el lenguaje popular, en los términos locales, el léxico que le era imprescindible para abarcar la inmensidad del paisaje y la energía del ambiente, y que el portugués académico no le proporcionaba. Y dejó de lado cánones sintácticos que le estorbaban para crear otros nuevos, con sabor de tierra virgen en que la vida es la suprema ley. Con lo que se hizo la versión brasileña del idioma portugués.Aún hoy se edita en Argentina la traducción que hizo Garay, y eso es testimonio de un doble e ineludible valor: el del ensayo original y el del esfuerzo de un momento especialmente atento a la cultura brasileña24. Una atención en la que sin duda debe reconocerse como hebra interna la falta: la de un ensayo así, la de una escucha tan dolida sobre el mundo popular25, la de un hecho con ribetes épicos y narración novelesca, la de un escritor capaz de torsionarse hasta descubrirse otro.
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1.
María Pía López: ensayista y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (uba). Sus últimos libros son Hacia la vida intensa. Una historia de la sensibilidad vitalista (Eudeba, Buenos Aires, 2010) y la novela No tengo tiempo (Paradiso, Buenos Aires, 2010). Actualmente dirige en Buenos Aires el Museo del Libro y de la Lengua (Biblioteca Nacional).Palabras claves: civilización, barbarie, guerra, transfiguración, laberinto, barroco, ruinas, mestizaje, Euclides Da Cunha, Los sertones, Brasil.Nota de la autora: este artículo está dedicado a Horacio González, quien dio clases memorables sobre el libro de Da Cunha.. Las citas incluidas en este artículo pertenecen a la edición de Jackson, Buenos Aires, 1946, con traducción de Benjamín de Garay.
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2.
Carta a Bartolomé Mitre, Río de Janeiro, 13 de abril de 1852 en D.F. Sarmiento: Campaña en el Ejército Grande, fce, México, df, 1958, p. 72.
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3.
El libro tuvo herencias literarias como La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa y Un místico brasileño de R. B. Cunningham Graham, y presencias a lo largo de la cultura y la política de Brasil: desde los folhetos hasta el cine de Glauber Rocha, desde el mundo de los cangaceiros hasta las luchas campesinas contemporáneas.
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4.
Cf. José Murilo de Carvalho: La formación de las almas. El imaginario de la República en el Brasil, Universidad Nacional de Quilmes, Bernal, 1997.
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5.
E. da Cunha: Caderneta de campo, ed. Olímpio de Souza Andrada, Cuadernos de la Biblioteca Nacional, Río de Janeiro, 2009.
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6.
Da Cunha advierte las ruinas como condición del paisaje y dato fundamental no solo en Los sertones sino también en crónicas como «Fazedores de desertos» (1901) y «Entre as ruinas» (1904). Al respecto, v. A. Mailhe: «Imágenes del otro social en el Brasil de fines del siglo xix. Canudos como espejo en ruinas» en Prismas No 14, 2010. Esas crónicas fueron publicadas en un libro cuyo título define enteramente el estilo de escritura y de reflexión de Da Cunha: Contrastes e confrontos, Record Cultural, Río de Janeiro, 1975.
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7.
Ob. cit., p. 395. Algunas páginas antes narra que los soldados se niegan a dar batalla un martes 13. La ironía del escritor arrecia: «¡y estos hombres iban a combatir la superstición!» (p. 194).
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8.
Ibíd., p. 248.
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9.
Es el aislamiento del sertão el que preserva el mestizaje de los dramas que acarrea el contraste entre tiempos heterogéneos y permite «la aparición de un tipo mestizo bien definido y completo».
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10.
Ibíd., p. 479.
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11.
Ibíd., p. 158.
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12.
«Interpretaciones de América Latina» en César Fernández Moreno (coord.): América Latina en su literatura, Siglo xxi, México, df, 1974, p. 459.
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13.
Incluido en El Aleph (1949).
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14.
También incluido en El Aleph.
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15.
Carlos Gamerro distingue entre el barroco como estilo –y allí la proliferante y contrastiva prosa de Da Cunha sería ejemplar– y el barroco como trama ficcional que se despliega a partir del entrecruzamiento de distintos niveles de realidad o de mundos paralelos. Este sería, propiamente, el barroquismo de Borges. V. Ficciones barrocas. Una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cortázar, Onetti y Felisberto Hernández, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010.
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16.
Ob. cit., p. 169.
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17.
Ibíd., p. 171.
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18.
Vale recordar que esa es la crítica implacable de Martínez Estrada a Sarmiento: que lo que dejaba al descubierto en el ensayo –una mixtura, una frontera, una contaminación o una paradoja– era borrado sumergiéndolo en el ácido de la dicotomía, que veía en algunos mixtos solo civilización y en otros, la pura barbarie.
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19.
Ver R.J. Ribeiro: «O sertão virou mar ou o rebaixamiento do que se eleva» en Benjamin Abdala Jr. e Isabel Alexandre (eds.): Canudos. Palabra de deus sonho da terra, Boitempo, San Pablo, 1997. Afranio Peixoto, en el prólogo a la edición de Jackson de Los sertones, describe el libro como acontecimiento literario, tratado de sociología y desafío a la barbarie.
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20.
Ob. cit., p. 21.
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21.
Rodrigo Lacerda: «Sobrevoando Canudos» en B. Abdala e I. Alexandre (eds.): ob. cit., pp. 21-39.
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22.
Ibíd., p. 39.
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23.
Claridad, Buenos Aires, 1942.
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24.
La colección Azul de la Biblioteca Billiken –destinada a escolares– editó en 1941 una versión compendiada por Enrique Pérez con ilustraciones de Castelao. Se les aclaraba a los juveniles lectores que el libro «contiene la historia de un episodio grotesco, ridículo y grandioso ocurrido hace medio siglo en los desiertos candentes del norte de Brasil. (…) Para su descabellada empresa de redención del mundo aquel loco contó, no solamente con la asistencia de una muchedumbre de fanáticos tan locos como él, sino con un aliado poderoso e invencible: el desierto norteño». Poco después de que el libro se propusiera como análisis de la demencia colectiva, lo publica, también en Buenos Aires, la editorial socialista Claridad y más tarde, la editorial Jackson. En todos los casos, incluso en la selección de Billiken, la traducción es la de Garay de 1938.
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25.
A la que sin embargo Gilberto Freyre le reprochaba ceguera positivista, que le habría impedido considerar las efectivas dinámicas de la rebelión popular.