Coyuntura
NUSO Nº 203 / Mayo - Junio 2006

Elecciones en Costa Rica: la inevitable transición

Como resultado de un pacto entre los principales partidos políticos y de la puesta en marcha de un sólido Estado benefactor, Costa Rica ha mantenido, desde 1948, una estabilidad democrática excepcional. Desde 1980, sin embargo, las reformas estructurales neoliberales redefinieron el modelo y si bien se conservaron algunos de los avances de la época anterior, las privatizaciones y la apertura económica profundizaron la pobreza y la polarización social. En ese contexto, las elecciones realizadas el 5 de febrero de 2006, en las que se impuso Oscar Arias, constituyen el comienzo de una inevitable transición, que solo será exitosa si las elites y los partidos obedecen el mandato de las urnas y mantienen la tradición nacional de diálogo y concertación.

Elecciones en Costa Rica: la inevitable transición

El desafío, más allá de los objetivos electorales

Para la más antigua de las democracias centroamericanas, los resultados de los comicios del 5 de febrero de 2006 plantean una serie de desafíos que podrían resultar decisivos para la definición primero, y la construcción después, de un nuevo modelo político capaz de superar el Estado benefactor que le dio estabilidad y progreso al país desde su última guerra civil, en 1948, sin desechar sus logros.

Paradójicamente, tales retos tienen poco que ver con las personas o los partidos que participaron en la contienda, incluso luego de que el ex-presidente Oscar Arias, del Partido Liberación Nacional (PLN), fuera proclamado ganador con 40,92% de los votos. Arias superó por un estrecho margen, de apenas 18.169 votos, a su adversario, Ottón Solís, del Partido Acción Ciudadana (PAC), quien consiguió 39,8%. En efecto, si bien muchos han querido reducir los desafíos de la Costa Rica contemporánea a la recomposición del liderazgo presidencial y la obtención de una cierta hegemonía legislativa, lo cierto es que la realidad del país supera esa visión.

Lo que está en juego, más allá de los objetivos electorales de corto plazo, es la naturaleza y la dirección de una transición política inevitable que, más pronto que tarde, obligará al conjunto de las fuerzas sociales, políticas y productivas a adoptar decisiones que solo podrían calificarse de radicales. El radicalismo siempre produce incertidumbre y, en ocasiones, puede generar violencia, incluso en Costa Rica.

Un poco de historia

Costa Rica ha gozado desde muy temprano de una sólida reputación democrática. A diferencia de los demás países de América Central, esta pequeña nación de 50.000 kilómetros cuadrados y escasos cuatro millones de habitantes fue capaz, en medio siglo, de construir un modelo de desarrollo en el cual la democracia política y el capitalismo lograron convivir, en un marco de estabilidad social solo equiparable al de los países occidentales de altos ingresos.

El «milagro» costarricense, excepcional en casi toda América Latina, fue el resultado de cuatro condiciones concurrentes: a) la decisión de las elites nacionales, tras la derrota de los sectores más conservadores en el conflicto armado interno de 1948, de preservar y ampliar el sistema de garantías sociales establecido desde mediados de los años 40 y, en particular, la construcción de una amplia red de salud pública y pensiones que llegó a tener cobertura universal; b) la promoción de un extendido y poderoso sector estatal, con significativas potestades regulatorias en materia de servicios públicos y finanzas, construido a partir de un modelo keynesiano de corte progresista, que estimuló el desarrollo de una economía de mercado basada tanto en las exportaciones tradicionales –café, banano, caña de azúcar y carne– como en las pequeñas y medianas empresas agroindustriales; c) la ampliación de la pequeña burguesía rural y urbana (la llamada «clase media») y su cooptación política por medio de la organización sectorial, gremial y comunal en partidos de centro, que inhibieron el desarrollo efectivo de opciones viables en los extremos del espectro ideológico; y d) el mantenimiento de una clara alianza con Estados Unidos durante los años de la Guerra Fría, alianza que, sin embargo, se dio en un marco de desmilitarización real (Costa Rica abolió sus fuerzas armadas en 1948) y, más aún, fue capaz de sobrevivir a conflictos significativos con las posiciones de Washington en temas cruciales como, por ejemplo, la resolución de la crisis centroamericana de los 80.

Cambia la marea

El modelo descripto, «ideal» en el contexto regional, fue abandonado gradualmente a partir de la década de 1980, al calor de las reformas estructurales puestas en boga por las corrientes neoliberales. Aunque en Costa Rica la aplicación de éstas fue mucho más lenta que en el resto de América Latina, lo cierto es que, tras dos décadas y media de implementación sistemática, el resultado fue el desmantelamiento de aquel modelo. Y hoy, si bien se mantienen algunos de los elementos básicos del Estado de bienestar (como el seguro social, la desmilitarización y la democracia formal), la mayoría de los factores esenciales han sido abandonados o debilitados hasta desaparecer. Tal es el caso de buena parte del marco regulatorio del Estado, del financiamiento de los servicios públicos –algunos de los cuales se han privatizado o lo serán próximamente, como el sector de telecomunicaciones y la energía– o la promoción de las pequeñas y medianas empresas industriales y agrícolas, que han sido abandonadas a su suerte tras la adopción de un esquema productivo «abierto», basado en la promoción de exportaciones, que favorece a la gran inversión transnacional. La inminente ratificación del Tratado de Libre Comercio (TLC) con EEUU es la mejor prueba de este fenómeno.

Las consecuencias sociales y políticas de esta transformación son dramáticas: el país se ha polarizado y experimenta un proceso de creciente y acelerada exclusión social y deterioro de la calidad de vida de la mayoría de los habitantes. Más de 25% de los costarricenses sobrevive por debajo de la línea de pobreza (es decir, con menos de dos dólares al día); más de 50% de la población económicamente activa trabaja en el sector informal; 40% de los jóvenes en edad escolar se encuentra fuera de las aulas. Datos recientes revelan la existencia, en los alrededores de San José, de 63 barrios marginales que carecen de los servicios públicos mínimos. A todo ello se suma el flujo migratorio desde Nicaragua, que no se detiene y ya representa entre 400.000 y 600.000 personas (es decir, un número equivalente a más de 10% de la población de Costa Rica). Si bien estos inmigrantes consiguen empleo, lo hacen en condiciones laborales de muy dudosa legalidad y alta precariedad, y casi no cotizan a los regímenes sociales, ya de por sí muy menguados por las altas tasas de evasión y corrupción: el Ministerio de Hacienda prevé para el año 2006 una evasión del impuesto a la renta cercana a 70%.

Las elecciones y la realidad

En las elecciones del 5 de febrero de 2006, se eligió al presidente para el periodo 2006-2010, a la totalidad de los diputados a la Asamblea Legislativa (un congreso unicameral de 57 miembros) y a los concejales o regidores y munícipes de los 81 cantones del país. El panorama postelectoral ha ratificado la existencia de una transición estructural y sistémica del modelo de dominación: ha marcado el fin del ciclo político iniciado a finales de la década de 1940 y el inicio de otro cuya evolución positiva no está asegurada, y que incluso podría preludiar un panorama de turbulencia social e inestabilidad política sin precedentes desde hace más de medio siglo.

Aun si se descartan los pronósticos más catastróficos (por ejemplo, la posibilidad de que se produzcan en el corto plazo violentos alzamientos sociales como los que han afectado a Argentina, Bolivia o Ecuador), la naturaleza de la crisis es tan profunda que es difícil imaginar salidas que no pasen por la ejecución de acciones democráticas pero verdaderamente radicales que, construidas a partir de un nuevo pacto social amplio, pluralista e inclusivo, modifiquen el actual régimen de dominación y sus nefastos esquemas de concentración creciente del poder económico, financiero y político. El problema es que la nueva realidad de Costa Rica –como lo comprobaron todas las encuestas, incapaces de prever el resultado electoral de febrero– no permite hacer cálculos políticos al estilo clásico. El viejo orden bipartidista, conformado por el PLN y el Partido Unidad Social Cristiana (PUSC), que garantizó la estabilidad a un elevado costo ético por varias décadas, se ha roto. De hecho, la estrepitosa caída del PUSC en las elecciones (apenas logró cuatro escaños en el Parlamento, después de haber tenido 19 en la legislatura anterior) denota un abandono masivo de las lealtades del pasado por parte de la ciudadanía. Otra prueba de ello es la mínima diferencia de votos entre el PLN y el PAC, cuya consecuencia neta –la «derrota» personal de Arias y del partido con más tradición en el país, y la «victoria» de Solís como líder de una fuerza emergente alimentada por el voto indeciso que se decantó masivamente a su favor en las últimas dos semanas de campaña– refleja un talante bien conocido del elector costarricense: su disgusto por las soluciones hegemónicas favorecidas por Arias, pero también su pragmatismo frente a muchas de las propuestas de cambio sin garantías reales propiciadas por Solís.

Los grados de legitimidad del sistema político costarricense, aunque todavía altos en comparación con los de otros países de América Latina, sufren un deterioro sostenido desde hace más de diez años. En esta elección, el abstencionismo alcanzó una cifra récord de 34%, el segundo porcentaje más alto en el último medio siglo. La elevada percepción de corrupción, sumada al descrédito de la clase política promovido de manera nada accidental por los medios de comunicación más conservadores, explica en parte este fenómeno y constituye un caldo de cultivo nada propicio para la refundación de la República. En especial, si tal refundación ha de producirse en un contexto internacional como el presente, cuyo factor dominante, EEUU, impone una hegemonía que limita los márgenes de autonomía relativa para lograr la diversificación de los vínculos de Costa Rica con el resto del mundo.

La salida de un pacto social

De todo eso se concluye que las elecciones de 2006 han sido algo más que un simple ejercicio cívico. Más allá de quién fue elegido presidente, la clave es averiguar si se profundizará el modelo actual sin diálogo social, algo que, habida cuenta de las alianzas dominantes que se vislumbran, parece lo más previsible, aunque también sería lo menos inteligente. Muy pronto, entonces, podrían generarse problemas en las calles. La inminente ratificación del TLC con EEUU agudizará muchas de las tendencias excluyentes ya descritas y, con ellas, la polarización del país, sin que se cuente con un mapa que oriente el tránsito por esa terra incognita.

El PAC, que convirtió a Ottón Solís en el jefe indiscutible de la oposición al PLN, es un movimiento ecléctico en lo ideológico y heterogéneo en su base social, de corte esencialmente reformista, pero que adolece de una propuesta alternativa clara al statu quo. Tanto es así que muchos analistas han concluido que buena parte del apoyo logrado por el PAC, lejos de reflejar una militancia «dura» basada en la adhesión a ciertos valores y principios partidarios, expresó un llamado «voto inteligente» o «voto útil» en contra de Arias, quien fue especialmente rechazado entre los sectores urbanos, educados y de medianos ingresos del país. De allí que el triunfo de Solís no implica que la estabilidad sistémica esté asegurada.

En ese sentido, es importante la actitud del PAC, que contará con una fracción legislativa de al menos 18 de un total de 57 miembros (contra un máximo de 25 del PLN). Será por mucho el «verdadero» partido de oposición y, por lo tanto, adquirirá un peso político superlativo en el próximo cuatrienio. La posición de este partido sería clave también si se rechazara el TLC, si éste no pudiera renegociarse o si no se encontraran otras opciones reales para colocar las exportaciones costarricenses que en la actualidad se dirigen a EEUU (alrededor de 50% del total). Lo mismo ocurriría si no se lograra atraer las inversiones necesarias para, por lo menos, sostener los niveles de empleo y productividad, o para contrarrestar la competencia de los demás países centroamericanos, hoy sólidamente cohesionados en torno al proyecto económico y geopolítico de EEUU en la región.

¿Dónde, entonces, está el quid de la cuestión? El 5 de febrero, los votantes han enviado un mensaje poderoso al respecto: se requiere un pacto social, un entendimiento razonable, inclusivo y solidario, basado en principios de amplio espectro y construido en torno a una agenda nacional de mediano plazo. Un pacto social que permita desbloquear la impasse legislativa actual, reconstruir la confianza ciudadana en las instituciones públicas y la clase gobernante, y esbozar al menos un perfil de plan nacional de desarrollo que atienda la demanda social sin desmerecer los grandes desafíos de la competitividad, la productividad y la generación de oportunidades para un mayor número de habitantes. Tal pacto, no obstante la claridad del mandato emitido por el pueblo en las elecciones, no será posible al margen de la voluntad política de las elites, más allá de los comicios y, quizás, a pesar de sus resultados.

Ello no debería ser difícil en un país que, desde su independencia en 1821, ha sido históricamente proclive a este tipo de ejercicios consensuales. Sin embargo, lo que debería ser algo natural se ha complicado porque dichas elites, las más poderosas de las cuales se han transnacionalizado y son hoy ricas e invulnerables, se muestran autistas y arrogantes frente a los nuevos desafíos que enfrenta Costa Rica. En este panorama, la ausencia de la sensibilidad que en otros momentos permitió evitar la violencia y negociar un curso moderado, podría reforzarse tras los comicios de 2006, en el marco de un engañoso triunfo electoral que no permite a ninguno de los contendientes «cantar victoria» sin tomar en cuenta a su adversario.

Uno de los lemas del PLN en la campaña 2006 en referencia a su candidato, Oscar Arias, aseguraba: «el barco necesita capitán». Tras las elecciones, cabría preguntarse: ¿para qué, si el barco se está hundiendo? ¿Qué pasa si el barco resiste pero el capitán contratado tiene mala vista, o si se emborracha, o si no les hace caso a sus oficiales, o si decide no utilizar los mapas y sextantes una vez desplegadas las velas, con la tormenta a sotavento? Lo que sí está claro es que en ningún caso –aun si se cuenta con barco y con capitán– se puede navegar sin tripulación en la América Latina de nuestros días. Por eso, en las elecciones de febrero los costarricenses se han pronunciado por no permitir que se haga realidad otro dicho español, aquel que postula que «donde manda capitán, no manda marinero».

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 203, Mayo - Junio 2006, ISSN: 0251-3552


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