Coyuntura
NUSO Nº 230 / Noviembre - Diciembre 2010

El PRI como orilla de la democracia. Después de las elecciones de 2010 en México

La persistencia del PRI quedó confirmada en las últimas elecciones, en las que el viejo partido obtuvo nueve de las 12 gubernaturas en disputa. El artículo sostiene que la alternancia en el poder federal se dio mediante un mecanismo que identifica al PRI como enemigo de la democracia, lo cual exportó efectos graves para la búsqueda de un orden político democrático. En la actualidad, el PRI funciona como un punto límite que constituye un adentro democrático. Y, por lo tanto, pasó teatralmente de enemigo a amigo central de la democracia. Así, el PRI sigue ocupando una orilla central en la vida pública del país (y en la vida privada también), a pesar de que con mucha probabilidad se trata de un espacio vacío.

El PRI como orilla de la democracia. Después de las elecciones de 2010 en México

Las pasadas elecciones del 4 de julio han producido un panorama preocupante en la política mexicana. Se eligieron 12 nuevos gobernadores estatales y hubo elecciones generales en 14 estados. Al respecto, se ha dicho que todos los partidos perdieron y ganaron «algo». ¿Cómo es eso? En efecto, el histórico y otrora hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió tres gubernaturas, que representaban algunos de sus bastiones históricos desde el punto de vista territorial, como Oaxaca, Puebla y Sinaloa, donde la alternancia política había estado ausente hasta este año. Lo mismo sucedió en otros estados, incluso en aquellos que en esta ocasión estuvieron en disputa, como los casos de Zacatecas y Tlaxcala (que perdió el Partido de la Revolución Democrática, PRD) y Aguascalientes (que estaba en manos del oficialista Partido Acción Nacional, PAN), en ambos casos después de 12 años consecutivos de gobierno. Sin embargo, el PRI ganó nueve de las 12 gubernaturas en disputa (entre ellas, las tres que perdieron el PRD y el PAN) y corroboró así que aún tiene un peso más que significativo en la vida pública de México, no solo en su existencia político-electoral, donde, por cierto, después de esta elección controlará aproximadamente 50% del territorio. Más aún, las derrotas que sufrió el PRI en Oaxaca, Puebla y Sinaloa fueron el resultado de alianzas electorales entre partidos tan distantes como el PRD y el PAN, que hace un par de años se antojaban como irrealizables, sobre todo después de los efectos políticos y sociales que produjo la pasada elección presidencial. De hecho, por lo menos en los casos de Oaxaca y Puebla ya aparecían desde hacía dos años los síntomas irreversibles de lo que se confirmó el pasado julio: los salientes gobernadores –Ulises Ruiz, de Oaxaca, y Mario Marín, «el gober precioso», de Puebla– encabezaban desde 2008 la lista de los peores gobernadores en términos de reputación, con un 4,4% y 4,6% respectivamente, según la Encuesta Nacional 2008 del Gabinete de Comunicación Estratégica.

Además de confirmar uno de los signos más evidentes de la política nacional, en el sentido del profundo desdibujamiento de los mecanismos de socialización de la política democrática a través de los partidos, aquí hubo solo perdedores desde el punto de vista democrático (que, como sabemos, no se puede circunscribir exclusivamente a los procesos electorales). Y el caso más flagrante es el lugar político, social y legal que ocupa el PRI después de diez años de no tener en sus manos la silla presidencial.

Una democracia sin amigos

¿Cuál es el lugar que cubre, representa y vuelve efectivo el PRI desde la pérdida del Poder Ejecutivo federal en 2000? En primer término, es quizá la expresión de un pasado en tránsito que instaló en el tiempo democrático presente un régimen permanente de paradojas, sobre todo desde el momento en que se ha vuelto una fisura de nuestra experiencia histórica, un indicio de nuestro desgano para desplazarnos como sociedad y como proceso democrático hacia un lugar menos estéril y, por qué no decirlo, menos imposible. Digo menos imposible porque lo que necesita México es precisamente destrabar las contradicciones postergadas –y, por consiguiente, no resueltas– que siguen ordenando desde hace varias décadas la vida pública-estatal del país. Todo ello, en medio de la otra vanagloria democrática actual, encabezada por el gobierno federal pero también por el PAN y el PRD, al presentar y representar al PRI como una suerte de nunca más, pero que más bien expresa lo contrario, ya que la pretensión suicida de las llamadas alianzas electorales de 2010 solo manifiesta un objetivo: construir un dique político, un nunca más frente al PRI, que sin embargo sigue ahí, con un vigor inédito, sin oponerle prácticas y procesos político-electorales de distinto calado, sin ofrecer un nuevo locus para el desarrollo de la vida pública democrática.

En segundo término, las elecciones de 2010 nos permiten construir un balance crítico de la alternancia que se abrió en 2000, cuando Vicente Fox ganó, por vez primera en la larga historia política del siglo XX mexicano, la Presidencia de la República a través de un partido distinto al PRI. Esas elecciones funcionaron, política y simbólicamente, como una suerte de «quiebra del tiempo»; es decir, fue una fecha que cinceló hasta la actualidad una fascinación perturbadora en tanto escansión democrática inaugural que nos persigue a todos lados: después de 2000, nada sería igual en el escenario político mexicano. Y en efecto, nada ha sido igual, ya que a partir de esa inauguración democrática algo quedó completamente bloqueado. Es decir, no apareció en el horizonte un proceso de reinvención de los mecanismos políticos, no solo de acceso al poder sino de producción de orden democrático.

La revelación más palpable de este fenómeno es que el PRI es tiempo y lugar presente. ¿Qué quiere decir esto? Desde el momento en que lo volvieron el enemigo de todas aquellas voces y acciones que enarbolaban la bandera de la democratización del país en las últimas dos décadas del siglo XX («habrá democracia cuando el PRI esté fuera de Los Pinos»), el deseo de sacarlo de la Presidencia fue tan fuerte y violento que terminó en una circularidad obsesiva, un regreso a lo mismo. A fuerza de repetir la necesidad de «sacarlo» del poder y de «borrarlo» del lugar que había ocupado por decenios (incluso, en los casos más dramáticos, con espirales crecientes de violencia), lo volvieron el antagonista (el otro) de su propio protagonismo: lo uno en una soledad total y bajo la forma de una imposibilidad nuevamente necesaria. ¡Qué peculiar batalla! Volverlo un enemigo de sí mismo: el PRI y su sombra, el PRI y su Estado, el PRI y sus paradojas, el PRI como necesidad para todos los otros (partidos, oposiciones, ciudadanías) que empezaban a girar por fuera del centro de gravedad que mantenía aún en pie, permitiéndole con ello moverse en modo casi nuevamente perfecto. Como señala Gerardo Ávalos Tenorio,

con la pérdida de la Presidencia, el PRI no se desintegró, pues conservó parte de su control territorial y siguió siendo un factor de poder local y regional, pero también tuvo una presencia importante en los congresos estatales y en el federal. La falta de pericia en el ejercicio de la Presidencia por parte del gobierno panista de Vicente Fox fue un factor importante para no desmantelar al PRI. También lo fue el hecho de que ese gobierno quedó atrapado en la contradicción de, por un lado, garantizar la estabilidad económica del país, lo que también se tradujo en la protección del poder y privilegios de una clase, y por otro lado, cumplir con las expectativas ciudadanas de democratización efectiva. El gobierno de Fox simplemente sucumbió en medio de la corrupción, la represión y el desencanto ciudadano.

Ahora bien, es oportuno señalar el efecto nocivo de fondo. Abrir un país como México a la democracia con un mecanismo que identifica al PRI co-mo enemigo de esta, exportó efectos graves para la búsqueda de un orden político democrático. Al igualar al PRI como enemigo de un nosotros ficticio en sentido democrático, se asiste a un movimiento de expropiación de su centralidad histórica para ofrecerle, por pura insistencia y a partir de asumirlo como el otro, es decir, como orilla no democrática en México, un campo abierto (¡todo el porvenir democrático le fue obsequiado!), libre y transversal en la vida pública de nuestro país.

En tercer término, es necesario señalar el olvido deliberado de los «enemigos» del PRI, al no tomar en cuenta que ya no era necesaria una centralidad, debido, entre otras cosas, a que la democracia, en tanto régimen político y sobre todo como Estado, no puede mantener un centro, no lo tiene, pues su carácter fundacional es la inseguridad. Si a ello le agregamos el incremento de la intensidad del cambio, la competencia y la apertura democrática, la señal era precisamente un nuevo escenario político en medio de una creciente ausencia de centro. Por ello, el PRI aceptó el lugar de margen, desde el cual su participación ha resultado crucial tanto para dibujar un nuevo punto de gravedad de la política en el país como para convertirse en «una bisagra fundamental para la operación política de la nueva administración federal, permitiéndole jugar un papel protagónico en la construcción de los acuerdos nacionales». En la actualidad, entonces, es un afuera, un punto límite, que constituye un adentro democrático. Ergo, de ser el enemigo se transforma teatralmente en un «amigo» central de la democracia. Al final, haber pensado que el PRI era el enemigo de la democracia fundó un falso dilema, ya que en realidad el dilema por el que hay que decidirse es triple: incluirlo en el juego democrático sin excluirlo del todo, o bien, incluirlo excluyéndolo, o más aún, excluirlo desapareciéndolo para volverlo una excepción, en el sentido de que su nombre (como propiedad y como representación) aún sigue siendo relevante en la toma de decisiones estatales. De aquí, pues, que con su desaparición se podría indicar que, en efecto, sí hubo un cambio de lugar, un deslizamiento, no solo cambio de partido político en el gobierno federal.

Un fantasma recorre México... el fantasma del PRI

La salida del PRI de Los Pinos expresaba una caída ya anunciada desde años atrás, pero también una virtud renovada en un tiempo político precisamente de caída. Sobre el particular, Alberto Aziz Nassif sugiere que esto se debió más a la actitud y el lugar que han ocupado los enemigos del PRI que al lugar y los movimientos del propio PRI. Por lo tanto, al no ser sepultado por sus contradicciones y por la creciente oposición (sobre todo social) hacia él, el PRI es hoy una suerte de fantasma que da vida y forma a las fracturas ontológicas del presente mexicano. «Desaparecido (por el momento) el PRI como partido de Estado, subsisten sus fantasmas», afirma Ugo Pipitone.

Así pues, más que preguntarnos por lo que necesitamos hacer en un momento tan problemático como el presente mexicano, tendríamos que empezar a tomar en serio la oportunidad actual para subrayar con insistencia el problema, quizá principal, de la ordenación político-estatal: el enorme déficit (que a la letra quiere decir deuda) en los regímenes de representación (por lo menos en tres sentidos: jurídico, simbólico y real) que el PRI provocó con la pérdida de sus principales instancias de regulación y control, y con el vacío sobre el cual dejó al sistema político a partir de su forma ahora excepcional de participar en el cambio político. Es decir, el PRI se ha vuelto una excepción que aún manifiesta la ilusión de existir como regla, por ende régimen (constitucional y político); incluso podríamos aventurar que como ley en su sentido profundo. Esto nos indica una sola cosa: un fin de régimen que jamás se concretó, pues el antiguo régimen no se acabó con la derrota electoral del PRI en 2000 y no se acabará con la fractura política de 2010, ya que en su lugar se ha consolidado una terrible ambigüedad constitucional y política, síntoma de que muy poco se han desplazado en dirección democrática los partidos y las elites que administran constitucional y socialmente el país. En palabras de Rafael Estrada Michel,

Es por ello que el PRI resulta un convidado incómodo en el joven banquete de nuestra democracia. Su tradicional indefinición, su apertura hacia lo que sea y su imposible delimitación ideológica generan disonancias y debilitan acuerdos en el seno de una transición que debe buscar equilibrar las posturas de izquierdas y derechas sólidas y estructuradas en torno a mecanismos partidistas consolidados. Es imposible integrar constitucionalmente la ambigüedad. Mientras sigamos sin saber qué clase de bicho es el PRI, su indefinible agenda seguirá siendo la que impere en un ambiente constitucionalmente inculto.

Por su parte, si progresivamente se ha empezado a dudar de la profundidad del cambio democrático en México, sobre todo a partir de 2006, es porque, a pesar de que el PRI perdió la Presidencia seis años atrás y algunos de los lugares estratégicos en la política nacional, los campos de historicidad en él conscientes y por él establecidos solo desaparecieron parcialmente, sin ser reemplazados o reelaborados para ser dirigidos hacia una serie de mecanismos de producción de orden democrático. En México, la ausencia de mecanismos de reemplazo a la informalidad priísta –cuya función era la triple acción de socialización, integración y educación políticas– fue sustituida por una serie de decisiones tomadas en modo apresurado en aras de «desintoxicar» la política nacional y la vida pública del abrigo autoritario y presidencialista «a la priísta». Esto ha generado, después de diez años de alternancia federal panista, el crecimiento acelerado de la presencia mediática y real de las distintas disputas territoriales y económicas del tráfico de drogas, junto con las formas de violencia que la han acompañado en todos estos años, confirmando un signo preocupante: la pérdida de la producción del orden político, incluso aunque no sea en sentido democrático.

¿Quién le debe a quién?

El PRI no murió después del 2 de julio de 2000. Mucho menos después de 2010. Fueron los otros (ese «nosotros» democrático que recorre cualquier discusión, cualquier debate, cualquier escritura sobre el presente mexicano) quienes pretendieron suplantarlo en la institución de una lógica suicida: el triunfo-invención de la democracia es la derrota-muerte del PRI. Lo que se logró con ello fue el nacimiento de un horizonte democrático, pero acompañado –por el efecto de la pérdida de la silla presidencial– de una especie de «deuda perpetua» invertida. Es decir, a pesar de cobrarle infinidad de «facturas» históricas y sociales durante muchos años, finalmente el PRI terminará pagando muchas de ellas, incluso a costos altísimos para el país como lo fue el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994. Sin embargo, pagó menos de lo que debiera, ya que, a pesar del peso simbólico que implica la pérdida de la Presidencia, y en vez de insistir en que era un «muerto en vida», al PRI se lo transfigura, ya que es la ciudadanía quien ahora absorbe la deuda y la vuelve una constante, la perpetúa y la dispara hacia un porvenir que se vuelve, parafraseando al filósofo francés Louis Althusser, muy largo… De aquí, pues, que no alcancemos a saber qué es, ni cómo debemos pagar una factura sin dueño y sin nombre. ¿Qué resulta de lo anterior? Un bloqueo histórico que no permite construir formas y figuras y donde, en efecto, el PRI sigue jugando, pero un juego distinto, menos rapaz y más abierto.

Entonces, a pesar de los votos de 2000 y de aquellos otros arrojados en su contra en 2006 a favor de la izquierda (y también para detener la frenética carrera intoxicada de moralina del panismo), lo que encontramos son dos cosas: en la elite política, un auge que cae; y por abajo, en la sociedad, voces, miradas, resistencias y expectativas como vacío que asciende. En efecto, el PRI nos dejó un vacío que está siendo colmado por manifestaciones múltiples que oscilan entre la ampliación de las libertades y las formas de resistencia inherentes a las primeras, que son generadas precisamente para hacer frente a los dominios del poder y la obediencia, tal y como lo había soñado hace mucho tiempo Kant.

Para aquellos que piensan una solución de continuidad del presente en la política mexicana, el cambio llega por abajo y no por arriba. No es la institución de la política el origen y el fin de las transformaciones y los ajustes, sino la sociedad en su conjunto y, sobre todo, en sus diferencias: lo uno y lo múltiple al mismo tiempo. En este sentido, la sustitución de la elite en el poder no se traduce de modo automático en otras opciones de sociedad y de convivencia en y para la democracia mexicana. Cuando se inventa al PRI como enemigo de los amigos de la democracia –incluyendo (¡cómo olvidarlos!) a los «Amigos de Fox» y algunos otros prominentes personajes políticos de los últimos años–, los improperios ideológicos que se le arrojaron resultan ser nocivos para la profundización, la claridad del debate y la propia realidad del cambio, al punto de que la crítica fue acorralada en la coyuntura en tanto lugar del cual ya no podemos salir. La volvimos un estado de ánimo, una normalización de los términos y los adjetivos que, bajo un anonimato sutil e irresponsable, se instalaron en la escena pública para definir los niveles y las intensidades de las discusiones, de lo que sí se puede decir y lo que está prohibido incluso pensar desde nuestra existencia pública. El problema radica en que, con la salida del PRI de Los Pinos, lo primero que olía a pérdida eran las coyunturas, las instancias sociales y políticas en las cuales se revelaban. De la derrota electoral del partido que deseó hegemonizarlo todo, lo que resultó evidente fue el aumento de la participación de los sujetos en la exaltación del cambio en detrimento de la duración oficial que ha permitido, hasta el día de hoy, la escritura de la historia en México –entiéndase por duración la hegemonía cultural y política del Estado priísta autoritario–.

Por tal motivo, no es fortuito que la irresponsabilidad, la emergencia y el delito se vuelvan acercamientos y puntos ciegos de los avatares que nuestro presente lleva a cuestas y del cual todavía habrá mucho por debatir. La frontera entre lo prohibido y lo no prohibido en sus distintos campos de inteligibilidad (moral, político, cultural, social, existencial) puede ser la bisagra y el espejo sobre el cual tejer la serie de reflejos y fragmentos que están completamente diseminados a lo largo de la cartografía política mexicana actual. Lo dramático del caso es el olvido intencional de dejar de señalarle al PRI su autoría en todo ello, así como olvidar cínicamente que el mapa (por ejemplo, «la democracia como paraguas», «los empeños gubernamentales», «la lucha contra el narcotráfico» o en contra de lo que sea, «el frente estatal a la crisis económica») no es el territorio.

Para terminar, es necesario revisitar y construir el análisis y la crítica sobre el PRI desde su isomorfismo para llegar a una sugerencia sencilla: estamos, por decirlo de alguna manera, frente a una crisis de complejidad de la vieja estructura institucional, donde la estructura del Estado obtenía su identidad para reproducirse en la organización de partidos. De aquí que todo partido haya asumido la forma del Estado, su estructura, sus modalidades y prácticas, ya que eran la copia original de la fidelidad política de este país. Sin embargo, habremos de señalar que hablar de una crisis de complejidad no supone pensar en una crisis compleja de la política y de sus actuales sistemas de referencia, ya que en esta segunda suposición no estaríamos hablando de otra cosa que de la expresión de una banalidad que termina inscrita como una crisis «complicada». Lo que muestra el horizonte a la mirada pública es el auge del crimen de la crítica falaz de la crisis y, de igual modo, el ocaso de la crítica sobre los crímenes que la crisis política ha dejado en los muchos años del Estado autoritario y en los primeros años del Estado posautoritario, en cuyo seno se han producido formas autoritarias inéditas y por momentos irreversibles. El punto crítico expresa precisamente ello: un desierto de la política y sus actores, donde la aridez y la hostilidad siguen manifestando ser los principales sellos de la elite dirigente.

Tal parece que en México estamos en una época de efectos, problematicidades e interrogantes. Una época en la cual las respuestas al desastre social e institucional no resultan ser la solución, antes bien, el inicio real de los problemas; una época más transparente y democrática, pero que ha empujado a la escena pública una opacidad lacerante en dos sentidos. Por un lado, la salida a la luz de una serie de adeudos sociales, económicos y morales que, bajo la forma de la desorganización, por momentos son identificables en la ilegalidad al cuadrado, la violencia difusa, el monopolio y descontrol de la actividad financiera y bancaria, dejando en manos del intempestivo regreso de la lex mercatoria medieval un proceso estructural donde solo unos pocos señores juegan y ganan con leyes ad hoc y, por si fuera poco, un terrible abaratamiento del lenguaje usado para dirimir las oposiciones y disputas. Por el otro, la inauguración de una inevitable construcción fronteriza que subyace a la pérdida casi absoluta de enemigos y, por consiguiente, del orden que le era inherente, para permitir el nacimiento de modos de restablecimiento estatal. En otras palabras, es como si lo único que queda sea habitar y existir en los límites mismos del sistema de convivencia, donde cualquier situación puede ser posible a fuerza de tanta imposibilidad. Después de las elecciones de 2010, una conclusión provisoria pareciera vislumbrarse en el tiempo inmediato y quizá también en el mediato: el PRI sigue ocupando una orilla central en la vida pública del país (y en la vida privada también), a pesar de que con mucha probabilidad es un espacio vacío.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 230, Noviembre - Diciembre 2010, ISSN: 0251-3552


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