Opinión
mayo 2021

El estallido colombiano

Una multitudinaria ola de movilizaciones logró poner en jaque a la reforma tributaria que promovía el gobierno de Iván Duque. La división entre las necesidades populares y las prácticas del establishment son cada vez más evidentes en Colombia. La represión de la protesta y las violaciones a los derechos humanos se hicieron patentes. Duque y el uribismo se enfrentan a una creciente impopularidad y a la crítica de una ciudadanía cada vez más movilizada.

 

<p>El estallido colombiano</p>

Desde el 28 de abril, Colombia vive una multitudinaria ola de movilizaciones similar a la que se produjo en 2019, con causas de descontento semejantes. Este nuevo ciclo de protestas tiene lugar en el tercer pico de la pandemia, en medio de un frágil proceso de paz y con los peores indicadores sociales de la historia del país. El covid-19 ha sido particularmente fuerte con la sociedad colombiana: al día de hoy, Colombia es el tercer país con mayor número de muertos y contagiados en América Latina. Además, el nivel de pobreza llegó a 42%, valor que no se veía desde hace una década. Hoy, 15% de los colombianos viven en la pobreza extrema y no logran consumir tres comidas al día.

En este contexto, el renunciado ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla presentó la reforma tributaria más ambiciosa, en términos de recaudación, de los últimos años. Lo hizo, principalmente, para pagar la elevada deuda del país e intentar frenar una posible pérdida del grado de inversión de las calificadoras internacionales. En menor medida, lo hizo también para invertir en programas sociales.

La reforma tributaria, que el gobierno llamó eufemísticamente «Ley de Solidaridad Sostenible», fue impopular incluso antes de que su contenido se diera a conocer. El ministerio socializó partes de la reforma antes de que fuera radicada con gremios empresariales amigos e incluso estuvo en una reunión cerrada en palacio con Tomás Uribe, el hijo del ex-presidente Álvaro Uribe, quien no tiene ningún cargo político o mandato oficial. Esto, como era de esperarse, incomodó a varios políticos. Una vez que se conoció la reforma, los partidos políticos de oposición promovieron una votación negativa en el Congreso. Algunos partidos cercanos al gobierno, como Cambio Radical, también se opusieron a la propuesta, y ni el mismo Álvaro Uribe lucía muy convencido de ella.

Hasta ese momento, parecía tratarse de otra propuesta de reforma tributaria impopular que iba a ser aprobada en la sede parlamentaria. Hay que recordar que, en 2016, el ex-presidente Juan Manuel Santos aumentó la tarifa general del IVA de 16% a 19%. Además, las dos pasadas reformas de Iván Duque incluían beneficios tributarios onerosos para grandes empresas. Todas estas fueron medidas impopulares que lograron aprobación parlamentaria sin mayor escrutinio. Las cuentas en el Congreso para aprobar la Ley de Solidaridad no parecían fáciles, dado el rechazo de los partidos cercanos al gobierno. Sin embargo, Uribe ya se estaba encargando de conversar personalmente con ellos para lograr los votos necesarios con el fin de lograr una mayoría. Con la presión directa del ex-presidente, era probable que finalmente se consiguiera el resultado favorable.

Sin embargo, el futuro de la reforma no se definió en el Congreso, como había sucedido siempre, sino en las calles, lo que marca un hecho inédito en Colombia. Si bien aun antes de la radicación del proyecto las centrales obreras habían convocado un paro para el 28 de abril, la divulgación del articulado de la ley días antes de la protesta convirtió el rechazo hacia la reforma  –y hacia el ministro– en el lema de la movilización. El malestar venía de algunos puntos específicos de la ley, como ciertos aumentos en el IVA a servicios públicos e impuestos a los combustibles, y el congelamiento de los salarios de los empleados públicos, quienes tienen el convenio colectivo con mayor cobertura en el país. La molestia principal no eran los eventuales resultados de la reforma –podía beneficiar a los más pobres con ayudas sociales y reducir la desigualdad de ingresos–, sino el sujeto al que presionaba para conseguir su objetivo. La presión tributaria no se dirigía principalmente a los estratos más ricos de la sociedad, sino a los ya golpeados sectores medios. Y es que lo que hoy en Colombia se conoce como clase media es un amplio conglomerado integrado mayoritariamente por individuos que no ganan ni siquiera el salario mínimo y que tienen una limitada capacidad contributiva, en un país con pocos servicios y bienes sociales públicos.

La ley dejó en evidencia la desconexión entre la tecnocracia colombiana y su pueblo. Este alejamiento quedó evidenciado en una entrevista en la que el ministro, mientras explicaba las medidas sobre el IVA que llevarían al aumento del precio de los huevos, señaló que 12 huevos en Colombia costaban menos de una tercera parte de lo que en realidad valen. Tras las declaraciones, el huevo se convirtió en un símbolo que se incorporó en las pancartas de las manifestaciones y el ministro, por su parte, pasó a personificar la desconexión del gobierno con la sociedad. Una desconexión similar se vio también entre el pueblo y la academia ortodoxa, que constantemente trató a los manifestantes de desinformados que no entendían la filigrana de la reforma y por eso se oponían a ella. Treinta destacados economistas del país llegaron a redactar una carta pública apoyando la propuesta tributaria.

A pesar de que Colombia está pasando por el tercer pico de la pandemia –el más fuerte hasta el momento–, las manifestaciones han sido multitudinarias, incluso en ciudades intermedias bastante conservadoras. Su pregnancia ha sido tal que las protestas han continuado, a pesar de que el 27 de abril un tribunal ordenó su suspensión y de que rigen diversos decretos de toques de queda (algunos regían ya por la pandemia y otros se produjeron para frenar las protestas). En algunas ciudades las manifestaciones han sido particularmente fuertes. Cali, que hoy se autodenomina la «capital de la resistencia», en medio de un desabastecimiento general y del bloqueo de todas las entradas, incluso la del aeropuerto, es quizás la expresión máxima de ello. Los líderes locales de las grandes ciudades como Bogotá, Medellín y la misma Cali no solo desafiaron los decretos de suspensión y los toques de queda, sino que se posicionaron directamente en contra de la militarización ordenada por el gobierno. Algunas ciudades medianas buscaron salidas democráticas pacíficas, por ejemplo en mesas conjuntas de la ciudadanía y los militares, como sucedió en Cartagena.

Aunque ya hubo muertos en las manifestaciones anteriores, el estado de violencia y represión que se ha vivido no tiene precedentes. Temblores, una importante organización de defensa de los derechos humanos, ha reportado, entre el 28 de abril y el 4 de mayo, 31 víctimas por violencia homicida por parte de la policía y más de 1.443 casos de violencia policial, incluyendo violencia sexual contra mujeres. La Defensoría del Pueblo reporta un número de 88 desaparecidos, mientras que distintas organizaciones no gubernamentales hablan de más de 170. Muchos temen que la ineficacia del sistema judicial lleve otra vez a la impunidad de estos crímenes, como ya sucedió con casos semejantes en 2020. Los medios y el establishment han sostenido, por su parte, que se han producido graves e injustificables ataques contra la policía y vandalismo contra propiedad pública y privada. En una sociedad que, tras años de conflicto interno, se encuentra inmersa en un proceso de justicia transicional cuyo lema es el de «no repetición», el escenario resulta aterrador. Colombia ya ha padecido ciclos muy fuertes de conflicto interno como para ignorar que más violencia evoca aún más violencia, en un espiral que parece no tener fin.

Para ponerlo en contexto, las violaciones de derechos humanos por parte de la policía superan, en solo cuatro días, las cometidas en Chile durante varios meses de protesta en 2019. Organizaciones de la sociedad civil colombiana denuncian que la violencia policial es una práctica difundida dentro de las manifestaciones. Mientras continúan las violaciones de derechos humanos, la consejera presidencial de Derechos Humanos aseguró en una entrevista que «los derechos humanos solo existen si todos los ciudadanos observamos los deberes que tenemos para ser parte de la sociedad, porque la protección de los derechos es un asunto de todos». De manera semejante reaccionó también el gobierno ante las críticas de múltiples organismos internacionales, que pidieron el 4 de mayo una aclaración de los hechos cometidos y el respeto de los derechos humanos.

En medio de esta escalada de violencia, el paro tuvo su primer triunfo el 2 de mayo: el presidente ordenó retirar la reforma tributaria y aceptó la renuncia de Carrasquilla. Esto representa un descalabro político para un gobierno muy debilitado y un problema para el partido del gobierno en vistas a las elecciones de 2022.

La realidad es que la gestión del presidente Duque siempre ha sido impopular, pero su manejo de la pandemia –basado casi exclusivamente en decretos– y sus desatinos continuos en su programa diario de televisión no han hecho más que empeorar su imagen. Además, desde hace más de un año, el Congreso solo actúa de manera virtual y se esfuerza poco por cumplir su función de control político. Este hecho ha contribuido a llevar a la democracia colombiana a una crisis.

Frente a la continuación anunciada del paro, la pregunta es cómo superar, en medio de la violencia desbordada, la profunda crisis de gobernabilidad de esta administración. La estrategia del gobierno para manejar la protesta parece ser la misma que en 2019: iniciar un diálogo, cuando lo que realmente se necesita es una negociación seria. Además, junto con los actos de violencia policial, no queda claro si esta estrategia de diálogo puede llevar a desescalar la situación y a reparar la confianza de los sectores que se han movilizado. El problema es tan agudo que algunos manifestantes, al igual que el ala de extrema derecha del partido de gobierno, han pedido la destitución del presidente. Otros sectores están pidiendo, por su parte, la declaración de un estado de conmoción interior.

La falta de apoyo al presidente, la crisis derivada de la pandemia y las protestas multitudinarias con altos niveles de violencia, en medio de la crisis social y económica más grande de la historia, parecen constituir una carga demasiado grande para Duque. Pero en el sistema presidencialista no hay salidas fáciles para un gobierno que enfrenta una crisis de esta magnitud. Para salir de la crisis de gobernabilidad, algunos miembros destacados del partido de gobierno han pedido un cambio inmediato en la Presidencia. Seguramente, el partido tiene entre sus opciones explotar las manifestaciones para estos fines. Desde fuera, esta parece ser una estrategia arriesgada, porque el espectro político de la centroderecha y la extrema derecha no ha definido sus candidaturas hasta ahora. En el Centro Democrático, el partido del presidente, no ha surgido un liderazgo convincente. Es probable que, confiando en el fuerte institucionalismo que siempre ha guiado al pueblo colombiano y que ha garantizado la estabilidad del sistema político, se busque finalmente una salida institucional. Esta se presenta en menos de diez meses, a través de elecciones legislativas y luego presidenciales.

Si bien es cierto que el gobierno y Centro Democrático salen de la última semana fuertemente debilitados, no es fácil identificar ganadores políticos que puedan beneficiarse de esta crisis. Ganan, seguramente, los partidos políticos de la oposición, que se posicionaron pronto contra la reforma y que, además, han estado acompañando las protestas en los territorios. El llamado Pacto Histórico, una alianza alrededor del candidato de izquierda Gustavo Petro, parece tomar impulso. El Pacto Histórico ha apoyado abiertamente al comité del paro, aunque también otros partidos han declarado empatía y solidaridad con los manifestantes. En efecto, según las más recientes encuestas, Petro tiene las mejores posibilidades de ganar las elecciones de 2022. Esto es así incluso cuando recientes sondeos también indican que la mayoría de los colombianos se ubican en el centro dentro del espectro político. Sin embargo, hay que tener en cuenta que las encuestas no siempre resultan confiables: recordemos que los sondeos realizados en Colombia en 2016 anunciaban un resultado afirmativo arrollador al plebiscito sobre el Acuerdo de Paz.

Sea quien fuere la ganadora o el ganador de esta situación, algo resulta evidente: para ganar la primera vuelta de las elecciones presidenciales, esa persona deberá ser capaz de movilizar no solo a los manifestantes, sino también a una buena parte del establishment.

Quien gane políticamente con la situación de 2021 se enfrentará, además, a un nuevo reto: la caída de la reforma tributaria y del ministro. Este es un hito histórico que muestra que Colombia se encuentra frente a un despertar democrático de la ciudadanía hacia temas de justicia económica, además de poner en claro la vocación ciudadana de que las políticas públicas se hagan de frente y no de espaldas a ella. Para realizar cambios estructurales y transformar la sociedad colombiana, será precisa una alianza que pueda inspirar una mayor confianza popular y la certeza de que se construirá una democracia deliberativa más incluyente, con una propuesta social y económica más equitativa. A su vez, será necesario asumir que los proyectos políticos deben ser consensuados y discutidos más ampliamente con sectores políticos y sociales diversos. El progreso hacia la paz estable y la justicia social debe hacerse a través de una solución negociada de estos conflictos socioeconómicos, fortaleciendo las instituciones democráticas y cumpliendo las normas internacionales de derechos humanos. 



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