Coyuntura
NUSO Nº 231 / Enero - Febrero 2011

Ecuador: ¿intento de golpe o motín policial?

La asonada del 30 de septiembre en Ecuador, con la Policía sublevada y el presidente retenido durante horas, abrió un interesante debate: ¿se trató de un simple motín policial gatillado por cuestiones salariales, desorganizado y sin conducción? ¿O fue un golpe de Estado orientado a deponer a Rafael Correa y neutralizar el proceso de «revolución ciudadana»? El artículo analiza en detalle los acontecimientos, el rol de los diferentes actores y sus intereses, y plantea algunos temas de fondo que ayudan a entender mejor la situación, como el malestar de la Policía, el estilo de gestión de Correa y la desconexión entre el Ejecutivo y buena parte de las organizaciones sociales.

Ecuador: ¿intento de golpe o motín policial?

Apenas terminada la asonada del 30 de septiembre de 2010, en medio de una batalla campal entre policías y militares en las calles de Quito en la que murieron dos militares, dos policías y un joven estudiante universitario, empezó la batalla por la interpretación de lo ocurrido.

En los días siguientes, Rafael Correa expuso con claridad meridiana la tesis oficial: el problema salarial que públicamente adujeron los policías amotinados para justificar su insubordinación fue una vulgar excusa. Hubo en realidad un calculado y premeditado intento de golpe de Estado urdido por conspiradores ligados al Partido Sociedad Patriótica del ex-presidente Lucio Gutiérrez, que, al fallar en el designio de sublevar a las Fuerzas Armadas, optó por el «plan B», matar al Presidente de la República.En cuanto al rol protagónico de la Policía [en lugar del Ejército] en el intento de golpe, no sería fortuito (…). La ausencia de policías en las calles generalizaría el «caos» (en Guayaquil, por ejemplo, hubo robos y saqueos, expeditamente cubiertos por los medios, lo cual proporcionaría un pretexto justificado para el golpe). De hecho, los titulares de la prensa del 1 de octubre, enfatizaban en el «caos» vivido (…).

El descontento por los cambios en el régimen de remuneraciones de la Policía no podía ser la causa del alzamiento porque la Ley de Servicio Público, aunque eliminaba las bonificaciones por condecoraciones y ascensos, aumentaba los salarios totales al incluir el pago por horas extras. Sobre todo, recalcaba el presidente, el apoyo gubernamental a la institución habría sido inmenso: sensible aumento de los salarios entre 2007 y 2010, mejora en el equipo operativo, inversiones en infraestructura física. Por eso, dados sus titánicos esfuerzos públicos pronto olvidados, se sintió hondamente traicionado.

La tesis del motín, por el contrario, afirma que no hubo intento de golpe. Jamás se hizo ninguna proclama golpista y prácticamente todos los altos oficiales policiales buscaron el apaciguamiento; jamás hubo un mando unificado ni voceros y no se evidenció planificación alguna en las acciones del día:

Empecemos entonces recordando que un golpe de Estado (…) requiere de ciertas condiciones. Lo fundamental, sin duda, es que alguien declare derrocado al gobierno vigente y anuncie quién asume la dirección del país en su reemplazo. En lo ocurrido el 30 de septiembre en Ecuador, esto no sucedió en ningún momento (…). Los policías insubordinados ni siquiera presentaron un representante o liderazgo unificado (…). La falta de unidad en la acción es otro hecho evidente (…). ¿Será que las fuerzas de seguridad involucradas olvidaron que un golpe de Estado se planifica? ¿Será que no nombraron a los responsables de tareas básicas como la vocería? ¿O será simplemente que no hubo golpe de Estado y que lo que sí hubo fue un levantamiento policial?

El secuestro o retención del Presidente de la República, el peligro que corrió su vida y la violencia de los sucesos ligados al rescate en la noche del jueves se explican, según esta interpretación, por el caldeamiento de los ánimos conforme se fueron encadenando acontecimientos improvisados provocados por la furia del momento. El aspecto decisivo de ese desencadenamiento de violencia y del plagio que puso en riesgo la estabilidad institucional del país habría sido la imprudente actuación del presidente en las primeras horas de la mañana, cuando acudió personalmente al Regimiento Quito No 1 con el fin de resolver el problema. Allí terminó perdiendo la compostura y desafiando abiertamente a los sublevados en actitud de agitador: «Señores, si quieren matar al Presidente, aquí está: mátenme. Si les da la gana, mátenme, si tienen valor, en vez de estar en la muchedumbre, cobardemente escondidos». Esta intervención agitó los ánimos y desencadenó la secuencia de acontecimientos que llevó a convertir el motín gremial en un secuestro que pudo costarle la vida.

Tesis alternativa

¿Qué pensar de estas interpretaciones contradictorias? La información es, por supuesto, fragmentaria, secreta, impermeable al escrutinio detallado. Ofrecemos aquí una especulación verosímil y provisional, basada en la información fragmentaria disponible.

El primer hecho a tomar en cuenta es que en las primeras horas de la mañana la huelga policial no fue un hecho aislado en un batallón determinado. Fue un acto masivo que dejó sin policía a todo el país. De la información disponible, en Galápagos y Sucumbíos la huelga no fue acatada, mientras que en las ciudades de Cuenca y Esmeraldas la tropa regresó al trabajo luego de negociaciones con sus superiores. Esto indica que, si hubo conspiración, había también un respaldo masivo a la «excusa» salarial o gremial. ¿Cómo explica el oficialismo este apoyo masivo? Básicamente, por la desinformación de los agitadores, las mentiras repetidas y el aprovechamiento del hecho de que los policías no habían leído en detalle la ley y no conocían los beneficios que les aportaba. En una palabra, el engaño.

Esta explicación no es satisfactoria. Supone que un hecho muy poco frecuente en la historia ecuatoriana, una huelga nacional de policías (la última data de 1980), puede deberse a agitadores que engañan a masas dócilmente manipulables. En realidad, la agitación solo surte efecto en un ambiente receptivo. Y no solo eso. Dos altos oficiales, el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, el día jueves, y el comandante en jefe de la Policía, cuando renunció el viernes, en actos insólitos, pidieron públicamente la revisión de la Ley de Servicio Público. ¿Ellos tampoco la habían leído? ¿Nadie sabe leer? El oficialismo reconoce que la ley elimina las bonificaciones por condecoraciones y ascensos pero dice que se las compensa con horas extras. La diferencia práctica es que el beneficio actualmente existente se retira y se cambia el criterio de asignación de la bonificación adicional: en lugar del «mérito» en acción, se otorga por el tiempo de trabajo diario. El impacto «identitario» del cambio para la Policía parece ser tan importante, al menos, como el puramente pecuniario.

Hay más. El tema había sido debatido en la Asamblea Nacional durante el tratamiento de la ley presentada por el Ejecutivo. Luego de intensas discusiones, la Asamblea aceptó la negociación: incluyó la excepción para las Fuerzas Armadas y la Policía, de manera que pudieran seguir percibiendo ese tipo de bonificaciones. Pero el presidente vetó esta excepción en la ley y no aceptó la negociación de la Asamblea porque no le parecía lógica. En una entrevista concedida a Ecuador TV, la televisión pública, el 1 de octubre, Correa explicó que, si aceptaban ese punto, todas las otras instituciones del sector público podrían reclamar sus propias excepciones; si los policías querían mantener esas bonificaciones, entonces debería retroceder totalmente al sistema antiguo y recibir solo su antiguo y reducido salario. Todo o nada.

La tesis más radical de la conspiración, que supone la existencia de una masa de policías ignorantes y dócilmente manipulados, carece de toda seriedad. Es por completo insostenible. Es evidente que, internamente, el gobierno debe hacer otro análisis. Voceros del propio gobierno han dado a entender que, más allá de los discursos públicos, reconocen que existe un malestar policial más profundo que podría estar en la base del problema. El propio presidente Correa ha mencionado «otros temas» entre las motivaciones de los sublevados:

Entonces evidentemente se trataba de cosas más profundas, nosotros estamos haciendo investigaciones sobre atentados a derechos humanos en la Policía Nacional. La estamos modernizando, la estamos humanizando. Teníamos ahí aparatos represores, represivos, había vinculaciones con potencias extranjeras, incluso directamente, ciertas unidades eran financiadas por países extranjeros que además eran los que designaban a los directores. Todo eso está cambiando, pero hay grupos fascistas que se resisten a esos cambios y ahí están las verdaderas motivaciones de esta insubordinación, y hay contactos con grupos que dijeron que tienen estas prácticas.

Algunos datos proporcionados por la revista Opción S, dirigida por miembros del Partido Socialista, permiten considerar las dimensiones del problema:

En el proceso de «depuración interna», realizado entre enero de 2007 y agosto de 2010, se concretaron 503 Tribunales de Disciplina por asuntos internos, fueron procesados 691 uniformados, de los cuales 367 fueron dados de baja, 171 arrestados, 95 absueltos y 68 sancionados con penas leves. En la actualidad se encuentran registrados más de 1.500 casos de abuso policial y las principales responsabilidades y sanciones recaen en los ejecutores de órdenes, la tropa y los oficiales de más baja graduación.

La reestructuración institucional de la policía, sin embargo, no se limita a los sensibles temas del control de los abusos contra los derechos humanos. Alexis Mera, jefe del equipo jurídico de la Presidencia y personaje prominente durante la crisis, lo expresó muy bien en una entrevista pocos días después de sofocada la revuelta:

Los informes que tenemos es que sí se la hace [Gustavo Jalk, ministro del Interior, que sí explica a los policías los beneficios de la ley]. Pero parece que hay gente infiltrada que está haciendo una propaganda en contra. No son solo los Gutiérrez (...). La Policía tiene ciertas estructuras complicadas que han estado vinculadas a gastos reservados del Departamento de Estado norteamericano. Eso se cortó. Hace más de dos años ya tuvimos incidentes cuando llegó la Embajadora, entró a la Policía y se llevó unas computadoras como si fuera su casa. Hay gente que ya no tiene esos beneficios y que está resentida. Si esa gente quiere que el Gobierno americano siga manejando la Policía, está equivocada (...). Hay planes de entregar la Policía de Migración a otra entidad; entregar la de Tránsito a los municipios, entonces hay funcionarios que creen que son espacios de poder y que pueden afectarlos (...). Hay oficiales y personal inconformes con las decisiones del Gobierno: la Comisión de la Verdad, la investigación de los abusos de la Policía en los últimos 25 años.

El secretario jurídico se refiere a cambios institucionales operados en los últimos años, a los que habría que añadir la supresión de la autonomía de los servicios de inteligencia y la eliminación de los cobros por la participación en los concursos para el ingreso de nuevos reclutas.

En suma, la Ley de Servicio Público entró en vigor en el marco de una profunda intranquilidad por el avance de las reformas dentro de la Policía. Ese es el caldo de cultivo de la agitación interna de los sectores más reaccionarios de la oficialidad y la tropa. Grupos que no necesariamente son seguidores de Lucio Gutiérrez (presidente entre 2003 y 2005) pero que fácilmente pueden coaligarse con él. Simplificando las cosas, la política global del gobierno de la «revolución ciudadana» con la Policía puede interpretarse como un intento de compensar los apoyos que se pierden por el proceso de reestructuración interna con importantes concesiones salariales, de equipamiento y de dotación de infraestructura. Pero la compra de la lealtad no es tan duradera y estable como la lealtad verdadera.

Estamos en condiciones de formular sintéticamente la hipótesis alternativa: el trabajo de los agitadores y conspiradores de la derecha militar y policial que existen desde el inicio del gobierno (y que seguirán existiendo después) tiene una creciente influencia en la Policía. Esto se debe al descontento e intranquilidad de los grupos de oficiales «duros», provocados por las reformas institucionales en curso. Ese caldo de cultivo, claramente reaccionario, se encontró con un malestar más amplio, el de una parte de la tropa que buscaba mantener un beneficio particularmente valorado: en su comprensión de las cosas, los beneficios adicionales no tenían por qué significar el sacrificio de los beneficios existentes. El gobierno, al no querer negociar, brindó la ocasión para una huelga donde se afirmó la influencia de los grupos duros y de los conspiradores. El desafío personal lanzado por el presidente en la mañana del jueves en el Regimiento Quito empeoró la situación. Pero evidentemente no la provocó. Sin el ambiente previo, es difícil pensar que su error hubiera tenido las terribles consecuencias que ahora conocemos. La publicación de las comunicaciones radiales de los sublevados presentada por la prensa el día 4 de octubre no deja lugar a dudas: varios de los implicados estuvieron dispuestos, en los momentos más tensos de la refriega de la noche, a matar al presidente. Tampoco hay dudas de que carecían de una voz de mando unificada: los uniformados improvisaban y cada cual daba su opinión. Queda claro también que Correa estuvo efectivamente secuestrado: varios de ellos no estaban dispuestos a dejarlo salir a menos que firmara un compromiso de amnistía y revisión de la ley. Incluso si varios policías estaban dispuestos a dejarlo ir, había muchos exaltados que eliminaban cualquier garantía para su integridad. El presidente se negó terminantemente a cualquier concesión, y se dio paso a la solución militar: en horas de la noche, un equipo de elite del Ejército liberó, por la fuerza, a Correa, que estaba retenido en el hospital de la Policía. Resulta también evidente que hubo varios personajes ligados a Lucio Gutiérrez en los hechos: en el Regimiento Quito y en el ataque a la televisión pública. Pero, como dice Alexis Mera, no fueron solo los gutierristas quienes protagonizaron los episodios.

Es plausible suponer que la influencia de este grupo, si existe, es mayor en el Ejército, de donde provienen casi todos sus principales dirigentes. Sin embargo, el Ejército no se plegó al paro. La razón probablemente estriba en que las transformaciones institucionales son menores en las Fuerzas Armadas que en la Policía. Se han perdido privilegios similares a los que perdieron todas las otras dependencias públicas en cuanto a comisariatos exclusivos, clubes para descanso familiar y servicios médicos. Pero se han mantenido otras importantes, como empresas, estructuras de mando y controles operativos. Los beneficios por condecoraciones pueden imaginarse menores a los de la Policía en la medida en que hay menos combates. Por lo tanto, el impacto salarial (y sobre todo moral-identitario) de la Ley de Servicio Público pudo ser menor. Sobre todo, y esto es fundamental, las políticas desarrollistas clásicas impulsadas por el gobierno de Correa, que recuperan el papel del Estado en la economía y lo revalorizan como conductor de un proyecto de engrandecimiento y fortalecimiento patriótico, pueden encontrar oídos receptivos en la oficialidad del Ejército y las Fuerzas Armadas más que en la Policía.

Antes y después

Incluso si las demandas contra la Ley de Servicio Público pudieran considerarse justas, la combinación con el rechazo a la reforma policial y la agitación gutierrista hacen de este un motín reaccionario. Las organizaciones populares y progresistas solo podían repudiarlo y combatirlo. Pero no fue así. Aunque la inmediata movilización social en defensa del gobierno fue importante, fue también bastante modesta: nunca hubo ríos de gente en la calle. Es difícil calcular la cantidad de personas que se movilizaron para la defensa del gobierno, pero es seguro que no hubo 100.000, como dice el presidente. Quintero y Sylva no dan una cifra, pero recalcan que el Partido Socialista fue el más importante factor de movilización social. La revista Opción S habla de tan solo 2.000 personas en la mañana. En la noche, la Plaza Grande, donde Correa dio su discurso una vez liberado, estaba llena entre un tercio (estimación de Vanguardia) y la mitad, es decir, entre 4.000 y 7.000 personas. Un generoso cálculo de Fernando López, sumando a todos los movilizados en Quito, sugiere que podrían haber sido 20.000. Al margen de cálculos incompletos, lo cierto es que no se trató de un factor decisivo en la resolución de la crisis. Las insistentes declaraciones de varios voceros del gobierno sobre la urgencia de contar con bases organizadas llama indirectamente la atención sobre su rol en los momentos decisivos de la crisis.

Por eso, más decisiva para hacer inviable un golpe fue la popularidad del gobierno en las encuestas. En efecto, todas ellas revelan un masivo repudio a la posibilidad del golpe, a la retención del presidente y a la actitud de la Policía, que dejó desguarnecidas las ciudades. Pero no se trató de un apoyo organizado, capaz de movilizarse a tiempo y con dirección. Es posible especular, sin embargo, que, en la medida en que el respaldo popular era alto, había un amplio margen para que el apoyo en la calle creciera si la situación se agravaba y perduraba. ¿Por qué las organizaciones populares y sociales no se movilizaron y varias de ellas incluso tuvieron posiciones condescendientes o apoyaron abiertamente la sublevación policial? Las explicaciones más lamentables provienen de sectores de la izquierda cercanos o simpatizantes del gobierno ciudadano. Atilio Boron explica las posiciones políticas de una manera sencilla:

Para ni hablar de la lamentable involución del movimiento «indígena» [sic, entre comillas] Pachakutik, que en medio de la crisis hizo pública su convocatoria al «movimiento indígena, movimientos sociales, organizaciones políticas democráticas, a constituir un solo frente nacional para exigir la salida del Presidente Correa». «¡Sorpresas te da la vida!», decía Pedro Navaja; pero no hay tal sorpresa cuando uno toma nota de los generosos aportes que la Usaid y el National Endowment for Democracy han venido haciendo en los últimos años para «empoderar» a la ciudadanía ecuatoriana a través de sus partidos y movimientos sociales.22.

El detalle incómodo de esta rápida explicación es que el aporte de Usaid y el National Endowment for Democracy se dirigió al Comité Empresarial Indígena, donde no solo figura como promotora Lourdes Tibán, asambleísta de Pachakutik, fuerte opositora del gobierno, sino también Mariano Curicama, prefecto indígena de Chimborazo, aliado del gobierno. Si la razón de sus posiciones políticas es el origen de sus fondos, ¿por qué sus miembros tienen posiciones diferentes? En realidad, estas instituciones no han financiado ni a la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) ni al Ecuarunari ni a Pachakutik. Todo aquel que conozca mínimamente el movimiento indígena ecuatoriano sabe que la financiación de la cooperación internacional existe desde el mismo nacimiento de las organizaciones étnicas a inicios de los años 80. La lógica del razonamiento nos llevaría a pensar, entonces, que el levantamiento de 1990 y toda la oposición al neoliberalismo podría ser una «acción paralela de aparatos paraestatales del extranjero». Sustituir explicaciones políticas por acusaciones de conspiración está lejos de ayudar a entender el proceso histórico. Para comprenderlo, hay que situar los ejes del distanciamiento entre el gobierno y las organizaciones populares. Rafael Quintero y Erika Sylva, ambos altos funcionarios del gobierno y miembros de la “tendencia unitaria” (es decir, más gobiernista) del Partido Socialista Ecuatoriano, llegan a plantear que el origen del golpe está en las luchas de la Conaie un año antes contra la Ley de Aguas:

Si bien la derecha conspiró contra el gobierno de Rafael Correa Delgado desde su instalación, paradójicamente el golpe como un proceso orientado a derrocarlo y derrotar el proceso constituyente por él liderado, se originó con la movilización de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), a fines de septiembre del 2009, en rechazo a la Ley de Recursos Hídricos y para retener su manejo de las instituciones públicas orientadas al sector indígena en educación, salud y desarrollo, abriendo la coyuntura desestabilizadora que tendría su hito un año más tarde, el 30 de septiembre del 2010, con la insubordinación de sectores de la Policía y el secuestro e intento de asesinato del Presidente de la República.

La tesis de Quintero y Sylva es que hubo una confluencia entre la derecha y el «corporativismo» que barniza la política de la Conaie y de toda la izquierda. Dado que Correa no proviene de la izquierda, su ataque al corporativismo es más frontal. El corporativismo es, para estos autores,

un mecanismo de representación de los intereses económicos de los grupos sociales organizados caracterizado por: a) suplantar, o al menos, hacer prevalecer la esfera de los intereses privados por encima de los intereses públicos o colectivos, lo que significa negar la democracia general del pueblo como posibilidad histórica; b) expandir/conservar las «conquistas» gremiales de sus «grupos de interés» ya obtenidas, conceptuadas como derecho irrenunciable; c) eludir el reconocimiento de los derechos y obligaciones de cada ciudadano como una condición universal (de todos), por encima de sus intereses, logros y conquistas gremiales; d) hacer prevalecer la representación de los gremios, sindicatos y corporaciones en general, por encima de los partidos políticos (…). El corporativismo ha bloqueado el desarrollo democrático del país al debilitar a los partidos políticos, convirtiéndolos en entidades corporativas o constituyéndolos en apéndices de los gremios.

Esta diferencia, apuntada por los funcionarios gubernamentales, adecuadamente reformulada puede servir para entender el conflicto político entre el gobierno y gran parte de las organizaciones sociales. El fondo del problema es que existe una comprensión distinta de la democracia y del proceso de fortalecimiento del Estado en un escenario posneoliberal. Mientras las organizaciones sociales reclaman participación en las instancias de toma de decisión sobre políticas públicas, el gobierno argumenta que los sujetos «regulados» no pueden ser parte de la «regulación», por lo que las decisiones deben concentrarse en el jefe del Ejecutivo, elegido en elecciones universales y por tanto representante de toda la sociedad. Esta diferencia política se expresó muy claramente en el debate de la Ley de Aguas y de la Ley de Educación Superior, pero puede extenderse a otras políticas, como el diseño del «Estado plurinacional» o la consulta de poblaciones afectadas por actividades extractivas. En el caso de la Ley de Aguas, las organizaciones rurales e indígenas reclamaban que la máxima entidad pública de toma de decisiones políticas fuera un tipo de «consejo» con participación de las organizaciones rurales (el Consejo Plurinacional del Agua), mientras que el gobierno buscaba delegar todas las decisiones importantes en la Secretaría nombrada por el Ejecutivo. En el caso de la Ley de Educación Superior, las universidades reclamaban que la máxima entidad reguladora del sistema tuviera autonomía y representación mayoritaria de la comunidad universitaria, mientras que el gobierno buscaba (y logró) reservar el control de dicha entidad en manos del presidente. Cuando el gobierno admite que pueden existir representantes de organizaciones o de estamentos de la sociedad civil, estos no pueden ser designados por las mismas organizaciones o mediante elecciones, sino por concurso de méritos y oposición. Se diluye así el lazo de representación social y se lo sustituye (o se matiza muy fuertemente) por el de mérito individual. Así, pues, el conflicto entre «corporativismo» y «revolución ciudadana» consiste en que, para las organizaciones, el fortalecimiento del Estado significa reforzar la participación organizada de la sociedad en las instancias de toma de decisiones, mientras que, para el gobierno, significa fundamentalmente centralizar las decisiones en el Ejecutivo, sede del interés público.

Entre las organizaciones sociales y el gobierno existe, pues, un distanciamiento político que no puede reducirse a la influencia del Departamento de Estado. Hay que decir, además, que este distanciamiento no se limita al «corporativismo» sino también a la política de promoción de la minería y a la hostilidad gubernamental frente a la movilización social independiente, que lo ha llevado a acusar de «terrorismo y sabotaje» a una gran cantidad de dirigentes sociales, incluida toda la dirigencia de la Conaie y el Ecuarunari.

A la luz de estos antecedentes, no es efectivamente ninguna «sorpresa» que entre las organizaciones indígenas haya resultado difícil la negociación interna sobre la posición a adoptar frente al gobierno: debían «olvidar» momentáneamente los constantes conflictos y las humillaciones que han recibido de parte del presidente y los sistemáticos intentos de debilitarlas de parte del gobierno. Al mediodía, la organización decidió repudiar el golpe, aunque reafirmando sus diferencias con el gobierno. Sin embargo, un nuevo comunicado de la Conaie, el 6 de octubre, retomó el discurso inicial de ciertos dirigentes de Pachakutik, señalando que rechazaban al gobierno y que rechazarían cualquier intento de golpe si lo hubiera habido (pero en realidad no hubo ni golpe ni secuestro). Estas variaciones en la postura revelan las contradicciones internas dentro de la más grande de las organizaciones populares del Ecuador. No estaba en condiciones, por lo tanto, de hacer ninguna movilización contra el motín. Las organizaciones rurales más cercanas al gobierno, como la Confederación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (Fenocin) o la Coordinadora Nacional Campesina (CNC), repudiaron el golpe, y algunas de ellas se movilizaron. De manera más específica, el motín policial inicial contra la Ley de Servicio Público encontró eco en horas de la mañana en sindicatos públicos descontentos con una norma que, además del problema salarial de los policías, conculcaba derechos laborales. Los intentos sindicales de conversar se habían estrellado, como de costumbre, contra la negativa del gobierno a negociar los términos de los cambios. Estos grupos sindicales descontentos que esperaban inicialmente apoyar (y apoyarse) en la demanda policial rápidamente se retiraron cuando, en horas de la tarde, el proceso fue desbordado. Pero jamás saldrían a la calle a defender al gobierno. Hubo también grupos aislados de estudiantes descontentos por el trámite de la Ley de Educación Superior que salieron a apoyar a la Policía, pero desaparecieron luego del mediodía. Tampoco los maestros organizados rechazaron el secuestro, reflejando la dureza del conflicto que los aleja del gobierno incluso si apoyan el proyecto de Ley de Educación General, actualmente en trámite.

En síntesis, entre las organizaciones populares importantes, los golpes pasados y reiterados del gobierno han sido demasiado frecuentes como para salir a la calle en su defensa. Es la cosecha de una política gubernamental sistemática de alejamiento, intolerancia, desprecio e incluso persecución a las organizaciones populares. El resultado acumulado fue que la defensa más efectiva e inmediata contra la desestabilización resultó estar en las Fuerzas Armadas y en la respuesta internacional. Así como se puede valorar el aplomo presidencial en los momentos más tensos de la crisis, es un grave error mantener la misma actitud con todos en toda circunstancia, despreciando la negociación política con organizaciones sociales. Se acumulan y suman peligrosamente los descontentos sectoriales: en la política agraria, indígena, laboral, universitaria, entre otros. No impiden que la popularidad del presidente se mantenga alta, pero le enajenan aliados activos y políticamente definidos. Vencer las resistencias encontradas (y las que se seguirán encontrando) para las reformas más necesarias requiere que se dialogue y se negocie con quienes pueden apoyar no solamente por beneficios particulares sino por convicción histórica. El empecinamiento del gobierno en confrontar con los grupos organizados y activos de los sectores progresistas le puede resultar muy caro en el próximo enfrentamiento con los grupos más reaccionarios.

Visto en una perspectiva más general, ¿salió fortalecido el gobierno? Es difícil saberlo. Hubo un repudio generalizado a la actitud policial y los sondeos muestran un aumento de la popularidad del gobierno. En la siguiente ley aprobada en la Asamblea (la Ley de Seguridad Social) el Ejecutivo terminó aceptando la negociación conducida por los parlamentarios que modificaba la propuesta inicial, para beneplácito de las organizaciones de jubilados. En la Convención Nacional de Alianza PAIS, celebrada a inicios de noviembre, los puestos directivos del partido fueron ocupados por dirigentes relativamente más interesados en promover la organización popular. Quizás signifique algún tipo de reorientación. Pero las señales son contradictorias: el Código de la Producción, en trámite en la Asamblea, ha sido aplaudido por los gremios empresariales, aunque pongan reparos al conjunto de la política económica. Para ellos es una buena señal, aunque muy aislada.

En el mediano plazo, la negativa a considerar las demandas sectoriales o a construir frentes basados en el diálogo entre grupos con planteamientos afines erosiona la base social potencial del Movimiento PAIS y puede llevar a la agregación paulatina de los crecientes agravios particulares. Por su parte, la solución al «problema policial» se presenta muy difícil: ¿por dónde pasar la tijera que separe las concesiones de la mano firme? Sea como sea, allí, en la Policía, el presidente no podrá encontrar aliados firmes. El gobierno necesita entender que no podrá hacer los cambios solo. Tiene que decidirse a escoger aliados en lugar de abrir frentes a izquierda y derecha. Una vez que los escoja (y no sabemos si serán los grupos empresariales, las organizaciones populares o una combinación inestable de ambos), si son en verdad aliados, debe negociar las políticas con ellos. Sin construir acuerdos y cambiar la prepotencia por el diálogo, las facturas del conflicto y la incertidumbre de sus resultados seguramente se agravarán en el futuro.


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 231, Enero - Febrero 2011, ISSN: 0251-3552


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