Dilemas internos y espacios internacionales en el gobierno de Evo Morales
Nueva Sociedad 209 / Mayo - Junio 2007
Desde el siglo XIX, Bolivia ha constituido un caso paradigmático de disputas y desacuerdos entre sus elites políticas respecto a los objetivos del desarrollo nacional, lo que ha frustrado sus posibilidades una y otra vez. Hoy, el gobierno de Evo Morales tiene muchas chances de romper esta maldición, ya que cuenta con un sólido apoyo social y los recursos del gas. Para ello deberá desarrollar sus capacidades internacionales, cada vez más relevantes debido a la ubicación de Bolivia en el corazón de Sudamérica y su posición estratégica como paso entre los dos oceános.
Toda publicación analítica tiene su lógica. En el examen del gobierno de Evo Morales que se realiza en este volumen, se me ha encargado un análisis desde afuera, a partir de una perspectiva independiente y crítica que, sin embargo, guarde afecto y empatía hacia la realidad que describe. Mi primer acercamiento a Bolivia tuvo lugar antes que pudiera conocer ese país del corazón de América del Sur. Se produjo a través del contacto y la amistad con los bolivianos que cursaban estudios en las universidades chilenas o realizaban programas de formación política en los años previos al golpe de Estado de septiembre de 1973. Entre ellos encontré a Antonio Araníbar, Tonchi Marinkovic, Jaime Paz Zamora, todos ellos más tarde figuras influyentes en la vida de su país. También a Enrique Ríos, trágicamente asesinado en los fusilamientos del Estadio Nacional durante las sangrientas jornadas que siguieron a la muerte de Salvador Allende.
Mi conocimiento de la comunidad boliviana continuó durante mi exilio en México en los 70. Allí convivimos académicos de la mayoría de los países de América del Sur perseguidos por las dictaduras militares. Entonces tuve ocasión de trabajar con Marcelo Quiroga Santa Cruz, Cayetano Llobet, Carlos Toranzo y, especialmente, con René Zavaleta, uno de los más creativos y brillantes intelectuales latinoamericanos en las ciencias sociales del siglo XX. Todos ellos iluminaron para nosotros varias de las claves de la compleja historia boliviana, tan distinta de la de otros países, durante aquella experiencia cotidiana de impulsar cualquier proyecto que pudiera contribuir a instalar gobiernos democráticos en la región. Con esa valiosa formación, Bolivia me resultó un país muy próximo en las numerosas visitas que he realizado en los últimos 25 años.
La historia boliviana tiene algo de extremo. Es casi siempre una historia en el límite de las posibilidades. El país experimenta las mismas tendencias que prevalecen en el resto de América Latina, pero de un modo más radical. De esa manera, no se logra el efecto acumulativo que lleva habitualmente al progreso de las naciones cuando existe un acuerdo político para asegurarlo, sino más bien a un balance de oportunidades perdidas.
Pero cada vez que esto ocurre vemos pronto que por su enorme riqueza en recursos naturales, por la fuerza de sus organizaciones sociales y el espíritu combativo de su gente, Bolivia vuelve a recrear nuevas oportunidades para soñar con un futuro mejor. Siento que esto es lo que ocurre hoy con el gobierno de Evo Morales, solo que esta vez las tendencias parecen más firmes y quizás puedan dar lugar a un salto cualitativo y cuantitativo para el país.
En este breve ensayo intentaré examinar el entrecruzamiento de los factores internos con las oportunidades de inserción internacional que, a comienzos del siglo XXI, se abren para Bolivia. Para ello haré un breve recuento de las tendencias que, a mi juicio, han caracterizado la vida política boliviana desde que, en julio de 1978, se convirtió en el primer país sudamericano en poner término a una dictadura militar con una ideología de seguridad nacional, de aquellas que uniformaron la vida de la subregión durante la década del 70.
El proceso político boliviano
La dictadura de Hugo Banzer, iniciada en agosto de 1971, se había inscrito tempranamente en el conjunto de gobiernos autoritarios latinoamericanos tras el derrocamiento del general Juan José Torres, un militar nacionalista cercano al general peruano Juan Velasco Alvarado, más tarde asesinado en Buenos Aires. Banzer fue la primera compañía que en esa agitada década tuvieron los generales brasileños que, desde 1964, venían ensayando un nuevo modelo militar, concebido en medio de los conflictos de la Guerra Fría, como una réplica a las visiones radicales de una izquierda latinoamericana animada por la consolidación de la Revolución Cubana. Estos regímenes de excepción aplicaban las concepciones elaboradas en el Colegio Nacional de Guerra de Estados Unidos con sus categorías claves de «contrainsurgencia», «guerra interna», «enemigo interno», «fronteras ideológicas» y «defensa de la civilización occidental y cristiana». Así, tras la destitución de Banzer, los bolivianos tuvieron la oportunidad de ensayar la primera transición hacia la democracia en el sur de América Latina. Pero enfrentaron también los primeros tropiezos con la fallida tentativa de golpe de Estado del coronel Alberto Natusch Busch en noviembre de 1979 y luego, en julio de 1980, con la instalación del brutal y corrupto régimen del general Luis García Meza, que provocó el tipo de involución autoritaria tan temida por los luchadores democráticos de esos años.
De este modo, el verdadero regreso a la democracia se produjo recién en octubre de 1982, con la segunda presidencia de Hernán Siles Zuazo. Para entonces, Bolivia se vio favorecida por la corriente de cambios que se imponía en América del Sur, situación que incluía una nueva estrategia de EEUU que, al fin, se había convencido de la inconveniencia que, para sus propios intereses, tenían el respaldo y la identificación con regímenes de fuerza que violaban sistemáticamente los derechos humanos. Pero el gobierno de la Unión Democrática y Popular (UDP) tuvo que enfrentar, a principios de 1985, una tremenda crisis económica acompañada por un cuadro de hiperinflación que puso nuevamente en riesgo la estabilidad política. Tras un ortodoxo ajuste económico implementado en marzo de 1985, se produjo el regreso al poder del otro presidente emblemático de la Revolución de 1952, Víctor Paz Estenssoro, con quien se inició un ciclo político de 20 años que solo ha concluido con el acceso de Evo Morales al poder. En las dos décadas siguientes, Bolivia gozó de estabilidad política en base al juego de tres partidos que se alternaron en las alianzas del poder y de una oposición regulada a los gobiernos de turno. De un lado, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) que, una vez retirados sus líderes históricos, tuvo como principal dirigente a Gonzalo Sánchez de Lozada, presidente entre 1993 y 1997 y luego en 2002-2003. Por otro lado, la Acción Democrática Nacionalista (ADN) liderada por Banzer, quien ahora disputaba el poder bajo las reglas del juego democrático y fue presidente entre 1997 y 2001. El tercer actor es el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), que se alió con los dos partidos mayores y, aunque no ganó ninguna elección, pudo, a través de un acuerdo con la ADN, alzarse con la Presidencia cuando el Congreso designó a Jaime Paz, quien había resultado tercero en las elecciones de 1989 y gobernó hasta 1993.
El juego de alternancias y acuerdos entre el MNR, la ADN y el MIR se fundó además en un cierto consenso programático en torno de las fórmulas de la democracia liberal y la economía de mercado, entonces ampliamente dominantes en la política mundial. Esto dio continuidad a una estrategia económica que respondió al impacto de la severa crisis económica regional con una típica estrategia de ajuste que redujo el gasto público –especialmente en las políticas sociales–, favoreció las privatizaciones, ofreció las condiciones más favorables a las empresas multinacionales y a la llegada del capital extranjero y mantuvo a raya a las fuertes organizaciones sociales que cuestionaron estas medidas. En ese sentido, los gobiernos bolivianos de estos años, en especial el de Sánchez de Lozada, fueron parte de una corriente latinoamericana de talante neoconservador con la que también se alinearon los gobiernos de Carlos Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú, Carlos Salinas de Gortari en México, Fernando Collor de Mello en Brasil y Luis Alberto Lacalle en Uruguay, entre los más representativos.
Los fuertes remezones que acabaron derribando la credibilidad de este tipo de regímenes tras el «efecto tequila» de diciembre de 1994 en México, la crisis cambiaria brasileña de 1998, el gigantesco colapso argentino de diciembre de 2001 y su secuela en la quiebra financiera de muchos bancos uruguayos, privaron de toda legitimidad y aceptación social a este tipo de políticas. Esto es lo que ha dado lugar al activo funcionamiento del péndulo político latinoamericano que ha llevado, en la década actual, a la instalación de una mayoría de gobiernos de izquierda y centroizquierda.La llegada al poder de Evo Morales, resultado de un proceso gradual y sostenido de pocos años, se vio favorecida por este nuevo clima político regional. Su ascenso experimentó un salto en la elección presidencial de 2002, en la que el líder de los cocaleros alcanzó el segundo lugar, con 19,4% de los votos, catapultado por la advertencia del embajador de EEUU al electorado boliviano en el sentido de que no resultaba conveniente votarlo. A partir de ese momento, Evo se convirtió en el principal dirigente antisistema, resistiendo en las calles la política de erradicación de los cultivos de coca, encabezando las demandas por aumentos de salarios y reivindicaciones sociales y promoviendo una crítica de la estrategia estadounidense. El Movimiento al Socialismo (MAS) capitalizó el segundo lugar conseguido en las elecciones de 2002 y lo convirtió en la base cierta de una victoria estratégica, construyendo una coalición con otras organizaciones políticas y sociales. La gestión económica del segundo gobierno de Sánchez de Lozada, que ya se situaba a contracorriente de las tendencias que avanzaban en el continente, fue el mejor escenario para el avance del MAS. Convertido en la principal fuerza opositora, el partido de Evo Morales encontró su momento en los bloqueos de calles y caminos y en las acciones de resistencia iniciadas en septiembre de 2003, que ocasionaron más de 60 muertos y la caída de Sánchez de Lozada un mes más tarde. Con el apurado exilio del líder del MNR a EEUU se terminó de resquebrajar el modelo económico vigente desde 1985. Los siguientes gobiernos de Carlos Mesa y del presidente de la Corte Suprema, Eduardo Rodríguez Veltzé, terminaron de allanar el camino de Evo Morales a la Presidencia en las elecciones de diciembre de 2005. Para entonces, el anterior triángulo de partidos fuertes estaba en franca descomposición: la ADN había obtenido un precario 3,1% al final del gobierno de Jorge Quiroga en 2002, obligándolo a constituir «Podemos», una coalición conservadora más amplia. Tras la caída de Sánchez de Lozada, el MNR, otrora el primer partido del país, apenas obtuvo el cuarto lugar en los comicios de 2005. El MIR, por su parte, ni siquiera pudo presentar un candidato presidencial y su principal figura, el ex-presidente Jaime Paz, fue derrotado como postulante a prefecto del departamento de Tarija, su tierra natal. El triunfo de Evo Morales representó un cambio del mapa político boliviano cuyo ajuste todavía está en proceso. Con 54% de apoyo, Evo Morales fue el primer candidato presidencial en conseguir la mayoría absoluta para una sola fuerza en muchas décadas. Además, en aquella elección se registró la cifra más alta de participación en la historia del país (84,5%). El MAS obtuvo, también, el control directo de la Cámara de Diputados y una importante representación en el Senado, lo que facilita los acuerdos necesarios para gobernar. El hecho de que Evo Morales sea el primer dirigente proveniente de las comunidades indígenas en llegar a la Presidencia le dio a su triunfo una significación adicional.
Sin embargo, junto con esos factores se debe considerar otra anomalía de la llegada de Morales al poder: ni él ni su partido han participado previamente en una coalición de gobierno y no tienen experiencia en la dirección del Estado en el orden nacional o en la conducción de un gobierno municipal en ninguna de las mayores ciudades bolivianas. He tenido oportunidad de ser testigo de muchos eventos importantes de la historia latinoamericana desde mediados de los 60 y pocos me han impresionado tanto como los actos del 22 de enero de 2006, cuando Evo Morales asumió la Presidencia. El clima de esperanza y euforia en La Paz, desbordante de dirigentes de los pueblos indígenas venidos de todos los rincones del país, y la emocionante ceremonia en el Salón del Congreso, donde hablaron el vicepresidente, Álvaro García Linera, y el nuevo presidente, complementando las visiones de un respetado académico con las de un líder sindical, transmitieron a todos los que estuvimos allí la certeza de estar asistiendo a un momento histórico.
La agenda que encontró Evo Morales a su llegada al Palacio Quemado no era nada sencilla, sino que resultaba más bien proporcional a los acontecimientos previos y a los planteos y promesas de campaña. Es que la tarea no pasa por la administración del país, sino por su refundación. Construir una nueva Bolivia lejos de las visiones neoconservadoras era el primer reto. Para lograrlo, el gobierno planteó la necesidad de redefinir el pacto social y político de la Nación con la convocatoria a una Asamblea Constituyente que precisara los principios operativos en una Ley Fundamental de nuevo signo. Junto con ello, propuso poner en marcha una estrategia económica fundada en la recuperación de las riquezas básicas, particularmente el gas. Y, finalmente, debía abrir un cauce a las demandas de descentralización y regionalización que vienen planteando los departamentos más prósperos y con más recursos naturales, aquellos que forman la «media luna» que comienza en el Oriente del país y rodea el altiplano, hasta hoy el núcleo central de la política boliviana. La definición del estatuto jurídico de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija constituye otro de los grandes desafíos del gobierno.
La suma de estos asuntos y, sobre todo, el tratamiento y la resolución que se encuentre para ellos serán un factor decisivo para la gobernabilidad boliviana en los años venideros. Prácticamente desde el siglo XIX, Bolivia ha constituido un caso paradigmático de disputas y desacuerdos entre sus elites políticas respecto a los objetivos del desarrollo nacional. Ésta es una de las razones por las que se han frustrado sus grandes posibilidades. El auge de caudillos civiles y militares y la inestabilidad de los gobiernos han propiciado la reducción del territorio nacional y han ocasionado un progreso muy lento en áreas como el crecimiento productivo, la preservación del ambiente y los avances en educación y salud. Un escenario de rivalidades internas entre fuerzas políticas múltiples ha dado origen a gobiernos débiles y a la frecuente interrupción de la vida democrática. Es justamente esto lo que el gobierno de Evo Morales debe evitar en las delicadas decisiones de la Asamblea Constituyente.
Según esa óptica, el hecho de que Evo Morales haya llegado al poder con una mayoría nacional inédita y cuente con la confianza de los pueblos originarios y los actores sociales que impulsaron el cuestionamiento a las gestiones anteriores hace que su gobierno, más allá de las dificultades y turbulencias que ha enfrentado en su primer año, sea capaz de generar un escenario político más estable, con alternativas más claras que las de sus predecesores en la definición de las reglas del juego del proceso político, aunque sean muy ambiciosas en cuanto a los objetivos que busca lograr.
Como siempre, el futuro es impredecible. Pero se puede seguir apostando a que, si se buscan las fórmulas adecuadas, el gobierno de Evo Morales podrá lograr un salto adelante en la historia boliviana.
Obstáculos y oportunidades de la estrategia internacional
La limitación institucional que ha cerrado caminos y obturado las posibilidades del proceso político boliviano tiene su correlato en las restricciones de su política exterior. En los orígenes del proceso de formación de los Estados nacionales en América del Sur, Bolivia parecía tener perspectivas muy alentadoras. En septiembre de 1815, en la Carta de Jamaica, Simón Bolívar trazó con lucidez su visión del futuro sudamericano: unos pocos Estados fuertes que pudieran confederarse entre sí y, ojalá también, con los países del norte que se emanciparan del dominio español, es decir México y una Federación Centroamericana como la que intentó consolidar Francisco Morazán. De ese modo, se lograría una entidad confederada que contrapesara la ascendente trayectoria de EEUU. En semejante diseño, los territorios de la América española situados al sur de Costa Rica –puesto que Panamá fue parte de Colombia hasta 1903– debían originar cuatro países: la Gran Colombia, suma de la Venezuela, Panamá, Colombia y Ecuador; un Estado del Río de la Plata, que nuclearía a Argentina, Uruguay y Paraguay; Chile, un país pequeño al que Bolívar consideraba singularmente bien dotado para la existencia independiente; y la suma de Perú y Alto Perú, que debían configurar un poderoso heredero del corazón del Virreinato de Lima. Este proyecto, a pesar de la creación de la Confederación Peruano-Boliviana del mariscal Andrés de Santa Cruz, no fue posible, entre otras cosas porque los fundadores del Estado chileno consideraron a la Confederación una amenaza para su desarrollo pleno en el Pacífico y acabaron enfrentándola y destruyéndola en la batalla de Yungay de enero de 1839. A partir de ese momento, y más aún con el antecedente del fallido encuentro del Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826, Bolivia se afianzó como un país independiente.
En ese momento, su territorio llegaba a 2.300.000 km y era una pieza decisiva en el funcionamiento de los principales espacios geoeconómicos del área: la Cuenca del Amazonas, la Cuenca del Plata y la Cuenca del Pacífico. No tiene mucho sentido buscar responsabilidades, pero Bolivia es el único país sudamericano que ha cedido territorios a todos sus vecinos: a Brasil, el actual estado de Acre; a Argentina, zonas de la Puna de Atacama; a Paraguay, sectores del Chaco tras la Guerra de 1932-1935; y a Chile, mediante el tratado de 1904 que puso fin a la Guerra del Pacífico. En la actualidad, Bolivia tiene un territorio de 1.100.000 km, menos de la mitad de su superficie original.
¿Cómo entender un fenómeno tan asombroso? Para hacerlo no basta con asignar culpabilidad a los vecinos. Es necesario, también, examinar las responsabilidades que vienen de la historia nacional y el hecho de que para sus gobernantes Bolivia haya sido en lo esencial el «núcleo altiplánico», lo que ha llevado a descuidar los procesos de administración y poblamiento de otros espacios valiosos. La situación boliviana nos remite a un tema de interés en los estudios recientes de las relaciones internacionales, al que podríamos definir como el espacio que un determinado sistema político deja para el ejercicio de las «capacidades internacionales» de una nación. Aquí incide, en primer término, la calidad del funcionamiento de las instituciones y los procesos políticos. La experiencia latinoamericana demuestra que la existencia de partidos políticos fuertes, con suficiente poder de convocatoria en la sociedad y con líderes capaces, contribuye a establecer acuerdos en torno de las metas del bien común. Esto también repercute en el desempeño apropiado de las autoridades gubernamentales y de las políticas públicas que éstas definen y llevan adelante. Igualmente, este asunto se conecta con el grado de organización de la sociedad civil y con su participación en el estímulo y la fiscalización de la acción estatal.
Cuando estos requisitos se cumplen, el Estado está en mejores condiciones de desplegar una política internacional efectiva y de influir en su entorno externo a partir del prestigio ganado en su quehacer interno. No todos los países disponen de «capacidades internacionales». Muchas veces, las energías que demanda el proceso político interno reducen los márgenes de acción externa. Hoy, en América Latina, solo un grupo de países cuenta con márgenes de gobernabilidad suficientes para desempeñarse plenamente como actores internacionales. A mi parecer, los cambios registrados recientemente en Bolivia están devolviéndole una parte significativa de las capacidades internacionales que la prolongada crisis previa le había sustraído.
Lo concreto es que Bolivia ha sido un país de admirables recursos naturales que le han ofrecido ocasiones de prosperidad y progreso, pero que también han generado el interés de naciones limítrofes en un estadio más avanzado de desarrollo capitalista, como Chile frente al salitre, Brasil frente al caucho o Paraguay frente a los grandes recursos hídricos de los ríos del interior de América del Sur. Pero también, ya sin interferencias externas, Bolivia fue un importante explotador de una de las mayores reservas de estaño del mundo y eso no resultó una palanca suficiente para hacer avanzar al país. Hoy Bolivia ha encontrado una nueva oportunidad en sus reservas de gas, que en pocos años pasaron de una estimación de 8,5 trillones de pies cúbicos a 54,9, lo que las convierte en las segundas más importantes de América del Sur.
En un país como Bolivia, con un PIB de unos 10.000 millones de dólares, las posibilidades de explotación racional de esta riqueza y los beneficios que podría generar su exportación a precios justos de mercado, luego de satisfacer las legítimas necesidades internas, han creado una admirable oportunidad para obtener los fondos de inversión que tanto se necesitan, de modo de impulsar otros proyectos que fortalezcan y diversifiquen la economía y le permitan insertarse mejor en los circuitos globales.
El referéndum convocado por Carlos Mesa en 2004 confirmó la voluntad nacionalista de los bolivianos respecto a la explotación del gas. El resultado de aquella consulta fue la expresión de la voluntad a favor de una nacionalización de las empresas extranjeras que controlan este recurso debido a los contratos firmados durante los gobiernos de los 90 y, en particular, durante la primera gestión de Gonzalo Sánchez de Lozada. No hay que olvidar que el camino que llevó a Evo Morales al gobierno estuvo en buena medida pavimentado por su decisión de devolverle el gas al Estado. La estrategia boliviana para el aprovechamiento del gas liga hoy al país de un modo muy dinámico con el proceso de integración de América del Sur y aumenta su peso y su significación en éste. A la hora de definir las tareas de la Comunidad Sudamericana de Naciones (rebautizada como Unión de Naciones Sudamericanas, Unasur, en la Cumbre de Jefes de Estado en Isla Margarita en abril de 2007), un grupo de especialistas designados como representantes directos de los presidentes, entre los que participé, privilegió dos áreas principales para afianzar la cooperación: la infraestructura y los recursos energéticos. Luego de un extenso análisis, concluimos que la conectividad y la energía son, para los países sudamericanos a comienzos del siglo XXI, el equivalente del carbón y el acero en la etapa inicial de la integración europea.
Pues bien, en ambos terrenos decisivos del proceso integrador Bolivia encuentra oportunidades y ventajas que pueden ser excepcionales para asegurar su posición y su futuro. No es una paradoja que un país mediterráneo tenga también una política exterior enclaustrada. Ésa ha sido la situación de Bolivia y, en buena medida, también la de Paraguay, el otro país cuyas fronteras no llegan ni al océano Pacífico ni al Atlántico. Por eso, sin perjuicio de que Bolivia explore con Chile, en una conversación de agenda abierta, su aspiración de una salida útil y soberana al mar, el avance de los corredores bioceánicos, en los que se resumen los progresos de infraestructura vial y ferroviaria, constituye una espléndida oportunidad para romper su prolongado aislamiento. Esto le permitiría, en un contexto de globalización y comercio cósmico, alcanzar una efectiva circulación de las personas y los bienes hacia las dos cuencas oceánicas que ligan al continente con el mundo.
El impulso más fuerte a este proceso de construcción de nuevas carreteras y rutas ferroviarias vendrá ciertamente de Brasil y Argentina, los mayores países del Atlántico. En relación con Brasil, es especialmente relevante la conexión de los estados del sudoeste a través de Bolivia, que está llamada a desempeñar un papel decisivo para la salida de los flujos exportadores brasileños a China, Japón y otros países del Pacífico asiático. Esta ampliación de los caminos internacionales de Brasil puede otorgar a Bolivia enormes ventajas para una localización ampliada de proyectos productivos en su propio territorio. A la luz de estos datos, resulta paradójico el escepticismo de las autoridades bolivianas respecto del progreso de la conectividad regional, en especial la crítica a la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana (Iirsa) establecida a sugerencia de Brasil en 2000. En un principio, este programa incluyó una lista de unas 400 iniciativas de infraestructura que interesaban a los diversos países. En 2005 se elaboró una nómina de 35 proyectos que ya se hallaban mucho más cerca de su posible ejecución. La idea que sugirió el representante brasileño en la comisión que elaboró el plan de trabajo para la Comunidad Sudamericana de Naciones fue que esta lista se redujera a 10 o 12 proyectos cuyo financiamiento estuviera garantizado y que pudieran ser inaugurados en 2010, en el marco de las celebraciones del bicentenario de la independencia de la mayoría de nuestros países.
El escepticismo boliviano parece fundarse en el temor de que estas iniciativas contribuyan solo a reforzar una lógica mercantil en el marco de la globalización económica y aumenten la dependencia respecto de EEUU y las grandes empresas multinacionales. Pero la verdad es que el uso de cualquier nueva vía que rompa la segregación física de las comunidades ubicadas en el interior del territorio sudamericano tiene que ver, fundamentalmente, con la estrategia de desarrollo que cada país se dé y con las oportunidades que encuentre para favorecer la colocación de un volumen creciente de bienes exportables en mercados distantes, algo que contribuye a su modernización y genera mejores niveles de vida para sus sectores menos favorecidos.
Más dinámica, en cambio, es la posición de Morales frente al proceso de integración energética. Hasta hoy, la producción gasífera boliviana, unos 38 millones de metros cúbicos por día, se exporta principalmente a Brasil y Argentina. Si se suma el consumo interno, se alcanza la capacidad actual de producción. El diseño de la política energética del nuevo gobierno contempla una ampliación de la producción y de los volúmenes exportables, para lo cual ya se ha suscrito un acuerdo con Argentina que permitiría incrementar de 7,7 a 27, 7 millones de metros cúbicos diarios las ventas a ese país. Para esto es necesaria la construcción de un nuevo gasoducto con una inversión estimada en más de 1.200 millones de dólares, proyecto que se encuentra próximo a su ejecución. En cuanto a Brasil, es un importante comprador de gas boliviano, que representa 50% de su consumo nacional y 75% del que utiliza el dinámico estado de San Pablo. Aunque Brasil ha encontrado recientemente en Santos interesantes yacimientos susceptibles de ser explotados, todo indica que su consumo de gas proveniente de Bolivia se mantendrá cerca de los 25 millones de metros cúbicos por día.
Paralelamente, Bolivia ha desempeñado un papel muy activo en el diseño del Gasoducto del Sur, un proyecto muy ambicioso, aún en fase de evaluación, impulsado por Hugo Chávez, que busca conectar la futura producción venezolana de Maracaibo con el puerto de Buenos Aires, a un costo estimado entre 18.000 y 20.000 millones de dólares para un trayecto de 9.000 kilómetros. El nuevo gasoducto boliviano-argentino se integraría a esta red.
En cualquier caso, y más allá de los proyectos concretos, no cabe duda de que las reservas de gas le han dado a la política internacional de Bolivia un margen de maniobra e influencia cada vez mayores, al punto que muchos la miran como el pulmón gasífero de América del Sur. En una política exterior que históricamente se ha reducido a los vínculos bilaterales con otros países sudamericanos y a una inevitable relación preferencial con EEUU, el panorama internacional actual le ha ofrecido al gobierno de Evo Morales una interesante posibilidad de expandir sus relaciones. En ese sentido, en primer lugar, hay que señalar los vínculos preferentes con los gobiernos de Venezuela y Cuba, con los que ha ido suscribiendo acuerdos económicos y políticos especiales que han llevado a algunos analistas a hablar de un eje La Habana-Caracas-La Paz (al que recientemente, luego de la elección de Rafael Correa, se podría agregar Quito). A esto se suma la gira mundial que Evo Morales emprendió antes de asumir el gobierno y que lo llevó a establecer relaciones preferentes con España y otros países de la Unión Europea, con Japón y China, y con Irán y otros países productores de petróleo de Oriente Medio. Todo esto muestra que hoy, más que nunca antes en su historia, Bolivia podría desarrollar una política exterior de alcance más global. En materia de relaciones bilaterales sobresalen dos países: Brasil y Chile. El gobierno de Lula fue uno de los que recibió con mayor simpatía el triunfo del MAS, y todo prefiguraba una relación muy especial. Sin embargo, las cosas cambiaron bruscamente cuando Evo Morales planteó la necesidad de que los compradores pagaran por el gas boliviano un precio justo y exigió un alza del valor. Esta demanda fue aceptada por Argentina, que elevó el pago a 5 dólares por millón de BTU (Unidad Térmica Británica), pero fue rechazada por Brasil, que argumentó la vigencia de las cláusulas del contrato de abastecimiento a largo plazo previamente suscrito. Las cosas no han cambiado y Brasil sigue pagando el gas a un precio inferior al de Argentina. La situación llegó a su punto más difícil con la decisión del gobierno boliviano de recuperar (no es técnicamente una nacionalización) el gas, decretada el 1 de mayo de 2006. La prensa brasileña consideró una humillación que fuerzas militares bolivianas hubieran ocupado las instalaciones de Petrobrás y que ésta hubiera sido la imagen más difundida de la operación. Lula, en aquel momento en plena campaña electoral, quedó seriamente dañado por esta ofensiva, pero reaccionó con prudencia y descartó las recomendaciones de mostrar una postura dura. A pesar del encuentro de Lula con Evo Morales, junto con Kirchner y Chávez, pocos días después en Puerto Iguazú, las cosas no volvieron a ser como antes.
En cuanto a los vínculos con Chile, históricamente muy difíciles, se advierte una actitud de cautela y buena voluntad en el manejo de la aspiración marítima boliviana. Es notorio que hay una relación de cordialidad entre Evo Morales y Michelle Bachelet, que ha posibilitado un diálogo discreto para examinar los dos puntos más conflictivos: el requerimiento de una salida al Pacífico como un asunto previo a la reanudación de relaciones diplomáticas por parte de Bolivia, y la propuesta de «gas por mar» formulada durante la gestión de Carlos Mesa. Evo Morales ha retirado del lenguaje oficial las frases agresivas hacia Chile, mientras que Santiago ha buscado subrayar la normalidad y la cordialidad de los vínculos entre ambos países.
Pero, a pesar de los avances, persiste un problema de fondo, ya que un sector bastante mayoritario de la ciudadanía chilena se opone a acoger la petición de Bolivia. Es necesario por lo tanto un proceso, que no será breve, de construcción de confianza y de resolución de otras cuestiones pendientes en la agenda bilateral, como la interpretación del cumplimiento de las cláusulas sobre facilidades bolivianas en los puertos del litoral, o la de las aguas del río Silala. Por ahora, el perfil de la relación bilateral es mejor que hace unos años.
Un último vínculo regional, esta vez positivo, es el que liga a Evo Morales con Hugo Chávez, quien ha aplicado un extenso programa de cooperación con La Paz cuyo aspecto más complicado es el plan de ayuda militar, que ha levantado sospechas en algunos de los cinco países vecinos de Bolivia. De hecho, el canciller boliviano, David Choquehuanca, debió realizar una visita especial a Asunción, en octubre de 2006, para desactivar las preocupaciones paraguayas. Las explicaciones ofrecidas por el gobierno boliviano de que el acuerdo busca aumentar la capacidad para enfrentar posibles dificultades internas y no para actuar frente a sus vecinos ha generado preocupación en las fuerzas opositoras, en particular en los grupos autonomistas de Santa Cruz.
Una consideración especial merecen las relaciones de Bolivia con EEUU. Como ya hemos señalado, en la etapa de ascenso del MAS los representantes estadounidenses en Bolivia aplicaron una política equivocada y desprolija que solo contribuyó a favorecer el triunfo de Evo Morales. En la retórica del MAS ha sido frecuente un discurso antiimperialista similar al que desplegaban los partidos y los movimientos de izquierda durante la Guerra Fría. Pero hoy las cosas cambiaron: vivimos en un mundo más complicado, donde EEUU posee más poder y ejerce una hegemonía unipolar en esferas tan significativas como la estratégica-militar y la comunicacional. Esto le confiere al presidente de ese país una iniciativa muy amplia para definir sus alianzas y conflictos, por más que el mundo sea claramente multipolar en aspectos como la economía o la política de los distintos países. Las distinciones, muchas veces sutiles, que impone este escenario se han hecho todavía más complejas después de los atentados del 11 de septiembre. Sin embargo, estas distinciones no siempre son tenidas en cuenta por el gobierno boliviano ante una administración como la de George W. Bush, que radicalizó sus estrategias y cambió la Doctrina de Seguridad Nacional para llevar a cabo lo que llama la «guerra contra el terrorismo», que incluye intervenciones preventivas en Oriente Medio pero que también es poco flexible ante un comportamiento agresivo de otros países. Este reordenamiento de las prioridades ha ampliado la autonomía relativa de América del Sur, una región donde afortunadamente el terrorismo no tiene mayor presencia. Este factor probablemente sea una de las claves que explica el ascenso en muchos países de gobiernos de centroizquierda e izquierda. Frente a este hecho, algunas cancillerías, como las de Brasil y Chile, han optado por una política matizada y realista, que defiende los intereses nacionales y mantiene la disidencia cuando hay principios internacionales en juego, pero al mismo tiempo se inclina por un manejo caso a caso que permite evitar los discursos agresivos y las declaraciones innecesarias.
En este cuadro, la diplomacia boliviana se ha situado a mitad de camino. Ha optado la mayoría de las veces por un manejo pragmático, pero en situaciones puntuales ha reintroducido parte de la retórica tradicional. Esto puede alejar las posibilidades de defender el interés nacional a través del ajuste y la negociación de posiciones con la primera potencia del planeta.
En suma, una mirada de conjunto a la política exterior del gobierno de Evo Morales, que hasta ahora solo ha recorrido una parte del camino, muestra una ampliación del rol internacional de Bolivia y de la capacidad para extender sus contactos más allá del hemisferio. Pero también aparecen señales inquietantes en cuanto al estilo, señales que pueden generar conflictos inútiles y evitables.
Un enfoque de alcances prospectivos muestra que es necesario subrayar el papel cada vez más importante de una estrategia que impulse la integración sudamericana, así como la conveniencia de reforzar el carácter profesional del proceso de toma de decisiones de su política exterior, dando prioridad a las acciones y proyectos que se realizan y no tanto a las declaraciones o expresiones de voluntad respecto de lo que debería ser el sistema internacional.