enero 2017
Dialogar en tiempos de locura
Las pandillas salvadoreñas ofrecen al gobierno un proceso de negociación para la paz. Sin embargo, en la actual coyuntura, la paz es improbable.
Los partes policiales diarios sobre bajas en supuestos enfrentamientos entre pandilleros y efectivos policiales y del Ejército; la creación de batallones mixtos de la Policía y el Ejército para el combate de las pandillas y la recuperación territorial; la denominación legal de «terroristas» de los pandilleros; las familias y colonias completas desplazadas por amenazas de pandilleros; las resoluciones judiciales sobre desapariciones a manos de miembros del Ejército; el despliegue militar con tanques de guerra incluidos; así como muchos etcéteras más, aún no son suficientes para que las elites políticas salvadoreñas acepten que vivimos una situación de guerra.
Sin
embargo, las organizaciones defensoras de derechos humanos, una parte
de la prensa, diversos académicos y la ciudadanía que sufre el
conflicto diariamente saben que lo vivido actualmente en El Salvador
puede ser definido perfectamente con el término «guerra».
Resulta evidente que esta es muy distinta de la de los años 80,
pero ello no la convierte en otra cosa, sino en una guerra de nuevo
tipo, con sus propias dinámicas, implicaciones y actores.
Esta
definición resulta importante, en primer término, porque no se puede
cambiar la realidad mientras se le niega. En segundo lugar, porque
mientras las elites políticas formales no acepten que esto se trata
de un conflicto armado de nuevo tipo, tampoco aceptarán la
posibilidad de un proceso de negociación y diálogo que dé salida a
ese conflicto. Además, las elites presienten bien que una
negociación de este tipo, inevitablemente, daría legitimidad a
nuevos actores que podrían reemplazarlos.
En tal
sentido, ante el reciente ofrecimiento de diálogo realizado por una
de las pandillas mayoritarias, así como los llamados de la alta
jerarquía de Iglesia católica y otras entidades religiosas para
intentar una vía negociada a esta problemática, es importante
recordar que los partidos políticos más importantes del país –la
Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y el Frente Farabundo Martí
de Liberación Nacional (FMLN)–
no han tenido ningún problema en sentarse a negociar en secreto con
los líderes de pandillas cuando se han acercado procesos
electorales, con el objetivo de velar por sus intereses partidistas
en los territorios y las poblaciones controlados por estos.
Sin
embargo, cada vez que se plantea la posibilidad de un proceso de
negociación y diálogo transparente con los líderes de las maras,
los rostros y los discursos de las elites partidistas se irrigan de
indignación y alarma. Al parecer, lo realmente ofensivo para estas
es negociar y dialogar con transparencia y dentro de las reglas del
Estado de derecho. Sin embargo, prefieren negociar en un ambiente más
propio de las organizaciones criminales: en secreto y con un pie
fuera de la ley.
La
vuelta a la locura
Las
políticas de mano dura y de combate antiterrorista se fundamentan
en una narrativa según la cual las pandillas deben y pueden ser
eliminadas de raíz. Sin embargo, en ya casi 20 años, esa
fórmula no ha acabado con las maras ni ha construido una sociedad
más pacífica, sino todo lo contrario. Por su parte, la tregua de
2012 tuvo las mismas características de secretismo y opacidad,
lindantes con la ilegalidad, que las negociaciones de los partidos
con las pandillas por motivos electorales.
En su
afán por solucionar el problema pandilleril, el combate frontal
declarado por parte del gobierno con apoyo de todos los partidos
políticos está comenzando a mostrar fuertes indicios de retroceso en
materia de democracia y derechos humanos. El Informe de la Comisión
de la Verdad, derivado de los Acuerdos de Paz de 1992, lleva como
título «De la locura a la esperanza». Parece que, en la
actualidad, El Salvador está girando aceleradamente, una vez más,
hacia la locura.
Instituciones
como la Policía Nacional Civil, fruto de los Acuerdos de Paz, han
comenzado a mostrar comportamientos similares a los de los extintos
cuerpos de seguridad, que se caracterizaron por su corte militarista
y un ejercicio sistemático de violaciones de derechos humanos. Otra
de las conquistas de los Acuerdos del 92 fue la desmilitarización de
la seguridad pública, la cual limitó al Ejército a labores de
defensa nacional. Esta política parece ir en franco retroceso, pues
el Ejército participa cada vez más activamente en labores de
seguridad pública.
Recientemente,
la Sala de lo Constitucional resolvió sobre la responsabilidad de
efectivos del Ejército en desapariciones. Diversas resoluciones de
la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, así como
investigaciones periodísticas y de organizaciones de derechos
humanos, señalan las graves violaciones a derechos fundamentales
por parte de efectivos del Ejército y de la Policía desplegados en
las comunidades, principalmente en aquellas controladas por
pandillas: golpizas, detenciones arbitrarias, malos tratos verbales,
destrucción y sustracción de teléfonos móviles. Las
desapariciones, las torturas y las ejecuciones sumarias aparecen
mencionadas en diversos informes e investigaciones.
El
camino alterno: dialogar y negociar
Para
una sociedad como la salvadoreña, traumatizada por una guerra civil
y luego abatida por la violencia pandilleril en el posconflicto,
sería amargo y difícil aceptar la posibilidad de un proceso de
negociación con actores que los han violentado durante los últimos 20 años. Asimismo, para las elites políticas resultantes de la
posguerra sería duro aceptar que no han podido con el problema. Por
el contrario, luego de su aparición en los tempranos 90, la
violencia asociada a las maras solo se ha agravado y complejizado.
En
esta coyuntura, las entidades y personas que abogan por el diálogo y
la negociación del Estado con las maras tienden a ser mal vistas y
suelen ser consideradas, por buena parte de la sociedad y del
establishment político, como insensibles al dolor de
las víctimas o, incluso, como posibles apologistas del delito. Por
ello, la posibilidad de diálogo se enfrenta a un ambiente hostil.
Muchos coinciden en que la violencia que vivimos solamente será
zanjada con la oposición de más violencia desde el Estado, por lo
que a corto plazo, el ambiente de guerra parece solo camino a
mantenerse o profundizarse.
En tal
sentido, hablar de diálogo y negociación con las pandillas parece,
para muchos, la más delirante de todas las locuras. Sin embargo, la
sociedad salvadoreña debe recordar que fue ese camino de diálogo y
negociación el que la llevó a resolver el mayor conflicto de su
tiempo y puso fin a la violencia política en 1992. Veinticinco años
después, es importante recobrar el espíritu de democratización y
de respeto a los derechos humanos de esos acuerdos. Será
imperioso hacerlo para no equivocar el camino nuevamente y para no
caer, otra vez, en los senderos de la locura.