Tema central

La democratización en Venezuela pasa también por la reconstrucción del Estado


Nueva Sociedad 299 / Mayo - Junio 2022

Para transformar el pasado y presente autoritarios y sus consecuencias, así como atender las urgentes necesidades de la sociedad, parece imprescindible (re)construir la capacidad estatal. Esto a su vez requiere redimensionar los horizontes temporales del cambio de régimen político y generar consensos en torno de la puesta en pie de un Estado funcional para facilitar el bien común. El enfoque en la (re)construcción del Estado mediante una negociación inclusiva, y no «únicamente» sostenido en la repetida y fallida apuesta a la aniquilación del adversario, permitirá valorar las oportunidades de cambio que aún existen.

La democratización en Venezuela pasa también por la reconstrucción del Estado

La mayoría de los estudios politológicos sobre Venezuela se centran en la erosión de la democracia y en la sucesiva consolidación del autoritarismo durante la era chavista. Sin duda, este enfoque es central y contribuye a identificar la multiplicidad de retos y los diferentes niveles de complejidad que afectan a las elites políticas y activistas, así como a la ciudadanía en general, subyacentes a la violación sistemática a los derechos humanos, la persecución de opositores y disidentes, la criminalización de activistas, la ausencia de Estado de derecho, el colapso de la economía, la mala administración y la corrupción en la industria petrolera –motor central de la economía venezolana–. Sin embargo, la destrucción del Estado y cómo este elemento ha debilitado la relación de cada ciudadano y ciudadana con el poder y permeado el tejido social se suele abordar con menor profundidad. Como se ha podido constatar a lo largo de las últimas dos décadas, el chavismo no cumplió con sus promesas de construir una democracia participativa, erradicar la pobreza, la desigualdad y la exclusión social, y reducir la dependencia de la renta petrolera diversificando la economía. Por el contrario, el régimen autoritario (competitivo) que se fue erigiendo con Hugo Chávez y se afianzó bajo el régimen de Nicolás Maduro se alejó de los preceptos de esa oferta política y, más bien, ha sometido a la sociedad venezolana a una crisis multidimensional, asociada a un significativo declive institucional que ha vulnerado el epicentro democrático sobre el cual funcionaba, aunque de una forma imperfecta, el Estado venezolano. En el centro de cualquier balance se sitúa la destrucción de la capacidad estatal, entendida como aquella que tienen las instituciones del Estado para implementar de manera efectiva los objetivos oficiales1. En lugar de fortalecer el Estado para hacerlo más atento (responsive) a las necesidades de la población, el movimiento de Chávez, heredado por Maduro, ha destruido su funcionalidad. De distintas formas, ambos mandatarios desfiguraron el Estado, volviéndolo incapaz, frágil y ampliamente ilegítimo frente a la sociedad. Por un lado, Chávez se dedicó a personificar las funciones del Estado y disminuyó así las posibilidades de consensuar un plan estratégico con diversos actores –políticos, sociales, económicos– que ayudase a repotenciar la capacidad construida durante la era democrática. Su visión de un Estado todopoderoso exacerbó el modelo rentista y creó vínculos de dependencia insostenibles entre Estado y sociedad y, en especial, con sus bases de apoyo. 

Maduro, por su parte, frente a la crisis económica generada por los gobiernos chavistas y a la ausencia de renta para distribuir entre elites y bases, ha tomado una serie de medidas económicas drásticas que se han alejado de los ideales bolivarianos originarios, lo que incluye una liberalización y desregulación de ciertos mercados, la dolarización de facto (junto con el uso de otras monedas extranjeras), la liberación del control cambiario y la admisión de diversas formas de pago (por ejemplo, en efectivo, con bolívares o moneda extranjera, y transferencias electrónicas). Esta adaptación, producto también del aislamiento diplomático y de las sanciones económicas a Venezuela, ha conllevado la formación de un Estado predatorio que beneficia a una minoría, mientras desfavorece a la mayoría2. El aparente lema «dejar hacer, dejar pasar» ha producido un Estado que no solo desasiste a su población, sino que además la intimida y extorsiona, mientras enriquece a unos pocos. Ante la incapacidad estatal de proveer servicios públicos y seguridad ciudadana, y de mantener la soberanía territorial, la sociedad venezolana se ha visto forzada a responder desde su propia microrrealidad y a privatizar prácticamente todas las esferas de su vida. 

Este artículo propone un giro en el enfoque de análisis, frente a la consolidación del autoritarismo, la fragmentación de la oposición y la emergencia humanitaria compleja. Para transformar el pasado y presente autoritarios y sus consecuencias, así como atender las urgentes necesidades de la sociedad, parece imprescindible (re)construir capacidad estatal. En ese sentido, exploro dos factores: (a) reconsiderar la dimensión temporal de un proceso de democratización en dos planos, uno de corto y otro de mediano y largo plazo, y (b) generar consensos en torno de la edificación de un Estado funcional que facilite el bien común. El enfoque en el Estado, y no únicamente en la repetida y fallida apuesta a la aniquilación del adversario, permitirá percibir y valorar las oportunidades de cambio que aún existen.

El Estado chavista

¿Qué es el Estado? ¿Cuáles son sus tareas? Estos interrogantes han sido ampliamente abordados desde distintas disciplinas. La definición clásica weberiana entiende por Estado un «instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente»3. El control territorial y administrativo, por tanto, son características esenciales de un Estado. Dependiendo del tipo de régimen político, los objetivos variarán. Otra gama de trabajos al respecto distingue entre tres tipos de capacidad estatal: capacidad extractiva, capacidad coercitiva (control sobre el territorio y seguridad ciudadana) y capacidad administrativa (diseño y provisión de servicios públicos; regulación de esferas sociales y económicas)4.

La concepción chavista de la política y el rol del Estado han mutado en el tiempo. En gran parte, esas transformaciones han estado atadas a las visiones y nociones personales de Hugo Chávez. Un primer cambio en torno de su forma de relacionarse con el Estado y el poder ocurre en 1996, cuando lo convencen de abandonar la vía insurreccional y tomar el camino electoral, con la construcción de una plataforma política5. En su primera campaña promete una democracia participativa y protagónica, así como una nueva política con mayor énfasis en «el Soberano» y menor foco en los pactos entre elites. La Constitución de 1999, elaborada por una Asamblea Nacional Constituyente mayoritariamente chavista (90%), define que el Estado venezolano es un «Estado democrático y social de Derecho y de Justicia» que «tiene como fines esenciales la defensa y el desarrollo de la persona y el respeto a su dignidad, el ejercicio democrático de la voluntad popular, la construcción de una sociedad justa y amante de la paz, la promoción de la prosperidad y bienestar del pueblo». Como en la era democrática, reconoce también que la «educación y el trabajo son los procesos fundamentales para alcanzar dichos fines»6. Esa concepción de un Estado garante de amplios derechos, incluidos los sociales, económicos, culturales y ambientales, y también actor clave en el diseño de la economía y desarrollo, se va a mantener en todos los planes chavistas de gobierno (2000-2025). Lo que sí resulta un cambio notable en 2006 es la autodefinición de Chávez como «socialista», lo cual generó tensiones en los propósitos de la Constitución y en la implementación de los diferentes planes de gobierno. Según esta nueva noción, no bastaba con construir una democracia participativa y protagónica, sino que era preciso alcanzar una «Democracia Protagónica Revolucionaria» y una «nueva ética socialista». A su vez, Chávez intentó cambiar la relación de la ciudadanía con el Estado a través de la creación de un «poder comunal» que se ejercería desde asambleas ciudadanas en las comunidades; sin embargo, no logró concretar su ambición tal como la imaginaba7

En la práctica, lo que veremos a lo largo del chavismo es una simbiosis entre el Estado y el partido de gobierno y sus objetivos políticos hegemónicos. Desde entonces, el poder se ha ejercido de forma personalista y vertical y esto ha empujado al país hacia un autoritarismo competitivo bajo el régimen de Chávez, lo cual luego se profundiza bajo el mando de Maduro8. En el marco del auge económico favorecido por el boom petrolero, el chavismo aumentó el gasto público e invirtió en programas sociales llamados «misiones» (2003-2014) para atender a los sectores populares del país en las áreas de salud, educación y capacitación, así como alimentación y vivienda9. En tiempos recientes y como respuesta a la crisis multidimensional que comienza a manifestarse en 2013-2014, el gobierno de Maduro implementó dos iniciativas presidenciales para la distribución del escaso ingreso fiscal petrolero: el Carnet de la Patria y los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (clap). Ambos mecanismos han fungido como instrumentos clientelares a través de los cuales se distribuyen los recursos públicos a cambio de lealtad política10. Cabe resaltar que, desde el inicio, en lugar de invertir en las instituciones del Estado, el chavismo utilizó mecanismos paralelos para hacer el delivery de programas sociales, eliminando controles horizontales, es decir, la intermediación de la administración pública, que supone el diseño, implementación, evaluación y monitoreo de las políticas. En su lugar, se priorizó la relación directa entre líder y seguidores. 

Si bien el gobierno celebró el rol de las misiones en la reducción temporal de la pobreza de ingreso y exclusión en tiempos de bonanza, hay que destacar que los programas sociales han sido utilizados como redes clientelares para movilizar y controlar a la población11. Lo contradictorio es que, pese a tener factores claves a su favor, como amplio apoyo popular, ingresos inéditos, una Constitución garantista y un clima regional propicio (la «marea rosa»), el chavismo, siendo un movimiento de izquierda, no reivindicó en los hechos el rol central del Estado ni construyó capacidades estatales. Por el contrario, la desinversión y/o mal manejo de la administración pública, los servicios básicos y el control territorial han debilitado al Estado venezolano12. Según los datos más recientes del State Fragility Index –que mide diferentes dimensiones de (in)capacidad estatal a través de 12 indicadores–, Venezuela se ubicaba en 2021 en el número 25 sobre 195 países. En 2006 el país aún se encontraba en el puesto 63 y, en 2013, en el peldaño 89. Solo en los últimos siete años Venezuela engrosa la lista de países con fragilidad estatal y es uno de los cinco países, junto con junto a Libia, Siria, Malí y Yemen, que han exhibido las tasas más altas de desmejoras de la última década.

Esta situación coincide con otros indicadores socioeconómicos e investigaciones que constatan la gravedad de las consecuencias de la fragilidad del Estado venezolano. En términos de control territorial y violencia, por ejemplo, informes internacionales han mostrado que, como consecuencia de las debilidades institucionales, han surgido y se han fortalecido grupos paramilitares (los llamados «colectivos»). Se presume que algunos de estos grupos han tenido y continúan teniendo la anuencia del gobierno para operar a cambio de apoyo político13. Igualmente, existen indicios que señalan la presencia en el territorio venezolano de grupos irregulares que han suplido funciones del Estado. A su vez, se han identificado la interacción y simbiosis entre grupos criminales y funcionarios estatales corruptos que cooperan entre sí para dividir rentas ilícitas14. La fragilidad del Estado venezolano encarna una situación compleja en materia de seguridad ciudadana, no solo por su incapacidad de proveerla, sino por el hecho de que la violencia es generada precisamente por cuerpos estatales15. Según datos de HumVenezuela de 2021, 5,7 millones de personas fueron víctimas de eventos violentos y 11.891 fallecieron por causas violentas. En 2020, se estima que al menos 3.034 personas fueron asesinadas por cuerpos de seguridad como resultado de la ausencia de Estado de derecho, debilitamiento institucional e impunidad sistemática16. Para enfrentar la criminalidad, el gobierno venezolano ha puesto en marcha diferentes operativos militares y policiales, incluidas, por ejemplo, las Operaciones de Liberación del Pueblo (olp), que han sido cuestionadas por ser operaciones de exterminio que criminalizan la pobreza17. Posteriormente, se crearon las Fuerzas de Acciones Especiales (faes) que, al igual que las operaciones conjuntas militar-policiales antes mencionadas, se han tornado en exceso violentas y han sido criticadas abiertamente por el presunto uso excesivo de fuerza y abuso de autoridad. Informes sobre estas fuerzas especiales llevaron a la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos (oacnudh) a exigir su disolución inmediata, lo que a la fecha no ha ocurrido18. Dado el contexto autoritario y el patrón de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, Venezuela es objeto de seguimiento por la oacnudh y por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (cidh-oea). En septiembre de 2021, una Misión Internacional de Determinación de Hechos concluyó que existen motivos razonables para creer que en Venezuela se cometieron crímenes de lesa humanidad.

Otra serie de indicadores describen la incapacidad del Estado en materia de derechos sociales, económicos, culturales y ambientales consagrados en la Constitución venezolana y en la provisión de servicios públicos constantes y de calidad. De hecho, la pobreza y la desigualdad han crecido con celeridad. En 2014 la pobreza de ingresos se calculó en 52,2% y en 2021 llegó a 94,5%. Las cifras de pobreza extrema de ingresos nos señalan que en 2014 fue de 13,1%, y siete años más tarde, en 2021, alcanzó a 76,6%. Según el cálculo del índice de pobreza multidimensional de 2021, esta alcanzaba a 65,2% de las personas, lo cual representa un aumento dramático si consideramos que en 2014 el porcentaje era de 39,3%19. Aquí vale la pena resaltar el impacto que ha tenido la masiva corrupción en la imposibilidad de garantizar los derechos de la sociedad: el índice de percepción de corrupción de Transparencia Internacional ubica a Venezuela en el número 177 sobre 180 países.

Más aún, la provisión y calidad de los servicios públicos son precarias, tal como lo indican las cifras sobre las necesidades humanitarias. En 2021, 74,2% de la población –21,3 millones de personas– reportó interrupciones de electricidad; 67,3% –19,3 millones– tuvo severas faltas en el transporte público en su comunidad, y 58,7% –16,8 millones– no recibió gas doméstico. El acceso al agua potable también es limitado: la capacidad operativa de abastecimiento de agua a escala nacional ha caído 90%. En 2021, al menos 62,2% de las personas conectadas al sistema de acueductos sufrió interrupciones repetidas en el suministro de agua, mientras que 35,1% no tuvo acceso estable al agua potable; 23% de las viviendas no contaban con conexión al sistema de acueductos. Igualmente, la ausencia de saneamiento y el consecuente deterioro de las capacidades para el manejo de residuos sólidos están afectando la salud de la población y produciendo un daño ambiental irreparable en los cuerpos de agua. 76% de la población tuvo servicios deficientes de saneamiento y recolección de aguas servidas; 4,6 millones vivían en hogares sin conexión a la red de cloacas20

La crisis institucional, económica y social ha obligado a millones de personas a emigrar. De acuerdo con la Agencia de la onu para los Refugiados (Acnur), más de seis millones de personas han migrado y se encuentran fuera del país. De ese grupo, más de 950.000 han solicitado asilo en diferentes países y más de 186.000 han sido reconocidas con estatus de refugiados21. La fragilidad del Estado y la compleja emergencia humanitaria han generado condiciones de extrema vulnerabilidad, particularmente a lo largo de las fronteras, donde desde hace años la esclavitud moderna se ha convertido en una práctica generalizada22. Para paliar la crisis económica, reflejada en una contracción del pib de casi 70% entre 2013 y 2019 y en la escasez de productos generados por el gobierno23, y sobrevivir en el poder pese a múltiples presiones –domésticas e internacionales–, Maduro ha implementado una serie de medidas desorganizadas en materia económica que han abierto aún más la brecha entre quienes tienen acceso a divisas y quienes deben vivir en bolívares. Desde hace varios años, el gobierno ha creado espacios de experimentación en la economía para dar respuesta a la crisis económica, entre ellos, la zona de desarrollo especial Arco Minero del Orinoco (2016), la derogación de la Ley de Ilícitos Cambiarios para permitir el uso y cambio del dólar estadounidense (2019), la Ley Antibloqueo (2020) y la promoción de Zonas Económicas Especiales24. La liberalización en marcha está favoreciendo a elites vinculadas al Estado y generando desigualdades profundas. Como escribió Antulio Rosales, «el gobierno de Maduro estaría replanteando, de manera accidentada, torpe y autoritaria, una transición del Estado rentista petrolero a uno neopatrimonial, todavía con carácter extractivo, pero con nuevos oligarcas a la cabeza, bajo la protección y, posible supervisión, de la elite de poder»25. El problema central es que estas flexibilizaciones desorganizadas están creando profundas grietas en la sociedad venezolana, visto que excluyen a la mayoría de la población vulnerable, así como a sectores tradicionalmente de ingresos bajos y de clase media que no tienen recursos para el consumo privilegiado26

Como respuesta a la dolarización de facto (o al uso de otras monedas, como el peso colombiano o el real en zonas cercanas a Colombia y Brasil, respectivamente) y a la ausencia de un Estado funcional, (una parte de) la sociedad venezolana está actuando desde sus capacidades individuales para poder sobrevivir. Quienes pueden reunir una cantidad importante de dólares para escarbar un pozo de agua propio, lo hacen; quienes tienen menos dólares, pagan un delivery puntual de agua; y quienes no tienen dinero, están a merced del Estado y de su irregular prestación de este servicio público. Algo similar ocurre con la electricidad: quien tiene dinero, compra una planta eléctrica –individual o para su complejo residencial–, y quien no, padece los cortes en el suministro por el colapso del sistema eléctrico. Esta dinámica de sectores privilegiados versus excluidos difícilmente resultará en una estabilidad política y/o socioeconómica sostenible en el tiempo.

¿La alternativa? Construir un Estado funcional

En contextos de conflicto o autoritarismo, la pregunta sobre qué hacer o, más específicamente, qué hacer mientras ese Estado disfuncional se prolonga, no es fácil de responder. Esto es así por la incertidumbre y opacidad de estos contextos, y también porque el marco de acción y los costos que derivan de tales contextos para actores adversos a un régimen autoritario pueden variar ampliamente. Las opciones estratégicas de oposición en la búsqueda de cambio de regímenes políticos incluyen rutas institucionales, como la participación en procesos electorales, negociaciones, reformas de políticas públicas o protestas pacíficas, y vías extrainstitucionales, es decir, mecanismos violentos para el cambio, como golpes de Estado, intervenciones o protestas violentas. Si bien es cierto que las vías institucionales tienden a generar una estabilidad postransición, hay que resaltar que no toda negociación y/o participación electoral lleva necesariamente a una democratización. Por ello, movimientos y/o partidos opositores se preocupan por no generar condiciones de legitimidad y sustento para un régimen autoritario. 

Una situación de incertidumbre similar se da en torno de la intersección entre capacidad estatal y autoritarismo. ¿Qué implicaciones tiene la fragilidad estatal? Carolien Van Ham y Brigitte Seim exploran el nexo entre capacidad estatal, autoritarismo y democratización y encuentran que la capacidad estatal puede ser una de las variables que condicionan el poder democratizador de las elecciones en regímenes autoritarios. Sostienen que, en regímenes autoritarios con una alta capacidad estatal, el cambio en el Ejecutivo es menos probable, mientras que en regímenes autoritarios con poca capacidad estatal las probabilidades de cambio del Ejecutivo son altas. Sin embargo, en este último caso, es posible que la nueva democracia no perdure y, por tanto, que no se puedan implementar políticas públicas o reformas sustantivas27

Estas ideas ayudan a pensar el caso venezolano. La construcción de capacidad estatal ¿fortalecería al gobierno autoritario? Mientras el conflicto esté en marcha, toda respuesta es incierta. Sin embargo, tomando la experiencia de trabajos existentes, se puede deducir que apoyar al oficialismo en la construcción de capacidad estatal, por ejemplo, en términos de provisión de servicios públicos, puede ayudarle a ganar legitimidad frente a la ciudadanía. Al mismo tiempo, podría consolidar aún más su régimen autocrático a través del aumento de la represión y la cooptación. En vez de debilitar sus estructuras de poder, le podría dar estabilidad y continuidad en el tiempo. No obstante, la inacción frente a la delicada situación del Estado puede traducirse en una aún mayor fragilidad en el tiempo. Lo cual, si seguimos el argumento de Van Ham y Seim, podría significar que, ante la eventualidad de un cambio en el Ejecutivo, el nuevo régimen político no esté en condiciones de implementar las reformas necesarias. Para una nueva democracia, eso representaría un mal comienzo y generaría un entorno incierto: investigaciones al respecto han encontrado que la fuente de legitimidad y estabilidad está vinculada al desempeño del nuevo régimen, es decir, a su capacidad para proveer servicios públicos, crecimiento económico y redistribución28. Por lo tanto, no atender la fragilidad del Estado venezolano en el presente podrá también tener consecuencias negativas en el futuro. 

¿Cómo se podría construir una ruta hacia la democracia? Dos factores resultan importantes antes de contestar este interrogante: el dominio chavista y el manejo de expectativas y tiempo. Maduro ha sobrevivido y neutralizado presiones internas. Lo ha logrado utilizando el aparato coercitivo del Estado y desviando los costos del conflicto hacia la sociedad. El resultado es una oposición fragmentada y perseguida, una sociedad empobrecida y despolitizada, y una coalición autoritaria relativamente unida hasta hoy. En un contexto semejante, la acción colectiva contra el gobierno luce difícil, y lo mismo ocurre con las probabilidades de una revuelta que desafíe a Maduro desde sus propias filas29. Al mismo tiempo, si bien se hay evidencia de que los regímenes autoritarios con Estados en bancarrota son vulnerables al colapso, en vista de su incapacidad para remunerar adecuadamente a sus fuerzas de seguridad30, el gobierno venezolano ha «descentralizado» el acceso a la renta ilícita, lo cual sigue garantizando ingresos a sus elites. Por tanto, habría que comprender el atrincheramiento del gobierno y los costos-beneficios de una transición a la democracia para la elite autoritaria. 

Este escenario nos lleva entonces a una difícil pero quizás beneficiosa ruta para un eventual proceso de democratización: la negociación. Es aquí donde vuelven las variables tiempo y expectativa, dado que todo proceso de cambio significativo será lento y gradual. Pese a los complejos trade-offs que presupone, la ventaja de una negociación es que implica un espacio regulado en el cual cabe la posibilidad de construir confianza y generar consensos posiblemente estables sobre nuevas reglas de un nuevo sistema político31. En sus estudios sobre transiciones, Guillermo O’Donnell y Philippe C. Schmitter señalaban en la década de 1980 que estas tienen lugar cuando las elites autoritarias moderadas negocian con sectores opositores moderados32. Entendiendo esta complejidad, resultaría útil cambiar el enfoque del conflicto para encontrar ventanas de oportunidad para su transformación. ¿Cómo? Trayendo a la mesa de negociación la importancia del Estado y su actual fragilidad. Esto no implicaría abandonar la aspiración de un cambio de régimen político. Por el contrario, se trataría de vincular la construcción de Estado a las negociaciones políticas y ver en esto un punto de interés común. Los beneficios pueden ser múltiples. La literatura especializada nos dice que para construir un Estado eficaz son importantes, entre otros factores, (a) el horizonte temporal: gobernantes que manejan un horizonte temporal más largo serán más propensos a invertir en capacidad estatal, y (b) un diseño institucional inclusivo y no de suma cero: es decir, los gobiernos y sus opositores no deberían temer la entrega del poder al otro33. Un arreglo institucional estable les hará invertir en capacidad estatal, pues tienen un interés común. En Venezuela, la inversión en la capacidad estatal en el corto plazo ayudaría a la población afectada y posiblemente también al gobierno. Esto último luce relevante en términos de incentivos en una negociación. Sin embargo, al construir las bases para un nuevo sistema político inclusivo, la oposición democrática y la sociedad en general también se beneficiarían a mediano y largo plazo. 

Abordar el conflicto de esta forma permitiría pensar en dos ejes temporales –uno en el corto y el otro en el mediano y largo plazo–, ambos vinculados a distintos objetivos. En el corto plazo, la sociedad organizada, junto con actores políticos en el país y aliados internacionales relevantes, podrían invertir en lo urgente, es decir, en la dimensión administrativa de la capacidad estatal, que se refiere a la capacidad del Estado para brindar servicios públicos básicos y cumplir paulatinamente con los derechos consagrados en la Constitución venezolana (1999). Invertir en infraestructura para el sector salud, educación, transporte, entre otros, no solo aliviaría la emergencia humanitaria que padecen millones de ciudadanos, sino que podría tener otros beneficios, como contribuir a la (re)generaración de la relación entre Estado y sociedad, restándoles peso a grupos irregulares y devolviendo paulatinamente la legitimidad al Estado. Dado que el gobierno es autoritario y poco confiable, cabría desarrollar una metodología y un monitoreo confiables, con asistencia técnica, para asegurarse de que los recursos y apoyos brindados puedan ser invertidos sin ser desviados. Igualmente, la sociedad organizada podría ejercer presión, movilizándose para que el Estado cumpla con sus responsabilidades. 

Separar lo urgente de lo esencial –el diseño de un nuevo Estado y sus instituciones– permitiría restar presión sobre la idea del cambio inmediatista que no ha sido factible hasta el día y que luce poco probable a futuro. Las instituciones, los recursos, las alianzas y el know how autoritario no desaparecen, incluso después de una exitosa transición a la democracia; por el contrario, condicionan al emergente régimen político34. Una negociación que no tenga como objetivo aniquilar políticamente al chavismo, sino incorporarlo en un Estado funcional y democrático, podría darle al gobierno la oportunidad de democratizarse y pensarse como parte del proceso de cambio35. En una negociación que no se rija por la lógica de suma cero, se podría abordar la reinstitucionalización del país a través de acuerdos consensuados que ayuden a mitigar los efectos de las instituciones autoritarias en el futuro. Por ejemplo, un elemento importante sería el diseño de instituciones contramayoritarias –no reelección indefinida, sistema electoral proporcional– que faciliten la cooperación entre actores. También podría retomarse la profundización de la descentralización iniciada en los años 90, para fortalecer las competencias regionales y municipales y vincular a la sociedad a las decisiones en políticas públicas. La inversión en capacidad administrativa antes mencionada tendría un efecto spill-over hacia otros sectores de la burocracia: si el Estado se profesionaliza y aumenta su capacidad, es dable esperar que la colaboración nacional-internacional se replique para fortalecer otras instituciones y poderes del Estado, como el Tribunal Supremo de Justicia, el Consejo Nacional Electoral o la Asamblea Nacional. Dicho esto, como un Estado fuerte beneficia a quien gobierna, tanto en una democracia como en una autocracia36, es esencial que en cualquier proceso de negociación se establezcan mecanismos claros y confiables que faciliten un proceso de liberalización y eventual democratización. Esta propuesta será realista en la medida en que las elites autoritarias generen señales creíbles de apertura, cooperación y reinstitucionalización37

En gran medida, la política cambia de acuerdo con intereses y voluntades. Después de más de dos décadas de confrontación política, polarización y crisis multinivel, es necesario encontrar un punto en común para iniciar una nueva búsqueda por la democracia. La (re)construcción del Estado representa una oportunidad. Un cambio de enfoque, de un «no volverán [en referencia a la oposición]» o una «salida del Ejecutivo como sea», a una «construcción de capacidades estatales y democratización en varias etapas», podría significar un futuro distinto para Venezuela.


Nota: la autora agradece a Stefania Vitale y Juan Manuel Trak por sus valiosos comentarios y sugerencias.

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    Michael Albertus y Victor Menaldo: Authoritarianism and the Elite Origins of Democracy, Cambridge UP, Cambridge, 2018.

  • 35.

    Una ruta gradual de cambio no implicaría dejar a un lado la lucha por la justicia, verdad, reparación y no repetición. Ver M. Jiménez: «Lost in Fragmentation? The Recurrent Dilemmas of the Venezuelan Opposition and What to Do Next», The Wilson Center, 10/2021; Marino Alvarado B: «Toda negociación para salir de la crisis en Venezuela y rescatar la democracia debe partir de varios aspectos…» en Twitter, 17/4/2022, disponible en https://mobile.twitter.com/marinoalvarado/status/1515715209041690624.

  • 36.

    David Andersen, Jørgen Møller, Lasse Lykke Rørbæk y Svend-Erik Skaaning: «State Capacity and Political Regime Stability» en Democratization vol. 21, No 7, 10/11/2014.

  • 37.

    M. Jiménez: «Venezuela’s Negotiations Won’t Get Rid of Maduro. So What’s Next?» en Americas Quarterly, versión digital, 11/2021, disponible en www.americasquarterly.org.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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