Cuba ante el traspaso presidencial: enojo e indiferencia
marzo 2018
En la superficie, la dinámica política cubana parece haberse frenado. Pero más allá de las apariencias, y tras bambalinas, los raulistas y los fidelistas están resolviendo sus diferencias a los golpes. Peleando para controlar el futuro. Mientras la mayoría de la población cubana espera sin entusiasmo la sucesión prevista para este año y la nueva política de Donald Trump parece efectiva para revertir parcialmente la apertura de Barack Obama.
En Cuba la gente está enojada. Los militantes se quejan del hermetismo que rodea la selección del sucesor de Raúl Castro. Durante un almuerzo con amigas al que fui invitada y en el que circuló bastante alcohol, una funcionaria de la segunda línea del Partido Comunista en Pinar del Río se queja airadamente de que la jerarquía partidaria no haya tomado en cuenta las opiniones de sus principales referentes en el proceso sucesorio. «Solían hacer sondeos. Se dice que hicieron consultas en los niveles más altos, pero ninguna aquí. Nos sentimos abandonados». Dice señalándome: «Ella sabe tanto como yo sobre el traspaso. Hay otro problema. A la gente no la entusiasma Miguel Díaz-Canel [el presunto sucesor de Castro]. Es frío, distante, nunca sonríe. Ha hecho muy poco para diferenciarse». Me sorprende que sea tan directa, tan osada.
Estoy con una amiga cubana que está haciendo trabajo de campo en Pinar del Río, la provincia más occidental de Cuba. Mucha gente, entre ellas militantes del Partido, le dice que el gobierno local no funciona y que se sienten abandonados por La Habana. Cuando mi amiga les pregunta qué están haciendo al respecto, se encogen de hombros.
Una amiga cercana que vive en La Habana, una respetada escritora, es inusitadamente categórica: «El socialismo cubano, nuestra reputación internacional de defender la dignidad humana, ha terminado en este extraño cuasicapitalismo». Los cubanos más jóvenes y quienes están fuera de los círculos oficiales tienden a ser indiferentes. Mario, un joven pero relativamente importante funcionario y militante del partido algo renuente vive en La Lisa –un barrio pobre de las afueras de La Habana– y dice que sus amigos son apolíticos. «No creen que el traspaso traiga algún cambio. Raúl seguirá siendo cabeza del Partido. Sus vidas seguirán siendo tan difíciles como lo son hoy. Nada va a cambiar». Ofelia, de Alamar, un complejo habitacional de la era soviética ubicado al este de La Habana, vende ropa de segunda mano donada por la Iglesia Pentecostal Evangélica a la que pertenece, una filial de una congregación en California. «No importa quién sea presidente. Los grandes se harán más ricos, los de abajo, la gente como yo, seguirá siendo pobre». Inclina la cabeza y con una leve sonrisa dice: «Ya no tenemos a Fidel de nuestro lado». Cuando le pregunto por la situación actual a mi amiga Yudith, leal militante del Partido de toda la vida, me responde: «No hablemos de política. Es demasiado triste. Hablemos de cosas agradables».
A lo largo de tres semanas de enero de 2018, hablo con una docena de viejas amigas de La Habana y sus alrededores. Grabo entrevistas con hombres y mujeres a los que he entrevistado durante los últimos 15 años. Encuentro enojo, frustración, una nueva franqueza y resignación. Casi todos con los que me reúno son pesimistas. Es un estado de ánimo contagioso.
Participo en un taller en un instituto de investigación líder. La mayoría de la gente presente critica las políticas económicas promercado del gobierno. Muchos de ellos están estudiando los efectos de la desigualdad. Para contrarrestar la crítica, unos pocos participantes declaran que Raúl Castro está haciendo lo que es necesario y que confían en que el gobierno siga en buenas manos. Uno de los expositores entrelaza un elogio extravagante del Partido Comunista Chino con un largo tributo al liderazgo de Cuba. La audiencia espera con paciencia a que termine, muchos con gesto escéptico. Al cierre de la sesión, la mujer que la preside golpea con furia su cuaderno: «Los que deciden no nos prestan atención. En este país se ha tirado el marxismo por la ventana».
Aunque la mayoría de los cubanos me dicen que se sienten descontentos, es muy improbable que actúen en forma colectiva, más aún que salgan a las calles. La forma tradicional de resistencia en Cuba es irse. Ahora irse es más difícil de lo que era antes de que el presidente Barack Obama pusiera fin al programa de inmigración diseñado para atraer a los cubanos a Estados Unidos, y antes de que el presidente Donald Trump redujera drásticamente las dimensiones de la embajada estadounidense en la isla, tras unos «ataques» a diplomáticos que aparentemente fueron cargos inventados contra del gobierno cubano. Sin embargo, las cubanas continúan pergeñando planes para emigrar. Durante décadas, irse ha sido la válvula de escape.
A comienzos de 2018, la atmósfera en Cuba es marcadamente diferente de la que existía cuando Obama visitó La Habana en marzo de 2016. En ese momento la mayoría de la gente con la que hablé decía que las condiciones eran malas, pero que se sentía esperanzada. Cansados de la austeridad, cansados de inventar para poner alimentos sobre la mesa, cansados de promesas de que las condiciones mejorarían, veían a Obama como un salvador. Su retrato colgaba en las ventanas, en las salas de estar, incluso en bodegas estatales. Yudith decía en broma que si Obama se presentaba para la presidencia de Cuba, su triunfo sería aplastante. Los cubanos pensaban que cuando las inversiones provenientes de Estados Unidos entraran en la isla, el turismo explotaría, la actividad privada florecería y la calidad de vida mejoraría.
Si el plan de Obama era matar a la Revolución con el bisnes, el del presidente Trump ha revivido el viejo enfoque respecto del cambio de régimen promovido en Washington y Miami. Está intentando socavar al gobierno y estrangular la economía destruyendo los espacios comerciales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Estas controlan buena parte de la economía de moneda convertible, incluido el fuerte sector turístico, el nuevo puerto y Zona Especial de Desarrollo de Mariel, y las principales compañías de importación y exportación e instituciones financieras. La política anti-Cuba de Trump está resultando sorprendentemente efectiva. Luego de sus anuncios sobre las nuevas medidas, el número de turistas estadounidenses que visitan Cuba cayó 25%, de acuerdo con algunos informes. Varias líneas aéreas norteamericanas redujeron sus vuelos a la isla. Un número de empresas del mismo origen que se encontraban en proceso de negociar acuerdos con el gobierno cubano dieron marcha atrás. En enero vi las consecuencias del endurecimiento del bloqueo. Los hoteles y restaurantes de La Habana y de las playas estaban a mitad de su capacidad, en el mejor de los casos. Los buses turísticos permanecían ociosos en gigantescos estacionamientos. Muchos taxistas me dijeron que habían sido despedidos de sus empleos en el sector turístico. Aunque los turistas estadounidenses se mantienen alejados, el número de visitantes rusos y chinos está en alza.
Los infortunios cubanos se han multiplicado por razones relacionadas solo parcialmente con Trump. Venezuela, empantanada en una crisis política y económica, redujo sus exportaciones subsidiadas de petróleo a Cuba en un 40% en los dos últimos años. El puerto de Mariel, diseñado para ser el núcleo de la nueva economía cubana, fue financiado por empresas aliadas a los dirigentes políticos brasileños que fueron expulsados por el golpe parlamentario de la derecha. Mientras el gobierno de Cuba estaba reconstruyendo los hospitales, escuelas y hogares destruidos en 2016 por el huracán Matthew, la isla fue alcanzada por el huracán Irma, aún más destructivo, que se cobró vidas en La Habana y los alrededores, devastó las cosechas de azúcar y cacao de ese año, y golpeó la producción de cultivos alimenticios y huevos. Ante la escasez, el gobierno redujo la cantidad de alimentos distribuidos por la libreta de racionamiento. Al mismo tiempo, los precios en el mercado abierto siguen trepando.
La sociedad cubana parece estar desmoronándose. Muchas familias, probablemente la mayoría, complementan sus bajos salarios con el «desvío de recursos estatales», o dicho de otro modo, robando al Estado. «La corrupción permea todo el orden social», me dice Mario, el militante del Partido. «Se ha convertido en algo que corre por nuestras venas. Te daré algunos ejemplos: un miembro del Partido encargado de la cafetería de un hospital, un amigo mío, se lleva comida a su casa todos los días para que su familia pueda comer decentemente. Los médicos roban medicamentos para venderlos en el mercado negro. Un asistente de cocina del Hotel Nacional que vive aquí en mi edificio se lleva jamón de Parma y queso manchego y los vende a clientes ricos y restaurantes privados. Todos roban, la mayoría se ve obligada a hacerlo. Por supuesto, cuanto más alta sea tu posición, más puedes malversar».
Los cubanos llaman a la nueva clase de propietarios los «nuevos ricos» y la «clase emergente». Son dueños de hoteles boutique, restaurantes, gimnasios, talleres de reparaciones y empresas constructoras y se aprovechan de los recursos estatales en una escala impactante. En julio de 2017, el gobierno puso freno al crecimiento del sector privado al establecer límites a las empresas existentes y detener momentáneamente el trámite de solicitudes de licencias comerciales. Nadie sabe si esto representa una interrupción temporal en el desarrollo del sector privado o un cambio de política.
Pero hay otra clase emergente en Cuba, la de los desempleados y las subocupados. Es difícil encontrar estadísticas económicas confiables, pero los informes sugieren que en 2017 12% de la población vivía en la extrema pobreza. Observo a cubanos y cubanas pobres desde el balcón de la casa particular donde me estoy hospedando en Vedado, un barrio alto en La Habana. Están revolviendo los cubos de basura en la esquina. Los veo mendigar en el centro de La Habana. No son mujeres y hombres jóvenes y alegres que tratan de seducir a los turistas para conseguir un par de CUC, la moneda convertible de Cuba, sino gente indigente que se sienta en la vereda con carteles escritos a mano en español en los que piden a los transeúntes dinero o alimento. En la calle Obispo, la franja comercial más populosa de La Habana, veo un hombre mayor desaliñado que empuja una carreta con bolsas plásticas, cartones y trapos. Voy junto con una amiga en camino a una librería. Ella confirma mi sospecha: es una persona sin techo. La carencia absoluta de vivienda es algo poco común, pero puede ser un espectro de la nueva Cuba. El libro que quiero comprar es El hombre que amaba a los perros, la novela de Leonardo Padura sobre el hombre que asesinó a León Trotsky y luego vivió en Cuba hasta el final de sus días. Cuesta 30 CUC: un mes de sueldo en el sector estatal. Los libros se han convertido en una medida de la desigualdad.
Sonia me lleva al aeropuerto José Martí para tomar mi vuelo a Londres. Sonia es una buena amiga que siempre trata de instruirme sobre los lineamientos del Partido Comunista. Pero su labor se ha vuelto más difícil porque la fábrica de rumores está inundada de historias sobre divisiones partidarias. Mientras se acerca con precaución a la rotonda del Estadio Latinoamericano, veo un cartel gigante que anuncia la inminente sesión de la Asamblea Nacional en la que los cubanos prevén que se anunciará el sucesor de Raúl Castro. Dos palabras resaltan en rojo: UNIDAD NACIONAL.
No es una declaración, sino una exhortación. Raúl Castro necesita un cierto grado de unidad política para que la sucesión funcione. Pospuso el traspaso por dos meses diciendo que el gobierno necesitaba más tiempo para recuperarse de la destrucción causada por el huracán Irma. La gente que está atenta a la política –a la mayoría no le interesa– cree que lo pospuso porque sus fuerzas no habían aún forjado un acuerdo con sus adversarios en el Partido.
Esto suena plausible. Las divisiones entre raulistas y fidelistas dentro del Partido Comunista son profundas. Aparecieron en 2009 cuando Raúl, después de suceder formalmente a su hermano, removió a los aliados más cercanos de Fidel de sus puestos. Una vez que consolidó su poder, comenzó a abrir vías para negocios privados, lo que para algunos miembros del Partido debilitaría al socialismo. Las tensiones entre ambos campos llegaron a su punto culminante en 2011, cuando el Congreso del PCC eliminó el igualitarismo de la declaración de principios partidaria y la reemplazó por la igualdad de oportunidades. Los críticos del cambio sostienen que la igualdad de oportunidades no es una versión más suave del igualitarismo, sino un método de estructurar la desigualdad.
La división entre raulistas y fidelistas no es la única división a la vista en el paisaje cubano. Una característica de la última década, la era de Raúl, es que tácitamente se tolera un mayor número de voces políticas, aunque en buena medida se las ignora. Estas incluyen las de los nuevos ricos, los cubanos-americanos, figuras de la academia y el arte que viven en la isla y en la diáspora; los grupos antirracistas, feministas y ambientalistas; las blogueras y los blogueros; las iglesias y mucha gente que se queja más abiertamente que antes. Pero la tolerancia solo llega hasta ahí. A los grupos prodemocráticos, así como a los músicos y los artistas cuya música y arte se oponen claramente al gobierno, no se les permite tener una voz.
En la superficie, la política cubana parece haberse frenado. Muchos dicen que, más allá de las apariencias, los raulistas y los fidelistas están resolviendo sus diferencias a los golpes. Peleando para controlar el futuro. La noche previa a mi partida le pregunto a Sonia qué espera que vaya a pasar entre el presente y el 19 de abril de 2018, cuando se anunciará al sucesor de Castro. La fecha no se eligió en forma arbitraria. El 19 de abril es el aniversario de la derrota de la invasión a Playa Girón.
Sonia trata de encapsular este momento de la historia cubana. «No estoy preocupada», dice, aunque su sonrisa nerviosa delata lo contrario. «Raúl tiene la FAR y el MININT (el aparato de seguridad) garantizado. Su hijo está al mando de la seguridad del Estado. Su yerno maneja las operaciones económicas de las FAR. No hay nada de qué preocuparse en ese aspecto. El Partido, en fin, eso no está tan claro. Díaz-Canel surgió del Partido. Es un hombre del Partido. Pero va a necesitar que lo respalden el ejército y el aparato de seguridad. Díaz-Canel no puede decir nada en este momento. Tiene que mantener la boca cerrada. Quizás, de a poco, luego de que se convierta en presidente, descubriremos qué piensa y dónde está parado. O quizás no».
A diferencia de mis amigas que crecieron con la Revolución, a la mayoría de los cubanos que entrevisté en verdad no les interesa qué piensa o qué representa Miguel Díaz-Canel. Se sienten profundamente desconectados de la elite política. Cuando pregunto sobre Díaz-Canel, a menudo la respuesta es «¿Quién?» o «Los políticos son todos iguales, se meten en la política para su propio beneficio».
El televisor está encendido siempre en casi todos los hogares cubanos. Excepto cuando hay novelas o partidos de fútbol, rara vez está sintonizado en canales cubanos... si pueden, la mayoría de las cubanas y los cubanos miran Univisión, que trasmite desde Miami.
Traducción: María Alejandra Cucchi