Tema central
NUSO Nº 246 / Julio - Agosto 2013

Cuarenta y cinco años de ocaso occidental. Cómo pensar el debate

Para reflexionar en torno del ocaso de Occidente, es menester definir con claridad qué es lo que se pretende estudiar. Una tipología de la erosión de poder permite detectar cuáles fueron las principales transformaciones del tópico, década tras década, durante los últimos 45 años (1968-2013). Pensar en el ocaso del Occidente contemporáneo requiere sin duda tener en consideración los errores argumentales cometidos con anterioridad en relación con naciones emergentes y desafiantes como Japón.

Cuarenta y cinco años de ocaso occidental. Cómo pensar el debate

Pensar en el ocaso de Occidente –definido aquí como la erosión del poder de los universos estadounidense y europeo occidental– puede resultar nebuloso. El óbice radica en que, al tratarse de dos mundos paralelos, la supuesta decadencia puede desarrollarse para uno en una etapa histórica que no coincide con el tempo que adopta para el otro. Así, por ejemplo, el ocaso europeo está indiscerniblemente marcado por las dos grandes conflagraciones de la primera mitad del siglo XX, que tienen como colofón el proceso de descolonización en el llamado «Tercer Mundo». Sin embargo, no menos cierto es que para la otra mitad del mundo occidental –Estados Unidos– estos años fueron, con la notable excepción de la década de 1930, momentos de auge inusitado que lo colocaron como potencia de primer orden. La razón para analizar el debate a partir de 1968 es que a partir de ese momento entra en crisis el universo noratlántico en su conjunto.

Pero antes de pensar en el ocaso de Occidente propiamente dicho es necesario entender el concepto de poder y las formas como este es concebido por los estudiosos del fenómeno. Solo así se podrá reflexionar sobre su erosión, proceso de décadas de duración, pero que de ningún modo ha sido constante ni de idéntica figura. Esta introducción teórica inicial cobra mayor relevancia por cuanto el debate sobre la declinación de Occidente, no obstante su evidente perennidad, adolece de una crónica invertebración teórica.

La erosión del poder

No existe en la ciencia política ni en el estudio de las relaciones internacionales un consenso lo suficientemente amplio como para definir el poder de manera unívoca. Distinguiremos, pues, dos grandes tradiciones en pugna1. La primera, de raigambre hobbesiana, concibe el poder como la posesión y acumulación de atributos por parte de un actor determinado, sean estos económicos, militares, políticos, sociales, demográficos, ecológicos o de cualquier otra índole. Normalmente la literatura especializada reconoce una clara diferencia entre estos elementos, discriminando entre los materiales (como divisas, capacidad industrial, ejércitos, armas nucleares, recursos naturales, poblaciones, territorios, entre otros) y los no materiales (como educación, cohesión social, productividad, liderazgo, moral).

Por el contrario, la tradición weberiana entiende que la naturaleza del poder se explica como la capacidad que tiene un actor cualquiera, en el contexto de una relación social, de modificar la conducta de otro. Variantes típicas sobre esta definición básica incluyen la necesidad de que el primero quiera y pueda hacerlo, o bien el quiebre de la resistencia del actor sobre el cual se ejerce el poder. Los activos que estudia la anterior escuela se transforman a lo sumo en una condición necesaria, pero nunca suficiente, para evaluar el poder de los actores, por cuanto lo verdaderamente importante es el análisis acerca de cómo estos utilizan los medios a su disposición para alcanzar sus metas. Por otro lado, el enfoque weberiano permite y promueve el estudio de las relaciones de poder de manera contextual, perdiendo en parsimonia lo que se gana en precisión analítica.

Dicho esto, para entender y clasificar la erosión del poder es necesario decir algo más sobre el otro término en cuestión. En este contexto, por «erosión» se entiende una pérdida de poder en sentido lato, que bien puede ser absoluta o relativa. La primera es concebida como un proceso de suma negativa para el actor que lo sufre, que ve disminuido su propio poder en relación con el que disponía en otro momento. La segunda forma que puede adoptar la erosión de poder, por el contrario, amplía el universo de la comparación para entender cómo es que este se redistribuye entre dos o más actores en el transcurso del tiempo. Según esta otra óptica, el actor que la sufre bien puede estar acrecentando su poder en términos absolutos, pero si el de los rivales crece más rápidamente, entonces no puede sino haber una devaluación del propio.

Al cruzar las versiones hobbesiana del poder (centrada en los atributos, materiales o no) y weberiana (que contempla las conductas y la interacción entre actores) con las dos formas que adopta su erosión, la absoluta y la relativa, se logra una tipología que contribuye a la estructuración del análisis del debate.

Cuando se concibe la erosión de poder como la redistribución de diversos activos materiales entre distintos actores, estamos frente a lo que la literatura suele denominar «declinación», con frecuencia apellidada «relativa» –v. cuadro (1)–. Este proceso suele producirse debido a diferenciales de crecimiento económico entre distintos países desfavorables al Estado en cuestión, aunque también son ya clásicas las referencias a un desigual crecimiento del presupuesto militar, o bien la dispar posesión de algún atributo de esta índole, como podría ser el número de efectivos en las Fuerzas Armadas o de cabezas nucleares. Al ser la población, el territorio y los recursos naturales vistos como otros atributos de poder en las relaciones entre naciones por derecho propio, su posesión relativa no puede sino dar lugar a potenciales declinaciones. El ejemplo histórico más citado de declinación dentro de la literatura especializada es el de Gran Bretaña entre 1870 y 1914, cuando pasó de la cima de su poder relativo a cederlo progresivamente a otras potencias emergentes, como EEUU y Alemania.

El desgaste o la caída suponen la pérdida absoluta de recursos de poder materiales –v. cuadro (2)–. Aquí es necesario hacer una distinción entre las formas menos profundas que puede adoptar el fenómeno y las que son más severas, reservando el concepto de desgaste para las primeras y de caída (o colapso) para las segundas. En efecto, una derrota militar, una recesión económica o algún tipo de cataclismo natural, por solo citar algunos ejemplos, bien pueden dejar a una nación con menores atributos de poder material, sean estos soldados, empresas, ciudadanos o territorios. En el siglo XX, conviene repasar la historia de los imperios europeos (el británico y el francés, pero también el alemán nacionalsocialista y el soviético, entre otros) para percatarse de que seguimos conviviendo con caídas de grandes proporciones.

Pero los imperios de ultramar europeos cayeron solo después de haber sufrido la erosión relativa de atributos de poder no materiales o deslegitimación –v. cuadro (3)–. En efecto, en algún punto en la historia del siglo XX las colonias comenzaron a percibir a sus gobernantes metropolitanos menos como los portadores del progreso y la civilización, los guardianes del orden y la fe, y más como conquistadores foráneos, cuya única superioridad emanaba de la posesión de una tecnología militar más avanzada. En definitiva, todo lo que empodere en el plano de las ideas y las formas de organización a los rivales de un Estado en particular es susceptible de ser entendido como causante de una deslegitimación, ya sea una mayor cohesión social, un liderazgo político más sólido, instituciones políticas y sociales en sintonía con las necesidades de la nación, un nacionalismo más afianzado o bien el (re)surgimiento de un modelo ideológico o teológico contestatario.

La polisemia reinante respecto a la decadencia no contribuye a su clara identificación. Reflexionando sobre el ocaso de las potencias, la tradición clásica bien puede inscribirse dentro del marco conceptual de la decadencia, que conlleva la degradación de los atributos no materiales de un actor –v. cuadro (4)–. Desde Edward Gibbon hasta Oswald Spengler, esta supo identificar en los factores no materiales e internos de los imperios y las civilizaciones las raíces de su eclipse2. ¿Qué factores contribuyen a una decadencia? Existe una infinidad de variantes sobre el tema, entre las cuales se encuentran la pérdida de la virtud cívica; la fragmentación social y las luchas intestinas; la pérdida de la fe o la adopción de una religión «para débiles»; la degeneración de la sociedad producto de la introducción de la ciencia y la técnica, o bien el oscurantismo; la crisis del liderazgo o la insurrección de los estratos inferiores; el cesarismo, el parasitismo aristocrático o la democratización de un sistema político o social. Todo da cuenta de la multiplicidad de enfoques con que se trata el tema, y por ende, de la falta de un marco ideológico claro.

Por último, la inconvertibilidad o infructuosidad es la única forma que puede adoptar la erosión del poder pensado en términos weberianos –v. cuadro (5)–. Esta supone la imposibilidad (o la menor capacidad) de transformar los activos que detenta un Estado en resultados en línea con sus preferencias, ya sea por una inadecuada estrategia o por la falta misma de una estrategia coherente y sostenida, la reacción de los rivales, los errores de percepción o la dificultad de volcar los activos de los que se dispone en un área en atributos de poder en otra. Quedará en evidencia la inconvertibilidad cuanto más disonantes sean los activos con los que cuenta un actor y los resultados favorables que este obtiene en su relación con los demás.

Habiendo introducido el marco teórico, es menester enfocarnos ahora en cómo se desarrolló la erosión del poder occidental durante los últimos 45 años de historia, y en cuáles fueron sus variaciones, repeticiones y dinámicas.

Occidente contra las cuerdas (1968-1981)

Desde una perspectiva política, la sinécdoque «1968» evoca una profunda crisis en la que se sumió la civilización occidental y de la cual parecía no tener retorno. Vista en perspectiva, durante la década larga de los años 70 (1968-1981) confluyeron una diversidad de agobiantes problemas que pusieron contra las cuerdas al mundo noratlántico de entonces, y que no se volvieron a experimentar con posterioridad.

1968 fue el año de la Ofensiva del Tet, una sorpresiva operación militar comunista en la Guerra de Vietnam que incluyó el asalto a numerosas posiciones de sus enemigos a lo largo de todo el territorio sudvietnamita. Y si bien la maniobra fracasó en el campo de batalla, provocó un vuelco en la opinión pública estadounidense. A partir de ese momento, grandes segmentos de la población comenzarían a rechazar el curso de acción emprendido por Washington. Con Richard Nixon y Henry Kissinger en el poder, la «vietnamización» de la guerra cobró forma y precipitó la primera derrota en la historia bélica estadounidense. Vietnam le demostró al mundo de entonces cómo un liliputiense con un férreo liderazgo y una voluntad de lucha implacable podía forzar la retirada final de la mayor de las superpotencias, lo que evidenciaba la infructuosidad del poder de Gulliver.

En 1973, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) impuso un embargo de crudo, lo que provocó un gran impulso en el nivel de precios y la baja en la actividad económica estadounidense. Sin embargo, con anterioridad a esta medida, las dificultades económicas del hegemón occidental ya se habían puesto de manifiesto en el abandono de la convertibilidad del dólar con el oro, en 1971, en virtud de los desmanejos económicos durante el gobierno de Lyndon Johnson. A esta época se referiría entonces el neologismo «estanflación», una letal combinación entre bajo, nulo o hasta negativo crecimiento de la actividad económica y una inflación sin precedentes para el Occidente de posguerra, a lo que se añadiría un desempleo en alza. Para completar una década nefasta para la economía occidental, en 1979 las turbulencias que tuvieron lugar en el Golfo Pérsico dispararon una nueva crisis del petróleo. La de 1970 sería, así, una década extremadamente desgastante para los occidentales.

Pero no para todo el mundo fue una década difícil en materia económica, lo que perfila una declinación. Los países exportadores de petróleo no solo se hicieron ricos por el boom de ese commodity, sino que además demostraron ser jugadores relevantes en la política global. Japón, por su parte, experimentó un crecimiento superior al de sus contrapartes occidentales, amén de la crisis de 1973. La Unión Soviética, pese al letargo económico brezhneviano, superó a EEUU en cabezas nucleares por primera vez en la historia de la competencia atómica entre las dos superpotencias. Además, su activismo en el Tercer Mundo cobró nuevos bríos, desde Angola hasta Afganistán.

Pero, sin lugar a dudas, una de las más notables manifestaciones de la erosión del poder noratlántico adoptó la forma de decadencia y estuvo dada por la crisis de la conciencia occidental vigente hasta entonces. Fueron años de efervescencia ideológica e iconoclasta. Analistas contemporáneos y posteriores interpretarían que este activismo, ya fuera feminista, de supremacía negra o tercermundista, conformaría un movimiento desintegracionista, abocado a socavar los pilares de la identidad occidental. A ellos se les sumarían los pacifistas, los ecologistas y la nueva izquierda para acabar de retocar el cuadro refractario a las autoridades tradicionales de Occidente, ya sean presidentes, padres, patrones o profesores. Fue durante el Mayo francés cuando la emergencia de esta nueva sensibilidad pareció adueñarse políticamente de la escena, aunque el ethos de la nueva era se desperdigó por todas las capitales occidentales.

Paralelamente a este activismo radical se producía la irrupción de un nuevo individuo, más consumista y egoísta, a la vez que autoindulgente y con un sentido del deber cívico atrofiado. Anomalías como estas serían las que inspirarían a James Carter en su famoso discurso del malestar3. En EEUU, el clima posterior al Watergate hacía que el edificio social se desmoronara junto con la confianza del público en sus instituciones y líderes.

A medida que la lista de reveses de Occidente se ampliaba, el modelo del mundo libre retrocedía un peldaño más ante el nacionalismo y el socialismo de la periferia. Resulta notable el hecho de que los más directos enemigos de Occidente para entonces, desde Ho Chi Minh hasta el Che Guevara, se convirtieran automáticamente en los estandartes de las huestes disconformes con el viejo orden. El furor antioccidental y antiimperialista, producto de un agudo proceso de deslegitimación, no discernía fronteras y se expresaba desde los campus universitarios de vanguardia en EEUU hasta en las calles de Teherán.

De Ronald Reagan a la implosión de los rivales (1981-1991)

No obstante, durante el transcurso de la siguiente década, Occidente logra romper el sitio al que muy distintas fuerzas y fenómenos lo estaban sometiendo con anterioridad, no sin antes conocer algunos nuevos temores. Ronald Reagan y Margaret Thatcher serán los abanderados de una revolución neoconservadora que dio paso a una nueva etapa en la historia occidental. En lo económico, el antiguo modelo de posguerra recibió el tiro de gracia y se apostó con una confianza ciega a que las fuerzas del libre mercado lograrían devolverles el dinamismo perdido a las economías anglosajonas. Aun cuando su aplicación no fue indolora para varios sectores sociales, se logró revertir el desolador cuadro económico de los años 70.Todavía sensible al síndrome de Vietnam, EEUU siguió siendo relativamente cauteloso a la hora de elegir las luchas que quería librar y prefirió minimizar riesgos y costos. Se podía bombardear a Muamar Gadafi, apertrechar a los «luchadores de la libertad» afganos en contra de las tropas soviéticas o bien apoyar a la contrainsurgencia en América Central, pero el despliegue masivo de tropas terrestres fue reservado para otras causas.

La decadencia de Occidente parece revertirse en los años 80 por varias razones. En primer lugar, ambos líderes apelan con éxito al despertar de sus respectivas naciones. Reagan y Thatcher pretendieron poner fin, explícitamente, a años de repliegue y apaciguamiento frente a rivales y competidores, ya sea denunciando la détente o enviando la flota al Atlántico Sur. En segundo lugar, algunas soluciones políticas habían logrado calmar la exaltación previa de sus sociedades. El pacifismo y el antiimperialismo habían perdido ímpetu con el fin del servicio militar obligatorio en EEUU y la retirada de Vietnam. El movimiento por los derechos civiles había alcanzado la igualdad político-jurídica entre las razas. Al Mayo francés lo acallaron las urnas, atiborradas de votos de unas mayorías silenciosas más conservadoras. Por último, varias de las fuentes de la decadencia que apenas unos años antes habían sido percibidas como perniciosas para la sociedad (el consumismo, el individualismo y la autoindulgencia) mutaron ahora en virtudes cardinales del nuevo altar neoliberal.

En lo concerniente a la declinación y la deslegitimación, por el contrario, los resultados se mostraron mucho más ambiguos. Cierto es que el modelo soviético dejaría en evidencia progresivamente sus fallas y contradicciones y que se haría cada vez más evidente que su experimento no podía seguirle los pasos a una economía globalizada y en plena reinvención. Hacia el final, luego del paso de una oxidada dirigencia del Politburó, la URSS acabaría por emprender una serie de reformas que producirían su implosión, junto con la caída del bloque comunista.

Pero antes de llegar a este punto, el rearme reaganiano y los dilatados intereses de EEUU hicieron sonar las alarmas de un desgaste en forma de sobreextensión imperial, una enfermedad que padecieron todas las grandes potencias de antaño y que les fue diagnosticada post mortem por el historiador Paul Kennedy. La prescripción implicaba que Washington debía reajustar su presupuesto militar y sus compromisos globales al tamaño de su economía antes de seguir debilitándose4. Así, no fue del bloque comunista de donde emergieron la declinación y la deslegitimación, sino del rival nipón. Cobijado bajo la égida militar estadounidense desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Japón se mostró capaz de presentar un modelo de desarrollo alternativo al anglosajón. Mientras que durante la década de 1980 EEUU parecía ensimismado gastándose su ingreso en consumo, y la URSS, en armas, su ex-enemigo oriental seguía creciendo a pasos acelerados gracias a sus elevadas tasas de ahorro e inversión5. El superávit comercial bilateral favorable a la economía nipona creó en Washington serias y crecientes preocupaciones. «La Guerra Fría ha terminado, y Japón es el vencedor» se solía afirmar.

El fin de la historia (1991-2001)

En el año bisagra entre este periodo y el anterior, tres sucesos desterraron temporalmente casi por completo cuatro de las cinco formas de la erosión del poder. En primer lugar, la caída del imperio soviético trajo aparejado el colapso del sistema rival en casi todos los rincones del mundo, lo que dejó al modelo liberal como la única alternativa político-económica posible6. Pero el abrazo descomedido al paquete ideológico occidental por parte de la Federación Rusa resultó tan traumático y doloroso para esta que se canceló la posibilidad de un resurgimiento ruso.

En segundo lugar, hacia principios de la década de 1990, el crecimiento económico japonés se detuvo bruscamente, y con este se frenó también la posibilidad de que Occidente enfrentara a un competidor oriental. El capitalismo nipón, antes temido, ahora parecía esclerótico e incapaz de estar a la altura de las circunstancias. Las economías de casi todo el mundo mirarían, en mayor o menor grado, al Consenso de Washington en busca de inspiración. Samuel Huntington será una de las solitarias voces que polemizará con el triunfalismo liberal finisecular al describir el emergente orgullo vernáculo de las otras civilizaciones. Al proponer una óptica de más largo plazo, el autor contempla la declinación de Occidente desde la descolonización y pone especial énfasis en la demografía africana e islámica y en las vertiginosas economías del Este asiático. Afirma además que el orden liberal, que sus creadores buscaban universalizar, sería resistido en otros rincones del planeta7.

Pero el colapso soviético y el estancamiento japonés le permitieron a Occidente bajar los presupuestos militares, manteniendo su presencia global y los esquemas de alianzas heredados de la Guerra Fría, y gozar al mismo tiempo de una seguridad nunca antes experimentada. Y por si fuera poco, el fantasma de Vietnam finalmente fue exorcizado con el rotundo éxito que representó en su momento la Guerra del Golfo. Bajo el liderazgo de Washington, una amplia coalición logró expulsar a los invasores iraquíes de Kuwait con un bajo costo humano y con el financiamiento de naciones aliadas. Así, el gobierno estadounidense pudo contemplar en esta guerra cómo sus inversiones en tecnología militar, junto con una estrategia diseñada para evitar un empantanamiento permanente, daba efectivamente frutos y cómo se aceitaron los antiguos resortes del Consejo de Seguridad de la ONU.

Descartados entonces el desgaste, la declinación, la deslegitimación y la infructuosidad, Occidente se podía sentir muy tranquilo en su trono global. Por lo demás, Europa estaba experimentando avances significativos en su proceso de integración regional. Sin embargo, hubo voces que llamaron la atención sobre las consecuencias negativas de esa imagen de seguridad, prosperidad y orgullo: la inmigración. En efecto, algunos analistas conservadores comenzaron a entender este fenómeno ya no como un activo que rejuvenece la demografía y la economía de Occidente, sino más bien como la fuerza de una decadencia silenciosa para la identidad civilizacional8.

El retorno de la historia (2001-2008)

Por su impacto político y psicológico, los atentados del 11 de septiembre claramente marcan el inicio del nuevo siglo. Durante su primera administración, George W. Bush emprendería una cruzada global antiterrorista y por la consecución de la primacía estratégica global que no escatimaría costos diplomáticos ni económicos e inflaría hasta niveles insospechables el poder militar estadounidense.

Lanzada en 2003, la Guerra de Iraq probaría ser, por muy distintos motivos, el elemento histórico que reintroduce con vehemencia en el análisis la erosión de poder de la civilización noratlántica en general, y de EEUU en particular. A los ojos de no pocos observadores, el unilateralismo muscular de Washington produjo un cisma en Occidente entre sus orillas americana y europea, por cuanto la primera, marciana, no tendría miedo en salir al mundo y tomar las armas, mientras que el venusianismo decadente de la segunda la condena a un rol disminuido en los asuntos globales.

Pero también se percibe una decadencia hacia el interior del coloso americano: la sobrerreacción ante el terrorismo, tanto puertas adentro como hacia afuera, colocaría al país en el peligroso derrotero del imperialismo y la degradación del sistema republicano de gobierno. La tradición jeffersoniana, celosa de las libertades individuales y reticente a que el complejo industrial-militar y los aparatos de inteligencia escapen a un estricto control civil, supo ponerse en alerta por aquellos años9.

Los costos derivados de la «guerra contra el terrorismo» ciertamente produjeron un desgaste para EEUU, sobre todo en términos económicos. La invasión, ocupación y reconstrucción de Iraq se conjugaron, a su vez, con la laxitud fiscal; se revirtió así el superávit presupuestario de los años 90 y esto hizo crecer abultadamente la deuda externa del país, financiada crecientemente por países rivales o poco afines a Occidente.

Pero EEUU también inflamaría al mundo de un antiamericanismo no percibido desde Vietnam, lo cual haría descender notablemente las reservas de «poder blando» (o capacidad de atracción) de las que esta nación disponía en el mundo con anterioridad a la Guerra de Iraq10. Se reconfigura así un escenario de deslegitimación del orden liberal de la Posguerra Fría, cuyas contradicciones quedan en evidencia ante la aventura imperial.Al hegemón imbalanceado del fin de la historia le sigue, en virtud de la gran oposición despertada en todos los rincones del planeta, la coordinación diplomática entre distintos gobiernos de algunas maniobras tendientes a limitar el poder estadounidense no contenido ni refrenado, o «balance blando» (soft balancing). Otros Estados, como Corea del Norte, enemigos declarados de Washington, buscarán acelerar sus programas nucleares, a fin de contar con capacidad disuasiva frente a la superpotencia militar occidental11.

En Europa, dos instituciones occidentales escogen expandirse territorialmente hacia el Este: la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que gana terreno en lo que otrora era el «patio trasero» ruso; y la Unión Europea, que también absorbe pequeños países orientales, pero se demuestra incapaz de profundizar su integración regional.

Hacia un mundo multipolar (2008-...)

A falta de mayor perspectiva histórica, la crisis de 2008 sirve a modo de bisagra entre el mundo que comienza a desaparecer y el que todavía no termina de llegar. Los problemas internos de Occidente se multiplican en la segunda década del siglo XXI, mientras que el ascenso de los países emergentes ha mostrado hasta el momento bases muy robustas.

La crisis financiera internacional no solo dispara una Gran Recesión, sino que además deslegitima el capitalismo desrregulado favorecido por Washington al desnudar sus falencias. En todos estos años, la performance económica de los países emergentes contrasta fuertemente con el exiguo crecimiento, cuando no decrecimiento, los altos niveles de endeudamiento y el igualmente elevado desempleo de las economías noratlánticas, todo lo cual configura una combinación entre desgaste y declinación occidental. Además, para el caso europeo, las tendencias demográficas aumentan la presión económica sobre el futuro.

A ambos lados del Atlántico las divisiones políticas y la polarización social están a la orden del día y dan forma a la actual decadencia occidental. En EEUU, algunos analistas ponen el foco de su atención en el esclerótico sistema político y en su incapacidad para lograr consensos bipartidarios. La UE, en cambio, al tratarse de un actor colectivo, es particularmente vulnerable al ascendente nacionalismo, que pone en peligro el proyecto continental.

Mientras tanto, el resto del mundo deja atrás el antiamericanismo y adopta una segunda forma de deslegitimación: el postamericanismo12, privilegiando agendas, soluciones y relatos telúricos por sobre el modelo universalista de mercados abiertos y desregulados y democracia liberal. Asimismo, se están experimentando algunos cambios en la gobernanza del sistema, como puede ser el caso del ascenso del G-20 sobre la caída en desgracia del G-7.

Ensimismadas en sus propios problemas internos, las naciones occidentales han limitado sus ambiciones revolucionarias, o al menos restringieron los medios para alcanzarlas. En comparación con los esfuerzos del gobierno de George W. Bush por mantener muscularmente la primacía, resulta evidente que el gobierno de Barack Obama se muestra mucho más cauteloso en el uso de la fuerza, especialmente a la hora de plantar las botas sobre el terreno. A las potencias regionales les corresponderá crecientemente ocuparse de resolver los problemas de sus vecindarios.

Reflexiones finales

A la luz de lo antedicho, y considerando a algunos analistas que ven a Occidente periclitando, conviene hacer algunas apreciaciones finales. Si bien no resulta completo, el abandono de la tradición holístico-determinista de la larga tradición de reflexión acerca de la caída de Occidente no puede sino ser positivo. Puede ser muy tentador estudiar la historia de los pueblos y trazar un sentido en torno del cual esta gire (como lo hizo Spengler, por ejemplo), pero hoy en día constituye un defecto analítico. El desenlace de las tendencias suele ser muchas veces contingente y no siempre es visto con claridad por los estudiosos de una determinada época. El carácter cíclico de la historia de las grandes potencias, por ejemplo, no contempló la doble implosión soviético-japonesa. EEUU no solo pudo escapar de las garras de la historia aquella vez, sino que además gobernó muchos años un sistema unipolar que todavía se resiste a marcharse por completo.

Quienes se sientan tributarios de las reflexiones en torno de la decadencia deben tener sumo cuidado al justificar cómo es que los cambios producidos en el terreno de lo inmaterial deterioran la posición de poder de un determinado actor. Muchas más veces el mundo se parece en cambio al ensayo de Rubén Darío El triunfo de Calibán (1898), en el que se retrata al coloso norteamericano como una nación bárbara y materialmente poderosa a la vez. Esto es: pese a los numerosos defectos sociales que una sociedad pueda tener, normalmente el prosaico universo de lo político, económico y militar suele estar determinado por otra serie de factores que son insensibles a las decadencias. Por lo demás, la esclerosis política o la falta de confianza en el propio modelo pueden contar como activos, en función del aventurismo y los excesos ideológicos de la era Bush.

Ahora bien, las reflexiones en torno de la declinación de Occidente no pueden tomar menos recaudos analíticos. La simple proyección de tendencias económicas hacia el futuro y pensar que constituyen garantes del sentido de la historia es un error que los observadores de la pujanza china deberían ponderar en sus análisis. Si bien es cierto que se trata de un país que está creciendo a tasas de 10% desde hace décadas, no menos cierto es que Japón había logrado un desempeño económico formidable y sostenido hasta que se pinchó la burbuja y el estancamiento se convirtió en la regla. Sin embargo, la diferencia de aquel contexto con la actualidad impediría en principio caer en esta comparación, por cuanto es todo el mundo emergente el que está teniendo un desempeño económico superior al de las naciones occidentales. De cualquier modo, las tendencias económicas no deberían oscurecer el hecho de que no siempre las potencias económicamente emergentes han buscado o podido nutrirse de otros atributos de poder (esencialmente militares, pero no únicamente). Y además existen otros elementos por tener en cuenta a la hora de medir el poder de los actores, como por ejemplo, los geopolíticos, la concentración o dispersión de sus intereses, su sistema de alianzas, entre otros.

En la segunda década del siglo XXI, Occidente se encuentra acelerando su ocaso, pero solo analizando cautelosamente los derroteros, reformulaciones y defectos de las anteriores ediciones del debate se podrán superar algunos de los vicios crónicos.

Bibliografía

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  • 1. Para una distinción similar, v. David Baldwin: «Power and International Relations» en Walter Carlsnaes, Thommas Risse y Beth Simmons (eds.): Handbook of International Relations, Sage, Londres, 2002.
  • 2. E. Gibbon: The Decline and Fall of the Roman Empire [1776-1789], The Viking Press, Nueva York, 1953 [Decadencia y caída del Imperio Romano, varias ediciones en español] y Oswald Spengler: La decadencia de Occidente: bosquejo de una morfología de la historia universal, Espasa-Calpe, Madrid, 1958.
  • 3. El discurso puede encontrarse en www.pbs.org/wgbh/americanexperience/features/primary-resources/carter-crisis/, fecha de consulta: 25/5/2013.
  • 4. P. Kennedy: Auge y caída de las grandes potencias, Random House Mondadori, Barcelona, 2009.
  • 5. Samuel Huntington: «The us: Decline or Renewal?» en Foreign Affairs No 67 vol. 2, invierno de 1988.
  • 6. Francis Fukuyama: «The End of History?» en National Interest No 16, verano de 1989.
  • 7. S. Huntington: El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Buenos Aires, 1997.
  • 8. S. Huntington: ¿Quiénes somos? Los desafíos de la identidad nacional estadounidense, Paidós, Buenos Aires, 2004.
  • 9. Chalmers Johnson: The Sorrows of Empire: Militarism, Secrecy and the End of the Republic, Metropolitan Books, Nueva York, 2004; y Andrew Bacevich: The Limits of Power: The End of American Exceptionalism, Metropolitan Books, Nueva York, 2008.
  • 10. Joseph Nye Jr.: Soft Power: The Means to Success in World Politics, us Public Affairs, Nueva York, 2004.
  • 11. Robert Pape: «Soft Balancing Against the United States» en International Security vol. 1 No 30, 2005; y Stephen Walt: Taming American Power: The Global Response to us Primacy, W.W. Norton & Co., Nueva York, 2005.
  • 12. Fareed Zakaria: The Post-American World, W.W. Norton & Co., Nueva York, 2008.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 246, Julio - Agosto 2013, ISSN: 0251-3552


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