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Crisis, partidos y sociedad en el Brasil de hoy


Nueva Sociedad 202 / Marzo - Abril 2006

La crisis del gobierno de Lula no se reduce a un problema de corrupción. Tiene su raíz en una concepción del Estado como aparato ajustable y contabilizable y en la transformación del Partido de los Trabajadores en una máquina electoral dedicada exclusivamente a la conquista de la Presidencia. En un contexto de modernidad tardía y periférica, la desorganización del mundo del trabajo desarticuló a las clases y los grupos de referencia y está arrastrando a partidos, sindicatos e instituciones políticas. Lo que está en juego en Brasil, entonces, no es solo la supervivencia del gobierno, sino un modo de hacer política, concebir el Estado y pensar el cambio social.

Crisis, partidos y sociedad en el Brasil de hoy

La crisis del gobierno de Lula no se reduce a un problema de corrupción. Tiene su raíz en una concepción del Estado como aparato ajustable y contabilizable y en la transformación del Partido de los Trabajadores en una máquina electoral dedicada exclusivamente a la conquista de la Presidencia. En un contexto de modernidad tardía y periférica, la desorganización del mundo del trabajo desarticuló a las clases y los grupos de referencia y está arrastrando a partidos, sindicatos e instituciones políticas. Lo que está en juego en Brasil, entonces, no es solo la supervivencia del gobierno, sino un modo de hacer política, concebir el Estado y pensar el cambio social.

Elegido por amplia mayoría en 2002, Luiz Inácio Lula da Silva, principal líder del Partido de los Trabajadores (PT), inició su gobierno con el compromiso de impulsar la reforma de las estructuras sociales que bloquean y laceran a la sociedad brasileña. Recibió un voto de confianza tanto de amplios sectores populares como de buena parte de las elites, algunas de las cuales, como las empresarias y las financieras, apostaban a su capacidad de promover el desarrollo, aunque al mismo tiempo se mostraban recelosas ante la posibilidad de que se impusieran cambios estructurales en la economía. En el programa que presentó para las elecciones presidenciales, el PT se había propuesto tres grandes líneas de acción estratégica: profundizar la democracia, combatir la exclusión social y reducir la vulnerabilidad externa. Para ello, parecía inevitable adoptar una política económica que restringiese la libertad de acción de los capitales y de los mercados, para mejorar de esa forma la calidad de la inserción en la economía globalizada. Se preveía que el nuevo gobierno –impulsado por los compromisos históricos del PT y por la agenda desarrollista defendida por buena parte del movimiento democrático– acabaría por perfeccionar y aumentar el control sobre los flujos de capitales y el tipo de cambio.

Ya en la campaña electoral, consciente de las dificultades que enfrentaría una vez que llegara al gobierno, el PT flexibilizó sus propuestas y propició una alianza política tendiente al centro, eligiendo al empresario José Alencar, del Partido Liberal, como candidato a vicepresidente. Optó por actuar de forma conciliadora y prudente, con la intención explícita de calmar a los mercados y neutralizar a sus adversarios, preparándose para el hecho de que el gobierno que saldría de las urnas no dispondría de mayoría legislativa y debería conseguir estabilidad en un contexto de turbulencia financiera y tensión social.

Hubo, sin embargo, más pragmatismo que realismo. Al asumir la Presidencia, en enero de 2003, Lula anunció un elenco ministerial ecléctico y moderado, que reunía –sin criterios claramente explicitados– cuadros partidarios, empresarios y parlamentarios de fuerzas aliadas. Nombró a un banquero al frente del Banco Central y designó, como eje de gravitación del gobierno, a un equipo económico ortodoxo, responsable de garantizar la continuidad en la política de ajuste fiscal y estabilización monetaria.

De este modo, se inclinó por una alternativa riesgosa, que en poco tiempo lo condujo a un callejón sin salida: en lugar de articular a las elites económicas, terminó por ser articulado por ellas, apartándose de los compromisos partidarios iniciales y de las directrices estratégicas de carácter programático. Se convirtió así en un gobierno de «izquierda» paradójico, más preocupado por evitar las injerencias reguladoras y cuidar a los dueños del capital financiero que por impulsar el mundo del trabajo y la reforma social.

Un arriesgado proyecto de poder

Al llegar a la mitad de su mandato, el gobierno del PT se revelaría carente de un programa claro y con escasa capacidad para implementar políticas con que enfrentar las precarias condiciones sociales y las dificultades económicas del país. Contrariando el amplio consenso formado por varios economistas de diferentes escuelas, desde monetaristas hasta desarrollistas, Lula llevó adelante una gestión excesivamente ortodoxa, apoyada en la baja inversión pública, la elevada carga tributaria y las altas tasas de interés. Mantuvo la inflación bajo control, pero bloqueó la expansión económica, provocando un bajo crecimiento del PIB (2,5% al año) y comprometiendo la expansión de la renta y del empleo, que se estabilizarían en parámetros poco satisfactorios.

El gobierno se mostró igualmente ambiguo en el área social, al aplicar medidas confusas y asistencialistas. Su principal realización –el programa Bolsa Familia– es consecuencia en buena medida de las concepciones del Banco Mundial, orientadas a la focalización de los gastos sociales en los sectores indigentes. Se trata de una política «eminentemente compensatoria, necesaria para una sociedad como la brasileña, con niveles elevados de pobreza absoluta, pero claramente insuficiente como elemento de transformación social». Aunque la pobreza disminuyó, y la distribución de la renta mejoró, los avances no alcanzaron a modificar sustancialmente la faz miserable del país, y tampoco introdujeron ninguna innovación o aceleración importante en el plan de reformas de base (como las vinculadas a la ocupación de la tierra).

El gobierno de Lula mantuvo la concepción del Estado como un aparato ajustable y «contabilizable», sin preocuparse por la calidad de los servicios públicos ni dar ningún paso en dirección a una reforma ético-política del aparato estatal. Es decir, se incluyó en el imaginario social de una visión negativa del Estado y contribuyó poco a agilizar y democratizar su maquinaria mediante nuevos mecanismos de participación popular y control social. Tampoco hizo mucho por recuperar el Estado como agencia central del desarrollo. Para colmo, reiteró la práctica tradicional de «utilizar» el aparato estatal para fines particulares, lo que generó nuevas olas de clientelismo y patrimonialismo.

Hizo un esfuerzo deliberado para ocupar de manera unilateral ciertos cargos estratégicos (las asesorías superiores, la dirección de empresas públicas y la estructura administrativa de los ministerios), que fueron entregados a la burocracia partidaria o a los profesionales del sindicalismo. En buena medida, puede decirse que el PT «ocupó» el Estado. Gobierno y partido se interpenetraron, mezclando sus negocios, su dinámica y sus intereses. Finalmente, para obtener un sustento legislativo, Lula abrió su coalición todavía más a la derecha, incorporando y apoyando a partidos que le impusieron un alto precio político y administrativo y ayudaron a que se creasen, dentro del gobierno, espacios de «compra y venta» de apoyos y cargos. Todo esto tuvo consecuencias.

A comienzos de 2005, cuando comenzaba a sufrir la presión de sus propias bases, deseosas de un mayor ímpetu reformador, el gobierno comenzó a dar muestras de que, antes que nada, se aplicaría a buscar un segundo mandato para Lula. Para utilizar términos que se generalizaron en la crónica política brasileña, pasó a dedicarse intensamente a un proyecto de poder, desentendiéndose de la elaboración e implementación de un proyecto de sociedad.

A mediados de 2005, el gobierno se vio acosado por numerosas denuncias que daban cuenta de la estructuración de una amplia y compleja red de corrupción asociada en buena medida a las elecciones. Se hicieron públicos, con la fuerza de un tornado, indicios claros de que regularmente se pagaba a legisladores, se transferían recursos financieros no declarados y se usaban ciertas instancias estatales para recaudar fondos y obtener apoyo en el Congreso. La cúpula dirigente del PT, algunos de sus diputados y diversos operadores oficiales quedaron en el centro de estas denuncias.

Fue un choque para la opinión pública y un golpe al equilibrio político del gobierno, que se sumergió en el marasmo y la confusión. La crisis se agigantó, generando sorpresas e indagaciones. ¿Fue provocada por presiones del gran capital y por las trampas de la oposición liberal, disconforme con la derrota de 2002? ¿Fue consecuencia de los errores políticos de la conducción del PT, responsable de armar una coalición parlamentaria de derecha, carente de señales programáticas más consistentes y sin espíritu republicano? ¿Cuál sería el centro de la crisis, el gobierno o el PT? ¿Generaría ésta algún riesgo para la democracia, o tendría un efecto pedagógico y sería percibida como benéfica para la profundización del proceso iniciado en 1985?

La escena política brasileña actual no ofrece motivos para el optimismo, aunque no haya en el horizonte indicio alguno de golpe militar desde la derecha ni de revolución social desde la izquierda. La sociedad manifiesta su insatisfacción en todo momento y de diferentes maneras, pero su voz no asume una forma claramente política. La desorganización del mundo del trabajo desarticuló a las clases y los grupos de referencia, y está arrastrando a los partidos y los sindicatos. La propia política se encuentra sin fuerza, y la representación levita, como si le faltase una base. El escenario, sin embargo, no es necesariamente catastrófico.

Responsabilidad política y modernidad tardía

A causa de la gravedad de los errores que cometieron, las fuerzas políticas que hoy gobiernan Brasil, en particular el PT, deben ser responsabilizadas por la crisis que paraliza al país. Existen flagrantes culpas y pecados en la cúpula gubernamental y en la dirección partidaria. La situación, sin embargo, se encuentra sobredeterminada por lo que ocurre en la base de la sociedad.

El mundo se tornó complejo: se encogió al estar más conectado, ganó diversidad y dejó de ser un todo ordenado por reglas y centros claramente reconocidos. La frenética movilidad de los capitales, la creciente importancia de los servicios financieros y la transnacionalización de la economía, así como la segmentación y la expansión de la oferta de productos se corresponden, dentro de cada país, con una mayor diferenciación y fragmentación social. Los Estados quedaron atrapados por la economía internacionalizada, que no pueden controlar, y por las demandas y presiones internas en sus territorios, que no pueden atender. Los gobiernos gobiernan poco, y a veces ni siquiera gobiernan. En mayor o menor medida, las mediaciones políticas y sociales resultan comprometidas y minan las bases de la autoridad política.

La dimensión espectacular de la vida, la despersonalización de las relaciones sociales y la ocupación de todos los espacios por el mercado crean una confusión entre el interés público y el privado. Desde este punto de vista, la democratización contemporánea –de la política, de las relaciones, del poder– contribuye a resentir el espíritu republicano. En el caso de Brasil, eso significa exacerbar una característica que acompañó el proceso de formación del Estado nacional y se infiltró por los poros de lasociedad industrial.

Además, las condiciones brasileñas no son solo las de la modernidad tardía, sino también las de la periferia del sistema capitalista. Ello significa que el país convive con una tragedia social alarmante, impuesta por la prolongación del pasado e incrementada por la modernidad tardía. Brasil camina hoy entre la miseria «colonial» y la miseria «neoliberal», entre el subempleo tradicional y el desempleo estructural. Aún no resolvió el tema de la tierra, pero cuenta con importantes sectores de agricultura capitalizada y agrobusiness. Ingresó en el siglo XXI con una controvertida reforma de la seguridad social y continúa avanzando, con idas y vueltas, en la reforma de la educación media y superior.

En este contexto de modernidad tardía y periférica, es aún más difícil poner al descubierto los métodos utilizados por el poder económico para someter a la política. Los brasileños saben que existen esquemas poderosos de corrupción y malversación de fondos públicos, pero no consiguen saber dónde están ni cómo logran reproducirse. Los esfuerzos por investigar estos temas –como los desarrollados por las diferentes comisiones parlamentarias de investigación del Congreso Nacional desde julio de 2005– son neutralizados por tecnicismos jurídicos y maniobras dilatorias. No han tenido prácticamente mayores consecuencias y revelan, por el contrario, la debilidad y la poca eficacia de las instituciones.

La crisis brasileña deriva en parte del hecho de que el Estado y la política ingresaron en un estadio de «sufrimiento»: están afectados, y en cierto modo paralizados, por el cruce de modernidad tardía y condición periférica. Nada funciona demasiado bien, nada satisface, nada parece tener la fuerza suficiente para alterar el rumbo de las cosas. Como reacción, suben las tasas de angustia y ansiedad, aumenta la inquietud y se difunden el escepticismo y el nihilismo, retóricas impotentes para producir consensos, contratendencias consistentes o cambios efectivos. Lo «social»se agita mucho, pero no logra, de hecho, presionar a los gobiernos ni interferir en la dirección de la acción estatal.

La hipótesis de que Lula sufra un impeachment parece poco probable, pero no debe ser descartada. Los sectores más conservadores de la oposición, ciertos segmentos de la elite económica y la propia dinámica de la competencia electoral por la Presidencia en 2006 pueden impulsar unintento de este tipo. La sucesión de escaramuzas, la facilidad con que muchos legisladores ceden a las presiones y seducciones del Ejecutivo, la serie escandalosamente larga de personajes sospechosos que integran la «clase política», los discursos pomposos que no dicen nada y, sobre todo, la impresionante incapacidad del Congreso para producir señales positivas y resolver la crisis, constituyen indicios de un preocupante deterioro.

La «clase política» brasileña quedó comprometida con el proceso de compra y venta de apoyo legislativo y financiamiento irregular de las campañas electorales. Pareciera no haber sido afectada por la democratización de las dos últimas décadas y es evidente que no se preparó adecuadamente para presentar alternativas ni para procesar las demandas sociales con competencia y efectividad. Aunque la Constitución de 1988 abrió espacios para la democracia participativa, que se han fortalecido en diferentes regiones del país, el sistema político como un todo se mantiene distante de la sociedad, dialoga poco con ella y no es percibido con respeto y confianza. Se transformó en un órgano corporativo, que refleja mucho más los intereses y las pretensiones de la «clase política» que los de la ciudadanía.

Las crisis de corrupción, de desorden institucional y de desgobierno, por graves que sean, terminan pasando. En el transcurrir de éstas, las sociedades se preguntan cómo podrán reorganizar la convivencia y politizar la vida, llevando el poder de regreso al espacio de la política, con sus instituciones, sus ritmos y sus valores. En esa perspectiva, las salidas virtuosas dependen de la exacerbación de una racionalidad ético-política, crítica, emancipadora, impulsada por sujetos autónomos y deliberativos. Es, justamente, lo que falta en el Brasil de hoy.

Una crisis anunciada

La crisis actual expresa la derrota de un sector de la izquierda brasileña que se encontraba en ascenso en los 90. Afecta también a muchos progresistas que se dejaron seducir por los deseos de movilización social e ímpetu reformador que acompañaron la llegada de Lula al gobierno. Pero ésa es una evaluación genérica e imprecisa, y no del todo justa. No todos los progresistas adhirieron a las estrategias de Lula y su partido. Hubo, aun entre los petistas, quienes se ubicaron en otra posición. Aunque todos resultaron perjudicados con los escándalos, la parálisis y el mal desempeño del gobierno, la crisis afecta esencialmente al PT y refleja la trayectoria de ese partido, que en un momento de su historia se convirtió en una máquina electoral y optó por concentrarse en la conquista de la Presidencia.

La intelectualidad brasileña ha iniciado tímidamente el análisis de los efectos perturbadores de la estrategia de Lula y de la cristalización, en el seno del PT, de una cultura política refractaria a la resolución de los problemas específicos de la gobernabilidad democrática en condiciones de alta complejidad social. Aunque hasta ahora existen más alertas y críticas focalizadas que reflexiones profundas, el silencio se ha roto y ya se acumuló algún conocimiento al respecto, en un debate que han protagonizado incluso algunos intelectuales cercanos o vinculados al PT.

En un artículo de septiembre de 2005, por ejemplo, el economista Paul Singer –en ese entonces secretario nacional de Economía Solidaria del Ministerio de Trabajo y Empleo– sostuvo que se estaba pagando un precio demasiado alto por la conversión del PT. Este movimiento trajo como consecuencia un «avance incesante de la profesionalización del partido, que acabó por subordinarlo al imperativo del dinero como fuente suprema del poder político». Y reflejó una «creciente despolitización de gran parte del electorado, que se deja seducir por campañas que adaptan las técnicas del marketing comercial a la conquista del voto». Para Singer, en las diferentes instancias partidarias «casi no hay espacio para los militantes, así como tampoco lo hay en las campañas electorales, dominadas por publicistas y todo tipo de activistas pagos. Los afiliados solo participan de la vida partidaria una vez cada cuatro años, cuando realizan elecciones directas para los cargos de dirección». Para que pueda haber algún futuro, sostuvo que «es necesario romper el círculo vicioso formado por la profesionalización de la dirección partidaria, por el predominio del electoralismo y por la incesante expansión del aparato administrativo del partido».Con esta argumentación, Singer seguía la línea de un famoso artículo publicado en 1995 por el periodista, fundador y dirigente del PT Perseu Abramo, que hoy adquiere un tono casi profético. El artículo de Abramo partía de la constatación de que el partido estaba perdiendo «mucho de su encanto original y de su carisma inicial». Pese a haberse empeñado enérgicamente en la lucha contra la corrupción, el partido «lamentablemente no consiguió evitar enteramente que esa plaga manchase sus propias fronteras», y se dejó poco a poco contaminar por «una cierta permisividad, un cierto relajamiento moral». Como reacción, era necesario elaborar un proyecto alternativo cuyo objetivo no debería ser necesariamente la Presidencia o las principales gobernaciones, sino la preocupación por «difundir y profundizar su enraizamiento en la sociedad, disputar espacio y liderazgo en las entidades, en los movimientos, en las organizaciones e instituciones». Con el objetivo de conquistar una mayor influencia social, política y cultural, Abramo agregaba que el partido debería «dar mayor nitidez a sus propuestas, para que todos sepan qué sectores serán finalmente beneficiados, cuáles perderán sus injustos privilegios y qué tipo de Brasil pretende construir el PT».

Pero estas sugerencias no fueron puestas en práctica. La crisis del PT es, desde este punto de vista, una crisis que fue denunciada a lo largo de los últimos años. Veamos algunas manifestaciones.

El economista César Benjamin, quien participó activamente de la organización del PT hasta 1994, cree que se trata de una crisis terminal. «El Partido de los Trabajadores está muriendo», diagnosticó en 2003.

En él no queda ya ningún espíritu transformador, ninguna autenticidad, ningún impulso vital. No tiene principios que defender. No tiene más referencias sobre ninguna cosa, pues sus posiciones están siendo sacrificadas. El PT no tiene, ni pretende ya tener, un proyecto de sociedad. Tiene solo un proyecto de poder. Ese deseo desenfrenado, sin ideal, crea el ambiente propicio para el cinismo y la creciente corrupción, a la que estamos asistiendo, pues la mejor manera de mantenerse en la cima es copiar a los poderosos y aliarse con ellos.

En 1994, cuando optó por la elección de Lula por primera vez como candidato presidencial, el partido habría tomado un camino de concesiones progresivas, en el transcurso del cual se fueron alterando su composición social, su estilo de organización y de decisión y el modelo de su dirigencia. Se transformó, entonces, en «un modo de ascenso individual para la abundancia material y el poder», al inclinarse por el pragmatismo y el «realismo» extremos, abandonando valores y principios.

En lugar de la verdad, marketing, simulación y engaño. En lugar de una acción colectiva, desde abajo hacia arriba, un líder que desmoviliza y que, como todo mediocre, comienza a considerarse un semidiós. En lugar de un proyecto, astucia, un discurso para cada interlocutor. En lugar de diálogo, amenazas, chantajes, cooptaciones, despidos. En lugar de luchas de ideas, movimientos siempre en las sombras. Es el triunfo de la razón cínica.

En junio de 2005, pocos meses antes de anunciar su alejamiento del partido, el senador Cristovam Buarque ensayó una argumentación similar. Según dijo, la crisis del gobierno de Lula es más profunda de lo que indican las denuncias de corrupción. «Tiene raíces en la historia del PT y en el comportamiento del gobierno. No fue importada, fue creada por nosotros. Las denuncias solo apuraron la emergencia de una crisis ya existente.» El PT nunca llegó a tener «una bandera nítida para su futuro» y siempre fue «un agrupamiento de movimientos sociales, sindicatos, grupos de izquierda, descontentos y no resignados con la dictadura, con el capitalismo y con las utopías socialistas tradicionales». No proponía el socialismo ni aceptaba el capitalismo y, por lo tanto, «no era portador de una nueva utopía». Creció dividido, fortaleciéndose por las reivindicaciones de sus diferentes tendencias, que no componían un programa integrado. «Al contrario de los partidos organizados en torno de un proyecto de sociedad, el PT se fortaleció como paraguas de reivindicaciones corporativas que, sumadas, no podrían ser satisfechas. Sin legado propio, sin bandera aglutinante, aprisionado por un grupo regional de San Pablo, el gobierno del PT se extravió en la práctica política arrogante y aislada». Terminó aliado a intereses que imaginaba capaces de garantizar un segundo mandato para Lula y «envejeció en la incoherencia».

Hay un ejemplo aún más revelador. En septiembre de 2005, el ex-ministro de Educación, Tarso Genro, aseguró que una buena dosis de «realismo» era aceptable en el gobierno, que adoptó posiciones amargas por «estricta necesidad», y pudo así garantizar la continuidad de la consolidación democrática de Brasil. El PT, sin embargo, convirtió ese realismo en «pragmatismo sin límites». Con ello, se fueron «perdiendo de vista progresivamente los compromisos de cambio social y económico», que dieron lugar a la aceptación de la estabilidad y de la gobernabilidad «no como metas fundadoras, sino como un dogma para la permanencia en el poder». En la visión de Tarso Genro, el PT se confundió con el gobierno y dejó de actuar como sujeto autónomo y soberano. Por lo tanto, «no promovió iniciativas políticas ni construyó conscientemente capital teórico para ofrecer alternativas al presidente». Alcanzó, de este modo, un dramático punto de inflexión, que hace necesaria una «refundación radical del partido».

Este tipo de manifestaciones da cuenta de la gravedad de la situación, que amenaza con hacer inviable al PT como partido capaz de gobernar y promover simultáneamente la transformación social. La crisis puso de relieve el hecho de que el PT deberá empeñarse decididamente para reaccionar ante aquel «síndrome» que Gramsci registró en sus Cuadernos:

Los partidos nacen y se constituyen como organizaciones para dirigir una situación en momentos históricamente vitales para sus clases, pero no siempre saben adaptarse a las nuevas tareas y a las nuevas épocas, ni siempre saben desenvolverse junto al conjunto de las relaciones de fuerza (y, por lo tanto, de acuerdo con la posición relativa de sus clases) en el país en cuestión, o en el campo internacional.

Si la organización no reacciona y se deja someter por la burocracia interna, el partido «termina por tornarse anacrónico y, en los momentos de crisis aguda, resulta vaciado de su contenido social». La lucha interna se exacerba, acompañada muchas veces de escisiones y ajustes de cuentas que dañan aún más al partido y terminan paralizándolo.

El fracaso de una experiencia

La crisis del gobierno de Lula es profunda y traumática, sobre todo porque no se reduce a un problema de corrupción. Lo que está en juego es un modo de hacer política, de concebir el Estado y de pensar el cambio social.

La crisis dejó en claro que es imposible generar el cambio solo sobre la base de la «voluntad política», sin una idea de Estado, una teoría consistente y una cultura política adecuada y sin alianzas programáticas sólidas. En sociedades complejas y diferenciadas como la brasileña, no es posible dejar de lado la cuestión social en nombre de la responsabilidad fiscal, ni tampoco garantizarse el control del gobierno y las mayorías parlamentarias a cualquier costo, y mucho menos cambiar la «gobernabilidad institucional» por la «gobernabilidad social». El equilibrio entre lo político y lo social constituye la clave para llevar adelante cualquier tentativa de reforma de la sociedad. El desprecio por la democracia formal, la manipulación de las instituciones, la improvisación y el voluntarismo no ayudan a impulsar a un gobierno que intente generar una transformación, ya que las reformas económicas y sociales requieren necesariamente de la democracia política y los cambios culturales, y una divergencia entre esos dos espacios implica el desdibujamiento de las intenciones reformadoras.

El PT no formuló una visión consistente del país y del mundo. Llegó al gobierno sin un pensamiento articulado, sin propuestas claras y sin un programa. Creyó que era posible producir un cambio sólo con integridad moral, voluntad y determinación, apoyándose en la fidelidad de los movimientos sociales y en los sectores más desprotegidos. Se entregó al juego político pequeño, de favores y compromisos materiales, abandonando la política en sentido fuerte, lo cual implica necesariamente actuar y pensar en términos de comunidad política. No se preocupó por elaborar ni difundir una cultura política de reforma social compatible con la globalización capitalista y la hipermodernidad, y banalizó las cuestiones institucionales. Para complejizar aún más el panorama, construyó una imagen «salvacionista» de partido, según la cual éste estaría destinado a purificar la vida pública brasileña y a barrer del mapa a los políticos corruptos y pragmáticos. En buena medida, creció como partido sin haber conseguido resolver su relación con el Estado y, por lo tanto, con el sistema político y la «clase política».

Una vez en el gobierno, el PT actuó en sintonía con su propia trayectoria organizacional. No fue competente a la hora de formar alianzas, elaborar un discurso técnico-político e innovar en términos de gestión. Organizó un gobierno poco eficiente y sin originalidad. Se disoció de su programa histórico, relegando la cuestión social a un momento indeterminado de acción gubernamental y permitiendo que el mercado fijara los límites. Y no consiguió explicar la estrategia de pragmatismo adoptada por su conducción. En suma, al descuidar la formación política de sus cuadros, sus dirigentes y sus militantes, el PT no consiguió mantenerse unido y movilizado cuando los desafíos de la gobernabilidad pasaron a exigir actitudes menos voluntaristas y más realistas.Es cierto que en sociedades como la brasileña, atravesadas por intereses que no se integran con facilidad e insertadas en un lugar subalterno del capitalismo globalizado, es difícil organizar nuevas formas de liderazgointelectual y moral sin la apelación al diálogo y la negociación. Pero la política también es conflicto, competencia y ruptura. No todo puede ser negociado, y un gobierno reformista debe presentar sus propuestas, luchar por ellas e intentar convencer a sus adversarios y a sus aliados de que éstas son acertadas. En caso contrario, pierde su fuerza, sus valores y su identidad.

La transformación del PT en una máquina electoral (algo inevitable en una democracia de masas) no fue acompañada por una revitalización teórica, ni por una reconstrucción crítica de sus vínculos con los movimientos sociales. El crecimiento electoral no produjo crecimiento político. Por el contrario, provocó una importante descalificación de los dirigentes y operadores partidarios, que se burocratizaron y se separaron de las estructuras teóricas más elaboradas. Sus líderes más importantes, como Lula, se constituyeron en factores fundamentales de avance electoral, pero no adquirieron mayor calificación técnica, intelectual y política y quedaron expuestos a las exigencias del marketing, entregados a una hiperactividad sin despliegues positivos. La cúpula partidaria se dejó atrapar por la experiencia de gobernar y se alejó de las bases sociales. El PT se convirtió en un partido de gobierno, pero no presentó propuestas positivas y no logró mantener su perfil de fuerza de lucha y transformación social.

Los factores que explican la crisis actual estaban presentes en la estructura social, en la trayectoria del PT y en el modo en que evolucionó el proceso de redemocratización brasileño, durante el cual se alcanzó la etapa de modernidad tardía sin superar la condición periférica. En este contexto, la crisis agudizó y volvió más dramático el proceso, le inyectó más turbulencia y confusión. Y, al mismo tiempo, contribuyó a que se percibieran mejor algunas cosas, a que algunos mitos se deshicieran y a que la opinión pública se sensibilizara ante ciertos problemas. Pero la crisis no dio lugar al nacimiento de nuevos sujetos e instituciones, y esto problematiza los razonamientos que buscan interpretarla en forma positiva y encontrar en ella el oxígeno que necesita la democracia.

Más allá de lo institucional

Las actuales instituciones políticas brasileñas ya no responden a la dinámica social –en las nuevas formas de la modernidad tardía periférica– ni resultan «funcionales» a la gobernabilidad y al proceso político. Están, en alguna medida, poniendo obstáculos a la sociedad, porque no consiguen configurar un modelo confiable y eficiente ni fijar reglas democráticas razonables. El sistema político se desentendió de la sociedad, se despolitizó, y contribuye a que los ciudadanos sean hostiles a la política, menosprecien la representación y carezcan de voluntad de participación.

En Brasil se registra hoy la inversión de una profunda tendencia. A lo largo de su historia, el Estado y el sistema político se ubicaron siempre en un lugar más avanzado que la sociedad. Consiguieron darle un norte y unificarla, muchas veces bajo dictaduras, mediante el abuso de la fuerza y la autoridad. Esta situación ha cambiado. La sociedad brasileña se transformó, se diferenció, se hizo más dinámica, democrática y compleja. Y, aunque presenta enormes bolsones de miseria, violencia y corporativismo y carece de proyectos que la unifiquen, indudablemente está viva y emite sonidos y señales que no logran ser traducidos en forma adecuada por la política.

Una reforma política es, en este contexto, urgente e indispensable. Pero deberá ser también una reforma de los hábitos, las mentalidades, el modo en que opera el juego político. No se trata solo de un cambio de reglas, sino también de una transformación de valores y concepciones, pues las reglas por sí solas no modifican los hábitos y los comportamientos. Si no se articula con un programa de educación cívica general, de recuperación del valor de la participación y el debate democrático, la reforma institucional servirá de poco. Solo si se realiza de modo abarcador, como parte de una reforma intelectual y moral, tendrá condiciones para renovar la vida política e incentivar la organización de nuevos sujetos políticos e instituciones democráticas fuertes.

El año 2006 será un buen momento para procurar descifrar el enigma: ¿mediante qué fórmulas y con qué proyecto podrá ser reconstruido el protagonismo de la izquierda y de la democracia progresista? ¿De qué manera la izquierda podrá dialogar con otros sectores de la población y generar una perspectiva de futuro para los más pobres? El escenario apunta a una encarnizada disputa por la Presidencia, a la que las fuerzas asociadas al gobierno de Lula llegarán debilitadas y desgastadas. Ése será, no obstante, solo un episodio. La historia seguirá su curso, imponiendo nuevos desafíos y abriendo nuevas posibilidades.

San Pablo, diciembre de 2005

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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