Cómo Maduro «liberalizó» la economía venezolana
octubre 2021
Las últimas reformas económicas en Venezuela apuntan a la dolarización parcial de la economía, la transferencia de activos y el empoderamiento de una nueva elite económica. En Venezuela se vive una suerte de perestroika sin glásnost.
Las historias de Instagram muestran lujosas terrazas con piscina y a sonrientes modelos promocionando un sorbete de prosecco con frutas. Nuevos restaurantes exclusivos con menús en dólares emergen en las urbanizaciones privilegiadas de Caracas. En simultáneo, llegan noticias de nuevos casos de contagio de covid-19 y una creciente lista de solicitudes de crowdfunding para financiar ayudas y tratamientos médicos. Detrás de todo ello está el rumor de la muerte de dos profesores universitarios jubilados presumiblemente afectados por la desnutrición. Todas estas imágenes vienen de Venezuela. ¿Cómo coexisten esas realidades en un mismo país? ¿Cómo pueden venir además de una sociedad que, apenas pocos años, antes experimentaba con un nuevo socialismo, de carácter bolivariano y pretendidamente democrático?
Pese a su carácter contradictorio, estas postales no deben sorprender. En los últimos años, la desigualdad en Venezuela ha ido en aumento. Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI), la más confiable que se publica en el país –a falta de estadísticas oficiales–, Venezuela sería en 2021 el país más desigual de América Latina, incluso por encima de Brasil, con un coeficiente de Gini de 56,7. La pobreza de ingresos alcanzaría a la gran mayoría de la población, mientras que la pobreza extrema superaría el 70%.
El incremento de la desigualdad y la pobreza es resultado de una serie de medidas económicas pragmáticas y del recrudecimiento del autoritarismo en el modelo político, una suerte de perestroika sin glásnost como la que otros gobiernos hegemónicos de la región llevaron a cabo en el pasado. Esta desigualdad se caracteriza por elevados niveles de informalidad y precariedad laboral, crecientes lazos de dependencia entre personas que viven en el país y sus familias en la diáspora y, en el contexto de la pandemia de covid-19, un deterioro pronunciado de la red de protección social del país. En años recientes, el gobierno de Nicolás Maduro, agobiado por presiones externas, especialmente las sanciones sectoriales impuestas por Estados Unidos y el intento de la antigua Asamblea Nacional de buscar salidas a su gobierno –desde una solicitud de referéndum revocatorio hasta el desconocimiento de la elección de Maduro en 2018 y el establecimiento de un pretendido «gobierno interino»–, ha emprendido una serie de reformas económicas que ponen en cuestión el núcleo de la política económica tradicional del chavismo. El objetivo superior está claro: mantenerse en el poder.
Las reformas se relacionan con la liberalización y la desregulación de ciertos mercados, que incluye la dolarización parcial de la economía, la transferencia de activos y el empoderamiento de una nueva elite económica, junto con la consolidación de su poder gracias al apoyo de las Fuerza Armada Nacional Bolivariana. Las reformas tienen un correlato social que sugiere una serie de prácticas de adaptación informales, descentralizadas y sustentadas en ecosistemas e infraestructuras frágiles. Es por ello que la reciente medida de reconversión monetaria (la tercera en su estilo desde el segundo gobierno de Hugo Chávez hasta hoy), que quitó seis ceros a la moneda nacional, el bolívar, ha pasado casi inadvertida. La medida incluye el ostensible nacimiento del bolívar digital, que no es más que el reconocimiento formal de una realidad ya conocida por la población: el uso de medios electrónicos a falta de medios de pago tradicionales, amén del creciente uso de monedas extranjeras, criptomonedas, oro y hasta café como medios de pago. Esta medida, a la vez, es ilustrativa de las dinámicas sociales y productivas venezolanas: llega a formalizar realidades preexistentes, con un bautizo embellecedor que pretende esconder un sustrato precario y vulnerable.
Liberalización con características bolivarianas
El veterano líder chavista y varias veces ministro Aristóbulo Iztúriz dijo en 2014 que «la primera tarea de una revolución es no dejarse tumbar y por eso existe el control de cambio». En el manejo de la renta internacional del suelo, por la vía del control de cambio, el gobierno centralizó la principal arma económica y redistributiva del Estado, sin contrapesos y con objetivos partidistas. Después de años de subsidios al consumo de bienes importados y de trasegar millones de petrodólares a importaciones ficticias o infladas, ese modelo de control se agotó. Y con él se agotaron también las reservas internacionales líquidas de un país petrolero que, en una década, recibió la más grande bonanza en moneda extranjera de su historia. En 2019, el gobierno abandonó el control cambiario que fue consustancial con la política económica bolivariana.
En un contexto de hiperinflación, tensión social, escasez y migración masiva, liberar el mercado cambiario sirvió como arma de supervivencia. Apoyados en el uso de las divisas privadas y de los consumidores, el gobierno abrió las puertas a las importaciones con escaso control e incentivó aperturas portuarias opacas. Se constituyeron nuevos modelos de negocios para llenar anaqueles con productos importados que solo la población con acceso a divisas extranjeras puede consumir, a través de los denominados «bodegones». El dólar ha venido copando espacios en el mercado local para el intercambio y para algunas remuneraciones, mientras que otras monedas, como el euro, el peso colombiano, el real y hasta el bitcoin forman parte del nuevo sistema multimoneda en el que el bolívar cumple un lejano rol referencial, para el menudeo más cotidiano como el transporte local y para los salarios empobrecidos del sector público.
Si bien la dolarización parcial de la economía ha logrado detener un poco el ritmo de crecimiento de la inflación, la liberalización del mercado cambiario ha incentivado la informalidad e impulsa la desigualdad.
No obstante, la liberalización cambiaria es apenas la capa superficial y más visible de los cambios que ha venido ejecutando el gobierno de Maduro. Junto con la dolarización se ha llevado a cabo un proceso de privatización sigilosa o de transferencia de activos del Estado al sector privado por mecanismos poco transparentes, en los que el gobierno determina a priori los ganadores de la liberalización. Mientras que la forma de ejecutar la política económica sigue centralizada en el Poder Ejecutivo, con nulos mecanismos de contrapesos y rendición de cuentas, el gobierno ha emprendido otras políticas de desregulación de mercados. Uno fundamental es el sector de hidrocarburos, en el que, bajo la égida del ministro de Petróleo Tareck El Aissami, el gobierno ha venido acordando contratos de servicio y de producción compartida con el sector privado para intentar reactivar la producción petrolera. Estos «acuerdos de servicios productivos» están amparados en la denominada Ley Antibloqueo, que facilita cambios en la estructura accionaria de empresas mixtas de hidrocarburos y, contraviniendo la ley orgánica en la materia, mantiene bajo secreto de Estado el procedimiento.
Sin embargo, los resultados han sido mediocres. La producción petrolera sigue estancada, y mientras los riesgos reputacionales del Estado venezolano sigan siendo altos y las sanciones estadounidenses sigan poniendo en jaque la capacidad comercial de la industria, es previsible que esta realidad no cambie. A esto hay que sumar una progresiva transición pospetrolera que se inicia en las economías del Norte global y en las que grandes inversiones a largo plazo en áreas riesgosas, costosas y altamente contaminantes tienen horizontes limitados.
La fase desregularizadora de la Revolución Bolivariana tiene otros objetivos más allá de la industria petrolera, sujeta a imponderables internacionales como las sanciones y las medidas de mitigación del cambio climático. La elite política busca en cambio, por la vía de una ley de zonas económicas especiales, expandir los territorios de experimentación regulatoria. Así como las privatizaciones sigilosas implican que el gobierno es el rector final de los ganadores de la liberalización, las zonas económicas especiales buscan expandir esta dinámica de experimentación y transferencia de ganancias a una nueva elite económica que pueda dar sustento al poder bolivariano en su fase madurista más allá del petróleo. En un sentido más sustancial, el gobierno de Maduro estaría replanteando, de manera accidentada, torpe y autoritaria, una transición del Estado rentista petrolero a uno neopatrimonial, todavía con carácter extractivo pero con nuevos oligarcas a la cabeza, bajo la protección y, posiblemente supervisión, de la elite de poder.
Salidas informales desde abajo
Además de las estrategias desregularizadoras del gobierno de Maduro, la sociedad venezolana ha venido adaptándose. Distintos grupos han buscado salidas productivas informales para sobrevivir, dada la fragilidad de los servicios públicos y la virtual desaparición del salario de los trabajadores. La vinculación entre ambos fenómenos –la liberalización focalizada desde arriba y las estrategias de sobrevivencia y experimentación desde abajo– es pocas veces discutida a la luz de las nuevas dinámicas económicas venezolanas, pero adentrarse en esa relación es fundamental para reconocer los retos tan profundos a los que se enfrenta el país en su perspectiva de desarrollo y transición a la democracia.
Una de las estrategias que se han anunciado y que se comienzan a conocer más a partir de sus consecuencias humanas y ambientales es la expansión de la frontera extractiva del país. Esta estrategia, depredadora de la naturaleza y explotadora de la mano de obra, está patente en la minería informal de oro en los estados Bolívar y Amazonas (en territorios muchos más vastos que el ya significativo Arco Minero del Orinoco, zona de «desarrollo» oficial para la minería). Al sur del río Orinoco, un entramado de crimen organizado, disidencias guerrilleras de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) y células activas del Ejército de Liberación Nacional (ELN), junto con la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, controlan las minas de oro a la fuerza, mientras se erige una economía paralela, marcada por el oro y sus mercancías adyacentes, el mercurio, la explotación sexual y el comercio informal.
La reconfiguración de las prácticas sociales y económicas en las zonas mineras tiene como consecuencia la vulneración de los derechos de quienes hacen vida en las minas, con importantes rasgos diferenciados por razón de género y etnia. Los actores armados juegan un papel central en la resolución de conflictos, y el Estado se ha replegado y participa escasamente de la captación de la renta extractiva. Asimismo, la transferencia de competencias de gobernanza a grupos informales e ilegales ha implicado la erosión de ya frágiles mecanismos de protección ambiental en la Amazonia venezolana, con devastadoras implicaciones sociales y ambientales, entre ellas un incremento de la deforestación, la contaminación de cuencas de agua y la apropiación de tierras ancestrales indígenas.
En contraste, en las ciudades venezolanas muchos se han refugiado en estrategias de supervivencia en el marco de la emergente economía vinculada al blockchain, con actividades como la minería de criptomonedas o el gaming. El surgimiento del bitcoin en 2009, a propósito de la crisis financiera global, representó una respuesta tecnológica frente a las sospechas que suscitaba el Estado como rector del sistema monetario. Esta y otras criptomonedas emergen como herramientas descentralizadas, basadas en la validación de par a par a través de las cadenas de bloque y se sustenta, en última instancia, en la capacidad instalada de computadoras capaces de registrar transacciones resolviendo complicados problemas matemáticos. Más allá del origen ideológico de carácter anarcocapitalista, las criptomonedas encuentran asidero en un país con alto control del Estado sobre la economía entre individuos con visiones ideológicas diversas, pero con condiciones materiales comunes.
El proceso de validación, denominado «minería», requiere de sustanciales aportes de energía eléctrica. La minería de criptomonedas, en especial el bitcoin, ha significado una salida para venezolanos que, con una inversión básica en el hardware capaz de resolver estos acertijos, permitió acumular las recompensas que reciben los «mineros» de criptomonedas para luego transferirlas a monedas convertibles, es decir, pasar el valor del tiempo y la energía invertida a dólares. Con acertijos matemáticos cada vez más complejos, se requiere mayor capacidad y potencia acumulada para resolverlos, por lo que los proyectos de minería individuales son menos exitosos y se requieren grandes inversiones o «granjas» de minería que hasta hace poco tiempo tenían su principal centro en China.
Un rasgo central de este mercado es su marcada volatilidad. En todo caso, las actividades asociadas a las criptomonedas y las cadenas de bloque siguen siendo importantes para un sector de la población venezolana que invierte tiempo valioso y se apalanca en una infraestructura eléctrica y de internet frágil para apropiarse de activos financieros altamente especulativos, pero que, en el contexto de bajísimos salarios y una inflación rampante, representan oportunidades de ganancia o sobrevivencia. Ejemplo de ello es la creciente participación de venezolanos en el mundo del gaming, como el universo de Axie Infinity, basado en activos digitales o non-fungible tokens (NFT). Se calcula que unos 6.000 jugadores participan diariamente en el juego desde Venezuela, muchos de ellos «becados» por pequeños o medianos inversionistas que, con una inversión de al menos 450 dólares, dan vida a un trío de figurines NFT y obtienen ganancias en la moneda virtual del juego, que luego canjean por la criptomoneda Ethereum y de ahí pasan a monedas convertibles. Muchos de estos becados trabajan jugando por varias horas al día y obtienen entre 90 y 100 dólares estadounidenses mensuales, una suma que, en contraste con el dilapidado salario nacional, puede completar un ingreso para sobrevivir.
¿Qué relación guardan estos procesos alternativos e informales de supervivencia? Surgen tres rasgos fundamentales. En primer lugar, se trata de nuevos procesos extractivos. Esta vez no de los hidrocarburos, pero sí de la naturaleza (evidente en el caso del oro) y la infraestructura vinculada la electricidad y telecomunicaciones frágiles. La minería de criptomonedas y el gaming se sustentan en la apropiación de ventajas de mercado, que permiten una provisión de energía eléctrica, de origen hidroeléctrico, casi gratuita y un servicio de internet económico, aunque precario. Una segunda ventaja de mercado se refiere a las precarias condiciones del mercado laboral, que libera mano de obra abundante cuyas necesidades pueden verse medianamente satisfechas en un contexto general de precarización.
En segundo lugar, el Estado se mantuvo a la retaguardia de algunos de estos procesos y ha tenido una relación ambigua con ellos. De ignorarlos y permitir su desarrollo velado, ha pasado a la represión o apropiación de estas actividades y estrategias, a punto tal que las Fuerzas Armadas participan como actores fundamentales en esos mercados. En tercer lugar, muchas de estas estrategias de supervivencia no están vinculadas con encadenamientos productivos aguas arriba o aguas abajo, que permitan una expansión económica tendiente a la satisfacción de necesidades. Además, en última instancia, dependen de ecosistemas e infraestructuras precarias que, de no ser preservadas y rehabilitadas, generarán mayores costos en el futuro.
Retos para el rescate institucional y capacidad estatal
Cuando nos aproximamos a las transformaciones económicas que vive Venezuela, surgen imágenes contradictorias, desde una desigualdad inusitada hasta la aparición de nuevos emprendimientos. La informalidad y la precariedad se convierten en norma a partir de medidas liberalizadoras y desregularizadoras focalizadas, sin el concurso de la sociedad ni de los actores políticos. Es decir, son reformas determinadas desde el poder. Sin embargo, vienen acompañadas, por la fuerza misma de la crisis y los espacios que las reformas van generando, de estrategias sociales y nuevas ganancias.
Más allá de los efectos económicos de los cambios que ha ejecutado el gobierno de Maduro, es importante reflexionar sobre sus efectos sociales y políticos. Está claro que, en el mediano plazo, el gobierno ha logrado su cometido: estabilizó un régimen de índole autocrático, con escasos contrapesos y cuyo poder, de momento, no puede ser desafiado. Al mismo tiempo, se ha resquebrajado un sistema de protección social que, mal que bien, subsistía desde la era de la democracia representativa. Al mismo tiempo, se ha socavado la red de servicios alternativa que emergió con la Revolución Bolivariana. En ese contexto, la sociedad ha sido abandonada y han surgido nuevos actores sociales que tomaron la batuta en organización, participación y producción a escala local para satisfacer sus necesidades. La provisión de servicios públicos es extraordinariamente frágil y vulnerable. Una infraestructura envejecida y sin mantenimiento no puede sostener un crecimiento económico estable.
En el plano de las elites, se han encumbrado grupos emergentes por lo general asociados directamente con el poder. En el sector privado, otros han ahondado estrategias de inversión que podrían generar contrapesos –al menos productivos– a ese mismo poder. En ese caso, la fragmentación social, territorial y productiva que generan las nuevas desigualdades plantea nuevos retos para la recuperación institucional y democrática. La reconstitución de una institucionalidad democrática pasará por el rescate de las competencias del Estado como proveedor de servicios públicos, así como de su rol de facilitador de espacios de convivencia, representación y contestación del poder.