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NUSO Nº 247 / Septiembre - Octubre 2013

«Clase media»: reflexiones sobre los (malos) usos académicos de una categoría

Para gobiernos, organismos internacionales y muchos académicos, una suerte de «clasemediarización» global sería la variable explicativa de muchos fenómenos actuales, y los propios actores suelen sentirse cómodos con esta categoría que remite a un políticamente correcto «justo medio», además de estar asociada a la modernidad y colocada en el mapa de la «civilización». Pero ¿qué es la clase media? ¿Se trata de un concepto científico o de un eslogan político? ¿Cómo usar esta categoría en la investigación política y social? Estas son algunas de las preguntas que este artículo se propone responder partiendo de una problematización del concepto que permite correrlo del sentido común dominante.

«Clase media»: reflexiones sobre los (malos) usos académicos de una categoría

Hace ya 20 años, Klaus-Peter Sick invitó a considerar una cuestión espinosa: el concepto de «clase media» ¿es una noción científica o apenas un eslogan político que los académicos terminaron adoptando acríticamente?1 La pregunta era por cierto desafiante e invitaba a una profunda reflexión. Dos décadas más tarde, sin embargo, hay que lamentar que esa categoría continúe circulando entre muchos investigadores sin ningún rigor. La mayoría de los trabajos que se ocupan de la clase media comienzan reconociendo la dificultad de definirla a partir de parámetros objetivos. Sin embargo, suelen pasar luego, rápidamente, a ofrecer una definición operativa ad hoc para presentar entonces los descubrimientos empíricos que explican cómo es esa clase o cómo lo fue en el pasado. La existencia misma de una clase media aparece como un dato obvio que no requiere demostraciones.

«Clase media» como categoría residual

Si se mira de cerca, «clase media» funciona con frecuencia como una mera categoría residual. Su contenido preciso queda delimitado menos por la propia unidad y consistencia del conjunto de personas que agrupa, que por los bordes de otras clases sociales de las que sí existen criterios objetivos de definición más o menos acordados. En las sociedades modernas queda claro que el proceso de acumulación económica coloca en una posición diferencial a, al menos, dos conjuntos sociales. Uno de ellos, en posición dominante –la clase alta, burguesía o como quiera que se la designe–, controla los principales resortes de la producción económica y tiene importantes niveles de incidencia en los otros campos que configuran el orden social. El otro, conformado por quienes no tienen mucho más que su fuerza de trabajo (clase baja, trabajadora, proletaria, la denominación es lo de menos), ocupa el lugar más bajo en la jerarquía social. Cada uno de estos dos polos es heterogéneo y con frecuencia está atravesado por profundas líneas de fragmentación. A pesar de ello, sin embargo, los consideramos «clases» justamente para destacar las dinámicas centrípetas que las mantienen unidas y como hipótesis sobre los modos en que los determinantes materiales de su existencia incidirán en sus comportamientos y actitudes en determinados contextos. Los trabajadores, por un lado, y los empresarios, por el otro, pueden tener las ideas más variadas acerca de muchos aspectos de la vida social. Pero en la relación que establecen unos con otros forman dos clases porque mantienen un vínculo concreto que se traduce en que, al menos en algunos momentos, tendrán intereses divergentes que, a su vez, los orientarán a actuar de maneras distintas. Dicho esto de otro modo: empresarios y trabajadores conforman «clases» diferentes no por una mera decisión taxonómica de un investigador, sino porque se manifiestan como tales de maneras empíricamente observables al menos en algunos momentos. Por poner un ejemplo: en la discusión paritaria de salarios, los primeros y los segundos tienen fuertes presiones para agrupar las fuerzas de los suyos y discutir desde una posición de mayor poder. Los rastros empíricos de su existencia como clases pueden leerse allí con toda claridad: construyen entidades representativas, ponen en funcionamiento toda una serie de recursos de presión, formulan una voz propia en los debates públicos, presentan sus propias ideas poniendo en juego vocabularios y símbolos específicos, etc.

Por lo mismo, esas clases tienen una existencia que no es abstracta sino histórica: aunque ya en la China antigua existían fabricantes de tela a gran escala y en la Roma imperial había trabajadores asalariados, no decimos que en China existiera una burguesía como clase dominante, ni que en Roma hubiera una «clase obrera». Ciertamente en ambos sitios un fabricante o un peón tenían estilos de vida característicos. Pero no se agrupaban primordialmente ni en tanto empresarios ni como trabajadores, sino como parte de grupos más amplios, propios de esas sociedades. La clase empresarial y la trabajadora, por el contrario, representan fenómenos más recientes: fechar el inicio de la primera es más controversial, pero de la segunda hay acuerdo en marcar la Revolución Industrial como momento de alumbramiento, cuando no solo hubo trabajadores en mayores aglomeraciones, sino que también estos exploraron formas de resistencia en común, organizaron sindicatos, desarrollaron ideas políticas propias y, finalmente, una identidad, expresada en símbolos, vocabularios, mitos, rituales, etc., por la que se reconocían iguales entre sí y diferentes a las personas de clases más altas. Es decir, reconocemos a los trabajadores o empresarios como «clases» desde el momento en que podemos encontrar, de ellas, indicios de una existencia empírica que no se deriva meramente de la presencia de personas con determinado tipo de ocupaciones.

¿Cuál sería, por comparación, la consistencia material e histórica de la clase media? En los trabajos académicos, la «clase media» con frecuencia queda conformada por todas aquellas categorías ocupacionales que no entraron en las otras dos y/o por los niveles de ingreso que no se corresponden ni con los que obtienen los simples trabajadores, ni con los de la clase superior. Sería el territorio intermedio que queda entre la región propia de la clase alta y la que le corresponde a la clase baja. «Clase media» funciona así, con frecuencia, como una categoría puramente residual. Y en ese sentido, cabe la pregunta: ¿qué elementos permiten afirmar que toda esa numerosa zona de la sociedad conforma una clase? ¿No podría ser el caso que sus miembros se agruparan como dos o tres clases diferentes, o que no se agruparan como clase en absoluto?

Pocos investigadores se han detenido a analizar esa cuestión. Entre ellos, resulta interesante remitirse al trabajo de Gino Germani, el primer sociólogo que presentó una definición de «clase media» como categoría científica para el caso argentino, que resultaría de gran influencia, además, en toda América Latina. En el primer trabajo que dedicó a la cuestión, de 1942, justificó con una amplia y aguda discusión teórica la necesidad de fundar la observación de las clases sociales en firmes criterios empíricos2. Para él, afirmar la existencia de una clase dependía de la demostración no solo de que un conjunto de personas tenía algo en común, sino también de que poseía una «unidad interna» visible en «contenidos de conciencia» que, a su vez, darían lugar a «conductas» observables. Así, la clase, para Germani, es más y otra cosa que la categoría ocupacional: es un «tipo de existencia» que incluye elementos objetivos y subjetivos. Como él mismo sostuvo en ese texto inicial, la tarea de distribuir categorías ocupacionales en «clases» debía ser el resultado de la observación empírica de los «tipos de existencia», y no el punto de partida. La «existencia misma de una clase media» debía ser «objeto de la investigación». Sin embargo, a Germani se le presentó la paradoja de que, para realizar tal observación, era necesario tener «una orientación previa»: si su intención era ir a estudiar empíricamente la clase media, primero necesitaba saber qué sectores iba a observar. Germani resolvió esa paradoja dando por válida –como «hipótesis» de trabajo, según aclaró– «la composición que generalmente se atribuye a la clase media». Citando como fuente de autoridad algunas obras de sociólogos europeos y norteamericanos, estableció así que la frontera entre clase obrera y clase media pasaba por la naturaleza manual o no manual del trabajo. El límite superior de la clase no merecía demasiada atención, ya que la clase alta estaba conformada por una porción de la población tan ínfima, que no valía la pena el esfuerzo estadístico. En otras palabras, antes de saber si el empleado de una ferretería encargado de la venta al público y el que subía y bajaba las cajas del depósito en el mismo local diferían en su «tipo de existencia», Germani definió que pertenecían a dos «clases» diferentes. Y cabe añadir que lo que a título de hipótesis de trabajo el sociólogo se permitió hacer nunca iba a ser objeto de una contrastación específica: aunque en el futuro no estudiaría en detalle los «contenidos de conciencia» de las categorías ocupacionales por separado, Germani continuó utilizando el esquema de división de tres grandes clases tal como lo diseñó en 1942 (y en buena medida, la sociología argentina lo utiliza todavía hoy). Agreguemos a esto el hecho de que los sociólogos europeos que Germani citó como fuente de autoridad tampoco habían realizado una comprobación empírica como la que este demandaba. Por el contrario, como muestra Sick, la delimitación de la clase en cuestión que propusieron se apoyaba en el modo en que se hablaba sobre la «clase media» en los debates políticos de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Como Dios, la clase media tiene una existencia que parecería no requerir demostración3.

¿Clase o gradiente de clase?: el falso «efecto de demostración»

En verdad, existe en las investigaciones sobre la clase media un efecto de demostración que viene de la mano de evidencia empírica que, efectivamente, parece mostrar que hay diferencias entre los «tipos de existencia» de las personas de sectores medios y bajos. En la sociedad capitalista, tiende a haber una cierta correlación entre tipos de ocupaciones y niveles de ingreso, de modo que uno puede funcionar como proxy del otro. Además, los niveles de ingreso tienen fuertes correlaciones con otros indicadores, como el de nivel educativo, acceso a coberturas médicas, etc. De este modo, si sabemos que un conjunto de la población desempeña trabajos manuales no calificados, podremos asumir sin riesgo de incurrir en serios errores que sus ingresos y nivel educativo tenderán a ser comparativamente bajos, que no contarán con sistemas de medicina prepaga, etc. Lo mismo vale si la variable conocida es la escala de ingresos. Siendo el trabajo manual el peor remunerado, efectivamente es esperable que encontremos toda clase de diferencias en el «tipo de existencia» de un albañil por un lado, y un médico, un docente universitario y un pequeño industrial por el otro, lo que, a su turno, parecería confirmar que estamos en presencia de dos clases diferentes. Hay, sin embargo, un efecto engañoso de la muestra que, por obvio que parezca, está insuficientemente reconocido.

Tomemos como ejemplo un estudio reciente producido por el Departamento de Economía del Massachusetts Institute of Technology (MIT) acerca de las características de la «clase media global» sobre cuya existencia insisten hoy muchos autores. El trabajo analiza estadísticas sobre las condiciones de vida y los hábitos de consumo de las poblaciones de 13 países en desarrollo. La información recabada incluye tipo de empleo, nivel de ingreso, educación, acceso a la salud, tipo de vivienda, gastos en alimentación, presupuesto para la recreación, etc. En este caso, los autores eligieron agrupar la información obtenida según clases sociales definidas como niveles de ingreso o, para ser más específicos, como capacidades de consumo per cápita (podrían haberlo hecho también por tipo de ocupación, los resultados no habrían sido muy diferentes). De acuerdo con un criterio arbitrario, llamarían «clase media» a todos los hogares que cayeran entre el vigésimo y el octogésimo decil en la escala del consumo, lo que, traducido en dinero, significaría hogares en los que se gasta entre dos y cuatro dólares per cápita por día, o entre seis y diez según el país. En cualquier caso, quedaba claro que gastos menores o mayores a esos valores correspondían a la clase baja o alta, respectivamente. Recortada así la muestra de «clase media», los autores concluyeron que, a pesar de las fuertes diferencias culturales entre los países (que incluían desde México hasta Pakistán, pasando por Costa de Marfil, entre otros), existían pautas compartidas que hacían a esa clase diferente de las otras4.

Leyendo esta investigación, uno podría concluir que la evidencia empírica confirma la existencia de una «clase media» no solo en cada país, sino incluso a escala global. El «tipo de existencia» específico queda demostrado: la «clase media» no solo consume más y vive en mejores casas que los pobres (algo que va de suyo), sino que incluso comparte rasgos «subjetivos» como la tendencia a garantizar mayor educación a los hijos o a formar familias menos numerosas. Por tomar como ejemplo una sola entre las series de datos utilizadas, la información sobre el consumo en esparcimiento –que Germani, por caso, había considerado crucial para definir a la clase media– confirma que existen diferencias entre las clases.

A partir de estos datos (y de otros por el estilo), podría imaginarse que existen diferencias lo suficientemente significativas como para que las consideremos espacios sociales diferenciados. Por el consumo de esparcimiento, la clase media mexicana aparece como un conglomerado claramente «despegado» de la clase baja, pero con un acceso a ese tipo de bienes bastante por debajo del de la clase alta. Sin embargo, con los datos algo más desagregados el panorama resulta más complejo.

Como puede observarse, en el cuadro 2 lo que aparece es un gradiente más o menos continuo en la adquisición de ese tipo de bienes culturales según los niveles de consumo. Si tuviéramos los datos con mayor nivel de desagregación, veríamos que no hay cortes abruptos que, por sí mismos, «demuestren» la existencia de universos sociales separados. El cuadro 3 muestra una desagregación todavía mayor de los datos de la investigación en cuestión (hipotética) y una agrupación de los promedios en otras clases posibles, alternativas a las que utilizaron Abhijit Banerjee y Esther Duflo.

Como puede verse en este ejercicio, lo que los datos muestran no es que existan diferencias significativas en el consumo cultural entre las clases. Lo que la información permite afirmar es algo diferente: que existe un gradiente de clase en la intensidad del consumo de este tipo de bienes. O dicho en otros términos, que la mayor capacidad de consumo tiene en México una relación directa con la concurrencia a festivales. Pero de estos datos no se deriva que se recorten tres clases (ni mucho menos cuáles serían esas clases). Cualquier ejercicio de recorte que uno realice –dos, cuatro, siete clases, lo que fuera–, subiendo o bajando la frontera entre ellas del modo en que a uno le dé la gana, hallaría diferencias considerables en los promedios por grupo. Eso, sin embargo, no es una comprobación de la existencia de esas clases, sino el resultado de un falso «efecto de demostración» que viene del ordenamiento de un gradiente de clase realmente existente según un esquema de distinción en clases preconcebido. Este tipo de datos no demuestra por sí solo la existencia de ninguna clase, ni tampoco alcanza para emitir caracterizaciones de la «clase media» (ni de ninguna otra)5.

Por sorprendente que parezca, una porción perturbadoramente grande de los estudios económicos, historiográficos, sociológicos e incluso etnográficos sobre la clase media se apoya en este tipo de ejercicios. Partiendo de la noción apriorística de que existe una clase media que agrupa, digamos, a empleados de comercio, almaceneros y abogados, «miden» o analizan determinados rasgos de comportamiento –endogamia, postura política, cantidad de hijos, actitud frente a la diversidad sexual, etc.–, para concluir que todos esos sectores tienen algo en común que los hace diferentes de quienes quedan por arriba o por debajo de una línea de clase arbitrariamente establecida. El «efecto de demostración» de la muestra agrupada a priori oscurece el hecho de que, posiblemente, las opiniones políticas del empleado estén más cerca de las del obrero calificado que de las del abogado de una firma exitosa, mientras que es probable que las pautas matrimoniales de estos sean «endogámicas» pero solo en su propio círculo o círculos cercanos (sin que la opción de casarse con la hija de un almacenero sea más frecuente que la de hacerlo con la hija de un obrero calificado). Más aún, muchos estudios que parten de la definición a priori de «clase media» se concentran en el análisis exclusivo de las categorías ocupacionales o de ingreso así definidas, sin hacer muestreos de otras. Como resultado, suelen hallarse rasgos compartidos que parecen otorgar unidad a la clase, siendo que, en verdad, son inespecíficos (es decir, son rasgos que también se encuentran entre las clases bajas, entre las altas, o entre ambas).

«Clase media»: performatividad ideológica de un concepto

Además de las dificultades señaladas, la propia expresión «clase media» tiene una carga ideológica que, lo quiera o no el investigador, se activa cada vez que se la emplea. Como he mostrado en otros trabajos, ese concepto forma parte de una formación metafórica muy antigua que se ha vuelto de sentido común, por la cual la sociedad aparece comprendida según los términos del mundo físico, como si tuviera un volumen, del que pudiera distinguirse un «arriba», un «medio» y un «abajo». A su vez, esa imagen mental se asocia a los presupuestos de la doctrina moral del justo medio, por la que el lugar intermedio aparece como locus de la moderación y la virtud (por oposición a los «extremos» –en este caso los de la pobreza y la riqueza exagerada–, que serían sitio del vicio y del exceso que amenaza el equilibrio social)6.

La tradición liberal, por su parte, asoció esta formación metafórica a un determinado relato histórico, no menos ideológico, por el que se interpreta la experiencia de la humanidad como un camino de «civilización» progresiva en el que la irrupción de la «modernidad» es el hecho más destacable. En este relato, la «modernidad» queda definida según el conjunto de pautas de cultura y de vida social que esa tradición político-intelectual asignó como propias de la experiencia histórica de Europa occidental y, por ello, de la vida «civilizada». Así, la clase media, además de ser el baluarte de la racionalidad política, queda caracterizada como el motor de la historia de Occidente, artífice y garante del «milagro» de la modernización. «Clase media», como concepto, colabora de este modo no solo en la proyección de una determinada imagen mental de la sociedad, sino también en la de una peculiar imaginación geográfica. En efecto, el campo académico con frecuencia continúa tomando la presencia de una «clase media» como índice de la modernidad relativa de cada país, y las trayectorias históricas se evalúan, implícitamente, según la vara de la experiencia europea. Dicho lo mismo en otros términos, «clase media» es una categoría fuertemente normativa. Su propia utilización trafica mensajes implícitos acerca de cómo debe ser la vida social, que a su vez transmiten fuertes sesgos eurocéntricos y de clase7.

En fin, la expresión «clase media» tiene una dimensión performativa especial. Nombrarse «clase media» no solo es unificarse con otros como clase: es también colocarse en el (justo) medio y reclamar una ubicación en el mapa de la «civilización», una operación del orden de lo simbólico con profundas consecuencias en el plano de las relaciones entre las clases. Aunque no sea consciente de eso, lo mismo le cabe al investigador que coloca en esos sitios las categorías sociales que elige designar como «clase media».

Condiciones de aplicabilidad científica del concepto

¿Significa todo esto que «clase media» es un concepto que debe desterrarse del todo del ámbito académico8? Ciertamente, estas reflexiones tienen la intención de advertir en contra de la utilización inconsistente e ingenua que es todavía tan frecuente entre los investigadores. Pero no quieren implicar que el concepto sea ya irrelevante. Afortunadamente, desde hace algunos años los estudios sobre la clase media vienen experimentando una profunda renovación, visible sobre todo en la historia y en la antropología y en menor medida en la sociología (entre los economistas todavía no he encontrado registro de ella)9. En lugar de asumir a priori la existencia de una clase media de la que luego se estudiarán pautas de comportamiento, importa ahora comprender los procesos sociopolíticos y discursivos por los que, en contextos específicos, se recorta una «clase media». En otras palabras, se busca entender las condiciones en las cuales (y los procedimientos por los que) determinados grupos de personas se agrupan con otras como una «clase media», en lugar de aglomerarse con otros sectores, o de conceptualizar su nucleamiento de otra manera (por ejemplo, como una «clase de servicios» o como un «pequeño y mediano empresariado»). Desde el punto de vista de esta renovación, no va de suyo que exista en cualquier contexto y lugar una clase media por la mera presencia de las categorías ocupacionales que supuestamente la conforman. Desde tiempos remotos han existido pequeños productores y comerciantes o «trabajadores intelectuales», y no alcanza con postular que se convierten en una clase media por el simple aumento de su peso demográfico. (¿Cuál sería en ese caso el umbral? ¿Puede definirlo a priori un historiador?). Más en general, no existe ningún motivo indefectible por el que un empleado de comercio deba formar una misma clase con el dueño de ese mismo comercio y con el médico que los atiende a ambos, ni va de suyo que, de existir, esa clase unificada se sitúe como una clase media. La existencia de una clase media como objeto de estudio depende de una demostración empírica que consiga probar: a) que un determinado conjunto de personas tiene algo en común que las unifica a pesar de sus diferencias; b) que eso que comparten las distingue como una «clase» de otros agrupamientos sociales reconocidos como clases y c) que esa situación de clase es conceptualizada por la sociedad como una posición intermedia entre una posición superior y otra inferior. No existe una «clase media» propiamente dicha si solo están presentes los dos primeros criterios, toda vez que, como señalamos, la propia expresión «clase media» activa un verdadero mapa mental de las diferencias sociales y de sus valores asociados.

Esto no quiere decir, naturalmente, que sea fútil investigar las similitudes que pudiera haber entre algunas secciones de los sectores medios antes del surgimiento de una clase media, o las similitudes en la vida que llevan personas de niveles de ingreso comparables y los elementos que las hacen diferentes de otros sectores. Eso es perfectamente legítimo, incluso fundamental, pero a condición de tener en claro que no conforman una «clase media» en tanto no movilicen una identidad específica, empíricamente observable, que les otorgue un sentido de unidad y las coloque «entre medio» de una clase alta y una baja.

  • 1. Ezequiel Adamovsky: doctor en Historia por el University College London (ucl); se desempeña como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y como investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Es autor, entre otros libros, de Historia de la clase media argentina. Apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003 (Planeta, Buenos Aires, 2009). Fue investigador invitado en el Centre National de la Recherche Scientifique (cnrs) en París y en 2009 fue distinguido con el James Alexander Robertson Memorial Prize.Palabras claves: clase, clase media, metodología de la investigación, ciencias sociales, modernización, justo medio.. K.-P. Sick: «Le concept de classes moyennes. Notion sociologique ou slogan politique?» en Vingtième Siècle No 37, 1993, pp. 13-33.
  • 2. G. Germani: «La clase media en la ciudad de Buenos Aires: estudio preliminar» en Boletín del Instituto de Sociología No 1, 1942, pp. 105-126.
  • 3. K.-P. Sick: ob. cit.
  • 4. Abhijit Banerjee y Esther Duflo: «What is Middle Class About the Middle Classes Around the World?», mit Department of Economics Working Paper No 07-29, 2007.
  • 5. De hecho, la comprobación de que los gradientes de clase no necesariamente justifican los recortes y agrupaciones de clase que conocemos (y que identifican una «clase media» como una de las tres fundamentales) fue uno de los resultados más resonantes de una reciente investigación sociológica de gran escala llevada a cabo en Gran Bretaña, que concluyó que el viejo esquema tripartito ya no es apropiado y que hoy son siete las clases sociales. Ver Mike Savage et al.: «A New Model of Social Class: Findings from the bbc’s Great British Class Survey Experiment» en Sociology, 2/4/2013.
  • 6. E. Adamovsky: «Aristotle, Diderot, Liberalism, and the Idea of ‘Middle Class’: A Comparison of Two Formative Moments in the History of a Metaphorical Formation» en History of Political Thought vol. xxvi No 2, 2005, pp. 303-333.
  • 7. Ver E. Adamovsky: «Usos de la idea de ‘clase media’ en Francia: la imaginación social y geográfica en la formación de la sociedad burguesa» en Prohistoria No 13, 2009, pp. 9-29.
  • 8. Existen todavía otros problemas con esa categoría que no tendré ocasión de desarrollar aquí, como el de su traducibilidad entre idiomas y periodos históricos.
  • 9. Sobre esta renovación, v. Sergio Visacovsky y Enrique Garguin (eds.): Moralidades, economías e identidades de clase media: estudios históricos y etnográficos, Antropofagia, Buenos Aires, 2009 y A. Ricardo López y Barbara Weinstein (eds.): The Making of the Middle Class: Toward a Transnational History, Duke University Press, Durham, 2012.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 247, Septiembre - Octubre 2013, ISSN: 0251-3552


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