Opinión
mayo 2019

Nayib Bukele: ¿de millennial rebelde a aliado de Trump?

El nuevo presidente de El Salvador viajó a Estados Unidos y declaró que pretende ser aliado y socio del país gobernado por Trump. ¿Qué pasó con Bukele? ¿Es realmente un millenial progresista?

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«Si tienes un hijo de 50 años pidiéndote más dinero, algo está mal. Pero ¿y si tu hijo fue un drogadicto durante 49 años y finalmente salió de las drogas?». Así empieza el cuento que Nayib Bukele, el nuevo presidente de El Salvador, contó a un grupo de congresistas estadounidenses en una reunión privada en mayo, en la Cámara de Representantes en Washington. En la reunión, Bukele negociaba la continuidad de la ayuda económica de Estados Unidos hacia El Salvador, una línea económica vital para el gobierno que Donald Trump ha amenazado con cortar.

Bukele asume en junio de 2019 como presidente de El Salvador y su avasallante triunfo promete una gestión que no dejará piedra sin remover en sus cinco años de gestión. Pero por todas las promesas de cambio y revolución que lo llevaron hasta la silla presidencial, hay un aspecto que parece que no cambiará: la política timorata y complaciente de El Salvador hacia Estados Unidos.

A Bukele se le acumulan los títulos, cual personaje de Juego de tronos: el presidente más joven de la historia del país centroamericano, el pionero en ganar una elección sin ninguno de los dos partidos que la Guerra Fría heredó a su país, el millennial, el «rey de los símbolos». Empezará a gobernar en el tope de su popularidad, con nota de ocho sobre diez según diferentes encuestas salvadoreñas, antes de llevar un solo día en el cargo. Pero antes de empezar también ha jurado su lealtad a la bandera estadounidense y a los valores que representa.

El cuento del hijo drogadicto termina así: «Si tu hijo viene, y te dice: 'Papá, mi doctor dice que ahora estoy bien, quiero trabajar, soy independiente y encontré un trabajo’. Y tú le dices: ‘No, no te voy a ayudar más. Te he ayudado por 49 años'. Pero este año es muy importante porque acaba de salir de las drogas».

El Salvador, en palabras de su nuevo presidente, es un adulto drogadicto que apenas se está recuperando. El Salvador, según su nuevo timonel, requiere de la ayuda de papá Estados Unidos. Aunque en otras ocasiones se ha referido a Estados Unidos como socio y aliado en público, es esta metáfora, proferida en una reunión más íntima pero filtrada a la prensa, la que perfila cómo entiende él las relaciones exteriores.

Y por todas las novedades que augura su gobierno, la parábola del hijo drogadicto ya es una más en una larga lista de frases y hechos de mandatarios salvadoreños en su vasallaje a Estados Unidos. Por ejemplo, Francisco Flores (1999-2004) dijo: «He tenido muchos honores en mi vida, pero ninguno tan grande como que el presidente Bush me llame su amigo». Antes de él, José Napoleón Duarte (1984-1989) besó la bandera de las barras y las estrellas durante una visita a la Casa Blanca. Aunque Flores era un hombre de derecha y Duarte un demócrata cristiano, coincidieron en su enfoque hacia el gran hermano del Norte con lo que hasta ahora ha demostrado Bukele, alguien más complicado de etiquetar ideológicamente.

Bukele es parte de estos nuevos liderazgos mundiales que traspasan las ideologías tradicionales. Empezó su carrera política como alcalde de la ex-guerrilla salvadoreña. Fue expulsado de ese partido –principalmente por criticar a la cúpula– y fracasó en su intento de inscribir su propio partido o de competir por otro de centroizquierda, hasta que terminó cobijado en un partido de derecha con el que ganó la elección.

El magnetismo de Bukele le lleva a orientarse en ejes como anticorrupción o modernidad, en lugar de las tradicionales derecha o izquierda. Y eso jugó mucho a su favor durante la campaña. La candidatura de Bukele floreció tras los fracasos gubernamentales de 30 años de gobiernos de derecha o de izquierda. Esas décadas se saldaron con tres presidentes perseguidos por la justicia por casos de corrupción, un país en el que solo cuatro de cada 10 de los que empiezan la educación se gradúan de secundaria; con una gran cantidad de madres adolescentes en un sistema sin educación sexual pública y sin aborto legal, y con una crisis económica y seguridad que ocasiona una perenne sangría de ciudadanos hacia Estados Unidos.

Acabada la campaña, sus acciones construirán o desmitificarán su halo de progresista. Y las señales, hasta ahora, indican que Bukele terminará su viraje hacia la derecha. «Soy de izquierda porque considero que el Estado debe velar por todos, y con más énfasis aún en los desprotegidos», escribió Bukele en una publicación en Facebook, en 2012. Pero desde su salida del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en 2017 ha ido en otra dirección. Durante la campaña, llegó a decir que se oponía al aborto y al matrimonio igualitario.

Por supuesto, nadie sugiere que un presidente «progresista» tenga, de entrada, una relación tensa con Estados Unidos. Sería un despropósito y solo entendible bajo un razonamiento meramente ideológico y lejos del sentido común. En mayor medida cuando se considera que El Salvador es un país de seis millones de habitantes, con más de un millón de residentes en Estados Unidos, y cuya economía depende en casi 20 % de las remesas enviadas por esos salvadoreños y salvadoreñas.

Pero los reclamos de activistas en favor de los migrantes no van por ahí. «Esperamos que el presidente electo Bukele ponga atención a las historias y denuncias que se están haciendo de violación de derechos humanos», dice Yanira Arias, directora de campañas nacionales para Alianza Américas, una organización que defiende los derechos de migrantes y hace lobby político para una reforma migratoria en Estados Unidos.

El gobierno de Trump ha cancelado programas de protección a migrantes, lo que pone en riesgo de deportación a 250.000 salvadoreños; ha implementado como política la separación de familias en la frontera e incluso se ha referido El Salvador como un «hoyo de mierda». Desde la campaña electoral, Trump ha caracterizado a los migrantes salvadoreños como pandilleros de la Mara Salvatrucha o como delincuentes y terroristas.

«El respeto a los derechos humanos de nuestras comunidades migrantes es urgente», dice Arias. «[El presidente] requiere una voz más proactiva. Nuestros connacionales son parte de este tipo de vejámenes y vamos a buscar en primera instancia apoyo en nuestros países. Llamar como se debe a las violaciones de derechos humanos no debería de constituir miedo. No creo que estaríamos faltando el respeto a un país que está sistemáticamente violando los derechos humanos», insiste la activista.

Bukele no lo ve así. En palabras suyas y en las de su canciller designada,su estrategia es acercarse a Trump para «cambiar su percepción» sobre los salvadoreños. Esa visión optimista podría no ser más que wishful thinking. El presidente ha omitido hacer cualquier comentario crítico a esa política antiinmigrante de Trump, pese a la enorme cantidad de evidencias.

Bukele ha dicho estar «alineado» con Estados Unidos y en su primer discurso público tras ganar la elección afirmó desde el podio de la conservadora Heritage Foundation que le gustan «la libertad de empresa, el gobierno limitado, la libertad de expresión y la democracia». Nunca como en estas intervenciones Bukele se ha ganado tantos aplausos de la misma derecha que se le opuso en el camino a la Presidencia.

Desde El Salvador, la derecha criticó a los salientes gobiernos su apoyo a los regímenes de Venezuela y Nicaragua, y algunos insinuaron ingenuamente que la hostilidad estadounidense y las políticas trumpistas contra los migrantes se debían a esa postura en el foro internacional. Esas voces ignoran que otros países de la región, como Honduras, han estado en línea con Estados Unidos en lugares como la Organización de Estados Americanos, y sus ciudadanos igual han sufrido cancelación de programas y vejámenes en la frontera.

Habrá que ver si a Bukele la estrategia le funciona. Y si, en la persecución de sus objetivos de gobierno, sus políticas pueden seguir siendo consideradas como progresistas. Para eso es demasiado pronto.



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