Opinión

Brasil le hace frente a Bolsonaro


febrero 2022

A medida que se acerca la campaña electoral, muchos de los mitos que hicieron atractivo a Bolsonaro se van diluyendo frente a la triste constatación de lo que siempre ha sido: un charlatán, conocido por su agresividad y su postura autoritaria.

<p>Brasil le hace frente a Bolsonaro</p>

A poco más de tres años de la elección del presidente Jair Bolsonaro, Brasil ha pasado de ser una potencia emergente respetada por la mayoría a ser un Estado paria, repudiado por su terrible historial ambiental y de derechos humanos y por lo que Médicos Sin Fronteras ha llamado la peor respuesta del mundo al covid-19. A los brasileños les gusta decir, con humor, que los extranjeros solo conocen el país como una tierra de fútbol, samba y carnaval. Hoy se lo conoce como un importante nodo de teorías conspirativas transnacionales de extrema derecha y erosión democrática. Bolsonaro, quien accedió a la Presidencia de la nación más grande de América Latina impulsado por una ola de sangre reaccionaria reaccionaria, ignorancia obstinada y el optimismo de los actores del establishment convencidos de que podrían controlarlo, se asoma en la cobertura internacional de Brasil como un claro peligro presente.

Sin embargo, Bolsonaro pareció derrumbarse. A mediados de julio, terminó hospitalizado entre eructos y ataques de hipo crónicos. Su internación coincidió con el punto más bajo de su popularidad, sobre todo como resultado de graves acusaciones de corrupción y una investigación parlamentaria sobre su calamitoso manejo de la pandemia.

A medida que se acerca la campaña electoral, muchos de los mitos que hicieron atractivo a Bolsonaro en 2018 se han diluido por la triste constatación de lo que él siempre ha sido: un charlatán incompetente y corruptible, conocido sobre todo por su agresividad y su postura autoritaria. Ya ha habido más de 120 pedidos formales de impeachment contra Bolsonaro, presentados por diversos partidos políticos y organizaciones de la sociedad civil. Buena parte del país se ha vuelto contra este hombre conocido como «El Mito» entre sus simpatizantes.

Entre los críticos están muchos de los bolsonaristas de alto perfil de 2018, entre ellos los gobernadores de centroderecha de San Pablo y Río Grande del Sur. Su rechazo oportunista del presidente señala una pérdida más generalizada del apoyo de destacados líderes políticos partidarios del mercado, que alguna vez coquetearon con la extrema derecha. Millones de votantes de centroderecha que en 2018 votaron a regañadientes por Bolsonaro para impedir el regreso del Partido de los Trabajadores (PT), de centroizquierda, ahora están haciendo el cálculo opuesto al darle su apoyo al ex-presidente Luiz Inácio Lula da Silva como forma más segura de enterrar a Bolsonaro. La mayoría de las encuestas muestran a Lula con una cómoda ventaja sobre el presidente en ejercicio. Es un vuelco sorprendente; hace solo unos pocos años, la carrera política de Lula parecía terminada, luego de haber ido a prisión por cuestionables acusaciones de corrupción.

Lula da Silva terminó su segundo mandato una década atrás con un asombroso índice de aprobación de 80%, habiendo encabezado un gobierno que mejoró la vida de millones mediante políticas sociales redistributivas. En contraste, la política autoritaria y conspirativa del bolsonarismo se opone a la idea misma de un Estado eficaz, sensato y que deba rendir cuentas. Lo que está en juego en la próxima elección está claro. Y cualquier intento de comprender el futuro del bolsonarismo, aun sin su titular al timón, debe considerar cómo surgió y cómo gobernó Bolsonaro en los últimos tres años.

Durante la última campaña presidencial, se retrató a Bolsonaro como una persona franca, un outsider que no se deja intimidar por la corrección política y los negocios. Ignoró las críticas por su larga historia de comentarios homofóbicos, homicidas, sexistas, militaristas y racistas diciendo que sus opositores podrían llamarlo de cualquier modo menos corrupto. Cualquiera que estuviera familiarizado con la política sucia de Río de Janeiro sabía que esto era falso: Bolsonaro y su familia tenían muchos lazos conocidos con las mafias paramilitares que controlan buena parte de ese estado, y Bolsonaro y sus hijos, tres de los cuales ocupan cargos electivos, solían obligar a sus empleados a entregarles una parte de sus salarios para mantener sus empleos. Sin embargo, en 2018, luego de años de escándalos de corrupción muy publicitados, entre ellos la hoy desprestigiada investigación del Lava Jato que contribuyó a derrocar a Lula, la política en Brasil se había vuelto sinónimo de negocios sucios en favor del interés propio. El argumento de Bolsonaro de que él no había sido testigo de ninguna actividad ilícita en su larga carrera política encontró eco en muchos votantes.

Mientras que el ascenso de Bolsonaro indicaba la difusión de un nuevo e insidioso sentido común de derecha, también marcaba el triunfo de la antipolítica: la idea de que los problemas de la sociedad no pueden solucionarse a través de las instituciones, los actores y los sistemas de gobierno existentes. Tras cuatro victorias electorales consecutivas del PT, una porción considerable del electorado llegó a la conclusión de que se necesitaba un cuestionamiento más sólido del sistema político por parte de la derecha. En una encuesta de Latinobarómetro realizada en vísperas de las elecciones de 2018, solo 6% de los brasileños expresó alguna confianza en los partidos políticos existentes y apenas 12% en el Congreso. (A una significativa proporción de los brasileños nunca la convenció la democracia, para comenzar; de hecho, esta no recibió nunca más de 60% de apoyo en las encuestas de Latinobarómetro). Bolsonaro prosperó en medio de esta crisis de confianza.

En lugar postularse con una plataforma definida, Bolsonaro mostró un rechazo visceral a la izquierda, un compromiso de aflojar las restricciones a las matanzas extrajudiciales por parte de las fuerzas de seguridad del país y un vago esbozo de políticas anticorrupción. Muchos votantes recibieron su conducta retrógrada y su falta de pretensión performativa como una bocanada de aire fresco. Bolsonaro ofrecía una suerte de autenticidad pro-ley y orden que atraía a un país en el que los policías que matan a muchos «malvivientes» se convierten en héroes. La sociedad brasileña, todavía moldeada por la historia de la esclavitud, ha mantenido sus desigualdades abismales mediante una especie de apartheid informal. La violencia es esencial a este sistema. Brasil posee la fuerza policial más letal del mundo (mató a 6.416 personas en el último año, en comparación con 2.212 muertes en 2013). Los poderosos siempre han necesitado matones de la calaña de Bolsonaro para mantener a las masas bajo control.

A pesar de su burda afectación, el bolsonarismo se entiende mejor como una reacción virulenta de la elite contra el Estado intervencionista y la extensión de la ciudadanía social en un país profundamente desigual. Como lo plantéo el presidente durante una visita a Estados Unidos poco después de su asunción: «Brasil no es un espacio abierto donde planeamos construir cosas para nuestra gente. Debemos deconstruir muchas cosas. Deshacer muchas cosas para que podamos luego comenzar a hacer cosas. (…). Nuestro Brasil avanzaba hacia el socialismo, hacia el comunismo».

Ya sea despanzurrando las reglamentaciones ambientales, avanzando en la privatización del servicio de correo o debilitando la educación pública, el gobierno de Bolsonaro ha buscado en forma sistemática nuevos mercados y oportunidades para actores privados con buenas conexiones. Según el filósofo Rodrigo Nunes, «el bolsonarismo no solo apoya abiertamente el emprendedorismo, sino que es un fenómeno emprendedor en sí mismo. El bolsonarista por excelencia no es ni rico ni pobre, sino un miembro de la ‘clase media alta inferior’ en movilidad descendente». La habilidad de Bolsonaro para llegar a este segmento de la población explica por qué triunfó donde otros candidatos de derecha recientes –indisociablemente unidos a los estrechos intereses de la elite– fracasaron. En el corazón de este proyecto político están los electorados conocidos como «buey, Biblia y bala», que ejercen un enorme control en el Congreso.

El primero de ellos, la agricultura a gran escala, es uno de los principales impulsores de la deforestación que ha alcanzado niveles alarmantes durante el gobierno de Bolsonaro. Los intereses de la agroindustria buscan constantemente pasturas para alimentar al ganado y cultivos comerciales como la soja. Bolsonaro jamás se enfrentaría a los intereses de la explotación forestal ilegal y los ganaderos rapaces que impulsan la deforestación en la actualidad. ¿Qué bien económico proviene de la selva tropical?

En segundo lugar, está la bancada de la Biblia, una fuerza poderosa en un país que es mayoritariamente cristiano y cada vez más evangélico. En 2018, Bolsonaro ganó 11 millones más de votos entre quienes se reconocen evangélicos de los que logró Fernando Haddad del PT. En un estudio dado a conocer días antes de que Bolsonaro y Haddad se enfrentaran en las urnas, 59% de los evangélicos estaba a favor de Bolsonaro, contra 26% a favor de Haddad. Entre los católicos, que son todavía el grupo religioso mayoritario en Brasil, los candidatos estaban prácticamente empatados. Bolsonaro debió su victoria a esta ventaja decisiva entre los evangélicos. En 2019, se comprometió a nombrar un juez «terriblemente evangélico» para la Supremo Tribunal Federal. En julio de 2021 cumplió su promesa, nominando al pastor y jurista André Mendonça para el más alto tribunal de Brasil. Dado el grado involucramiento de destacados pastores evangélicos en escándalos políticos en los últimos años, su alianza con Bolsonaro parece menos enraizada en un compromiso compartido con la moral cristiana que en una búsqueda mutuamente beneficiosa de control social.

El tercer grupo, la bancada de la bala, representa más directamente la cosmovisión de Bolsonaro. Compuesta por funcionarios surgidos de elecciones con antecedentes en cuerpos de seguridad o en las Fuerzas Armadas, este grupo presiona por leyes menos rigurosas en relación con las armas, sentencias de prisión más duras y mayor libertad de acción para la policía. Bolsonaro mismo ha proclamado a viva voz su apoyo a la tortura y a los asesinatos extrajudiciales a lo largo de su carrera política. Por ejemplo, durante una entrevista televisiva en 1999, exclamó que «las elecciones no van a cambiar nada en este país. Cambiará solo el día que aquí estalle una guerra civil y hagamos el trabajo que el régimen militar no hizo: matar a 30.000. Si muere alguna gente inocente, está bien. En todas las guerras muere gente inocente».

Bolsonaro lanzó su carrera política en 1988 como un ex-capitán insatisfecho del Ejército que se autoproclamó vocero de los intereses de los soldados rasos, policías y bomberos. Hoy estos sectores ultraconservadores integran la base de apoyo más fuerte del presidente en el Congreso y fuera de él. En una posible señal de problemas futuros, se han producido numerosos levantamientos de la policía local en nombre de Bolsonaro, en especial en los estados donde gobernadores opositores implementaron medidas de confinamiento. Estas protestas han tenido hasta ahora un limitado poder de permanencia, pero no es difícil imaginar a los agentes policiales como soldados de infantería del presidente si este decidiese impugnar una derrota en las elecciones de este año. Un coronel de la policía con 5.000 oficiales a su mando que obligó públicamente a funcionarios de seguridad a concurrir a una manifestación en favor de Bolsonaro organizada en San Pablo para el 7 de septiembre, Día de la Independencia de Brasil, fue destituido por el gobernador. Podría resultar más difícil controlar la politización de la policía brasileña a medida que se acerque la elección.

A pesar de su propia mitología como defensores moderados del orden constitucional, los militares brasileños han sido siempre una fuerza corrupta y autoritaria. Muchos de sus líderes comparten la visión conspirativa del presidente. Bajo Bolsonaro, los militares han ideado un sigiloso regreso al gobierno. Ostentan un poder significativo: hay más militares en el gabinete de Bolsonaro de los que hubo en algunos gabinetes de la propia dictadura militar. Parte de su apoyo a Bolsonaro tiene que ver con los beneficios económicos que los oficiales han recibido del gobierno, incluyendo la eliminación de topes salariales para funcionarios públicos, una medida que permite a los oficiales retirados cobrar la totalidad de sus salarios además de sus pensiones militares extremadamente generosas.

Aunque las Fuerzas Armadas han hecho esfuerzos ocasionales para distanciarse públicamente del extremismo de Bolsonaro, están directamente implicadas en los crímenes más atroces del gobierno, entre ellos la acelerada destrucción de la Amazonia, la corrupción generalizada y, sobre todo, la fallida respuesta a la pandemia. Eduardo Pazuello, el general en servicio activo que actuó como ministro de Salud en el pico de la pandemia, contribuyó a promover las curas con aceite de serpiente de Bolsonaro al tiempo que fracasaba en asegurar la provisión de vacunas. Esperó con los brazos cruzados mientras la ciudad de Manaos se quedaba sin oxígeno en medio de la segunda ola en enero de 2021.

El poder de las bancadas del buey, la Biblia y la bala está conectado con la cambiante demografía de la clase política brasileña. En las elecciones de 2014, 2016 y 2018, juró una multitud de nuevos diputados de derecha. 85% de los senadores y 51% por ciento de los diputados nacionales elegidos en 2018 entraban en el Congreso por primera vez, y la mayoría repetía el discurso de outsider de Bolsonaro. Entre ellos se encontraban 72 integrantes de la Policía o el Ejército, un actor porno retirado y un heredero de la familia real brasileña. En su libro Beef, Bible and Bullets [Buey, Biblia y balas] (Manchester UP, 2021), Richard Lapper presenta el perfil de una de las nuevas figuras políticas brasileñas, Katia Sastre, cabo de policía que se hizo famosa por matar a un hombre en la periferia de San Pablo. La nueva clase política se basó más en la influencia een las redes sociales que en el clientelismo político tradicional para acceder a cargos electivos, aun si se ha mostrado más que ávida de disfrutar del tradicional botín disponible para los funcionarios luego de asumir.

El bolsonarismo representa un esfuerzo por debilitar no solo las políticas recientes del PT, sino el Estado moderadamente redistributivo e inclusivo construido con dificultad en Brasil durante el último siglo. Este Estado ha sido en diversas ocasiones autoritario y excluyente, en particular para los pobres de las zonas rurales y los habitantes de la periferia de las principales ciudades del país. Pero se basó en la extensión de una forma limitada de ciudadanía social para la clase obrera brasileña, y casi todos los gobiernos desde 1930, incluyendo la dictadura militar (1964-1985), intentaron construir sobre este legado. Para 2018, sin embargo, un nuevo sentido común conservador había reducido las funciones redistributivas del Estado brasileño a una forma demoníaca de corrupción o comunismo ejercida por el PT para mantener el poder a toda costa. Bolsonaro y sus aliados describían los logros de Lula y su sucesora, Dilma Rousseff, como corruptos e inmorales. La victoria de Bolsonaro vino así a significar no solo la ruina de un legado socialdemócrata moderado, sino también la neutralización de su premisa básica, a saber, que el gobierno federal puede y debería actuar para mejorar la vida de la mayoría de la población.

La elección de Bolsonaro estuvo precedida por un incendio dantesco que destruyó el Museo Nacional en Río de Janeiro, una de las grandes obras emprendidas durante el gobierno de Getúlio Vargas, el líder populista autoritario que sentó las bases del Brasil moderno entre las décadas de 1930 y 1950. El fuego, que consumió piezas de perdurable orgullo nacional e importancia –una gran parte de la herencia cultural del país–, no tuvo demasiada repercusión entre la elite de Brasil. Cuanto mucho, el incendio sirvió como una metáfora patética de lo que la agenda de Bolsonaro, un proyecto esencialmente elitista embozado en un populismo encendido, buscaba lograr: la destrucción completa del legado del Estado post 1930. Uno de los primeros actos de Bolsonaro tras asumir fue cerrar el Ministerio de Trabajo, que estaba en el centro del proyecto político de Vargas. En ese sentido, el proyecto de Bolsonaro continúa el que implementó el gobierno no electo e ilegítimo de Michel Temer, quien llegó al poder mediante un golpe parlamentario que destituyó a Rousseff en 2016. Temer lanzó un ataque abierto a los cimientos del Estado de Bienestar brasileño, destruyendo el código laboral y aprobando una enmienda constitucional que limitaba el gasto federal, junto a otras medidas extremas de austeridad. Los avances sociales logrados con esfuerzo desde el fin del gobierno militar bajo la Constitución de 1988 están hoy en la mira.

El problema para el presidente y sus aliados es que este no es un proyecto político popular, en parte porque no ofrece nada a los que han perdido su empleo o a sus seres queridos a causa del covid-19. El encanto inicial del outsider Bolsonaro se ha desvanecido. Ya no es una incógnita. Brasil ha aprendido dolorosamente quién es y qué representa a través del desastre en curso que es su presidencia. 

Es imposible exagerar el impacto de la pandemia en la decreciente base de apoyo de Bolsonaro. Más de 550.000 personas murieron de covid-19 en Brasil, solo superado en cifras por Estados Unidos y los expertos predicen que superará las cifras estadounidenses en esta métrica nefasta en los meses por venir. El país tiene uno de los sistemas de salud pública más grandes del mundo. Ha respondido en forma rápida y efectiva en pandemias anteriores, estableciendo la capacidad necesaria de producción de vacunas junto con las estrategias de comunicación y distribución requeridas para una crisis. El país tuvo los medios para responder con eficacia a la pandemia –y las autoridades estatales y locales en general actuaron en forma responsable–, pero esa respuesta fue saboteada de manera deliberada por el gobierno de Bolsonaro.

Como declaró a la BBC Pedro Hallal, un epidemiólogo que lidera el estudio más grande sobre covid en Brasil, «Brasil ha hecho todo lo que no se debería hacer». Hallal culpó en particular al presidente por minimizar el riesgo que representaba el virus. A lo largo de la pandemia, Bolsonaro no ofreció apoyo explícito a ninguna medida, desestimando el covid-19 como tan solo «una gripecita». En el pico de la pandemia, Bolsonaro organizó actos masivos casi en forma semanal, llamando a la disolución del Congreso y atacando al Supremo Tribunal Federal. Mientras la pandemia escalaba, el presidente visitaba centros comerciales y mercados al aire libre en Brasilia para sugerir que no había peligro. Intercedió en nombre de las iglesias, permitiéndoles permanecer abiertas como «servicios esenciales» a pesar del alto riesgo de extender el contagio. Su campaña en redes sociales «Brasil No Puede Parar», lanzada justo después de que la pandemia llegara a Brasil en marzo de 2020, impulsó a la gente a volver a sus puestos de trabajo, hasta que un juez federal prohibió rápidamente su difusión. Señaló en varias ocasiones que los gobernadores que tomaban medidas drásticas contra el virus carecían de coraje, y hasta amenazó con desplegar tropas federales para desbancar su autoridad. Los funcionarios del gobierno erraron sistemáticamente por falta de acción, y cuando fueron cuestionados por ese motivo, exageraron la falta de certeza sobre cómo detener la expansión del virus. En lugar de asegurar la provisión de vacunas, Bolsonaro, los militares y sus simpatizantes gastaron sumas incalculables de dinero y tiempo promoviendo remedios inútiles como la cloroquina y la ivermectina como «tratamientos preventivos».

Los observadores extranjeros se han preguntado en forma repetida por qué Bolsonaro se mantuvo tan firme en su negacionismo. Incluso más que Donald Trump, Bolsonaro se ha destacado por su negativa empecinada a tomar con seriedad la pandemia. Una de las razones para esta actitud displicente del presidente es su personaje de macho. Admitir vulnerabilidad sería admitir debilidad. Nunca ha temido expresar su indiferencia frente a la muerte y su sociopatía ocasional está bien documentada. Más allá de estas cuestiones de personalidad, las teorías conspirativas y la mentalidad de asedio paranoica son las marcas distintivas de la administración Bolsonaro. El presidente siempre ha apostado a intensificar la crisis y dejar que sus adversarios traten de razonar con los efectos. En el abordaje de la pandemia, se apoyó en el mismo repertorio de disimulo al que recurrió en crisis de relaciones públicas pasadas. Para esquivar las críticas provenientes del extranjero, el gobierno advierte sobre un intento de debilitar la legitimidad de un presidente debidamente elegido. En el plano nacional, considera que cualquier ataque es una ventaja para la oposición. En ocasiones, Bolsonaro parece deleitarse con su condición de paria.

Esta estrategia se topó con una pared cuando la pandemia se extendió en el tiempo. Los votantes se cansaron de las incesantes guerras culturales y de la politización de la ciencia básica por parte del presidente, mientras sus familiares y amigos morían. Y a fines de abril el Congreso abrió formalmente una investigación sobre el manejo presidencial de la pandemia, lo que resultó en incendiarias revelaciones que erosionaron su posición. La pesquisa reveló múltiples incidentes de supuesta corrupción y un grosero desmanejo que podrían servir como bases para nuevos cargos en un impeachment. Se reveló, por ejemplo, que el gobierno de Bolsonaro no respondió a 53 de los 81 correos electrónicos enviados por Pfizer cuando el gigante farmacéutico estadounidense se puso en contacto para ofrecer vacunas a fines de 2020. Algo quizás más escandaloso, funcionarios del gobierno habrían reclamado un retorno de un dólar por dosis de vacuna comprada a un potencial proveedor. Afortunadamente para Bolsonaro, el vocero de la Cámara Baja del Congreso, un aliado clave, es la única persona que puede iniciar el procedimiento de impeachment. Mientras el presidente mantenga aceitados los engranajes de las partes más corruptibles y turbias del Congreso con fondos federales y la tradicional política clientelista, el impeachment seguirá siendo una posibilidad remota. Sin embargo, la pretensión de altura moral de Bolsonaro parece haberse perdido para siempre.

En el New York Times, Vanessa Barbara describió el abordaje de la pandemia por parte del gobierno –la búsqueda de inmunidad de rebaño y el rechazo de los ofrecimientos de Pfizer y otros fabricantes de vacunas durante muchos meses– como «un clásico plan de supervillano, a la vez perverso y absurdo, mortal y espantoso». Es el resultado inevitable del vaciamiento del Estado bajo Bolsonaro. De hecho, la aparente alergia del presidente a un manejo real del gobierno es el tema en que Lula ha hecho más hincapié desde que fue habilitado para buscar un tercer mandato en las elecciones de 2022. En su discurso de regreso del 10 de marzo de 2021 en la sede central del Sindicato de Metalúrgicos de San Bernardo del Campo, el centro industrial de la región metropolitana de San Pablo de donde surgió por primera vez como figura nacional en la década de 1970, Lula declaró indignado: «¡Este país no tiene gobierno!». A continuación, delineó todos los pasos que habría tomado si hubiera estado a cargo del gobierno cuando estalló la pandemia, cada medida más sensata que la anterior. Más recientemente, comparó a Bolsonaro con la reina de Inglaterra, una figura que toma muy pocas decisiones efectivas.

Desde su regreso a la contienda política, Lula ha resultado ser un adversario formidable para Bolsonaro. Algunas encuestas han mostrado al ex-presidente muy cerca de ganar de manera rotunda en un campo presidencial muy poblado. La resiliencia política de Lula se debe a su capacidad de articular un mensaje conciliatorio basado no en una confrontación ideológica, sino en un reclamo de los valores republicanos básicos que Bolsonaro desdeña en forma manifiesta. También indica el fracaso tanto de la centroderecha como de la izquierda que no es parte del PT para formar una oposición creíble al calamitoso gobierno de Bolsonaro. Los brasileños parecen ansiosos de un retorno a la inclusividad progresista y sobria de Lula luego de años de arrebatos violentos y malintencionados por parte de Bolsonaro que empujaron al país al borde de la catástrofe.

Con su posible desaparición política en el horizonte, Bolsonaro se ha dedicado a poner en duda que las autoridades lleven a cabo elecciones justas en octubre próximo. Hay incluso noticias sobre varias figuras militares experimentadas que repiten las teorías conspirativas paranoicas de Bolsonaro sobre la confiabilidad del voto electrónico, que según los expertos ha virtualmente eliminado el fraude de las elecciones brasileñas. En una democracia saludable, no debería importar lo que pensaran los uniformados sobre el modo en que se desarrollan las elecciones. Pero los militares de Brasil están hoy en el gobierno, con miles de integrantes de las Fuerzas Armadas en puestos civiles. No es claro qué tan dispuestos estarán a dejar el poder si hay un cambio de gobierno este año.

Si el bolsonarismo es una fuerza perdurable en la política brasileña, es probable que se deba al retorno de los militares a la política y al surgimiento de una clase política de derecha que comparte la misma visión del presidente. Parece que el futuro de la política brasileña será una batalla entre la centroizquierda y la extrema derecha. La centroderecha todavía mantiene el poder en algunas regiones, pero por el momento ya no es una fuerza nacional. Al aferrarse a los faldones de Bolsonaro en 2018, abrió la puerta a un conservadurismo radical nunca visto desde el regreso de la democracia en la década de 1980. Estos autoproclamados moderados cargan con una porción enorme de la culpa por el estado deplorable de Brasil.

Teniendo en cuenta que enfrenta un número creciente de dificultades legales, perder las elecciones podría ser la menor de las preocupaciones de Bolsonaro. Pero aun si cae, los efectos sociales a largo plazo de la muerte masiva que Bolsonaro facilitó persistirán muchos años después de que abandone el gobierno. Su arremetida contra la educación pública, el ambiente, las convenciones internacionales y las normas democráticas ha sido traumática. Y muchos de los que terminen votando contra Bolsonaro en una elección nacional bien podrían emitir un voto que lleve al Congreso a ex-policías chiflados que creen en disparar contra los vagabundos, luchar contra el globalismo, erradicar la ideología de género del sistema escolar y destruir la Amazonia a cambio de dinero fácil. En otras palabras, es mucho más difícil eliminar el veneno cívico del bolsonarismo de la Legislatura que de la Presidencia. El mismo Bolsonaro integró el Congreso durante décadas antes de ser elegido para el cargo supremo de su país, y es probable que sus hijos, que en la actualidad cumplen funciones en el gobierno, también ocupen cargos electivos después de 2022. Aun si la posición nacional del presidente es insalvable para el momento de las elecciones, la marca Bolsonaro se mantendrá sólida en el nivel local y de los estados. Más que ser un fin en sí mismo, una victoria de Lula marcaría el comienzo de un arduo esfuerzo por imaginar cómo debería verse un Brasil más justo, igualitario y solidario.


Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y Dissent. Se puede leer el original aquíTraducción: María Alejandra Cucchi



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