Opinión
mayo 2017

Brasil: ¿cambió algo tras la huelga general?

El pasado 28 de abril, Brasil vivió una de las huelgas generales más imponentes de su historia. ¿Cambió algo tras la huelga? ¿Cómo seguirá la resistencia de los trabajadores y las trabajadoras al gobierno de Temer?

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La huelga general del 28 de abril de 2017 se llevó a cabo tras 11 años sin medidas de ese tipo y a 100 años de la primera huelga general en Brasil. En todo ese periodo el sindicalismo fue un participante activo en la historia del país. Pasadas las dos décadas de una dictadura (1964-1985) que lo convirtió en blanco de persecuciones, el movimiento sindical cumplió un rol destacado en la redemocratización y en las mejoras sociales logradas con la Constitución de 1988. Entre 1983 y 1996, las centrales realizaron seis huelgas generales. Dos líneas se conformaron desde un primer momento: la Central Única de los Trabajadores (CUT), creada en 1983, heredera del «nuevo sindicalismo» y aliada del Partido de los Trabajadores (PT), y la Coordinadora General de las Clases Trabajadoras (CONCLAT), surgida ese mismo año con el apoyo de sectores ligados a federaciones y confederaciones oficiales, y rebautizada en 1986 como Confederación General de Trabajadores (CGT). Años más tarde, en 1991, un sector disidente de la CGT creó Força Sindical (Fuerza Sindical), que defiende una visión pragmática más emparentada con el pensamiento neoliberal.

En los 90, los gobiernos de Fernando Collor de Mello y Fernando Henrique Cardoso promovieron una agenda de cuño neoliberal a través de políticas macroeconómicas disociadas de la creación de empleo, privatizaciones, desinversiones en las empresas públicas de servicios, leyes laborales más laxas, posicionamientos antisindicales y demás. Ante tal escenario generador de desempleo, informalidad y recorte de salarios y beneficios laborales, los sindicatos se vieron obligados a tomar una posición defensiva. Supieron, en gran medida, mantenerse al frente de las exigencias públicas de los trabajadores, aunque no lograron desplegar el protagonismo político característico de otras épocas.

Con las presidencias de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, el país retomó una senda de crecimiento y mejoras en la distribución de la renta. El incremento de los puestos y de la formalización en el ámbito del trabajo, dentro de un clima político más favorable en general, favoreció el desempeño sindical en las negociaciones colectivas y en los distintos escenarios de acción política. Sin embargo, eso no derivó en la recuperación de aquel protagonismo político conquistado en los años 80. Dentro de la CUT, prevaleció la postura de delegarle al gobierno la iniciativa en la agenda social y laboral, lo que condujo a varias disidencias internas. Fue entonces cuando surgieron la Central Sindical y Popular-Conlutas (CSP-Conlutas), con la influencia de dos partidos posicionados a la izquierda del PT: el Partido Socialismo y Libertad (PSOL) y el Partido Socialista de los Trabajadores Unificado (PSTU); la Central de Trabajadores del Brasil (CTB), ligada al Partido Comunista de Brasil (PCdoB), y la Intersindical.

El segundo mandato de Rousseff se inició en 2015, en el contexto de una incipiente crisis económica y del avance de las fuerzas conservadoras, respaldadas por los grandes medios y por una exitosa articulación de la derecha dentro de ambas Cámaras, como así también por un corrimiento a la derecha en el Poder Judicial y por la movilización de sectores de clase media en torno de la «lucha contra la corrupción». Fue cerrándose así un cerco sobre el gobierno de centroizquierda, que derivó en la destitución de la presidenta por vías no constitucionales. Entre abril y agosto de 2016 se consumó el golpe parlamentario, judicial y mediático en cuestión. Desplazando a Rousseff, asumió su vicepresidente Michel Temer al frente de una coalición liderada por su partido, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), y por el partido de Cardoso, el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), el mismo que fuera derrotado por el PT en las últimas cuatro elecciones. Desde entonces viene implementándose una agenda de retrocesos sociales y políticos, al tiempo que la crisis económica se agrava y el desempleo alcanza una base de 13,7% (tras haber logrado su mínimo de 4,8% en 2014). Pese a la escasísima popularidad del actual gobierno y a las denuncias de corrupción que involucran a sus principales cuadros –el presidente entre ellos–, sigue contando con un extenso apoyo en el Congreso y en los medios de comunicación, lo que le permite sostener su programa político y social.

Los objetivos prioritarios de este gobierno son tres. Uno es el ajuste fiscal, volcado ante todo a reducir el gasto público (ya se aprobó la enmienda constitucional que pone tope a las partidas presupuestarias durante 20 años, a excepción de las destinadas a pagos de intereses de deuda). Otro es el recorte de derechos sociales y laborales (se aprobó una ley que extiende ampliamente la tercerización incluso dentro de la administración pública, y están en tratativas en el Congreso distintos proyectos de reforma laboral y del sistema previsional). El tercer objetivo es fortalecer las privatizaciones y el traspaso al sector privado de las concesiones públicas (el emblema en este punto son los activos y las áreas de extracción mineral de Petrobras).

Están en la mira no solo las políticas sociales de los gobiernos de Lula y Dilma sino también los derechos reconocidos por la Constitución de 1988 y hasta las garantías obtenidas con la Consolidación de Leyes de Trabajo (CLT) en la década de 1940. Los reclamos y protestas esbozados hasta la fecha han sido violentamente reprimidos y criminalizados con el apoyo decisivo de la prensa. Así las cosas, el nuevo escenario hace recaer en el sindicalismo y en los movimientos populares una enorme responsabilidad para revertir esta agenda de retrocesos.

Fue este el contexto en el que las centrales sindicales –CUT, CTB, Intersindical, CSP-Conlutas, UGT, Força Sindical, Nova Central, CSB y CGTB– y los movimientos populares –Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST) y Central de Movimientos Populares (CMP), entre otros–, articulados en bloques como el Frente Pueblo Sin Miedo o el Frente Popular Brasil, llamaron a la huelga general del 28 de abril. Se trató de un atípico momento de unidad de las distintas fuerzas sindicales y populares. Téngase en cuenta, por ejemplo, que Força Sindical, si bien participó en su momento del gobierno de Lula, apoyó la destitución o impeachment de Rousseff.

La convocatoria a huelga general tiene lugar en un momento decisivo. El miércoles pasado, Diputados aprobó el proyecto de reforma laboral presentado por el gobierno, que ahora debe tratarse en el Senado. La reforma del sistema previsional también está siendo evaluada en estos días y en vistas a una pronta aprobación. Desplegada a través de una intensa circulación en redes sociales y mensajes individuales, la protesta tuvo el apoyo inicial de algunos gremios fundamentales como los de bancarios, metalúrgicos, petroleros, petroquímicos, docentes de escuelas públicas y privadas, transporte colectivo, subterráneo, trabajadores en moto, y de los sindicatos de correo, construcción civil, comercio, salud y servicios urbanos. El gobierno se mantuvo en su objetivo de revocación acelerada de leyes y beneficios sociales e ignoró el movimiento que se consolidaba. Los grandes medios evitaron cualquier forma de difusión de la convocatoria a huelga. Fue una difusión asegurada básicamente a través de las redes sociales. Como algo muy favorable al reclamo, se conoció el apoyo de curas y obispos de la Iglesia católica en todo el país. Tal cambio de actitud en la Iglesia se vio robustecido por el rechazo público del papa Francisco a la invitación de Temer para participar en los festejos por los 300 años de Nuestra Señora Aparecida, patrona del país. Además de negarse a viajar, el papa deslizó comentarios críticos respecto de las medidas de gobierno que agravan la situación de los más pobres.

El 28 se caracterizó por un cese de actividades en todo el país, seguido de marchas, concentraciones, cortes de rutas y otras manifestaciones de protesta. Los gobiernos provinciales aliados de Temer dieron vía a la represión y el de Río de Janeiro fue el caso más emblemático: la policía impidió que los manifestantes se concentraran en el barrio de Cinelandia arrojándoles gas lacrimógeno y golpeándolos. En Goiás, un joven estudiante abatido a golpes de bastón por un policía se encuentra actualmente en coma; en San Pablo, tres líderes del MTST están presos, acusados de incendio delictivo e incitación a la violencia. En sus declaraciones, el gobierno no hizo sino descalificar y criminalizar la protesta: para el ministro de Agricultura, la huelga fue «intrascendente»; para Temer, se trató de «pequeños grupos que bloquearon calles y terminales», movidos por su rechazo a la «modernización de las leyes nacionales». En cuanto a los medios, en un primer momento trataron de ignorar lo que pasaba, hasta que, ante la imposibilidad de tapar los hechos, dieron marcha a una serie de coberturas desde la calle poniendo el eje en la confrontación y en los destrozos materiales.

Desde los sectores que la organizaron, se habla de 35 millones de trabajadores adheridos al paro, lo que coloca esta entre las más grandes huelgas generales en la historia del país. En estos días la acción prosigue con las manifestaciones por el 1º de Mayo, con las tentativas de ejercer presión sobre diputados y senadores de cara a una semana decisiva en el tratamiento de los proyectos de reforma laboral y previsional, y con la preparación –en fecha próxima aún por definir– de una gran marcha unificada en Brasilia. En el horizonte de las fuerzas que se oponen a la avalancha conservadora, el 28 de abril ya empieza a asomar como un día histórico de transformación del rumbo del país en favor de la lucha de resistencia.


Traduccion: Cristian De Nápoli


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