Opinión
septiembre 2022

El «mito» Bolsonaro, el regreso de Lula y las guerras virtuales en Brasil

Bolsonaro busca reducir la distancia con un Lula favorito pero con un PT desgastado. Ambos candidatos buscan atraer a quienes hubieran votado por una tercera vía con las redes sociales como un campo de batalla.

<p>El «mito» Bolsonaro, el regreso de Lula y las guerras virtuales en Brasil</p>

En los últimos diez años, la masificación del uso de internet y las redes sociales en Brasil transformó radicalmente la circulación de las ideas en la esfera pública. En poco tiempo, periodistas, intelectuales y celebridades de corte tradicional se habituaron a compartir espacio con youtubers, influencers y nuevos medios alternativos.

Buscando ganar la atención de un público cada vez más desconfiado de los medios de comunicación mainstream y más saturado por el tsunami de la información, la producción de contenidos diferenciados pasó a imponerse a base de visualizaciones y clicks. Y en esa carrera la ventaja la obtuvieron los primeros en lanzarse a ella: los analistas e influencers de derecha, con su estrategia recurrente de promover una «política de choque».

La «política de choque» constituye una estrategia de captación de atención utilizada por grupos marginalizados en el debate público. En tal sentido, pueden apelar a ella tanto grupos de derecha como grupos de izquierda. Un ejemplo de lo segundo lo encontramos en las autodenominadas «marchas de las putas», donde las participantes reclaman atención a sus demandas exponiendo públicamente sus senos. Desde la derecha son habituales las intervenciones con retóricas agresivas y cargadas de insultos y sarcasmos. Estas suelen ser consideradas por los mismos grupos que las ejercen como «políticamente incorrectas».

Los grupos que apelan a la «política de choque» se justifican afirmando que precisan de esa estrategia dada su imposibilidad de lograr la atención de otras formas. Dan por sentado que, de seguir las vías tradicionales (tanto políticas como mediáticas), sus planteos y demandas serían despreciados y hasta ridiculizados. Pero en un país conservador como Brasil, ¿realmente hay discursos de derecha, por incorrectos que sean, que podamos considerar marginales?  

A lo largo de estos últimos años, la pervivencia del Partido de los Trabajadores como un actor político de peso (pese a los casos de corrupción), así como la inserción en el debate público de las mujeres, los negros y la comunidad LGBTI+ y los frágiles avances institucionales logrados por esos mismos sectores, desencadenaron nuevos conflictos. Se produjo una reacción por parte de grupos e individuos que manifestaron una doble sensación: la de ser amenazados por ese avance y la de estar marginados del debate público. Esto derivó en un vuelco de su atención hacia figuras políticas y mediáticas que buscaban hacerse eco de esas frustraciones, como fue el caso de Jair Bolsonaro, diputado extremista que acabaría convirtiéndose en el principal líder de derecha en el país.

La figura de Bolsonaro se popularizó en internet principalmente a través de páginas y perfiles de Facebook. Algunos de ellos eran «Bolsonaro Zuero» y «Bolsonaro Opressor 2.0». Con sus memes y declaraciones cargadas de sátira corrosiva, insultos y ofensas a los adversarios políticos y a diversas minorías, dichas páginas ponían en circulación imágenes de Bolsonaro en actividades cotidianas y recortes de sus frases más polémicas. «Mito», el apodo con el que sus partidarios dieron a conocer a Bolsonaro, tuvo su origen en los videos subidos a la página «Bolsonaro Zuero». En esa misma página se volvió habitual agregarle anteojos oscuros al rostro de Bolsonaro para acompañar alguna declaración polémica y chocante del entonces diputado. Los jóvenes que se encargaban de producir esos contenidos pasaron a integrar, en 2015, el equipo de comunicación de Bolsonaro, en vistas a una candidatura a presidente de la República.

En 2017, un año antes de las elecciones presidenciales, Bolsonaro ya era el político brasileño con mayor cantidad de seguidores y reacciones en Facebook, de interacciones en Twitter y likes en Instagram. En ese momento, Bolsonaro contabilizaba 4.700.000 millones de seguidores y 3.200.000 millones de reacciones en Facebook, mientras que el segundo mejor posicionado en redes sociales, el ex-presidente Luiz Inácio Lula Da Silva —que había dejado el gobierno con más de 80% de aceptación popular— llegaba a la suma de tres millones de seguidores y un millón de reacciones.

Esto ocurría, en buena medida, debido a que los creadores de contenidos favorables a Bolsonaro se concebían a sí mismos como marginales y antiestablishment. Según su perspectiva, el establishment había sido atravesado por lo que ellos denominaban «la hegemonía izquierdista», a la que percibían como una amenaza para sus formas de vivir y de ser. Ante esto, su apuesta fue la de potenciar la circulación de contenidos de apariencia periodística, con proclamas sensacionalistas y lenguaje llano, argumentando la necesidad de divulgar información que los medios tradicionales —a los que también calificaban de «izquierdistas»— no mostraban. Al tiempo que crecía la repercusión de estos sitios, y a conciencia de la necesidad de renovar permanentemente sus contenidos, crecían también los beneficios económicos para los titulares de esas páginas web por la vía de avisos publicitarios, venta de objetos y envíos de dinero para acceder a transmisiones de lives.

La misma dinámica de generación y consumo de contenidos siguió operando una vez que Bolsonaro logró la presidencia, con la salvedad de que las acciones pasaron a ser coordinadas en mayor o menor grado entre actores gubernamentales y partidarios e influencers. Esa coordinación lograba construir relatos muy homogéneos para cada una de las cuestiones del debate público, incluso en sus ataques más explícitos a las instituciones democráticas. Pese a esto, solo los bolsonaristas menos poderosos recibieron condenas por tales ataques. Eso ocurrió cuando cruzaron la tenue frontera que separa la aceptación de la política de choque como parte del ejercicio democrático al ataque directo al Estado de Derecho.  

Algunos casos ejemplares en este sentido fueron el de Roberto Alvim, ex-secretario de Cultura; el del diputado bolsonarista Daniel Silveira, y los de distintos creadores de contenidos de internet investigados por divulgación de fake news. Alvim fue revocado de su cargo tras un discurso que reproducía conceptos del nazismo. Silveira fue condenado a prisión tras difundir un video en YouTube en donde insultaba al Supremo Tribunal Federal, amenazaba violentamente a los jueces y elogiaba a la dictadura militar. En cuanto a los creadores de contenidos investigados por difusión de noticias falsas, se los obligó a dar de baja los videos en cuestión de sus canales de YouTube.

Según un relevamiento de Novelo Data, desde enero de 2022 ya son más de 10.000 los videos subidos y luego eliminados por temor a represalias judiciales o económicas en los 450 principales canales pro-Bolsonaro. En algunos de ellos, los montos recaudados llegaron a varios cientos de miles de reales. Entre enero de 2019 y agosto de 2021, once canales de YouTube pro-Bolsonaro que difundían informaciones falsas sobre urnas electrónicas recaudaron más de 10 millones de reales. Los canales con mayor performance recaudatoria antes de ser bloqueados judicialmente fueron Folha Política, con 2.500.000 reales, y el del youtuber Allan dos Santos, con 1.700.000 reales. Queda claro, de todos modos, que las acciones judiciales o de cualquier otro tipo no logran atemperar ni la cantidad de canales y contenidos ni el impacto de estos en la circulación de ideas antidemocráticas e informaciones falsas.

Esto se debe a que, en primer lugar, la tarea de verificar contenidos, ya sea que quede a cargo de la justicia o de las mismas plataformas, es un proceso lento que requiere interpretación humana y análisis del contexto. Por ende, antes de ser eliminado, un contenido puede compartirse millones de veces. Y las mismas personas que los crean, conscientes de las reglas, modulan sus discursos o eliminan sus producciones originales sabiendo que, al llegar a miles de personas en simultáneo, tales contenidos también pueden guardarse y replicarse posteriormente de diferentes formas. En segundo lugar, existe un alineamiento entre diferentes espacios de circulación de contenidos. Como señala la antropóloga Letícia Cesarino, en Brasil, al igual que en países como Alemania, se produce una dinámica en la que grupos subterráneos cerrados se alinean con promotores de contenidos en plataformas abiertas e incluso con periodistas de medios tradicionales. Esto posibilita la creación de una red que amplifica la distribución de contenidos basados en la misma fuente y referencia. Por ejemplo, los médicos negacionistas que condenan el uso de vacunas contra el covid-19 y son citados en grupos cerrados también pueden ser entrevistados por periodistas o medios tradicionales alineados con el gobierno, e incluso aparecer en producciones profesionales a cuyos contenidos se accede por suscripción. En tercer lugar, la creación de una narrativa bolsonarista homogénea facilita la circulación de determinadas ideas de forma implícita entre influencers y divulgadores de contenidos ligados a rubros específicos. Católicos conservadores, grupos antifeministas, sectores vinculados al Ejército y la Policía, trabajadores y empresarios del agro, músicos populares (como los sertanejos), gamers, usuarios de criptomonedas y profesionales de clase media y alta ligados al mercado financiero son ejemplos prototípicos de ello. Por último, la dinámica misma de compartir contenidos en plataformas estimula la producción de determinados contenidos en formatos específicos. En definitiva, las teorías conspirativas y los contenidos que provocan emociones como rabia o temor son incentivados por sus algoritmos, lo que hace que el público de los influencers sea más amplio que el sector de la población brasileña que apoya efectivamente a Jair Bolsonaro.

A pesar de la ventaja que el bolsonarismo saca en las redes sociales, desde comienzos de año muchos dan por segura una victoria holgada de Lula da Silva en elecciones de octubre próximo. Tal diagnóstico tiene en cuenta no solo la amplia ventaja que el candidato petista mantiene por encima de Bolsonaro, sino la certeza de que ninguna otra figura podría ya asomar como una «tercera vía» con chances de imponerse.

Sin embargo, esas interpretaciones y análisis, comúnmente basados en encuestas que se suceden a ritmo semanal con mucha antelación, tienden a menospreciar el hecho de que la mayoría de la población simplemente no piensa en política cuando aún faltan meses para las elecciones. Por esta razón, cierta parte de lo que suele interpretarse como «intención de voto» es, en realidad, producto del recall. Es decir, de la simple indicación de la marca más recordada. Por lo demás, siempre puede ocurrir que las personas cambien de opinión o que sencillamente acaben teniendo una cuando llegue el día de las elecciones. Esto varía según la oferta de candidaturas, la dinámica de las campañas y la forma en la que permean diversos factores sociales y económicos coyunturales.

En cuanto a la oferta de candidaturas hay que decir que, pese a que muchos se refieren a la disputa entre Lula da Silva y Bolsonaro como un «duelo de titanes» –la expresión usada por el bolsonarista Tarcísio de Freitas–, lo cierto es que inicialmente la mayoría del electorado quería evitar esa dicotomía. Hartos de discutir en mesas familiares y redes sociales, los llamados «ni», que sumaban cerca de 40% a comienzos del año según la encuesta de Exame/Ideia, aguardaban ansiosamente la consolidación de un tercer nombre que lograse orientar sus votos lejos de esas dos opciones consideradas indigestas. En palabras de un entrevistado en aquella ocasión, se hacía difícil elegir entre el «ladrón» o el «idiota».

El fracaso de la tercera vía es algo que muy probablemente se apoye más en errores de sus articuladores que en aciertos de las fuerzas políticas de Lula da Silva y Bolsonaro. Y el hecho es que la falta de una alternativa a gusto de los «ni» ciertamente acabó favoreciendo al actual presidente.

En lo que hace a las cuestiones sociales, uno de los mayores obstáculos para la reelección de Bolsonaro ha sido el de su conducta inhumana frente a la pandemia. Pero esa variable ha venido menguando en importancia en el imaginario del electorado debido al enfriamiento de la crisis sanitaria. Al mismo tiempo, los jefes y colaboradores de campaña del actual presidente están haciendo todo lo posible para humanizar al candidato. Un ejemplo de esto es la actuación de la primera dama, que podría estar incrementando la intención de voto a favor de su marido entre las electoras del grupo conocido como «ni» (y ahí las mujeres son mayoría). Con referencias a pasajes bíblicos y su defensa del rol de la mujer como cuidadora de la familia, Michelle Bolsonaro simboliza un empoderamiento femenino conservador que contrasta con la percepción de una ausencia de mujeres protagonistas en la oposición, como bien señalaran Ana Carolina Evangelista, Jacqueline Teixeira y Livia Reis.

Por lo que se desprende de las encuestas, dejar de valorar la dimensión familiar es un error de la oposición que no solo afecta al voto femenino evangélico, sino al conjunto de las mujeres e incluso al electorado en general. A fin de cuentas, como remarcó la profesora y socióloga Esther Solano en un evento académico en la Universidad Estadual de Campinas, las promesas económicas no dan respuesta a las cuestiones existenciales.

En este sentido, como argumenta Ana Carolina Evangelista, la apuesta bolsonarista al simbolismo del «capitán reformado» como un enviado de Dios que sobrevivió a un intento de homicidio, se muestra acertada. Siguiendo esa línea de razonamiento, Solano apunta que, mientras que el actual presidente cuenta con la militancia pentecostal orgánica y con el apoyo de pastores que reúnen cerca de 50 millones de seguidores, la campaña del PT prescinde de representatividad en este aspecto —«¿dónde están los evangélicos y pastores al lado de Lula?»— así como carece a su vez de un discurso sobre la importancia de la unión de la familia brasileña.

Por lo demás, la socióloga resalta el modo en que Rosângela da Silva, esposa de Lula, contribuye involuntariamente a fortalecer la narrativa bolsonarista. En los últimos años, los ataques a practicantes y sitios de culto de religiones de matriz africana—asociados a «cosas del demonio»— tuvieron un fuerte incremento sobre todo entre cristianos pentecostales, fomentando la intolerancia religiosa. Así, al postear en sus redes sociales contenidos ligados a religiones de matriz africana que otros leen como «diabólicas», «Janja», como es conocida, acaba dando el contrapunto ideal a la disputa entre el bien y el mal promovida desde la campaña de Jair Bolsonaro y su esposa Michelle, la cual hace una analogía entre la degeneración espiritual de la nación y la presencia del Partido de los Trabajadores (PT) en el poder, con la reelección de Bolsonaro vista como posibilidad de limpieza espiritual –una cura espiritual, decíamos, que prescinde de la materialidad de las promesas económicas—.

Aun así, la economía no pasó a segundo plano en la campaña de Bolsonaro. Tras la monstruosa inyección de recursos realizada por el gobierno, se espera que la sensación de bienestar alcance de entrada a los sectores más pobres y se expanda a distintos segmentos de la población en pocas semanas. Siempre es bueno recordar que, para electores que están en duda entre priorizar el bolsillo o los valores morales, la sensación de alivio económico puede ser decisiva.

Finalmente, en lo que hace a las dinámicas de movilización y comunicación propias de la campaña electoral, junto con su apuesta a la movilización de masas en los festejos de 7 de septiembre (el Día de la Independencia de Brasil), Bolsonaro, que venía esquivando invitaciones a debatir, decidió asumir una entrevista con el Jornal Nacional y un debate televisivo con los restantes candidatos y candidatas a la presidencia.

En la entrevista, el media training funcionó logrando evitar más de un potencial traspié. El desempeño de Bolsonaro fue mejor en los momentos en que se mostró más agresivo o, como dicen sus simpatizantes, pudo ser «él mismo». Esto sucedió, por ejemplo, cuando afirmó que gobernar sin las fuerzas de centro ( el ultrapragmático Centrão) sería actuar como un dictador. Su público cautivo quedó satisfecho. En el debate, el uso de la política de choque volvió a prevalecer al faltarle el respeto a una periodista y ridiculizar los cuestionamientos recibidos acerca de su postura misógina.

Pero las intervenciones de Bolsonaro en defensa de su gobierno, si no lo perjudican, tampoco parecen útiles para captar electores indecisos. Hoy, cualquier cosa que Bolsonaro pueda anunciar como acciones emprendidas bajo su gobierno carece del impacto de las políticas llevadas a cabo por Lula da Silva.  Por lo demás, las personas quieren «propuestas concretas» para los próximos cuatro años y, en este sentido, la diferencia entre el ex-líder metalúrgico y Bolsonaro es grande.

Prácticamente cualquier persona sería capaz de resumir el programa del segundo: defensa de la familia tradicional, «armas para todos» y «Brasil sin comunismo» —comunismo, en el imaginario popular, remite a la catástrofe humanitaria venezolana o, sencillamente, al binomio «dictadura + hambre»—. Todo esto inserto en un programa económico que, según los electores de Bolsonaro, no pudo ser implementado en toda su potencia por culpa de la pandemia. Este sería el motivo por el cual Bolsonaro merecería una segunda oportunidad, argumento bastante tolerable para indecisos y para aquellos que podrían cambiar de opinión a último momento.

Aunque tales propuestas podrían sonarles demasiado vaporosas a los especialistas en políticas públicas, lo cierto es que son suficientes para miles de simpatizantes dispuestos a salir a las calles a proclamar al «mito».

Por el otro lado, buena parte de los electores de Lula da Silva lo eligen con frialdad y algo de resignación. La antipatía por Bolsonaro presente en un número considerable de electores es lo que deriva en cierta disposición, muchas veces vacilante, a votar a un candidato percibido como corrupto. Lo cual demuestra que el lulismo, al menos fuera del nordeste, sigue estando muy debilitado. En síntesis, la apuesta del PT a jugar de banca durante la campaña tiene sus riesgos, y no son menores.

Además de los actos del 7 de septiembre, de la invocación a Dios y la demonización de la oposición, del «recalentamiento» de la economía y de la repetición hasta el cansancio del mantra de la corrupción del PT, el candidato Bolsonaro aún tiene tiempo para agregar cambios a su imagen y redefinir su estrategia.  

Según encuestas recientes, un perfilamiento del actual presidente hacia una actitud y un discurso más calmos –una versión «paz y amor de derecha», como le sugieren sus publicistas– ciertamente aceleraría la reconquista de antiguos electores hoy decepcionados, sobre todo entre un sector de la población que gana más de dos sueldos mínimos, vive en el sudeste del país y no se siente totalmente contemplado por la propuesta del PT. Michelle Bolsonaro ya viene aportando en este sentido y ha demostrado que la estrategia da buenos resultados.  

Aunque hoy un triunfo de Bolsonaro no es la opción más probable, tampoco es un escenario que pueda descartarse. Ignorar esto es correr el riesgo de repetir lo que hizo Fernando Henrique Cardoso en 1985, cuando, en su rol de candidato a la alcaldía de São Paulo, creyó que podía sentarse en el sillón de mando antes de que se contabilizaran los votos. La diferencia esta vez es que ahora está en juego la misma democracia. 


Este artículo amplía dos textos previos de la autora. El primero fue publicado por la Fundación Heinrich Böll y el segundo en la revista Piauí



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