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Barack Obama, la economía y el progresismo estadounidense


Nueva Sociedad 236 / Noviembre - Diciembre 2011

La presidencia de Barack Obama ha creado en estos años tantas expectativas como frustraciones. Si en tiempos normales las posiciones consensuales y posideológicas pueden resultar eficaces para construir una base política en un país como Estados Unidos, hoy muchos asocian la postura minimalista del presidente con una capitulación ante los grupos de poder, especialmente los financistas de Wall Street. Así, las bases progresistas se han desmovilizado, mientras Obama intenta redefinir su estrategia con vistas a las elecciones de 2012.

Barack Obama, la economía y el progresismo estadounidense

Para los progresistas estadounidenses, el gobierno de Barack Obama supuso un momento de grandes promesas, pero finalmente se convirtió en una fuente de profunda frustración y en una tremenda oportunidad perdida. Como consecuencia del colapso financiero de 2008, que coincidió con la elección presidencial, la ideología neoliberal y el gobierno republicano saliente quedaron desprestigiados como un fracaso teórico y práctico. Muchos creyeron que a partir de entonces se podría impulsar un cambio radical en la política del país. Cuando Obama asumió el cargo, la crisis exigía modificar drásticamente las políticas del pasado reciente. Pero el nuevo presidente estableció una continuidad respecto a los bancos y no prestó suficiente atención a la necesidad de estímulos macroeconómicos. Su reforma de salud –destinada a mejorar el ineficiente sistema de seguro privado– pronto se tornó muy impopular desde el punto de vista político. Lo que pudo haber sido una ventaja se transformó en una desventaja. Después de algunos signos iniciales de recuperación, el declive económico se agudizó aún más. La crisis heredada por Obama ya era su propia crisis, no la de George W. Bush. Así, en las elecciones intermedias de 2010, los demócratas sufrieron una derrota histórica en el Congreso, que significó tal vez un anuncio de la caída del presidente y su partido en 2012.

Desde el inicio de la recesión, declarada oficialmente a finales de 2007, el hogar estadounidense promedio perdió 9,9% de sus ingresos. El deterioro se aceleró a partir de mediados de 2009, aunque las cifras nominales indican que esa es la fecha en que concluyó el periodo recesivo. Los hogares vieron evaporarse billones de dólares en el valor de sus casas y en los ahorros jubilatorios. La tasa de desempleo supera el 9%, y una medición más precisa llegaría a 16% si tuviera en cuenta a la gente que ya ha dejado de buscar trabajo o que no puede hallar un empleo regular. Según la previsión de la mayoría de los economistas, el nivel de desocupación será igual o superior el día de las elecciones de 2012. El sistema bancario es nuevamente muy frágil. Mientras tanto, se ha disipado una gran parte de la energía desplegada por los activistas que apoyaron a Obama en 2008. Solo habrá una elección reñida en caso de que el partido opositor presente candidatos débiles y divididos. Y si los republicanos ganan la Presidencia en los próximos comicios, podría iniciarse un periodo de conservadurismo extremo y una larga deflación económica.

A medida que nos acercamos al año electoral, surgen preguntas interesantes: ¿por qué Obama impulsó las políticas en cuestión?; ¿cuál fue la magnitud del daño causado por esas políticas en la economía y en el progresismo?; ¿es posible que mediante ese camino el presidente salga de la crisis económica y renueve sus perspectivas para la reelección?

Hasta el momento, Obama no logró realizar un cambio transformador debido a razones personales y estructurales. Por un lado, el actual jefe de la Casa Blanca aparece como una figura conciliadora y constructora de consensos. En segundo lugar, la economía nunca ha sido su punto fuerte. Un tercer obstáculo es el poder residual de Wall Street. Ni siquiera el colapso nacional pudo amenazar la hegemonía financiera; para eso, sería necesaria la presencia de un presidente personalmente comprometido a adoptar un cambio al menos tan radical como el impulsado por Franklin Roosevelt durante la Gran Depresión y el New Deal. Un cuarto motivo está relacionado con los movimientos sociales progresistas, que tuvieron gran incidencia en otras épocas de crisis y ante importantes liderazgos presidenciales, pero que han estado mayormente ausentes durante el mandato de Obama. Queda por ver si Occupy Wall Street (OWS) podrá convertirse en un movimiento de masas.

En otros momentos de grandes crisis y cambios, hubo presidentes progresistas que se vieron presionados desde la izquierda por los movimientos sociales. En ciertos casos el presidente alentó la acción del movimiento, al que usó para sus propios fines; en otras ocasiones, el primer mandatario se vio presionado más de lo que le habría gustado. Aunque las condiciones particulares fueron muy diferentes, esta compleja danza entre el liderazgo presidencial y la protesta de masas permite describir etapas como la de Abraham Lincoln y los abolicionistas, Franklin Roosevelt y el movimiento obrero industrial o Lyndon Johnson y el movimiento por los derechos civiles.

Obama también fue víctima del calendario y de una democracia estadounidense disfuncional. A primera vista, su acceso a la Presidencia se produjo en el momento justo: indudablemente, el colapso formaba parte de la etapa de George W. Bush, y el nuevo mandatario contaba con el apoyo público para promover una ruptura. Sin embargo, cuando Franklin Roosevelt asumió el poder en marzo de 1933, lo hizo después de tres años y medio de depresión y fracaso republicano, en una situación en la que el desempleo rondaba el 25%, miles de bancos cerraban sus puertas y la gente estaba totalmente preparada para un cambio radical. En cambio, Obama llegó a la Casa Blanca en enero de 2009, cuando la crisis se estaba profundizando, el desempleo todavía no alcanzaba el 8% y el sistema bancario parecía alejarse del abismo. Dentro de ese marco, el cambio transformador aún era un gran desafío político, que exigía un liderazgo presidencial excepcional.

Además, Obama debió enfrentarse al incesante obstruccionismo y a la determinación de los republicanos de bloquear todas sus políticas. Con un sistema más presidencialista que parlamentario y las múltiples oportunidades existentes para que los opositores impidan la sanción de leyes, la Constitución estadounidense crea una tendencia estructural contra el activismo. En el pasado, especialmente durante las emergencias, la oposición y el oficialismo casi siempre lograron alcanzar acuerdos dirigidos al interés nacional. Solo una vez en la historia del país, cuando la disputa giraba en torno de la esclavitud, las negociaciones llegaron a un punto muerto y el conflicto desembocó en una guerra civil.

¿Base común o arenas movedizas?

Parte de la responsabilidad de haber llegado a un punto muerto es del propio Obama. Un presidente eficaz debe impulsar tanto políticas populares como políticas legislativas. Los grandes líderes han movilizado a la opinión pública. Con su propensión al bipartidismo, Obama jamás desafió de manera frontal la acción de los republicanos, que tenían un derecho absoluto a bloquear cualquier proyecto de ley importante en el Senado con solo 40 votos1. En realidad, este tipo de estrategias parlamentarias es bastante reciente. Antes de 1975, el obstruccionismo había sido utilizado principalmente por los racistas para bloquear la legislación de derechos civiles, y ninguna premisa general exigía una supermayoría para las leyes trascendentes. Esta forma de obstaculización puede cambiarse mediante una votación por mayoría simple en el Senado. George W. Bush usó muchas veces el proceso de reconciliación del presupuesto para que se aprobaran proyectos con solo 51 votos. De hecho, aunque habría que remontarse a la década de 1920 para verlos con los 59 senadores que tuvieron los demócratas en los dos primeros años de Obama, los republicanos lograron promulgar leyes muy importantes durante los periodos de Ronald Reagan, George Bush padre y George Bush hijo. El actual presidente heredó este uso disfuncional del obstruccionismo, pero no hizo nada para combatirlo.

Hijo de padre negro de Kenia y madre blanca de Kansas, Obama ha pasado toda su vida buscando una base común. En ciertas ocasiones, sus discursos hicieron recordar los de Franklin Roosevelt. Pero, por lo general, su deseo de consenso terminó imponiéndose al impulso de un New Deal. Su libro La audacia de la esperanza2 está lleno de advertencias contra el excesivo partidismo.

Al principio, muchos demócratas de tono progresista pensaron que la postura posideológica de Obama solo era una astuta táctica electoral para atraer a personas de los dos partidos mayoritarios y también a los independientes. Luego se sorprendieron un poco al comprobar que el presidente era sincero. La visión política y la naturaleza humana continúan siendo las mismas en el actual jefe de la Casa Blanca, aun cuando los republicanos bloquean todas sus iniciativas y los bancos multimillonarios se resisten impunemente a la reforma después de haber sido rescatados por los contribuyentes.

Obama evitó confrontar. No lo hizo con los republicanos (decididos a bloquear sus reformas y destruir su presidencia) ni con los bancos de Wall Street (resueltos a mantener el modelo de negocios, a pesar de su responsabilidad en la crisis). Al llegar a la Casa Blanca, el nuevo mandatario integró un equipo económico compuesto por veteranos de las administraciones de Bush y Bill Clinton. Era la misma gente que con su política de desregulación había generado el colapso financiero. Como asesor económico estaba Lawrence Summers (ex-secretario del Tesoro de Clinton); como jefe de la Reserva Federal, Ben Bernanke (ex-presidente del Consejo de Asesores Económicos de Bush, quien lo había designado para un primer mandato en la Reserva Federal); y como secretario del Tesoro, Timothy Geithner (ex-asistente del secretario del Tesoro con Summers y posterior presidente de la Reserva Federal de Nueva York con Bernanke).

Estos nombramientos en puestos claves no prometían un cambio drástico, sino una continuidad. No sorprende entonces lo ocurrido en 2009, cuando los megabancos de Wall Street dependían enormemente de un eventual apoyo económico del Tesoro y de la Reserva Federal. Ante esa situación, en lugar de impulsar una depuración y alentar la formación de un sistema solvente y eficiente, el equipo económico de Obama decidió sostener y rescatar a los grandes bancos, supuestamente para restablecer la confianza en los mercados. Por temor a la quiebra de las instituciones financieras, la Casa Blanca tampoco intervino para solucionar la crisis de las hipotecas.

Como consecuencia de estas políticas, Obama pagó un precio muy alto en dos aspectos. Por un lado, los bancos maltrechos y el mercado interno deprimido siguieron frenando la recuperación económica. Por el otro, la frustración popular –que debió haber estado dirigida contra los republicanos y las grandes instituciones financieras– se volcó hacia la Administración Federal, los demócratas y el gobierno en general.

En tiempos normales, un «minimalismo visionario» posideológico debería ser suficiente para incorporar nuevas áreas a una base común. Pero ante una grave crisis, creada y prolongada por la hegemonía de Wall Street, el minimalismo equivale a una capitulación. Y si el Partido Republicano está decidido a continuar la destrucción de cualquier manera, sin importar hasta dónde ceda Obama, la política de conciliación es sencillamente una misión imposible. La situación exigía un liderazgo transformador, no un minimalismo visionario. El reconocido sociólogo James MacGregor Burns comparó dos tipos de liderazgo presidencial: «los líderes transaccionales, que intentan negociar, conciliar y operar dentro de un sistema determinado» y «los líderes transformadores, que responden a las necesidades, los deseos, las esperanzas y las expectativas fundamentales de la gente; los que, en lugar de operar simplemente dentro de un sistema político, buscan reconstruirlo y trascender»3. Obama se ha convertido en el arquetipo de un líder transaccional, caracterizado además por un estilo de muy escasa intervención.

El deseo de Obama era ser una figura conciliadora, un constructor de puentes y un líder posideológico. Su visión habría sido adecuada para el momento histórico si se hubieran mantenido los desafíos centrales anticipados por el actual presidente en su campaña a comienzos de 2007: allí prometía promover una mayor tolerancia, restablecer y ampliar el gobierno constitucional y redefinir un papel constructivo para EEUU en el mundo. Más o menos esos eran los temas que debió enfrentar el joven John F. Kennedy, en una época en la que las finanzas de Wall Street estaban bien reguladas, la economía estadounidense funcionaba y aún había republicanos moderados. Tal vez en aquel marco y gracias a su mezcla de temperamento, convicción y estilo de gobierno, Obama habría sido un gran presidente progresista. Pero la historia le deparó un escenario mucho más complicado.

El excelente papel del presidente como sanador racial también quedó algo desfasado respecto a las necesidades económicas. En el periodo preelectoral, los asesores fueron muy cuidadosos en evitar que Obama evocara la imagen del hombre negro enojado. Su estilo era sereno, competente y gerencial. Aunque era capaz de ofrecer discursos idealistas e incluso inspiradores (sobre todo, de temas generales), su apodo de campaña fue «Sin drama, Obama» (en inglés, «No drama, Obama»). Pero a veces, en un momento de crisis, es necesario expresar la pasión que siente una persona promedio frente a la irresponsabilidad de los grupos dominantes. El actual jefe de la Casa Blanca ha sido excesivamente cauteloso. Sus asesores políticos desaconsejaron el uso de palabras que reflejaran enojo, y en las acciones económicas siempre tuvieron en cuenta que debían evitar cualquier atisbo de lucha de clases dirigida contra Wall Street. ¿Cuál fue el resultado? «El cambio en el que podemos creer» –eslogan de la campaña de 2008– está bloqueado, el gobierno se muestra más cercano a las elites que a la gente común y, además, parece débil a causa de la obstrucción republicana. Obama ya se ha reinventado en más de una ocasión. Para salir airoso esta vez, deberá corregir drásticamente su visión en torno de cómo generar un cambio duradero.

Hoy hay un gran desequilibrio político, marcado por una situación en la que las elites están movilizadas y la gente común permanece asustada, decaída y en su mayor parte pasiva. A pesar del profundo malestar económico y más allá del avance de la derecha, las calles se mantuvieron demasiado tranquilas hasta las manifestaciones iniciadas en septiembre de 2011 por Occupy Wall Street. El descontento expresado en los blogs progresistas de internet aún no se ha traducido en un movimiento coherente situado a la izquierda del presidente.

Obama movilizó a millones de activistas para su campaña, pero puso fin a esa iniciativa apenas llegó a la Casa Blanca. Cuando no hay movimiento de masas, el presidente se convierte en el agente de un cambio radical o la gente, de algún modo, debe movilizarse para demandar ese cambio. Para otorgar a Obama el beneficio de la duda, hay que reconocer que no era fácil resolver esta crisis económica. Aunque es justo señalar que tampoco era fácil sacar a EEUU de la Gran Depresión y emerger victorioso de la Segunda Guerra Mundial; o mantener la Unión y liberar a los esclavos; o eliminar el sistema de privilegio racial un siglo más tarde. Estas referencias a Roosevelt, Lincoln y al Lyndon Johnson de la era de los derechos civiles suponen un parangón con los principales líderes de la historia del país. A pesar de la magnitud de la crisis actual, los admiradores de Obama lo han comparado con los más grandes presidentes.

Como declaró John Podesta, director de transición y admirador de Obama, el presidente «perdió el rumbo» y cedió la iniciativa a los populistas de derecha4. En muchos sentidos, su principal limitación fue la propia falta de imaginación. Podría inferirse cínicamente que los candidatos que parecen transformadores durante la campaña electoral siempre se tornan más cautelosos y conciliadores en la Casa Blanca. Sin embargo, en realidad, los más grandes presidentes progresistas fueron aquellos que se radicalizaron para superar una crisis nacional.

Lyndon Johnson, por ejemplo, se hizo conocido en el Senado como un político moderado del Sudoeste: como un puente entre los sectores progresistas del Partido Demócrata (provenientes del Norte y del Oeste) y los componentes más reaccionarios en materia racial (originarios del Sur). Sin embargo, cuando sucedió al asesinado John Kennedy, el presidente Johnson decidió que su misión era hacer cumplir la promesa de Lincoln. Con un ímpetu mucho mayor que el de los hermanos Kennedy, alentó a Martin Luther King Jr. a que aumentara el activismo en las calles. Usó el prestigio de la Presidencia para afirmar y fomentar los movimientos sociales más radicales de nuestra era. Antes de arruinar todo en Vietnam, Johnson combinó su propia capacidad de persuasión con la valentía de los activistas involucrados. Así logró que el Congreso aprobara tres leyes fundamentales de derechos civiles, que eliminarían de una vez y para siempre el orden social racista existente en el Sur.

Como candidato, Franklin Roosevelt había promovido el equilibrio presupuestario. Desaprobaba el gasto público a gran escala, apoyaba la restricción del patrón oro y se oponía al seguro federal de depósitos. ¡Incluso llegó a criticar varias veces a Herbert Hoover por su nivel excesivo de gastos! Pero una vez que asumió la Presidencia, Roosevelt evaluó la situación imperante y se radicalizó. No solo utilizó el gobierno federal para proporcionar alivio a la población, sino que además se enfrentó a los grandes magnates y reformuló el sistema financiero. Para el presidente de aquel entonces, el odio de Wall Street hacia su persona significaba un orgullo. Los votantes comunes, que optaron cuatro veces por él, no tenían dudas de que Roosevelt estaba de su lado.

En momentos de grandes crisis y ante la necesidad de cambios fundamentales, básicamente hay dos caminos. Un líder puede aceptar las limitaciones del sistema convencional e intentar trabajar con los grupos de interés y las coaliciones legislativas disponibles (política de lo posible) o puede llevar su caso a la gente, definir el viejo orden como un obstáculo para las reformas requeridas y crear posibilidades totalmente nuevas (política de las aspiraciones).

A pesar de sus dotes excepcionales de líder y el descrédito de la vieja estructura de poder, Obama ha elegido en la mayoría de las ocasiones el camino convencional. Y a diferencia de los grandes presidentes, ha estado extrañamente distante. En lugar de jugar un papel dominante y decisivo, se ha mantenido casi al margen del asunto. Dentro de este contexto, el «capitalismo de amigos» sigue en pie. Gracias a sus excelentes contactos, las principales compañías de Wall Street recibieron sumas astronómicas de dinero por parte del gobierno, mientras que los bancos pequeños, otras empresas y los estadounidenses medios fueron dejados a su suerte.

¿Hay esperanzas de que Obama ofrezca otro «cambio en el que podamos creer»? Aunque ninguno de los dos partidos mayoritarios pone freno a la silenciosa desesperación de millones de estadounidenses, el malestar económico ha sido definido y relatado cada vez en mayor medida por la derecha republicana. Queda por ver si el propio presidente ha sido capturado totalmente por los grupos financieros dominantes, lo que haría irreversible su destino.

Tres desafíos claves

Cuando Obama llegó a la Casa Blanca, había dos desafíos económicos urgentes: evitar que la recesión se convirtiera en depresión y realizar una profunda reforma en el sistema bancario, que se hallaba al borde de la quiebra. El nuevo mandatario agregó un tercer objetivo. En un momento en el que el sistema de salud era cada vez más caro y menos confiable, prometió una atención sanitaria universal, accesible para todos los estadounidenses. Ninguno de estos temas claves fue resuelto, lo que significó un daño político y económico para la figura presidencial, las finanzas del país y el progresismo.

A comienzos de 2009, la presidenta del Consejo de Asesores Económicos de Obama, Christina Romer, recomendó aplicar un paquete de estímulo de entre US$ 1,2 y 1,3 billones, que se destinarían casi en su totalidad a la inversión pública y la creación de empleos. Pero la iniciativa fue rechazada por los dirigentes políticos, y Obama propuso entonces desembolsar 775.000 millones a lo largo de tres años. Más de un tercio de esa suma correspondía a una reducción de impuestos, que buscaba generar adhesión en el partido opositor. Finalmente, a pesar de las concesiones de la Casa Blanca, ni un solo republicano votó a favor de esta medida en la Cámara de Representantes.

En lugar de criticar la obstrucción republicana y seguir luchando para conseguir más dinero, Obama fue muy gentil y conciliador con el partido opositor. Esto enfureció a importantes líderes demócratas y a grupos de base, que presionaban para que se implementara un programa de estímulo de mayor alcance.

El nuevo gasto público terminó siendo demasiado modesto. Mientras el gobierno federal sumaba algo más de US$ 700.000 millones, los distintos estados y las administraciones locales recortaban una cifra superior a los 450.000 millones en esos mismos tres años. Por lo tanto, el incremento neto del gasto anual no alcanzó los 100.000 millones (en una economía cuyo PIB supera los 14 billones).

Obama cambió de postura rápidamente y comenzó a poner el énfasis en la reducción del déficit fiscal, de una manera que convalidaba las recetas ortodoxas para atacar la recesión. El presidente debía enfrentarse a dos tipos diferentes de conservadores: por un lado, un Partido Republicano de extrema derecha, que se oponía a cualquier intento gubernamental y estaba ideológicamente decidido a impulsar una drástica reducción del gasto y de los impuestos; por el otro, las elites financieras, que reclamaban un profundo recorte del déficit público.Obama se alineó con el segundo grupo de conservadores y formó la Comisión Bowles-Simpson. Este órgano, compuesto en su mayoría por defensores de la ortodoxia fiscal, recomendó realizar profundos recortes presupuestarios, reducir el gasto público en todas las áreas (incluida la seguridad social) y aumentar mínimamente los impuestos.

Este enfoque se basaba en una teoría económica absurda. Supuestamente, el déficit elevado generaba preocupaciones en torno de una futura inflación y desalentaba las inversiones. Pero el argumento se esgrimía en medio de una situación inversa, en la que existía un riesgo mucho mayor de deflación y el gobierno podía obtener préstamos por 10 años a una tasa cercana a 2%. La inflación ni se vislumbraba en el horizonte. Desde The Economist y The New York Times, un columnista se burlaba de la idea según la cual la reducción del déficit restablecería la confianza necesaria para la recuperación económica. Fue entonces cuando acuñó el concepto de «hada de la confianza».

La mirada fiscal de Obama impidió efectuar el gasto a corto plazo que la economía necesitaba. Al mismo tiempo, exasperó a los líderes demócratas del Congreso, al movimiento de los trabajadores y a la base progresista.

Hasta la crisis del techo de deuda ocurrida a mediados de 2011, Obama siguió alineado al conservadurismo fiscal e incluso propuso al republicano John Boehner, presidente de la Cámara de Representantes, un acuerdo que preveía severos recortes en la seguridad social y en Medicare. Afortunadamente, Boehner rechazó la propuesta porque su concreción suponía un ligero incremento en los impuestos.

La presión del ala progresista del Partido Demócrata y el fracaso político a la hora de promover la reducción del déficit como estrategia de recuperación provocaron un nuevo viraje. Finalmente, en septiembre de 2011, Obama declaró que defendería la seguridad social y Medicare y volvió a poner el énfasis en la creación de empleos.

El tema de la reforma de salud constituyó un tercer aspecto clave. La torpeza política allí demostrada desilusionó al ala progresista del oficialismo y no logró generar un apoyo masivo de la gente.

El propio presidente decidió dar prioridad a la reforma de salud al comienzo de su primer mandato. Mientras tanto, había quienes pensaban que la recuperación económica era más urgente. Alrededor de 50 millones de personas carecían de seguro médico, pero 85% de los estadounidenses contaban con algún tipo de cobertura.

Además, la Casa Blanca tomó la funesta decisión de impulsar la reforma de salud junto con las compañías aseguradoras y la industria farmacéutica. Esto impidió al gobierno luchar contra dos objetivos que eran responsables directos del mayor costo de la cobertura médica y que, con razón, resultaban impopulares. La eventual reforma debía instrumentarse entonces a través de la industria aseguradora existente, que elevaría los costos. Obama propuso obtener el dinero con nuevas «eficiencias» en Medicare, el popular y eficaz programa de seguro de salud estatal para personas mayores de 65 años. El proyecto permitió que los republicanos sembraran el miedo entre los ciudadanos de edad avanzada, que dejaron de ser fuertes defensores de la medicina socializada para convertirse en oponentes de estos planes, destinados a expandir la cobertura a toda la población.

Los grupos progresistas habían promovido desde hacía tiempo el simple y popular concepto de «Medicare para todos». La idea fue rechazada por Obama, quien la consideró demasiado radical, tras lo cual los reformistas y la Casa Blanca trazaron como objetivo un punto intermedio: la «opción pública». De acuerdo con el proyecto, los ciudadanos podrían elegir entre el seguro proporcionado por sus empleadores (o contratado directamente) y un plan similar a Medicare; luego, a lo largo de los años, el sistema público, más eficiente, eliminaría la competencia privada. La agrupación denominada «Health Care for America Now» organizó una amplia campaña ciudadana para apoyar el plan de Obama, incluida la opción pública.

Sin embargo, frente a la oposición de los republicanos y la industria aseguradora, Obama renunció a la idea de la opción pública. Luego convenció al Congreso (a pesar de la oposición republicana) para que aprobara un plan muy complejo en cuyo marco la gente debería adquirir el seguro a las empresas privadas, con la promesa gubernamental de subsidiar algunas pólizas a los ciudadanos de menores ingresos. El plan alejó a los sectores progresistas del propio partido, asustó a las personas de edad avanzada, facilitó la tarea opositora de los republicanos y contribuyó a provocar la histórica derrota demócrata en las elecciones intermedias de 2010.

Obama, de cara a la reelección

A mediados de 2011, Obama cambió su táctica y sus objetivos. La idea de buscar un centro difuso y de posicionarse como un presidente que está al margen de lo partidario había resultado una estrategia políticamente desastrosa. Cualesquiera fueran sus concesiones, los republicanos jamás aceptarían un acuerdo. A medida que el presidente se desplazaba hacia el centro, sus opositores se desplazaban más hacia la derecha.

No era cierto que los votantes deseaban ansiosamente un líder que redujera el déficit presupuestario y la relación proyectada a 10 años entre la deuda pública y el producto bruto. Y también demostró ser falsa la premisa de que, ante la obstrucción de los republicanos, Obama obtendría más apoyo por ser «el único adulto en la sala». La tendencia del presidente hacia el acuerdo no generaba la imagen de un conciliador admirable, sino más bien la de un líder débil. A pesar de que los grupos financieros dominantes y los analistas políticos se mostraban casi obsesionados con el déficit presupuestario, la mayoría de los ciudadanos estaban mucho más preocupados por la economía real: la caída en el valor de su casa, el riesgo de perder el trabajo y la perspectiva de una recesión económica prolongada.

Cuando las encuestas indicaron que el apoyo a Obama había caído por debajo de 40%, la Casa Blanca modificó el rumbo. En lugar de buscar un gran acuerdo con los republicanos (con recortes en la seguridad social y en Medicare), el presidente propuso un nuevo plan de estímulo económico y creación de empleos. Grupos progresistas, movimientos de trabajadores y otros activistas de base se unieron detrás de esta nueva postura. El jefe de la Casa Blanca incluso dedicó algunas palabras agradables a las protestas en Wall Street, aunque su equipo del Tesoro siguió poniendo reparos a una mayor regulación para los bancos. Lo interesante es que cuando Obama comenzó a criticar explícitamente a los republicanos por bloquear sus programas de empleo, nadie creyó que se estaba comportando como un hombre negro enojado. El presidente oscila ahora entre las crecientes demandas populistas de un electorado exasperado y la alianza con Wall Street, marcada por la cercanía de su equipo económico y sus políticas financieras. Pero los fondos para su campaña dependen en gran medida del sector bancario.

Independientemente de este cambio en la táctica de Obama y de su idea de poner más énfasis en el empleo que en la austeridad, todo indica que el día de las elecciones de 2012 la economía aún estará inmersa en una profunda recesión. Es casi imposible que el actual presidente despierte el mismo nivel de adhesión que en 2008, cuando fue votado por 71% de los jóvenes que emitían su sufragio por primera vez. En 2012, muchas de esas personas entusiastas y esperanzadas de 18 años se habrán convertido en personas desilusionadas y desempleadas de 22 años.

Un verdadero plan de recuperación requiere mucha más inversión pública y una reforma del sistema financiero más profunda. Necesita a un presidente que, en lugar de situarse junto a los bancos, se asocie más explícitamente con los críticos de esas instituciones. Gane o pierda, Obama volverá a identificarse con las luchas económicas de una persona común. Lo que no se sabe es si está preparado para hacerlo.

Por otro lado, Obama es uno de los políticos más afortunados en la historia del país. Accedió al Senado del estado de Illinois cuando la titular del cargo se retiró y le cedió la banca. Durante la carrera hacia el Senado de EEUU en 2006, sus dos principales oponentes, tanto el candidato demócrata –más conocido y mejor financiado– como su adversario republicano, se vieron envueltos en escándalos sexuales y quedaron en el camino. Obama también tuvo bastante suerte en las elecciones generales, ya que se vio beneficiado por el colapso económico ocurrido durante el mandato republicano y por tener a un oponente débil como John McCain.

Aunque hoy el Tea Party se encuentra en una etapa de gran activismo, es probable que ninguno de sus candidatos logre obtener la nominación republicana. Si un representante de la extrema derecha resultara finalmente nominado con el respaldo de ese partido, la figura en cuestión sería tal vez demasiado radicalizada para ganar las elecciones generales. Y el Tea Party detesta al principal precandidato republicano, Mitt Romney, lo que le quita a este una importante fuente de energía y activismo. También hay otro factor que podría beneficiar a los demócratas en 2012: en importantes estados del Medio Oeste, los gobernadores republicanos elegidos en 2010 ya son mucho más impopulares que Obama.

Obama está en condiciones de sobrevivir políticamente y ganar un segundo mandato. No obstante, en el mejor de los casos, deberá afrontar graves problemas económicos y profundas divisiones en su propio partido. El progresismo estadounidense se verá obligado entonces a encontrar otras fuentes para resurgir.

  • 1. El Senado tiene en total 100 miembros, dos representantes por cada estado.
  • 2. Edición en español: Península, Barcelona, 2007.
  • 3. J. MacGregor Burns: The Power to Lead, Simon and Schuster, Nueva York, 1984, p. 16.
  • 4. Entrevista de Ed Luce en Financial Times, 15/2/2010.
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