Opinión
abril 2020

América Latina: el realismo capitalista y la realidad del coronavirus

Antes de dilucidar si en América Latina las respuestas al coronavirus buscarán avivar el Estado de bienestar o se propondrán quimeras autoritarias de control social, será necesario repasar con qué Estados se topó el virus en su llegada a la región y cómo actuaron líderes como Bolsonaro, Fernández y Piñera frente a la pandemia.

América Latina: el realismo capitalista y la realidad del coronavirus

La negación bolsonarista

El pasado 18 de enero, una mujer de 35 años arribó al aeropuerto de Belo Horizonte, en el estado de Minas Gerais, en un vuelo proveniente de Shangái. No hubo cámara ni escáner que detectara sus síntomas «compatibles con enfermedad respiratoria viral aguda», detallados en el parte del Ministerio de Salud del estado del 22 de enero a las 16.26. Solo una hora más tarde, el Ministerio de Salud federal descartó que el episodio estuviera vinculado «con el evento en China». El caso fue desestimado no gracias a un test rápido, sino sobre la base del itinerario, que no había incluido Wuhan, la ciudad en que se desató la epidemia de coronavirus. ¿A qué país llegaba la mujer?

El presidente Jair Bolsonaro recién cumplía el primer año en el Palacio del Planalto pero, junto con su ministro de Economía Paulo Guedes, ya había logrado avanzar en las reformas laboral y jubilatoria de corte liberal, además de las privatizaciones de empresas estratégicas. La noche de su triunfo electoral, Bosonaro también había hecho otra promesa sintetizada en una simple frase: «Más Brasil, menos Brasilia». «El Estado Federal dará un paso atrás, reduciendo su estructura y la burocracia», había asegurado entonces Bolsonaro. Para eso envió al Congreso, a fines de 2019, el Plan Más Brasil (tres propuestas de enmiendas constitucionales: la 186, la 187 y la 189), que habilitaría el recorte del gasto público en todos los niveles de gobierno (reducción de la jornada laboral y salarios en 25%), modificaría una «regla de oro» de la Constitución de 1988 que impide contraer deuda para gastos corrientes y establecería un «pacto federativo» para descentralizar recursos hacia estados y municipios.

La pandemia pateó el tablero. Pero la tentadora opción de la autonomía para gobernadores y alcaldes fue opacada por la incapacidad a la hora de coordinar esfuerzos frente al coronavirus. Recién después del 22 de marzo, Bolsonaro se reunió con algunos de ellos, pero varios ya empezaban a diferenciarse. El gobernador de San Pablo, João Doria, y el de Río de Janeiro, Wilson Witzel, optaron por la cuarentena. El presidente del Senado, Davi Alcolumbre –a quien el test dio positivo, también se pronunció a contramano del «no parar Brasil». De hecho, aseguró que la postura del Poder Ejecutivo de cortar el aislamiento era «grave». A él se sumaron siete pedidos de impeachment contra el presidente en la Cámara de Diputados.


La naciente crisis puede detectarse en cada una de las medias y discursos del gobierno desde la llegada misma de la pasajera del vuelo proveniente de Shangái. Por esos días, Bolsonaro voló a a la India, donde anunció 15 acuerdos y hasta llevó un arreglo floral al memorial de Gandhi. Desde ese momento hasta el 17 de marzo, día en que se conoció el primer fallecido por coronavirus en Brasil, el presidente dio a entender que la pandemia global no era un tema prioritario, que solo era una gripezinha y, en cambio, se reunió con el técnico del Flamengo, asistió a la inauguración de la programación de la señal Bandeirantes y a actos evangélicos, visitó a Donald Trump, se peleó con los medios por el asesinato de Marielle Franco, celebró 400 días de gobierno, anunció que Petrobras «bajó» el diesel 29,1%, la gasolina 30,1% y el gas 7,9% –como si esto fuese producto de una política de Estado y no de la crisis del sector–, caminó por las playas de San Pablo, alentó movilizaciones en todo el país en contra del Congreso y el Poder Judicial por una disputa acerca del presupuesto, habló de una posible invasión de venezolanos, dijo que el gobierno de Alberto Fernández era socialista, puso en duda la veracidad de los datos del virus difundidos por China y luego habló con Xi Xinping.

En paralelo, sus funcionarios del área de Salud ofrecieron momentos de cinismo y otros con leves atisbos de preocupación. Hasta que se conoció el primer infectado en febrero, Bolsonaro se ocupó solo de dos acciones relativas al virus. La primera fue la firma del decreto N° 10.211 para que el Ministerio de Salud tuviera autoridad para coordinar a los ministerios y demás organismos, lo que le permitió al presidente y ex-capitán del Ejército correrse del frente de la pandemia. La segunda fue la llamada Operación Retorno (la repatriación de 34 ciudadanos brasileños varados en Wuhan con dos aviones de la Fuerza Aérea), que se concretó a mediados de febrero después de que el Congreso aprobara en tiempo récord de dos días un proyecto de ley –enviado por el ministro de Salud Luiz Mandetta, no por el presidente– que disponía los recursos para la cuarentena de los pasajeros y estipulaba medidas –como el aislamiento y la restricción de ingresos al país– a ser adoptadas en caso de una «emergencia en salud pública», pero que en concreto no se aplicó más allá de la repatriación. El día anterior habían dispuesto la Emergencia de Salud Pública de Importancia Nacional, pero ni esta ni la nueva ley dispusieron una cuarentena o cierre de las fronteras. En este escenario, un hombre de 61 años llegó desde Lombardía y recién días más tarde sería declarado el primer caso de coronavirus. Mientras se ampliaban los casos por el cambio en la detección, desde el Ministerio de Salud solo se dieron indicaciones para el carnaval –como conducir sin beber o usar preservativo– y el presidente deseó «buen carnaval para todos» en Twitter. Terminado el feriado, confirmaron el primer caso positivo. «Es otro tipo de gripe que la humanidad tendrá que atravesar», dijo Mandetta. Un día después llegaba al país, sin saberlo, quien iba a ser el segundo portador del virus.

A principio de marzo los casos confirmados ya llegaron a ocho, incluido un niño de 13 años. ¿Y el presidente? Recién llegado de Estados Unidos, donde se reunió con Trump, hizo un live en sus redes con el ministro Mandetta (tenían mascarillas porque su secretario de Comunicación, Fabio Wajngarten, y sus ministros de Seguridad Institucional, Augusto Heleno, y de Minería y Energía, Bento Albuquerque, que integraron la comitiva oficial, dieron positivo de coronavirus) donde habló de la caída del precio del petróleo y hasta llegó a preguntarle al ministro si el movimiento «espontáneo» convocado para el domingo 15 en contra del Poder Legislativo (por esos días discutían recursos del presupuesto) era un problema frente a la pandemia. Bolsonaro se respondió: «Lo que hay que evitar es que haya una explosión porque el sistema no la soporta». Nada de eso pasó.

El presidente no evitó, sino que alentó las manifestaciones y publicó fotos y videos de los convocados en distintos puntos del país, además de una foto suya haciendo un gesto ofensivo y el resultado negativo de su segundo test, que no publicó, junto a un llamado a «no creer en los medios». A la noche, en una entrevista a CNN Brasil, se contradijo en cada frase: «Temo lo peor, sí», pero «no estoy preocupado» aunque «no podemos entrar en una neurosis como si fuese el fin del mundo», acá «hay un interés económico para que se llegue a esta histeria» porque en «2009 y 2010 con un problema similar en tiempos del PT [Partido de los Trabajadores] y de los demócratas en Estados Unidos la reacción no estuvo ni cerca». Además, desafió al presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, y al del Senado, Alcolumbre, con quienes se enfrentó por el presupuesto, a que salieran a las calles como él. Recién después de estos episodios Bolsonaro comenzó a ocuparse más centralmente de la pandemia. En línea con Trump, habló de una vacuna para el coronavirus y después mencionó que la cloroquina sería una posible cura y, desoyendo a la agencia Anvisa encargada de las regulaciones sobre medicamentos, ordenó a las Fuerzas Armadas que la produzcan. «Se llama precaución», dijo Bolsonaro. La cuarentena nunca llegó y solo hubo medidas como la distribución de kits de diagnóstico y camas de las unidades de cuidados intensivos, fabricación de respiradores, ampliación del Bolsa Família, adelanto de una suerte de aguinaldo para jubilados, ampliación del Programa Mais Médico –del que había expulsado a médicos cubanos–, ayuda para PyMEs, pero también la liberalización de fondos que funcionan como seguros por desempleo. Bolsonaro intentó cambiar el tono en la conferencia de prensa –en un live desde su casa– que dio el 18 de marzo junto con Guedes y Mandetta –todos con mascarillas–, donde anunciaron medidas como por ejemplo un aporte a desocupados, y donde pidieron que se declare el «estado de calamidad pública» para aumentar el gasto público, y recién al día siguiente comienza a cerrar las fronteras con países vecinos. Las inconsistencias del gobierno y el aumento exponencial de los casos detonaron en cacerolazos en distintas ciudades del país. Fue un signo de cómo iba mermando la popularidad presidencial, lo que se sumó a las tensiones dentro del gobierno, con los otros poderes y con la prensa (por la decisión de limitar los pedidos de acceso a la información pública y la no declaración de cuarentena, que le valió la crítica de la Asociación Nacional de Diarios y de Periodismo de Investigación).

Cuando Brasil contaba con seis muertos, los puestos de salud regionales ya habían identificado la transmisión comunitaria y obligaron a que el Ministerio de Salud nacional reconociera la situación en todo el territorio nacional. Al cierre de este artículo, el país vecino había alcanzado los 163 fallecidos y 4.630 casos confirmados.

Sebastián Piñera: el desgaste y la pandemia

Una persona de 33 años que había llegado a Chile después viajar un mes por países del Sudeste asiático fue el primer caso declarado de coronavirus en el país. Al igual que en Argentina, la información se confirmó el 3 de marzo. ¿A qué país llegó? Chile iniciaba el año 2020 con una agenda cargada de instancias en las que debía tomar definiciones claves: un plebiscito constitucional, una Convención Constituyente, y elecciones locales y regionales. Pero la llegada del coronavirus también cambió las prioridades de Chile y de su presidente, Sebastián Piñera, quien estaba a punto de cumplir dos años en La Moneda y debió posponer la consulta constitucional para octubre.

El movimiento de protesta popular que comenzó el 18 de octubre logró que en menos de un mes Piñera aceptara el plebiscito. También se le habían demandado reformas estructurales como la del sistema de salud, la de las administradoras de fondos de pensiones (AFP), la de energía, la de educación y la salarial (lejos del estilo de vida basado en el consumo y altos niveles de endeudamiento privado, donde el retail financiero es «el sector con el mayor número de morosos» y los «préstamos bancarios hipotecarios» explican gran parte de la deuda de los hogares), pero los reclamos fueron desoídos. El resultado siguió siendo la desigualdad estructural: 50% de los hogares representan solon 2,1% de la riqueza neta del país y el 10% de los hogares más rico –incluido el de Piñera– gana 36 veces más que el 10% de los hogares más pobre y concentra 58% de la riqueza. Este esquema se complementó con una política represiva basada en el toque de queda y el «uso excesivo de la fuerza –que dejó casi 4.000 heridos y más de 11.000 detenidos– dirigida, en un principio, por el pinochetista y entonces ministro del Interior Andrés Chadwick y por el propio presidente. Esa política represiva siguió en enero y provocó la muerte de un manifestante el jueves 30 de ese mes. Todavía había humo en las calles cuando Piñera y el ministro de Salud, Jaime Mañalich, se reunieron por el coronavirus en días en que se descartó el primer caso sospechoso a partir de técnicas específicas, y no solamente a partir del itinerario de la persona como había sido en Brasil. En el mes siguiente, se hicieron ajustes en los «puntos de entrada al país» pero, lejos del control de cámaras de medición de la temperatura corporal o los test inmediatos que se usaron en China y Corea del Sur, todo dependía de que quienes llegaran al país desde zonas definidas como de riesgo respondieran «un cuestionario». Esto fue parte del Plan de Acción Nuevo Coronavirus, que constaba, según el ministro de Salud, de tres fases. Sin embargo, luego debieron recalcular y sumar una cuarta, que es la que atraviesan actualmente.

En las primeras fases, aún se hacían simulacros de una eventual llegada del coronavirus y reuniones con gremios de salud de los 200 hospitales y casi 1.000 centros de atención primaria. Días después, el Ministerio de Salud decretó la alerta sanitaria, que consistió en la entrega de «facultades especiales para una rápida provisión de recursos y la toma de las medidas extraordinarias». Recién a fines de febrero Piñera comenzó a encabezar reuniones como la del Consejo de Gabinete que se hizo en La Moneda el día 24; en ella, sin embargo, la prioridad fue hablar sobre la implementación de la agenda social –aquella que se había anunciado tres días antes de la «marcha más grande» del 25 de octubre pasado– con foco en las pensiones, el ingreso mínimo y la atención de la salud. Solo después de que se conociera el primer caso de coronavirus en Brasil –y también de la región– se reforzó el protocolo en los pasos fronterizos y el cuestionario que se debía responder pasó a ser una declaración jurada obligatoria en la que quienes llegaban al país debían consignar «los países en los que ha estado el último mes». Además, en el aeropuerto de Santiago, los pasajeros provenientes de zonas de riesgo tenían que pasar por una entrevista y «eventualmente» hacerse un examen clínico (y, de ser necesario, el test de la reacción en cadena de la polimerasa). El sistema comienza a aplicarse cuando en Argentina ya habían ingresado al país los primeros casos. El 3 de marzo, al confirmarse el primer caso en el país, Chile entraba en su fase 2 («casos importados sin casos secundarios»). Eran días en que 81% de la población desaprobaba la gestión de Piñera y las movilizaciones populares continuaban. En un carril paralelo, el Congreso aprobaba la paridad de género del órgano encargado de redactar la nueva Constitución, siempre y cuando resultase favorable el plebiscito –hasta ese momento seguía previsto para abril– por el que se consultará a los chilenos si quieren o no la reforma constitucional. Gobierno, oposición, calles y Parlamento no eran un coro desafinado, sino radicalmente distinto. Y Piñera, por la misma lógica del Estado unitario, no puede ni siquiera atribuirse demasiado mérito por liderar la coordinación de intendentes de las 16 regiones y los gobernadores de las 56 provincias, ya que son funcionarios designados por él mismo. El único acuerdo significativo del presidente fue reunir a una decena de partidos opositores para aplazar el plebiscito frente a la pandemia.


El 8 de marzo se estima que cerca de dos millones de personas se reunieron en las calles de Santiago, mientras que el presidente organizó su propio acto sin desalentar las concentraciones. Tres días más tarde, con la bandera tricolor en la mano, Piñera celebró 30 años de democracia en Chile, el mismo día en que la Organización Mundial de la Salud (OMS) calificaba el brote de coronavirus como una pandemia global. Al acto no asistieron líderes opositores y las protestas continuaron para denunciar el aniversario de «una transición pactada», como la denominó el Partido Comunista chileno. El país ya tenía 33 casos de coronavirus y solo se tomaron medidas como la ausencia de público en los partidos de fútbol, acciones en centros penitenciarios y la cuarentena en escuelas.

En solo 48 horas Chile pasó de la fase 3 a la 4 y Piñera anunció el cierre de fronteras. Ya con 201 casos confirmados, Mañalich dijo que el pico de casos se daría en abril.

En consonancia con su política de dar cada vez más poder a las Fuerzas Armadas, como lo hizo entonces de la mano de Chadwick, Piñera declaró el Estado de Excepción Constitucional de Catástrofe: designó como jefes de la Defensa Nacional –uno por región– a miembros del Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada, quienes, en pos de «velar por el orden público» podrán, además de establecer condiciones para las reuniones en lugares públicos u ordenar la distribución de mercadería, «impartir directamente instrucciones a todos los funcionarios del Estado, de sus empresas o de las municipalidades que se encuentren en la zona». Recién en la última semana de marzo se fueron declarando cuarentenas en algunas regiones Temuco y Padre las Casas, la Isla de Pascua y comunas de la Región Metropolitana; se dispuso un Plan de Emergencia Económica; el cierre de cines, restaurantes y actividades deportivas; y una ley para regular el teletrabajo, pero no hubo cuarentena general.

El día en que Chile confirmó la primera muerte en el país, el ministro de Salud dijo que la declaración de cuarentenas parciales respondía a «afanes populistas y electorales» de los alcaldes y afirmó que la población «hace dos semanas no quería nada de militares y ahora claman por tener uno en la puerta de sus casas». Después de delegar funciones en el ministro de Salud y las propias Fuerzas Armadas, y pese a la falta de apoyo del arco político y la permanencia de las protestas en las calles, algunas encuestas aseguran que Piñera, por primera vez desde el 18 de octubre de 2019, tuvo una leve alza de la evaluación positiva de su gestión, aunque aún mantiene altísimos niveles de desaprobación.

La prevención argentina

El 25 de febrero llegaba al aeropuerto de Ezeiza desde Europa un hombre de 64 años, quien después de esperar cuatro días hasta consultar con el servicio público de la ciudad fue internado en terapia intensiva y tres días después pasó a ser el primer fallecido por coronavirus en Argentina. ¿A qué país había llegado? Alberto Fernández cumplía poco más de dos meses de mandato presidencial y tenía en sus manos una serie de temas calientes: la deuda bruta en torno de 91% del PIB, más de 50% de inflación y 2,1% de caída de la actividad económica en 2019, por lo que se mantuvo corrido de la escena del coronavirus hasta las primeras semanas de marzo. Aun así, más temprano y con mayor pericia que su par de Brasil, coordinó a fuerzas y liderazgos en el nivel interno del gobierno, pero también de los niveles subnacionales y los tres poderes.

Fernández tuvo en enero su primera reunión específica sobre coronavirus con el ministro de Salud, Ginés González García. El ministro de Salud tuvo reiterados traspiés. En enero, aseguró que un eventual caso no tenía «ninguna posibilidad de que no sea un caso importado» y se asumió que descartaba así que el virus llegara al país. En febrero, cuando la OMS ya había declarado la emergencia de salud pública de importancia internacional con presencia en 18 países, dijo que era un virus de «baja letalidad» y que había un «descenso de casos a nivel global». Mientras el ministro realizaba estas declaraciones, Fernández visitaba a Angela Merkel, Emmanuel Macron y Pedro Sánchez en su primera gira por Europa como presidente en los primeros días de febrero. En tanto, ya desde enero el Ministerio empezaba a publicar recomendaciones frente al nuevo coronavirus para la población, los equipos de salud, los aeropuertos, los puertos, los pasos fronterizos y las organizaciones con atención al público. El 7 de febrero comenzaron las reuniones interministeriales, pero la agenda de gobierno era compartida con temas como el programa Remediar, el aumento de jubilaciones, el Plan Argentina contra el Hambre y enfermedades como el sarampión y el dengue, y se mantenía la «fase de contención». Ya conocidos los primeros casos en Italia, se reforzaron los controles en Ezeiza, pero se seguía apelando a la «responsabilidad individual» para dar alerta. Luego vino el discurso del presidente durante la apertura de sesiones en el Congreso. Ese mismo domingo llegaban desde Europa un hombre de 43 años y un joven de 23 años que serían confirmados días después como el primer y el segundo casos positivos de coronavirus.


El primer caso confirmado en el país fue anunciado por el ministro de Salud junto con su par de la Ciudad de Buenos Aires, Fernán Quirós. En esa comparecencia, González García dijo que el Covid-19 tenía «menos consecuencias que una gripe común» y que estaba en «etapa de contención». El 6 de marzo se confirmaron seis nuevos positivos y, un día después, el primer fallecido. El Día de la Mujer Trabajadora el gobierno no desalentó las movilizaciones y González García dijo: «Yo creí que iba a llegar un poco más tarde».

Recién el 10 de marzo se produjo la primera mención al coronavirus del presidente en sus redes, donde anunció que había convocado al gabinete nacional, a representantes de entidades de la salud y a expertos para abordar la problemática del virus. Anunció, además, la creación de un fondo para adquirir equipamiento de laboratorios y hospitales y se dispuso un nuevo protocolo para vuelos del exterior.

A raíz de la declaración del coronavirus como una pandemia por parte de la OMS, el presidente anunció la ampliación de la emergencia sanitaria, que implicó el cambio de las zonas consideradas afectadas y la suspensión de vuelos desde allí. Además, declaró el aislamiento obligatorio para casos sospechosos y confirmados, a la vez que habilitó denuncias penales.

Fernández comenzó a liderar las reuniones interministeriales y con los representantes de las diversas jurisdicciones. El presidente dio conferencias de prensa acompañado del gobernador de la Provincia de Buenos Aires, el oficialista Axel Kicillof, pero también con opositores, como en el caso del jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta. Además aparecieron en escena otros de sus ministros, como el de Economía, Martín Guzmán, y el de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, con anuncios económicos (eximición de pago de contribuciones patronales, seguros de desempleo, pago extras de la llamada Asignación Universal por Hijo, presupuesto para obra pública y créditos, sistema de precios de referencia, etc.). En ese momento, Guzmán sostenía que el sistema tenía que «seguir funcionando pero circulando menos». «Estoy usando el aparato del Estado en favor de la gente», agregó Fernández desde Twitter. El 19 de marzo ya eran tres los fallecidos y 97 los infectados. Fue ese día cuando el presidente y los gobernadores se reunieron para definir el aislamiento social preventivo y obligatorio. Las medidas fueron explicadas esa noche en cadena nacional y su aplicación disparó una lógica binaria –alentada por el propio discurso presidencial– de «vivos», «idiotas» y empresarios «miserables» –frente a los que había que ser inflexibles– versus los garantes del bien común. El 23 de marzo, Fernández trazó otro dilema: salud versus economía. Era el mismo dilema que había planteado Bolsonaro, solo que lo invirtió y en lugar de rechazar la idea de «parar el país», la fomentó y buscó paliar el impacto negativo con un ingreso familiar de emergencia para trabajadores autónomos, pequeños comercios y personas fuera del sistema, un pago extraordinario para personal de salud, de seguridad y defensa, e inclusive la prestación de asistencia para argentinos en el exterior luego de que se detuviera la repatriación mediante la aerolínea de bandera (a diferencia de Brasil, que usó aviones de la Fuerza Aérea). La circulación comunitaria se reconoció el 24 de marzo y la cuarentena fue luego ampliada hasta el 13 de abril. Al cierre de esta nota había 1.054 casos y 27 personas fallecidas. Las diferentes intervenciones de Fernández frente a la pandemia y sus mensajes al país fueron haciendo subir sus niveles de aprobación hasta 79%. Sus flanco más débil, además de la pandemia en sí, es la complicada situación social en el Conurbano bonaerense.

¿No hay alternativa?

El fantasma del nanny State, aquel «Estado grande» que en palabras del escritor inglés Mark Fisher está allí «para que se lo culpe de su fracaso para actuar como un poder centralizado», aun cuando este delegue funciones en el mercado, se activó con las demandas más disonantes frente a la pandemia. Los Estados respondieron con repatriaciones, subsidios para personas y empresas, asistencia en salud y de alimentos, seguridad, punitivismo, etc. Es poco el tiempo transcurrido hasta ahora para saber si el realismo capitalista, que en palabras de Margaret Thatcher dictaba que «no hay alternativa», se vio asustado por esas demandas que, en última instancia, lo que piden es que el Estado se haga presente. Pero ¿qué tipo de presencia? ¿Qué intervención se demanda? ¿Va a sobrevivir el sistema tal como lo conocemos hasta ahora? Antes se hace necesario repasar en qué contexto se dio esa emergencia del «Estado grande» en economías capitalistas periféricas como las de Brasil, Chile y Argentina durante la pandemia, y qué tipos de intervención hicieron.

La llegada del coronavirus a estos países encontró a Fernández aún por debajo de sus 100 días de gobierno, con un capital político incierto, coordinando un gabinete de origen variopinto y con una suerte de tregua frente a posibles tretas de una golpeada oposición; a Bolsonaro, con más de un año en el Planalto, una disputa con el Congreso y movilizaciones en su favor y en contra; mientras que a Piñera ya le habían pasado los dos años de su segundo mandato en La Moneda, y con los peores niveles de descrédito. A ellos se les planteó la disyuntiva que trazó la OMS ya desde la primera declaración sobre el coronavirus, donde por un lado recomendaba la detección temprana del virus para «aislar, tratar y rastrear» casos, y por otro desalentaba medidas «que interfieran innecesariamente en los viajes y el comercio internacional». Pero Brasil, Chile y Argentina, para mantener sus economías funcionando con interrupciones segmentadas, no contaron con la estructura financiera y tecnológica que permitió a cada ciudadano chino saber si tenía algún vecino infectado y por qué lugares circuló, ni tampoco tomarse la temperatura en las calles como en Corea del Sur. Esto no significa resignar una reflexión sobre los alcances de la «capacidad tecnológica»: como adelantó Henry Kissinger –quien no es un demócrata–, no todos los países tendrán posibilidad de solventarla, pero «en última instancia será imperativo un marco para organizar el ciberambiente global. Tal vez no puedan seguirle el paso a la tecnología, pero el proceso de definirlo instruirá a los líderes sobre sus peligros y consecuencias». Esto significa, entonces, ordenar cuáles son los debates. Si, como dijo Fisher, durante la crisis financiera de 2008 «se hizo evidente otra vez que, más que representar el fin del capitalismo, los rescates a los bancos se convirtieron en la garantía brutal de la insistencia típica del realismo capitalista, a saber, que no hay alternativa», en esta pandemia aún se está a tiempo de definir una salida.



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