Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos: ¿una misma derecha?
Nueva Sociedad 254 / Noviembre - Diciembre 2014
Tras su cercanía durante dos periodos presidenciales, ver enfrentados a Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos en las últimas elecciones suscita entre los observadores alejados de la política colombiana cierta perplejidad. Preguntas como cuáles son las diferencias entre uno y otro, o qué ocurrió para que terminaran en veredas contrarias, sobrevienen de inmediato. Más allá de las cuestiones que los distancian, ¿el santismo y el uribismo encarnan modelos diferentes de país? ¿Cómo inciden las biografías personales en las perspectivas diferentes frente a la política? Un recorrido por los tópicos estructurantes del programa político de uno y otro, enfocando los rasgos de continuidad y ruptura, permite elaborar algunas respuestas a estos interrogantes. Gina Paola
Cuando Juan Manuel Santos asumió la Presidencia de Colombia en agosto de 2010, muchos apostaron a que se trataría de una continuación tout court de la agenda del mandatario saliente, Álvaro Uribe Vélez, impedido constitucionalmente de ocupar el cargo por tercera vez. Así lo hacían prever el papel de Santos como fundador del Partido de la U, que convocó a antiguos miembros del Partido Liberal para apoyar las dos candidaturas de Uribe, y su desempeño como ministro de Defensa entre 2006 y 2009, bajo la égida de la política de seguridad democrática. Por eso, ver enfrentadas a las masas de votantes lideradas por Santos y Uribe es un episodio que suscita, cuando menos, cierta perplejidad. Preguntas como cuáles son las diferencias entre uno y otro, o qué ocurrió para que terminaran en trincheras contrarias, sobrevienen de inmediato. En los últimos cuatro años se escribieron decenas de columnas periodísticas y hasta libros indagando en los pormenores del distanciamiento de los ahora «enemigos íntimos». Lo que pocos se preguntan es si, más allá de las cuestiones que los separan, Uribe y Santos encarnan, en sentido estricto, modelos diferentes de país. En este artículo hacemos un recorrido general por los tópicos estructurantes del programa político de uno y otro tratando de advertir sus rasgos de continuidad y ruptura.
El ascenso de la «seguridad democrática»
Uribe llegó a la Presidencia en agosto de 2002, luego de capitalizar el descontento nacional por el fracaso de los diálogos de paz entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército Popular (FARC-EP) y el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002). Cuatro años de un proceso errático, desarrollado en medio de la confrontación armada, hicieron que las acciones violentas de la guerrilla cobraran mayor visibilidad mediática que los avances en la mesa de negociación. El agravamiento del secuestro, los ataques indiscriminados contra la población civil y su transmisión continua por los medios de comunicación fortalecieron la imagen de las FARC como una organización brutal en su agresión militar. Por otra parte, la concesión de una zona de despeje sin condiciones ni reglas de juego claras permitió a la guerrilla contar con una retaguardia táctica desde la cual preparar ataques contra las fuerzas militares, mantener a las personas secuestradas lejos de la posibilidad de rescate y desarrollar actividades ilícitas como el narcotráfico, lo que generó en la opinión pública la idea de que no tenían un compromiso de paz serio. La animadversión generalizada hacia la guerrilla coincidió con el discurso antiterrorista global que siguió al ataque contra las Torres Gemelas. La inclusión de las FARC en la lista de organizaciones terroristas como Al Qaeda terminó de liquidar sus posibilidades de reconocimiento como interlocutor político válido.
Plegado a la retórica patriótica de George W. Bush, Uribe articuló todo su discurso de campaña y sus acciones de gobierno en torno del combate contra las FARC, transformadas en el «gran enemigo» del país. La política de seguridad democrática concibió e implementó, con ayuda de la cooperación estadounidense, una ofensiva militar amplia y sistemática contra todos los grupos guerrilleros, al tiempo que planteó la necesidad de que la sociedad civil contribuyese en el fortalecimiento de las actividades de los órganos de seguridad. En consecuencia, se apuntaron acciones como la creación de unidades de soldados campesinos, el aumento del presupuesto asignado a la defensa nacional, el ofrecimiento de recompensas a informantes, la fundación de redes de cooperantes y el estímulo a las deserciones dentro de los grupos armados ilegales1.
Otro vector de la seguridad democrática fue la desmovilización de los grupos paramilitares. Uribe se mostró favorable a la creación de estas fuerzas paraestatales desde su gestión como gobernador de Antioquia en 1994. Posteriormente, el cuerpo legal que dio vida a las Autodefensas fue derogado sin que ello implicara el debilitamiento o la desaparición de estas. Así, entre 1996 y 2002 se produjo una expansión y unificación de los grupos paramilitares bajo la estructura de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), organización que supo traducir todo su poder en una enorme capacidad para capturar rentas públicas y privadas y para penetrar los órganos de seguridad, las agencias del Estado, los partidos políticos, los cuerpos colegiados y el Poder Judicial2. Las condiciones obtenidas por los paramilitares en el proceso de desmovilización abierto por la Ley de Justicia y Paz dieron una muestra fehaciente del tratamiento preferencial del que eran objeto en tiempos de Uribe. La negociación de su gobierno con los paramilitares arrojó más déficit que ganancias por convertirse, con intención o no, en un proceso proclive a la asimilación y convalidación de las redes mafiosas, sus economías y zonas de influencia política antes que a la verdad, justicia y reparación de las víctimas3.
Para lograr el éxito de la seguridad democrática, Uribe se ocupó personalmente de supervisar el combate contra las guerrillas, incrementando las exigencias a las fuerzas militares. La obtención de resultados fue posible, en parte, gracias al proceso de reingeniería de las Fuerzas Armadas propiciado desde el gobierno de Pastrana, que permitió una acción contrainsurgente más rápida y eficiente; y también en virtud del despliegue del Plan Patriota, desarrollado con asesoría y financiación estadounidense con miras a golpear a la guerrilla en el suroriente del país que usaba como retaguardia. Cuando las acciones amparadas en el derecho no fueron suficientes para mostrar resultados al mandatario, las fuerzas militares acudieron a las ejecuciones extrajudiciales y a la acción mancomunada con los grupos paramilitares para mejorar sus indicadores.
Santos era ministro de Defensa en el momento en que estalló el escándalo de los «falsos positivos», que sacó a la luz pública el involucramiento de miembros del Ejército en el asesinato de más de 950 civiles inocentes que hicieron pasar como guerrilleros muertos en combate. Aunque admitió públicamente la existencia de los hechos, jamás asumió su responsabilidad política. Por el contrario, puso el foco en «unas pocas manzanas podridas» y procedió al retiro discrecional de 27 oficiales del Ejército del servicio activo y a la aceptación de la renuncia del comandante del Ejército, Mario Montoya, quien pasó a ocupar el cargo de embajador en República Dominicana. Siendo presidente, Santos declaró que los «falsos positivos» eran una cuestión del pasado. Sin embargo, informes presentados por defensores de derechos humanos ante la Comisión Interamericana señalan que durante su gobierno continuaron produciéndose nuevos casos de ejecuciones extrajudiciales. En total, se estima que los «falsos positivos» habrían dejado más de 3.500 víctimas entre 2002 y 20124.
Como ministro de Defensa, Santos estuvo al mando de las operaciones militares que terminaron en la liberación de la ex-candidata presidencial Ingrid Betancourt, tres estadounidenses y 11 militares y policías secuestrados por las FARC, en la Operación Jaque de 2008. Además, exhibió con orgullo la desmovilización y/o baja de eslabones importantes de la estructura político-militar de las FARC como «Karina», el «Negro Acacio», «Martín Caballero» y «Raúl Reyes», entre otros.
La política del «mal vecino»
El antiizquierdismo de la política de seguridad ciudadana traspasó las fronteras de Colombia en varias acciones «extraterritoriales» justificadas en nombre de la lucha global contra el terrorismo. La primera de ellas tuvo lugar en Caracas en 2004, cuando agentes secretos colombianos capturaron a Rodrigo Granda, conocido como el «canciller» de las FARC, para trasladarlo posteriormente al país. El hecho motivó el disgusto del presidente Hugo Chávez, el llamado a consultas del embajador venezolano en Bogotá y una crisis diplomática que requirió la intervención de los presidentes de Brasil y Cuba.
Un nuevo episodio de violación de la soberanía de los países vecinos se produjo en 2008, con el bombardeo sobre territorio ecuatoriano que terminó con la muerte del miembro del Secretariado de las FARC «Raúl Reyes». La Operación Fénix le valió a Santos el pedido de captura internacional de parte de la justicia ecuatoriana por su responsabilidad en la muerte de un ciudadano de este país y de cuatro mexicanos que se encontraban en el campamento guerrillero. Si bien la Interpol no accedió al pedido, el incidente agravó las ya deterioradas relaciones con Venezuela, haciendo que Chávez movilizara tropas a la frontera con Colombia en un amago de enfrentamiento bilateral. La tensión entre los dos países fue un motivo central en la Cumbre de Presidentes Latinoamericanos realizada en Santo Domingo en marzo de 2008.
A las incursiones en territorio extranjero, Uribe sumó un discurso agresivo e intolerante hacia los países con gobiernos progresistas, y así Colombia terminó autoexcluyéndose del contexto latinoamericano. Esta autosegregación se vio fortalecida por el tratamiento que los medios de comunicación proclives al uribismo dieron a las noticias provenientes de aquellas latitudes que desafiaban el «sentido común neoliberal»5. La retórica maniquea de Uribe vinculó todo atisbo de oposición y crítica con el «castrochavismo amigo de los narcoterroristas». Como en una cinta de Moebius en la que la política exterior y la interna terminaron teniendo la misma cara, Uribe desplegó una campaña de estigmatización de todos los sectores críticos nacionales y foráneos, sin importar si provenían de la política, la intelectualidad, el periodismo independiente o las organizaciones de la sociedad civil.
La apropiación del rechazo generalizado hacia las acciones violentas de las FARC por parte del uribismo terminó reduciendo el entramado de contradicciones políticas y sociales a un juego de amigos y enemigos que asumió la forma de un «nacionalismo antifariano»6. Mediante una operación mediático-ideológica que elevó a un nivel público-político el odio del entonces presidente por la guerrilla (debido al asesinato de su padre y los varios atentados que aquella fraguó en su contra), se delimitó un campo de adversidad en el que, ante el gran enemigo que eran las FARC, las masas cautivas por el discurso de la «mano firme» terminaron demandando más uniformidad ideológica, más seguridad y más orden, sin advertir que desahuciaban la crítica y la oposición democráticas.
Como ha señalado Fabio López de la Roche, la apuesta ideológica y comunicativa del uribismo consistió en una «redefinición afectiva de la nación» a través de una «ficcionalización del presente y del pasado», en «un peligroso monolitismo ideológico que favorecía el autoritarismo, la militarización de la sociedad, la estigmatización» del pensamiento disidente y la «reescritura de la historia colombiana en clave antiterrorista»7. Solo los efectos de una operación tal pueden explicar la adhesión de una gran masa del electorado colombiano que aún hoy apoya a Uribe, no obstante los graves escándalos de violación de derechos humanos, corrupción y criminalidad en los que se ha visto involucrado.
La contracara del patriotismo uribista con los vecinos fue la total subordinación a la estrategia de seguridad del gobierno de George W. Bush. Fiel a los intereses norteamericanos, Uribe no solo se peleó con Venezuela y Ecuador, sino que fue solidario con la intervención estadounidense en Iraq, de la que hizo eco al invocar el concepto de soberanía limitada para justificar sus acciones intrusivas en los países vecinos. Como gesto de esta alianza, Uribe fue condecorado en la Casa Blanca con la Medalla de la Libertad el 13 de enero de 2009.
Tan solo una semana después, y con Barack Obama como presidente, se conoció el acuerdo de cooperación militar que estipulaba el establecimiento de siete bases militares estadounidenses en territorio colombiano. Ante los peligros que la firma del tratado implicaba para la región, Uribe fue citado a una cumbre de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en Bariloche en el mes de agosto de 2009, a la cual asistió con la condición de que se debatiera también «el desmesurado gasto militar de Hugo Chávez en Venezuela y sus vínculos con gobiernos como Irán, Rusia y China»8. El acuerdo con Estados Unidos fue objetado finalmente por la Corte Constitucional colombiana en julio de 2010.
Confianza inversionista
Para los defensores de la seguridad democrática, la recuperación militar de amplias zonas del territorio nacional es el logro más destacado del gobierno de Uribe. Una mayor seguridad para transitar por troncales y carreteras del país, por las que no se podía circular sin ser víctima de las retenciones de la guerrilla o de bandas delincuenciales con fines de secuestro o extorsión, y al mismo tiempo una mayor confianza para el transporte de mercancías e insumos, hicieron que la seguridad democrática contase con el apoyo de aquellos sectores de comerciantes, industriales y turistas que vieron una mejora sustancial en sus actividades.
Sin embargo, la recuperación militar no estuvo seguida por una mayor presencia institucional o por un esfuerzo estatal para ofrecer a la población de las zonas en conflicto mejores posibilidades en el acceso a servicios básicos y empleo de calidad. El componente social de la estrategia de guerra consistió en un programa de subsidios –«Familias en Acción»– manejado discrecionalmente por la Presidencia con fines proselitistas9. Por otro lado, si bien la economía colombiana tuvo un crecimiento promedio de 6,7% entre 2005 y 2007, este no logró traducirse en una menor tasa de desempleo. De hecho, tras la crisis internacional de 2008 y 2009, que implicó una desaceleración de 2,5% y 0,4% respectivamente, el desempleo aumentó a 14,6%10.
En su apuesta por la inversión extranjera, Uribe logró que esta aumentara en 164% durante su primer mandato, concentrada en los sectores de minería e hidrocarburos. Otros rubros como el comercio y la industria manufacturera decrecieron. Este no es un dato menor, teniendo en cuenta que mientras la minería genera 1% del empleo del país, el sector que aglutina comercio, restaurantes y hoteles genera más de 26%11. No nos extenderemos aquí en el análisis de las consecuencias ambientales de los modelos de crecimiento sustentados en la extracción de recursos naturales. Baste recordar algunos de sus efectos económicos y sociales: generación de trabajo barato y de escasa especialización, concentración y extranjerización de la riqueza y favorecimiento del sector rentista. Si a lo anterior sumamos una política estatal enfocada en aumentar las garantías al empresariado y llevar al límite la apertura comercial, entenderemos por qué, en la búsqueda de socios estratégicos, se privatizaron más de diez entidades públicas y se implementó una reforma laboral que vulneró como nunca antes los derechos de los trabajadores12.
Promediando el segundo mandato de Uribe, más de tres millones de personas estaban sin empleo, más de siete millones ganaban menos de un salario mínimo, 20 millones eran pobres y ocho millones, indigentes. El coeficiente de Gini, que subió de 0,58 a 0,59 entre 2005 y 2008, ubicó a Colombia como el segundo país más inequitativo de América Latina13.
«Tercera Vía» para la paz
En mayo de 2009, Santos presentó su renuncia al cargo de ministro de Defensa y dio a conocer su deseo de lanzarse a la Presidencia en caso de que Uribe no se postulara a un tercer mandato. Una vez que la Corte Constitucional declaró la inexequibilidad del referendo reeleccionista por irregularidades durante el trámite, Santos inició en firme su campaña prometiendo continuar el trabajo iniciado por su antecesor. Así, logró hacerse de la Presidencia para el periodo 2010-2014 con 68,6% de los votos, en unos comicios en los que la abstención electoral superó el 55%.
No obstante, el mismo día de su posesión, Santos anunció la posibilidad de iniciar un acercamiento con la guerrilla. Esta intención se oficializó el 18 de octubre de 2012, tras la instalación en Oslo de la mesa de negociación entre el Gobierno y las FARC-EP con base en el Acuerdo General para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera. Este acuerdo estructuró el proceso en cuatro etapas y fijó cinco grandes temas para la agenda: p , participación política de las FARC, fin del conflicto, solución al problema de drogas ilícitas y reparación a las víctimas.
En el momento de escritura de este artículo, las conversaciones se hallan en la segunda fase y se han tratado cuatro de los cinco temas de la agenda. La situación de las víctimas de la guerra se discute en La Habana en medio de los ataques del uribismo, que desde el comienzo se ha manifestado en contra de la salida negociada. A las invectivas mediáticas del ahora senador Uribe Vélez, se sumaron en su momento las escuchas ilegales de elementos del Ejército y de la ex-agencia de inteligencia colombiana DAS, y la violencia ejercida por nuevos grupos paramilitares en contra de miles de colombianos que, amparados en la Ley de Restitución de Tierras sancionada en 2011, desean ver resarcido el daño de décadas de despojo y conflicto armado.
Lo que está en ciernes es la preparación de un régimen de transición. En la apertura de las sesiones legislativas de este año, Santos advirtió sobre la necesidad de que el Congreso apruebe las reformas legislativas necesarias para encarar el posconflicto. No se trata solamente de la aprobación de un marco jurídico para la paz. Se trata también de reformas institucionales en materia de educación, salud, seguridad, medio ambiente, desarrollo rural y reforma del Estado, que creen las condiciones objetivas para una paz duradera.
Impedido de presentarse para un tercer mandato, Uribe designó como vocero-candidato para el periodo 2014-2018 a Oscar Iván Zuluaga, ministro de Hacienda durante su segundo mandato y presidente del Partido Puro Centro Democrático (PCD) que, no obstante su nombre, se ubica en la extrema derecha del espectro político. El enfrentamiento entre Uribe y Santos explica en buena parte el origen de esta coalición, creada según su líder «para hacer un frente contra el terrorismo» y recuperar «el rumbo que desvió el presidente Santos: [que] se hizo elegir con la promesa de continuar y defender nuestras tesis, y hoy gobierna con otras». La plataforma programática del PCD consta de cinco pilares que retoman y profundizan el ideario de Uribe Vélez: seguridad democrática, confianza inversionista, cohesión social, Estado austero y descentralizado y diálogo popular.
Contra la opinión generalizada de que Santos «traicionó» los ideales de Uribe al iniciar conversaciones de paz con las FARC, se conoció recientemente que el propio Uribe tuvo acercamientos secretos con la guerrilla en tres oportunidades por intermedio del ex-comisionado para la Paz Frank Pearl. En respuesta a los ataques al proceso de paz por parte del uribismo, Santos confirmó que el gobierno de Uribe no solo intentó procesos de paz con la guerrilla de las FARC, sino que además intentó un proceso con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). De ser ciertas estas afirmaciones, el principal punto de disputa entre Uribe y Santos quedaría en entredicho, lo que nos obligaría a preguntarnos por los verdaderos motivos de la oposición del senador del PCD al proceso. ¿Será que lo que le molesta a Uribe es que Santos esté logrando concretar lo que él definitivamente no pudo?
EEUU + Pacífico + Unasur
La actitud diplomática de Santos marcó un viraje importante respecto de la era Uribe. Además del restablecimiento de las relaciones bilaterales con Venezuela y Ecuador, Santos ha tenido un visible interés en posicionar a Colombia dentro de iniciativas subregionales como la Unasur. Santos se reunió con Chávez al tercer día de su posesión para tratar la crisis bilateral y suscribir acuerdos en materia de comercio, turismo, infraestructura e intercambio de información impositiva, que se han mantenido con el gobierno de Nicolás Maduro. Además, habló de forma privada con el secretario general de Unasur, , y su esposa, la presidenta Cristina Fernández, por el tema de las bases militares, e impulsó el nombramiento de la ex-canciller Maria Emma Mejía y del ex-presidente Ernesto Samper como secretarios de Unasur en 2011 y 2014, respectivamente.Al tiempo que hizo las paces con los vecinos, Santos obtuvo el favor de los organismos financieros internacionales. Su gestión no solo ha sido obediente a las fórmulas pautadas por estos sino que los ha consultado permanentemente: «Veníamos a pedir ideas. A buscar inspiración. Ver cómo podemos seguir fortaleciendo nuestra economía», afirmó durante su reunión con las autoridades del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) en 201314.
La apuesta estratégica por alentar el vínculo con aquellas economías que siguen la receta neoliberal se concretó en 2011 con la Alianza del Pacífico (AP), un bloque comercial conformado junto a Chile, México y Perú. Evocando los tiempos de John F. Kennedy, Santos bautizó la iniciativa como «Alianza para el Progreso y la Paz», aunando la política comercial con el proceso de paz que se lleva adelante en La Habana. Su expectativa es que, de firmarse un acuerdo de finalización del conflicto armado, la economía colombiana crezca a un ritmo similar al de los países asiáticos.
Salvo por los réditos económicos y sociales que puedan derivarse de una firma en La Habana, lo ocurrido en materia económica durante los próximos cuatro años no será muy distinto de lo visto en tiempos de Uribe. En la última campaña, los candidatos de la derecha estuvieron enfrascados en la pelea por sus percepciones distintas para alcanzar la paz dejando entrever, por otro lado, sus ostensibles coincidencias en materia económica. Los dos son amantes del libre mercado y de los tratados de libre comercio (TLC) y difieren solo en los tiempos de su entrada en vigencia (Zuluaga propuso esperar un poco para perfeccionar lo que se ha firmado). Ambos afirmaron su interés en apoyar el emprendimiento entre los jóvenes y en la innovación como motor de la economía. Ninguno hizo propuestas fuertes en materia industrial, ni formuló políticas agrarias que vayan más allá de la inmediatez del conflicto y el subsidio a la producción. Esto último preocupa en el caso de Santos, que tras afrontar una de las crisis del sector agrícola más serias de los últimos años, y ad portas de resolver un conflicto armado originado en la lucha por la tierra, sigue sin concebir una política integral que resuelva temas estructurales como la propiedad, la concentración y el tipo de explotación.
El balance en materia de desarrollo tampoco es muy alentador. Los resultados del Plan de Desarrollo –«Prosperidad para todos. Más empleo, menos pobreza y más seguridad»– son muy asimétricos y no se han encontrado formas de sincronizar sus componentes. La baja inversión en ciencia y tecnología hace poco probable que la estrategia de desarrollo se direccione en este sentido, y una política agraria que condesciende con una concentración inaceptable de la propiedad (observable en un coeficiente de Gini de 0,87 para la concentración del suelo) da pocas esperanzas de que los objetivos vinculados a la equidad social y la reducción de la pobreza puedan alcanzarse. El modelo extractivista impulsado solo agrava la situación: produce un enorme daño ambiental, otorga una bajísima participación del Estado en las rentas y mantiene la economía colombiana como un enclave de las potencias extranjeras, sin avanzar en medidas que permitan convertir los excedentes minero-energéticos en desarrollo y bienestar generales.
Santos versus Uribe
El nacionalismo antifariano alimentado en ocho años de uribismo divide hoy profundamente a los colombianos. La polarización entre una agenda de paz y una de guerra tuvo en vilo la reelección de Santos, quien logró inclinar la balanza a su favor gracias al apoyo de un sector importante de la izquierda democrática a su candidatura en el balotaje. Siendo este el eje de las discusiones de campaña, no sorprende que cuestiones estructurales como el modelo económico, las relaciones con EEUU o la agenda social pasaran a un segundo plano.
Aunque fraternice con la izquierda latinoamericana, Santos encarna un proyecto político radicalmente diferente. Nacido en el seno de una de las familias más poderosas de la capital –los dueños y directores del diario El Tiempo–, el presidente colombiano absorbió las ideas del liberalismo desde la cuna y las perfeccionó a lo largo de sus estudios universitarios en Economía y Administración de Empresas en la Universidad de Kansas, Harvard y la London School of Economics. Fue en este último centro académico donde Santos conoció al ex-primer ministro británico Tony Blair y su doctrina de la «Tercera Vía», que adaptó y retomó para su aplicación en Colombia, con el convencimiento de que era posible hacer compatibles el liberalismo y el socialismo democrático. Santos insiste hoy en representar a «una corriente de opinión nueva, moderna, en la que el enfoque correcto es el mercado hasta donde sea posible y el Estado hasta donde sea necesario»15. Dados su pensamiento y herencia familiar (no olvidemos que su tío abuelo fue Eduardo Santos, presidente entre 1938 y 1942), no sorprende su perfil naturalmente antirrupturista. Y decimos «naturalmente» porque en la historia colombiana lo que parece ser una constante es la imposibilidad de un cambio profundo. Un sentido conservador del statu quo atraviesa hasta las mentes más liberales, y los atisbos de un reformismo radical han debido marchar al monte o morir en el intento de concretarse por la vía democrática16. Pese al despegue del Polo Democrático Alternativo (PDA) en la última década, no ha logrado consolidarse en el país una tendencia socialdemócrata, y la izquierda se halla aún lejos de salir de su lugar marginal en el sistema político.
Aunque las reformas legislativas de Santos son tímidas y de difícil concreción en los hechos, esto no niega su deseo genuino de pasar a la historia como el hombre que trajo la paz a un país desangrado por más de medio siglo de guerra interna. Su principal aporte, en este sentido, consiste en haber puesto paños fríos a la guerra sucia atizada por el uribismo y sus socios. Sin moverse un grado de la brújula neoliberal ni abdicar de las relaciones carnales con EEUU, Santos ha querido desmarcarse de las compañías non sanctas de su antecesor: esa derecha terrateniente, provinciana y mafiosa.
Hoy por hoy se han hecho públicos por distintos medios17 tanto los nexos entre el ex-presidente Uribe y los grupos narco-paramilitares, como el compromiso de estos en la defensa de los intereses de políticos, elites económicas y empresariales, ganaderos, terratenientes y multinacionales que usaron el aparato paramilitar que operaba en las regiones de Urabá, la Costa Atlántica y Norte de Santander, para despojar de su tierra a campesinos y pequeños productores y silenciar a sindicalistas, líderes sociales y defensores de derechos humanos. Las confesiones de los paramilitares desmovilizados han puesto al descubierto la participación de Uribe en varias reuniones con las Autodefensas, así como el apoyo financiero y el proselitismo armado que estas ofrecieron a su campaña. Más de 100 procesos judiciales y 30 condenas contra congresistas y ex-congresistas del uribismo corroboran la alianza entre estos y el paramilitarismo. Cuando el escándalo de la «parapolítica» parecía el cenit de esta alianza estratégica, el millonario caso de corrupción de Agro Ingreso Seguro, por el cual un programa nacional de subsidios a los pequeños productores agrarios terminó cooptado por narcotraficantes y familias de grandes propietarios18, despejó las dudas que quedaban acerca del tejido de una empresa criminal que vinculaba actores legales e ilegales.
Conclusión
En un país donde hace tiempo los partidos políticos se destiñeron, la opción que les quedó a los colombianos progresistas en la últimas votaciones fue la del mal menor. La disputa no fue entre modelos de país, sino entre liderazgos personalizados traducidos en rivalidades mediáticas, componendas clientelistas y ambiciones burocráticas. De esta suerte, más que por un proyecto ideológico definido, Santos y Uribe se distinguen por las facciones del bloque dominante a las que representan, pero sobre todo, por su tono en la manera de aparecer públicamente: uno prudente, conciliador y moderado; el otro verborrágico, irascible y extremista. A diferencia de los supuestos acercamientos de Uribe con la guerrilla, las negociaciones de Santos con las FARC (y eventualmente con el ELN) no lo convierten en un traidor de su clase; por el contrario, lo erigen como el mayor garante de la seguridad jurídica exigida por los sectores inversionistas, pues si bien puede haber crecimiento económico en tiempos de guerra, a la larga los costos económicos y sociales de esta terminan siendo mayores. Basta ver el enorme paquete de deuda que deberán adquirir los colombianos para hacer frente al posconflicto.
Si algo debe rescatarse en medio del proceso de polarización de estos últimos comicios, es la diferencia marcada por la franja de votantes para la que resultó insoportable convivir con los abusos de la seguridad democrática: los «falsos positivos», las «chuzadas», la «parapolítica», la corrupción de Agro Ingreso Seguro y tantos otros «males» engendrados por el uribismo. Lectura aparte merece el altísimo número de colombianos que decidió abstenerse de votar, ese 60% del que no sabemos si presumir indignación y descreimiento en la política, o pura y sencilla indiferencia.
- 1. Presidencia de la República de Colombia, Ministerio de Defensa: «Política de defensa y seguridad democrática», Bogotá, 2003, disponible en www.oas.org/csh/spanish/documentos/Colombia.pdf.
- 2. V. al respecto Claudia López Hernández: Y refundaron la patria... De cómo mafiosos y políticos reconfiguraron el Estado colombiano, Debate, Bogotá, 2010 y Corporación Nuevo Arcoiris: Así fue la infiltración paramilitar de la política en Colombia, Bogotá, 2007.
- 3. Hemos analizado con más detalle este proceso en G.P. Rodríguez: «Perdonar lo imperdonable. Crimen y castigo en sociedades en transición» en Enrique del Percio (comp.): Prejuicio, crimen y castigo, Sudamericana / coppal, Buenos Aires, 2010, pp. 143-181.
- 4. Mesa de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos: «En Colombia las desapariciones forzadas no son asunto del pasado», documento presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, noviembre de 2012.
- 5. V. al respecto Luis Tapia: «La reforma del sentido común en la dominación neoliberal y en la constitución de nuevos bloques históricos nacional-populares» en Ana Esther Ceceña (coord.): De los saberes de la emancipación y la dominación, Clacso, Buenos Aires, 2008, pp. 101-113.
- 6. Fabio López de la Roche: Las ficciones del poder. Patriotismo, medios de comunicación y reorientación afectiva de los medios bajo Uribe Vélez (2002-2010), iepri / Debate, Bogotá, 2014.
- 7. Ibíd., p. 187 y ss.
- 8. Guido Braslavsky: «Uribe viene a la Argentina, pero quiere discutir sobre Venezuela e Irán» en Clarín, 13/8/2009.
- 9. V. el documento de Global Exchange: «Análisis del programa Familias en Acción en el marco de los procesos electorales en Colombia», s./f., disponible en www.globalexchange.org/sites/default/files/Informe%20Final.pdf.
- 10. Escuela Nacional Sindical: «Balance del gobierno Uribe: Modelo económico, política laboral, empleo e informalidad en el gobierno Uribe. Primera entrega», 2010, disponible en www.ens.org.co/index.shtml?apc=Na--;25;-;-;&x=20155553.
- 11. Ibíd.
- 12. La ley 789 de 2002 extendió la jornada diurna hasta las 10 de la noche; recortó los pagos por trabajo nocturno, horas extras, dominicales y festivos, impuso la disminución de las indemnizaciones por despido injusto, restringió la negociación colectiva a solo 70.000 de los 850.000 trabajadores sindicalizados y desplazó los contratos a término indefinido por modalidades temporales y precarizadas de trabajo, tales como las cooperativas de trabajo asociado, el contrato sindical, los contratos a término fijo y los contratos civiles. Para complementar la estrategia de abaratamiento de costos laborales, se implementó una reforma pensional que eliminó la «mesada 14» para los jubilados actuales y aumentó tanto la edad para pensionarse como el número de semanas cotizadas. La «mesada 14» refiere a la ley 100 de 1993, que en su artículo 142 creó una mesada adicional percibida anualmente, en el mes de junio, por los pensionados por jubilación, invalidez, vejez y sobrevivientes, con un monto correspondiente a 30 días de la pensión percibida.
- 13. Organización Internacional del Trabajo (oit), Oficina Regional de la oit para América Latina y el Caribe: Panorama laboral 2009, oit, Lima, 2009, disponible en www.ilo.org/wcmsp5/groups/public/---americas/---ro-lima/documents/publication/wcms_179382.pdf.
- 14. «Organismos multilaterales destacaron política económica de Juan Manuel Santos» en El País, 4/12/2013, disponible en www.elpais.com.co/elpais/economia/noticias/organismos-multilaterales-destacaron-politica-economica-juan-manuel-santos.
- 15. Alberto Acosta Ortega: «La Tercera Vía: una alternativa para Colombia con Santos» en Restauración Nacional, 28/1/2010.
- 16. La persecución del gaitanismo tras el magnicidio de su líder, Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, y el genocidio de 3.500 militantes del Partido Unión Patriótica en las décadas de 1980 y 1990 son solo dos casos resonados que muestran el costo pagado por quienes han querido marcar un giro en la política colombiana sin acudir a las armas.
- 17. V. Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (Colombia), Grupo de Memoria Histórica: «Justicia y paz. Tierras y territorios en las versiones de los paramilitares», Aguilar, Bogotá, 2012, disponible en www.banrepcultural.org/sites/default/files/justicia-y-paz-tierras.pdf. V. tb. el texto del debate entre el senador del pda Iván Cepeda y el congresista Uribe por los nexos del último con el narcoparamilitarismo: Senador de la República Iván Cepeda Castro: «Álvaro Uribe Vélez: narcotráfico, paramilitarismo y parapolítica», Senado de la República, 2014, http://static.iris.net.co/semana/upload/documents/Documento_403082_20140917.pdf.
- 18. Familias reconocidas del Caribe colombiano, como los Vives Lacoture, Lacoture Dangond y Lacoture Pinedo, y del Valle del Cauca, como los Sardi, familiares del ex-ministro uribista Carlos Holguin Sardi, fueron algunas de las beneficiadas por el redireccionamiento de los subsidios. Para acceder a ellos, fraccionaron sus enormes propiedades y las subarrendaron a familiares y amigos que se hicieron pasar por pequeños parceleros.