Alternativas a la crisis global de la alimentación
Nueva Sociedad 262 / Marzo - Abril 2016
La actual crisis global puede ser pensada como una «crisis de alimentación», como un pasaje de la gastronomía a la «gastro-anomia», del comer junto al otro al «picoteo», a menudo en solitario... pero una modificación de los hábitos alimentarios conlleva un cuestionamiento más general a los sistemas de producción, distribución y consumo asentados en intereses poderosos que no funcionan como una conspiración de supervillanos sino como tendencias impersonales guiadas por la macroeconomía y la técnica. En ese marco, ni la ilusión tecnológica ni la ilusión pastoril parecen capaces de salvarnos de un devenir poco auspicioso.
Nota: este artículo sintetiza uno de los capítulos de Una historia social de la comida (Lugares, Buenos Aires, en prensa).
Nuevamente leemos en los informes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao, por sus siglas en inglés) de 2015 que la disponibilidad alimentaria fue, y será al menos por el próximo lustro, superior a las necesidades promedio. Esto quiere decir que cada habitante del planeta Tierra dispondría –al menos estadísticamente– de más calorías de las que necesita para llevar una vida activa y sana. El problema de estas estadísticas que advierten que, observando producción y población global, todos podrían comer (refutando otra vez el augurio malthusiano), es que son estimaciones agregadas de los datos que proveen los países, algunos de los cuales ni siquiera censan su población y mucho menos su producción, sino que la estiman. Se trata, además, de promedios mundiales, detrás de los cuales se ocultan los extremos nacionales. Al analizarlas descubrimos que, al menos desde el lado de la producción, no hay razones que justifiquen los 800 millones de subalimentados y que hay pocas razones para los 1.500 millones de personas con sobrepeso (de las cuales 30% son decididamente obesas). En realidad, estas cifras deberían servir para problematizar esta cuestión, no para clausurarla con la alegría de que todos pueden tener la panza llena. Estas publicaciones nos dicen que algo está mal en la alimentación actual, que produce estos resultados aparentemente contradictorios.
Vamos a señalar los campos donde pensamos que radican los problemas, para luego abordarlos brevemente. En la esfera de la producción, enfrentamos una crisis en la disponibilidad que –como ya señalamos– no pasa por la cantidad de alimentos, sino por su calidad y por la sustentabilidad del modelo de producción. En la distribución, enfrentamos una crisis de equidad que significa que los alimentos no van adonde se necesitan, sino adonde los compradores pueden pagarlos. En el consumo, enfrentamos una crisis de comensalidad, ya que han colapsado las culturas alimentarias: el comensal se convirtió en un consumidor solitario y la gastronomía, en gastro-anomia.
Esta crisis es global porque si bien en principio es la crisis de las sociedades capitalistas de la órbita occidental, sus efectos se extienden a todo el mundo, arrastrando a otras sociedades, organizadas sobre la base de otros principios pero que habitan el mismo planeta. Aunque los pigmeos Mbuti de la selva lluviosa africana no coticen sus alimentos en bolsa, las directrices de la Organización Mundial del Comercio (omc) que legitiman la agricultura extensiva de monocultivo químico o la fabricación tóxica los afectan de todos modos: sufren el cambio climático, les cae lluvia ácida, sus ríos son contaminados y se encuentran en medio de guerras económicas por los recursos de su territorio. Es estructural porque, como nunca en la historia de la cultura alimentaria humana, todas las áreas están comprometidas de manera simultánea. Y es paradojal porque hay alimentos suficientes, tecnologías apropiadas y razones concretas para que se produzca, distribuya y consuma de otra manera.
Hemos señalado que, del lado de la producción, la crisis no pasa por la disponibilidad: hay suficiente energía para todos. Pero otra cosa es la composición de esa energía: 70% proviene de hidratos de carbono, azúcares y aceites refinados, lácteos y grasas. Precisamente los alimentos que las guías alimentarias promovidas por la Organización Mundial de la Salud (oms) recomienda comer en menores cantidades, ya que se los considera causantes de enfermedades no transmisibles que aquejan a las sociedades actuales. Pero peor es la falta de sustentabilidad, porque con estos métodos ni la agricultura ni la ganadería ni la pesca garantizan la producción futura.
La agricultura intensiva de monocultivo químico ha logrado aumentar exponencialmente los rendimientos, pero sus costos sociales y ambientales también han sido gigantescos. Aunque en las últimas décadas los aumentos se debieron antes al mayor rendimiento por hectárea que a la extensión de la frontera agraria, la búsqueda de tierras vírgenes continúa y se avanza sobre bosques nativos, humedales e incluso desiertos. Por eso es que hay tanta prisa por recortar reservas de biosfera para que las generaciones futuras todavía puedan conocer lo que fue un paisaje nativo.
La diversidad se ve amenazada cuando entendemos que de las 250.000 plantas superiores clasificadas solo 20.000 son comestibles, pero hoy apenas 15 especies producen 90% de los alimentos consumidos y únicamente tres (maíz, arroz y trigo) proveen las dos terceras partes de la energía y más de la mitad de las proteínas que se consumen en el mundo1. Además, se ha producido una monstruosa reducción de la variedad intraespecífica: en 1903 en Estados Unidos se cultivaban 307 variedades de maíz; en 1983, solo 12, y hoy, con el avance de la variedad transgénica bt, la gama se redujo a cinco. Tal vez por esto los bancos de semillas han proliferado: Bóveda Global de Semillas de Svalbard, Millenium Bank Seeds Project (Gran Bretaña) o el Instituto Nacional de Tecnología Agraria (inta) de Pergamino (Argentina). Bajo este modelo de agricultura, los granos toman más agua que los humanos (además de que tienen efectos contaminantes). Aun a kilómetros, los cursos de agua llevan el exceso de agroquímicos que producen efectos deletéreos en la flora (eutrofización de lagunas costeras) y la fauna (por ejemplo, muerte de ranas, pájaros y peces). Es un tipo de producción altamente dependiente del petróleo (recurso no renovable), no solo por el gasoil que mueve la maquinaria y el transporte, sino por las largas cadenas de hidrocarburos que se necesitan para producir la química asociada (fertilizantes, pesticidas, etc.), cuyos efectos se hacen sentir no solo sobre la producción, sino también sobre la población rural y la que se asienta a muchos kilómetros de distancia, a través de los residuos que persisten en los alimentos y que enferman a los consumidores2. El efecto de los agroquímicos ha transformado las áreas rurales en los lugares más insalubres del planeta3. Pero además se profundizó la degradación en los suelos que debería proteger, ya que los sobreexplota reponiendo solo una fracción de los nutrientes que extrae (a eso se lo llama agricultura «de minería o extractivista»). Esta manera de producir está legitimada por sus altísimos rendimientos y porque externaliza sus costos sociales y ambientales, que son asumidos por toda la sociedad. Y por todo el planeta, en tanto contribuye con 20% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero.
La producción ganadera también ha sufrido modificaciones notables, sobre todo cuando la renta media comenzó a subir y poblaciones que basaban su cocina en cereales comenzaron a incluir ingentes cantidades de alimentos de origen animal. Para producir esas proteínas, al mismo tiempo que aumentaba la agriculturización del paisaje, se estabularon los animales, antes en libertad, y se los comenzó a alimentar con granos cultivados para ese fin. La soja argentina, por ejemplo, sigue este destino: se trata de un grano forrajero destinado a las granjas de pollos y cerdos chinas. La demanda de productos animales para dietas pobres, si bien saludable para los humanos, fue nefasta para los animales, ya que dio origen a un tipo de ganadería intensiva y farmacológica. Porque para mantener juntos a miles de animales, en pequeños espacios, comiendo todo el día, y evitar las enfermedades, se los medica preventivamente con antibióticos (los mismos que usamos los humanos). Trabajos científicos advierten que en estos establecimientos se está produciendo una selección artificial (pero descontrolada) de las bacterias antibiótico-resistentes. Y, al mismo tiempo, este tipo de ganadería contribuye con metano (de efectos más nefastos que el dióxido de carbono) como gas de efecto invernadero.
En el mar tampoco hay refugio. La pesca industrial de alta tecnología en barcos factoría ha aumentado las capturas hasta el punto de poner en peligro los caladeros (el informe de la fao de 2008 advierte que, de mantenerse la situación actual, para 2050 se habrá extinguido 90% de las especies marinas)4. Esta pesca depredatoria e irresponsable arroja al mar –como peces muertos– cerca de 30% de la captura (especies como delfines o tortugas que se atascan en las redes o simplemente peces de menor valor o que no coinciden con el envase). La acuicultura –todavía– no ha logrado despegar y, mientras no modifique sus métodos, esto es una fortuna, dada la destrucción de los ecosistemas en que se asienta5.
Sintetizando: la forma actual de producir alimentos debe ser urgentemente reformada debido a sus costos ambientales y sociales. Frente a ello, la agricultura orgánica, la ganadería pastoril o la pesca responsable intentan subsanar el daño ambiental para que haya un futuro.
La segunda fase de la producción de alimentos, la industrialización, también presenta problemas. Desde el siglo xix, los alimentos han pasado de frescos a procesados y en la actualidad, a ultraprocesados, en un continuo que va de la cocina a la fábrica y de la fábrica al laboratorio. Los alimentos industriales son mercancías mecánicamente producidas, conservadas (desde las latas a la irradiación) con la aplicación de los últimos conocimientos científicos (físicoquímicos en la ingeniería y sociopsicológicos en el marketing), de manera de lograr, si no sabor, por lo menos seguridad biológica, que estará garantizada por los sistemas expertos de la modernidad (marcas, bromatología, etc.). Esos alimentos son transportados por redes de comercialización mayorista-minorista a todos los lugares del globo (donde puedan pagarlos), y como la industrialización permite deslocalizar y desestacionalizar los consumos, todos los habitantes del planeta tendrán en la base de sus patrones alimentarios gaseosas, caldos deshidratados, azúcar, harina y aceite refinados, lácteos conservados, verduras, frutas y carnes enlatadas, y un sinnúmero de productos de fantasía que han sido calificados por los nutricionistas como «antinutrientes» o «comida chatarra». Buenos para vender y malos para comer. Estos alimentos industrializados, estandarizados, conservados, envasados, coloreados, saborizados y publicitados, comenzaron a difundirse por el globo a medida que se expandía un estilo de vida. Ya que comemos como vivimos, en tanto se difundía la manera de vivir de las sociedades occidentales urbanas regidas por el mercado, la industria de los alimentos desplazaba a las amas de casa de la cocina, y estas se integraban al mundo del trabajo asalariado con una doble carga: reproductiva y productiva. Entonces, las mujeres vieron en los alimentos industrializados, prepreparados, biológicamente seguros y publicitados, una manera de cumplir con los roles múltiples que les impone este estilo de vida. Si vivimos corriendo, comeremos rápido.
La crisis del paraíso alimentario que promete la agroindustria se ve en la distribución inequitativa. En los hogares impera la reciprocidad. Allí se distribuyen los alimentos de acuerdo con los valores predominantes respecto de la salud, el cuerpo y el efecto de aquellos sobre él. El circuito de los alimentos donados impera en las instituciones y distribuye según la necesidad (catástrofes naturales y sociales, o situaciones preventivas para que la necesidad no aparezca). Pero es el circuito de mercado por donde circula la mayor cantidad de los alimentos consumidos. Ellos llegan a través de redes mayoristas y minoristas y se distribuyen de acuerdo con la capacidad de compra del comensal. Como los alimentos son mercancías –y prácticamente no se diferencian de cualquier otra mercancía industrializada–, se producen a costa de enormes inversiones y se espera de ellos enormes ganancias. Frente a ello, la población concentrada en ciudades no tiene opciones, ya que ha perdido toda posibilidad de producir alimentos y debe comprarlos. Si la distribución de los alimentos depende de la capacidad de compra y no de la necesidad, olvidemos la equidad: comerá aquel que tenga para comprar, no quien lo necesite. Los desnutridos del mundo suelen detectarse justamente entre los productores rurales de alimentos, no porque falle su producción (aunque a veces pueda existir alguna causa natural), sino porque incluso cuando son «exitosos» deben vender sus productos a precio vil, ya que no tienen una posición dominante en la cadena agroalimentaria. Mientras no se consideren los alimentos como bienes sociales, la distribución dependerá del ingreso y no de las necesidades. Así, encontramos paradojas como el desplazamiento de la obesidad –antaño una enfermedad de la abundancia– hacia los sectores (y países) de menores ingresos. Y esto no debería sorprendernos, ya que los más pobres compran y comen los alimentos más baratos que produce la agroindustria (ricos en hidratos de carbono, azúcares, grasas), mientras que los que tienen con qué pueden elegir y darse el lujo de comer fresco, limpio y orgánico y tienen –por lo tanto– más posibilidades para cuidar tanto su salud como su cintura6.
En el consumo, en tanto, se vive una crisis de comensalidad. Los alimentos industrializados son los mismos en todos los lugares del planeta. Apenas alguna variación para adaptarlos al gusto local y facilitar así el ingreso al mercado recubre el núcleo básico de mercaderías baratas llenas de hidratos de carbono y grasas azucaradas, saladas, coloreadas, en las que el producto en cuestión es lo menos importante. Pueden ser tomates al natural o salchichas, todos llevarán sal, azúcar, la omnipresente lecitina de soja y aditivos químicos, pero por sobre todo llevarán «modernidad», rapidez, inocuidad. Todos comemos parecido, la función homogeneizante de la industria global ha arrasado con las diferencias culturales y, con ella, las identidades alimentarias acusadas de viejas, grasosas, pesadas, difíciles y trabajosas. Opuestas a todo lo que el ideal de sociedad de comunicación instantánea y producción eficiente requiere. Pero la identidad alimentaria es parte de la identidad general. En la historia de la cultura humana, la gastronomía (el saber acerca del buen comer) vehiculizaba el sistema de clasificaciones del tiempo (el ritmo de las comidas), el espacio (qué debe ser público y qué privado), las jerarquías (con quiénes y de qué manera se puede compartir), lo que se debe comer (por sus ventajas económicas, ecológicas y/o nutricionales), etc. Estas reglas no solo estructuraban los eventos alimentarios, eran un espejo de la vida social. Se trata de clasificaciones oscurecidas como si fueran «naturales» y pertenecieran a los productos y no a la sociedad. La gastronomía no es el saber de los chefs sino el saber reproductivo de las especialistas: las mujeres que cocinan desde hace milenios y a cuya observación debemos los alimentos y las preparaciones actuales. Hoy esos saberes y esas categorías han sido arrasados, el mundo cambió y la alimentación cambió con él, cada vez son menos las comidas estructuradas y lo que crece es el picoteo solitario, fuera de toda regla. En un mundo hiperconectado en el que las recetas de las abuelas son sustituidas por internet, hay muchos que pretenden enseñarnos a comer: chefs, nutricionistas, ecónomas, publicistas y productores indican cómo comer «rico, sano, barato, moderno o rápido». Y entre tantos valores simultáneos y no jerarquizados, el comensal actual se pierde. Además, estos valores que dan sentido al consumo pueden ser antagónicos (lo rico no siempre es barato, lo barato no siempre es sano, lo sano no tiene por qué ser rápido, etc.), de manera que el comensal debe elegir solo, individualmente, sin el «otro» cultural que pautaba su ingesta. Como advierte Claude Fischler, se ha pasado de la gastronomía a la gastro-anomia: comensales solitarios que comen sin sentido, cuando quieren, lo que creen querer cuando son tentados por las múltiples oportunidades de la sociedad obesogénica, que reclama permanentemente que se compre y se coma en todo momento7. Hay que consumir 24 horas, los siete días de la semana, y como la alimentación es una tarea de baja intensidad, podemos comer mientras caminamos, hablamos o tecleamos. La estimulación es permanente, consumir hasta engordar, consumir hasta morir. Mientras las reglas de la comensalidad ponían horas y ocasiones para comer, de las cuales «la mesa» es el mejor ejemplo, hoy la estimulación conduce a abandonar la comida estructurada y picotear en todo momento y en todo lugar. Y en ese «picoteo», el otro cultural desaparece, queda el individuo solo, creyendo que elige libre e informadamente (con el saber interesado que le brindan las publicidades de los productos ultraprocesados que le vende la industria), buscando en la comida y la bebida estandarizadas un punto de anclaje para su subjetividad vacilante. Ello ocurre porque la crisis global se da en las tres áreas y simultáneamente. Fischler la llama «crisis de civilización». Por el contrario, aquí la consideraremos una crisis del derecho a la alimentación, que –aunque reconocido como derecho humano por la Organización de las Naciones Unidas (onu)– sigue siendo declamatorio desde 1948 cuando, luego del horror de la Segunda Guerra Mundial, muchas naciones soñaron con un mundo libre de hambre.
El futuro de la comida y de la sociedad de comensales
Si devoramos el planeta con nuestra producción descontrolada, distribuimos inequitativamente produciendo sufrimiento innecesario y enfermedad evitable, consumimos sin sentido y en soledad inhumana, ¿es posible cambiar? Y de hacerlo, ¿cómo asegurar que sea en una dirección que no cause otros daños? La necesidad de buenas directrices y de su aceptación generalizada es evidente (en todo el mundo, ya que los problemas de la alimentación actual son tanto locales como globales). Si queda claro que hoy la crisis alimentaria existe en el mundo porque permitimos que exista, no hay excusa que la justifique, no son sus causantes las catástrofes naturales, ni los dioses, ni el destino. Es una creación humana, de las sociedades en las que vivimos y que diariamente contribuimos a reproducir y modificar. De las relaciones sociales que establecemos, que legitiman quién come y quién no. Hoy en día, los valores que alientan la sobreproducción y el sobreconsumo en una parte del mundo condenan a la subproducción y al subconsumo a la otra parte, y siempre a costa de manejar el medio ambiente de manera irresponsable, dejando sin agua, sin tierra y sin biodiversidad a nuestros hijos.
Es tiempo de cambiar; hoy están todos los valores, las voluntades y las herramientas para hacerlo. El problema es si se llegará a tiempo, dada la inercia de una oposición monstruosa que se manifiesta como un poder sin poder (no como una conspiración de supervillanos de historieta como quieren algunos), sino como tendencias impersonales guiadas por la macroeconomía y la técnica que estructuran esta realidad que se nos presenta como la única posible. A la luz de la crisis, las propuestas deben ser necesariamente ambiciosas, dado que la alimentación es producto y al mismo tiempo produce relaciones sociales; dentro de ciertos límites, se puede cambiar el mundo cambiando la alimentación.
Todos los patrones alimentarios deben cambiar: los patrones deficientes deben reforzarse hasta llegar a ser cultural y nutricionalmente adecuados. Pero si los pobres latinoamericanos desearan comer como un oficinista estadounidense, eso no sería ni deseable (porque engrosarían las filas de las enfermedades no transmisibles de las sociedades opulentas) ni posible (porque se necesitaría multiplicar por cuatro el consumo de agua, por seis la energía y por ocho la economía mundial, lo que induciría una mayor presión sobre recursos ya bastante dañados). El cambio necesario es también un cambio en una nueva dirección, no implica ni volver al pasado ni copiar al vecino (y menos si el patrón alimentario del vecino es suicida), sino crear nuevos caminos y, frente a la oleada homogeneizante de la comida industrial global, crear caminos propios que contemplen las variables medioambientales, culturales, económicas y nutricionales locales y globales (porque no hay lugar en el mundo que no esté conectado al planeta y a su dinámica ecológica, económica y política, por lo menos).
Nadie duda en buscar la adecuación en la alimentación deficiente, pero es necesario que cambien también los patrones alimentarios de quienes tienen demasiado. El Norte ahíto también debe abandonar sus consumos inadecuados, la abundancia no los hizo ni más sanos ni más felices: solo más gordos. Esto va a ser más difícil: ceder las necesidades innecesarias creadas por la publicidad de la agroindustria que los ha convencido de que es su derecho y su elección más sabia atiborrarse de grasas y azúcares, y retomar la frugalidad en la cantidad y la salubridad en la composición va a requerir muchísimo más trabajo que incrementar la calidad de la dieta en la tres cuartas partes del mundo, porque este consumo conspicuo es producto de una enorme maraña de intereses macroeconómicos y políticos.
Todos los patrones alimentarios deben cambiar y deben hacerlo en una dirección: introduciendo racionalidad en toda la cadena alimentaria, hasta llegar a un consumo «adecuado» (ecológica, económica, social, cultural y nutricionalmente hablando), formando regímenes «de diseño» que, en líneas generales, deberían aplicar la sana crítica científica (cuando digo «sana» digo basada en la investigación y no en los intereses económicos) para tomar lo posible de las tradiciones culturales y lo razonable de la situación nacional. Si se reconoce el derecho a la alimentación de todos los habitantes del planeta, habrá que producir distinto y distribuir distinto para llegar a consumir distinto. Todos.
Se empieza por la lactancia materna, el único alimento de y para los humanos, perfecto para la especie, la sociedad, las madres y sus hijos. Es el mejor alimento porque, además de ser placentero, es orgánico, sostenible y sin ningún costo ambiental. No existe otro alimento universal y su consumo debería promoverse siempre. Todos los demás alimentos entran en la dinámica de la ecología y la cultura. Tal vez más carne aviar que vacuna, tal vez menos pescado hasta que se recuperen los caladeros, tal vez insectos y moluscos donde haya posibilidades (no se horroricen: Francia ama los caracoles y México los gusanos rojos). Hace décadas que todas las directrices de la oms tienden a incrementar el consumo frutihortícola, agua en lugar de gaseosas, y los alimentos frescos, agroecológicos y locales. Lo que nos lleva a cocinar, es decir a recuperar el control de nuestra comida, elaborarla con productos frescos y consumirla con otros, como hicimos los humanos durante milenios, intercambiando alimentos y mensajes (y el primero es que no estamos solos). Pero estas dietas de diseño, sus tendencias siquiera, son imposibles en el mundo actual. Si la alimentación es producto y productora de relaciones sociales, debemos concluir que esta alimentación es funcional a estas relaciones sociales. Obviamente estoy hablando de cambiarlas, no solo las que fundan la economía del hambre, sino las que hacen que el tiempo de la mercancía se imponga al de los ritmos circadianos de los productores, que el espacio del comercio se imponga al paisaje local. No hay régimen alimentario adecuado si se valoriza el nutriente y no el comensal. Solo con el otro se puede.
Anthony Giddens escribió sobre la doble articulación de lo social, rescatando la capacidad de agencia de los sujetos para la transformación8. Si bien es cierto que vivimos en un mundo que nos antecede, que fuimos formateados por instituciones que hace milenios que funcionan con sus propias reglas y nos socializaron para reproducirlas, ellas no viven sino por la acción de los sujetos que las mantienen, reproducen y modifican. Entonces –dentro de ciertos límites–, cambiar la alimentación es cambiar las relaciones sociales, y cambiar las relaciones sociales, sin duda, modifica la producción, la distribución y el consumo alimentario de los sujetos y sus instituciones. Tanto a escala global como local es creciente la cantidad de iniciativas porque la realidad del cambio climático, de las crisis cíclicas de la economía y del padecimiento de la malnutrición interminable nos convoca a analizarla desde otras bases. Y como seres humanos, ya que hacemos lo que hacemos porque nuestras acciones tienen sentido y responden a una lógica, el primer cambio es epistémico. Tal vez el más profundo sea la modificación de los valores que dan sentido a la alimentación. El enfoque de derechos, en tanto deje de ser declamatorio, puede muy bien convertirse en un norte. Estamos viviendo en una época en que todos deberían poder comer. Lo que hagamos con nuestra alimentación en el presente prefigura el futuro de la sociedad. Vislumbrar que otras relaciones sociales (otros modos y medios de producción), otros valores que le den sentido a la vida social –porque la sociedad de la mercancía, del salario y del dinero es superable– configurarían una salida civilizada de la crisis alimentaria actual. La lógica de la ganancia del capitalismo no es el único valor posible para orientar la alimentación humana; la equidad, la justicia, la solidaridad, la salud, el cuidado del medio ambiente y de las generaciones por venir podrían muy bien ser los valores «candidatos» para iluminar otros sistemas.
Claro que hay otras salidas. La salida bárbara, que los humanos inventamos hace milenios, fue segregar diferencia; entonces las sociedades solucionaron sus crisis recortando el derecho a la alimentación de los niños, las mujeres, los pobres, los «otros». Concentrada la alimentación en un sector (los adultos, los varones, los ricos, los ciudadanos), estos ejercieron la titularidad de los derechos sobre la comida y los otros debieron resignarse a las sobras. Esta salida ya no es aceptable aunque muchos todavía busquen conservar extraños privilegios sociales imaginarios, como el sexo, la raza, el poder, el dinero. Otra salida bárbara es no hacer nada y esperar el colapso (que indefectiblemente sobrevendrá a la inacción). La salida civilizada es cambiar ya. Y comenzar cambiando los valores que organizan la vida social y la comida.
Frente a la ilusión tecnológica que nos adormece diciendo «dejen todo en manos de la tecnología que ya inventará algo que limpiará el planeta y nuestras arterias»; frente a la ilusión pastoril que levanta la idea de que es posible producir y consumir como en un pasado bucólico, sin industria, sin química, sin ciencia, volviendo a las relaciones primarias y al consumo directo (para pocos, porque ¿a cuántos puede sostener este mundo y con qué calidad de vida?), existe la necesidad de generar valores que provean un cambio de mentalidad, valores que den sentido a otras prácticas. Vislumbrar que otra economía, otras relaciones sociales, otro modo de vivir y de comer es posible, que la actual no es la única manera. Algunos indicios convergentes anuncian que esa transformación ya ha comenzado, pero las posibilidades del cambio dependerán de nuestra capacidad para distinguir las tendencias y sumarnos a las prácticas que anuncian su posibilidad.
Si admitimos la complejidad de la alimentación humana, no podemos buscar una receta para la solución a la crisis planetaria. No hay «bala de plata». Ni la educación alimentaria ni la agroecología ni el comercio justo ni las buenas prácticas ni el consumo responsable son suficientes, aunque bien podrían integrar una solución en una parte del complejo sistema de relaciones, intereses y poderes que tejen la red de la alimentación de nuestros días. No hay, no puede haber soluciones únicas, esas son mágicas y, aunque existan (los científicos las llamamos azar), no se puede confiar en ellas.
Con el malestar de la síntesis que ha aquejado este trabajo, esbozaremos que las múltiples propuestas actuales siguen dos direcciones:
a) van de lo micro a lo macro, es decir, del sujeto a las instituciones, y proponen cambiar desde la cultura de la cotidianeidad. Cambiar la alimentación para cambiar las relaciones sociales, sujeto a sujeto, uno por uno, para que la calidad de la cantidad modifique la institucionalidad. En esta línea están los promotores de la educación alimentaria, los autoproductores de alimentos, los productores alternativos al modelo extractivista (sean orgánicos, responsables, agroecológicos, permacultores, etc.), las experiencias de formas de distribución diferentes del supermercadismo como las ferias, las cadenas cortas (del productor al consumidor), las redes de comercio justo, los movimientos cooperativos, los colectivos por el consumo responsable (suficiente, medido, autolimitado, lento, etc.), por nombrar los más conocidos. Mediante la praxis individual, el peso de millones de cotidianeidades transformadas modifica las instituciones, el camino de la conversión (pregúntenles a las religiones) es posible, es estable porque construye legitimidad, pero es largo y lento.
b) Otras propuestas van de lo macro a lo micro, es decir, cambiar desde las instituciones las relaciones sociales que inciden en la alimentación de los sujetos. Por ejemplo, instalando el concepto de derecho en las instituciones que rigen las naciones y las relaciones entre ellas y sus ciudadanos. Se busca cambiar el funcionamiento de las instituciones con sus leyes, reglamentos, decretos que legitiman la producción sucia, el consumo conspicuo o la publicidad engañosa. Aunque el mercado interpenetra el tejido de los Estados modernos, precisamente –para seguir con la metáfora– porque es un tejido de intereses contrapuestos, puede haber lugares donde operen distintas lógicas que la ganancia. Normas y reglamentos que legitiman la destrucción del medio ambiente, la contaminación salvaje, la venta de antinutrientes o la publicidad de chatarra pueden y deben ser modificados y, aunque falta muchísimo, se ha avanzado en su regulación. A pesar de los intereses, se ha puesto bastante saber y energía en eliminar sustancias peligrosas (el plomo en la gasolina, el ddt en la agricultura), y todavía faltan muchísimas más. La agroindustria alimentaria puede regularse (y no colapsar en la reconversión, como sistemáticamente amenaza) para producir alimentos saludables, buenos para comer y amigables con el medio ambiente (aunque el rendimiento sea menor). No hay que destruir la industria (eso es parte de la ilusión pastoril), hay que regularla, y esto ocurre a nivel macro, de los Estados (que necesariamente también deberán cambiar para ponerse al servicio de la población y no del capital) y de las organizaciones internacionales, donde se puede operar (aun con la dificultad que implica el poder de empresas multinacionales que permean los Estados y manejan mayores presupuestos que los pib de muchos países). Aun así, estas organizaciones deben mantener una máscara de preocupación por la humanidad y respeto por la ciencia, por lo que desde la política, la academia o la religión a veces se han podido introducir regulaciones, leyes antimonopólicas, obligaciones de reparación, multas por contaminación, etc.
En todos los campos, la principal tarea que la alimentación del futuro demanda es cambiar la lógica que domina las relaciones sociales actuales; desplazar el mercado como eje integrador de las sociedades, dadas las crisis en sus categorías fundamentales: el trabajo, el valor y el capital. El mercado no nos ha acompañado siempre; en realidad, en la historia de la cultura humana es una creación bien reciente de las sociedades estatales que encontraron esta vía para organizar uno de los sistemas a través de los cuales distribuían sus bienes. Es con el capitalismo como el mercado pasó de ser un mero organizador de los intercambios a convertirse en el eje integrador de las sociedades.
Voy a terminar este artículo como termino todas mis conferencias desde hace dos décadas: para que haya otra historia de la comida, y antes de que la lógica de la ganancia del mercado termine de convertir el planeta en un shopping para pocos, podemos y sin duda debemos producir nuestra comida con sustentabilidad, distribuir nuestra comida con equidad y consumir nuestra comida en comensalidad.
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1.
Vaclav Smill: Alimentar al mundo. Un reto para el siglo xxi, Siglo xxi, Madrid, 2003, p. 272.
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2.
Mónica Muñoz-de-Toro, Milena Durando, Pablo M. Beldoménico, Horacio R. Beldoménico, Laura Kass, Silvia R. García y Enrique H. Luque: «Estrogenic Microenvironment Generated by Organochlorine Residues in Adipose Mammary Tissue Modulates Biomarker Expression in eralpha-positive Breast Carcinomas» en Breast Cancer Research vol. 8 No 4, 2006.
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3.
aavv: «La salud ambiental de la niñez en la Argentina: evaluación de la exposición a plaguicidas organofosforados en niños de colonos tabacaleros», Sociedad Argentina de Pediatría (sap) / Agencia Canadiense de Desarrollo Internacional (acdi) / Asociación Argentina de Médicos por el Medio Ambiente, 2008.
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4.
Departamento de Pesca y Agricultura de la fao: El estado mundial de la pesca y la acuicultura, 2008, fao, Roma, 2009; e «Informe del 31o periodo de sesiones del Comité de Pesca. Roma, 9-13 de junio de 2014», fao, 2015.
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5.
Erik Vance: «Hacia una acuicultura más sostenible. Investigación y ciencia» en Investigación y Ciencia No 464, 6/2015.
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6.
P. Aguirre: «Aspectos socio-antropológicos de la obesidad en la pobreza» en M. Peña y J. Bacallao (comp.): La obesidad en la pobreza. Un nuevo reto para la salud pública, Publicación Científica No 576, ops-oms, Washington, dc, 2000; P. Aguirre: Estrategias de consumo. Qué comen los argentinos que comen, Miño y Dávila, Buenos Aires, 2006; P. Aguirre: «La comida en Buenos Aires del primero al segundo centenario» en Susana Torrado (comp.): Población y bienestar en la Argentina del primero al segundo centenario. Una historia social del siglo xx, Edhasa, Buenos Aires, 2010.
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7.
C. Fischler: El (H)omnívoro. El gusto, la cocina y el cuerpo, Anagrama, Barcelona, 1995.
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8.
A. Giddens: La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, Amorrortu, Buenos Aires, 1995.