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Instrucciones para abrir una puerta


Nueva Sociedad 296 / Noviembre - Diciembre 2021

¿Qué será ahora estar allá afuera, en público, frente al cuerpo inaudito de alguien más otra vez? Abrimos la puerta. No paramos porque una vez que se abre una puerta no hay manera de desabrirla, y todo entra: el miedo, por supuesto, pero sobre todo el aire, el gusto, el alborozo…

Instrucciones para abrir una puerta

Nos acabamos de salvar

Colocamos la mano alrededor de la perilla de la puerta y, sin el menor titubeo, la viramos hacia la derecha, listos para dar el paso crucial hacia fuera, hacia la calle, hacia la libertad. Hemos seleccionado con esmero la ropa y, después de colocar el lápiz labial y los aretes, hasta nos hemos puesto perfume porque, después de tanto tiempo, después de dudarlo tanto, vamos a salir. Vamos a ver a amigos. Vamos a platicar de asuntos interesantes o entrañables, o al menos lo suficientemente conocidos como para sentirnos cómodos, felices incluso, en compañía. Vamos hacia fuera con brío, con ánimos, como esas personas que ahora somos: los presos que han estado encerrados por convicción, cuidando así a los propios y los ajenos, rebelándonos de paso contra el cinismo republicano que, en un estado como Texas, ha abierto los comercios y los gimnasios desde casi el inicio mismo de la pandemia, prohibiendo incluso el uso de los cubrebocas en las escuelas y poniendo en cuestión, ultimadamente, la existencia del virus. 

Vamos hacia fuera, decía, con la algarabía de quien deja atrás las pantallas, las innumerables ligas de los innumerables eventos que se suceden, indistintos, unos a otros en cuartos con buena iluminación, con una cuidada escenografía, pero esencialmente incomunicados. El cielo se abre, apabullantemente azul, del otro lado de la puerta, y el verde cae en sus infinitos tonos inusitados sobre las ramas de los encinos y las puntas del pasto, sobre la generosidad de las magnolias y el trepar incesante de las enredaderas. Todo afuera parece a punto de ser y de no ser, como la fe. Un milagro. O un accidente. Algo a la vez inevitable e increíble. Y vamos hacia allá, de eso no cabe duda, decididos, con el pulso rápido y la respiración un poco agitada porque, después de todo, la posibilidad de ver a personas en persona le añade un elemento de suyo inesperado, posiblemente imprevisible, a una rutina cotidiana que se ha ido haciendo de rituales cada vez más exactos, inmisericordes, estáticos. ¿Qué será ahora estar allá afuera, en público, frente al cuerpo inaudito de alguien más otra vez? Vamos hacia allá, sí, pero ¿qué se sentirá?, nos preguntamos en silencio repetidamente y de nueva cuenta, interrumpiendo la ceremonia, el acto de salir, y la respuesta, que son muchas y no se tardan en llegar, producen el titubeo que detiene el pie y se niega a soltar la perilla de la puerta, convirtiendo la mano en un aditamento más de la perilla, en un remate más de la puerta. Estatua sempiterna. Estatua malherida. ¿Valdrá la pena? El azul del cielo cae, más apabullante ahora que hace unos minutos, y los tonos de verde se confunden ya con los colores del bosque tupido en el que se cuelan todos los miedos que se arrastran desde la infancia y los otros también, los recién nacidos, los que repiten una y otra vez en la cabeza, ¿pero de verdad valdrá la pena? El sonido del pulso resuena con más fuerza en la concavidad de las orejas y un sudor extraño, diluido e inoloro, se encamina por los poros hasta escapar por la epidermis del cuello, sobre todo, o hasta encaramarse en la resbaladilla del labio superior. Y es entonces cuando, de súbito, soltamos la perilla de la puerta y nos deshacemos de la bolsa donde habíamos colocado el cubrebocas y el gel, y todos los pequeños aditamentos que requiere el cuidado diario, la paranoia diaria, solo para tirarnos sobre el sofá de la sala y darnos por vencidos, solo para respirar, quiero decir resoplar, con un alivio tan monumental como incomprensible, porque es claro que nos acabamos de salvar, y eso por un pelito, de una muerte segura y dolorosísima, de una muerte solitaria en la camilla estrecha de un hospital donde nunca, ni por asomo, vamos a ver a nadie más. 

Tribu, memoria compartida, cosa en común

Caminamos por la casa a la distraída, como si en realidad no fuéramos a salir. Vemos por la ventana, prestamos atención a los ruidos de la calle: el camión de la basura, los perros de la tarde, los coches que se estacionan con dificultad. Parece que todo seguirá igual, pero colocamos la mano alrededor de la perilla y, lentamente, con algo de titubeo, la viramos hacia la derecha porque vamos de salida y esto, salir, es algo que ya no practicamos todos los días o, incluso si lo hacemos, si salimos ya sea a diario o solo de cuando en cuando, cruzar el umbral de la puerta ya no es algo natural que se lleva a cabo de manera automática o sin pensar. Salir, prorrumpir, dirigirse hacia fuera, ha cobrado una cierta aura de arrojo, un nimbo innegable de riesgo que nos coloca de inmediato del lado de los valientes o del lado de los irresponsables, según sea el caso, mientras lanzamos el pie y, detrás de él, la pierna y el brazo y, finalmente, la cabeza. Salir o nacer, da lo mismo. Estamos afuera, bajo un irresistible cielo azul, rodeados de un verde que se convierte, a cada paso, en muchos verdes: hoja, ramas, briznas, matorral. 

Vamos hacia fuera, esto es un hecho, y mientras llegamos al coche hay que checar, al menos mentalmente, que el cubrebocas esté en su lugar. El gel desinfectante. El ánimo. ¿Valdrá la pena? Todo mundo anda afuera, eso queda claro cuando avanzamos a vuelta de rueda por avenidas tan congestionadas ahora como antes, arterias escleróticas de una ciudad que le ha vendido su alma al dios del hidrocarburo desde muchos años atrás, solo para llegar, con algo de retraso, a restaurantes que han abierto nuevas secciones en sus patios traseros con el fin de atajar los miedos, las reservas, de los que, como nosotros, solo salen a tientas, un poco en contra de la propia voluntad, persuadidos por la nostalgia de un mundo que se recuerda como imperfecto y cruel pero al menos acompañado. 

Vamos a encontrarnos, eso decimos, como si nos hubiéramos perdido a nosotros mismos y a los demás, aunque cabe la posibilidad de que en efecto estemos completamente perdidos, extraviados dentro de un encierro del que, aun afuera, no podemos salir bien a bien. Lo intentamos en todo caso, por supuesto, ir hacia el encuentro, caminar con el paso firme y la nariz y la boca cubiertas, todo sea por no dejar en duda nuestras convicciones políticas, mientras nos aproximamos a esos rostros extrañamente desconocidos de gente que, sin duda, conocemos bien. ¿Valdrá la pena? Pero nos reconocemos y, aun así, o precisamente por eso, el protocolo de la bienvenida se desenvuelve torpe, entre risas nerviosas y disculpas forzadas. Algunos ofrecen el codo derecho, otros el puño cerrado y otros, los menos, abren los brazos como para dar a entender que nada ha cambiado, que todo permanece igual, y que el cuerpo, o el afecto, puede más que la muerte. ¿Valdrá la pena? Algunos evadimos sutilmente el abrazo, conformándonos con sonreír e inclinar con moderación la cabeza. Algunos caemos en el abrazo, incapaces de rehuir la provocación y deseosos de encontrar un lugar cálido y común dentro de este nosotros todavía inédito, seguramente efímero. Algunos elevamos la mano, como si saludáramos a alguien que nunca se aproximará lo suficiente. Algunos nos sentamos a la mesa sin siquiera fingir que todo ese ritual de bienvenida nos interesa poco o le tememos mucho. ¿Valdrá la pena? El azoro de la plática, el laberinto de plática, el cansancio de la plática. Tal vez nada sería igual sin las viandas y, especialmente, sin los vasos de vino que van aderezando la plática con bromas cada vez más festejadas o anécdotas que nos confirman que seguimos siendo tribu, memoria compartida, cosa en común. Tal vez sin los vasos de vino nadie preguntaría como al azar, como si de verdad no tuviera importancia, si ya nos vacunamos, o cuándo nos vacunamos, y qué tipo de vacuna nos protege de los otros. Pfizer. Moderna. Johnson & Johnson. Una dosis. Dos dosis. Un booster shot. Tal vez sin los vasos de vino no podríamos dejar de observar con sigilo pero sin contemplaciones el movimiento de los labios de donde de seguro saldrá el virus que volará en el aire sonoro, calenturiento, del restaurante, para inmiscuirse a toda prisa, sin resquemor alguno, por esa boca a medio abrir y medio cerrar que es nuestra boca, abierta de miedo o de impotencia o de puro estupor mientras el laberinto de la plática continúa su camino directo hacia la estridencia y la carcajada. De seguro sin los vasos de vino no nos entraría la curiosidad por el sabor de los postres ajenos ni procederíamos de inmediato a rolar los platos de unas manos a otras para que todos vayamos encajando la cuchara o el tenedor en el tiramisú o el pastel de frutos rojos o la nieve de chocolate como si el riesgo de estar cerca hubiera desaparecido de repente y del todo después de estas horas que hemos pasado juntos, rememorando un mundo que, ciertamente, era igual de feroz, incluso más cruel, pero en el que estábamos irremediablemente juntos.

Carne de cañón

Le damos la vuelta a la perilla con la misma prisa de todos los días porque, en realidad, pocas cosas han cambiado, ni siquiera el horario de trabajo. Tenemos que salir aunque no queramos salir. Tenemos que salir, así que no vale la pena entretener una disyuntiva que no existe o una pregunta para la que sabemos de antemano la respuesta. Alguien tiene que trabajar y pagar el alquiler, los alimentos, la gasolina, todas las cuentas. Alguien tiene que levantarse temprano y quitarse las lagañas de los ojos y meterse bajo la regadera. Alguien tiene que peinarse y, luego, vestirse, y maldecir mientras se viste, porque qué perra vida, la verdad, qué doble moral esa que nos designa como trabajadores esenciales mientras nos arroja a diario, sin el mayor miramiento, a la arena del coliseo junto a los leones del virus como la carne de cañón que somos. Así que aquí vamos, pues, porque no hay de otra. O mejor: porque bien podría haber de otra, pero no hay. Aquí van las manos que abren las puertas con los gestos automáticos del desgano, deteniéndonos apenas en el cielo que horas después se pintará de un azul celestial pero que ahora mismo se abre poco a poco en grietas de un rojo filoso y brillante. Qué hermoso es el mundo a veces. El verde, todavía escondido entre los matorrales, dentro de los tallos de los jóvenes encinos, sobre las puntas del pasto ya muy crecido, late como una bestia herida que, dentro de muy poco, seguramente a la menor provocación, soltará el zarpazo sobre el mundo. 

Mientras tanto, aquí vamos, eligiendo la música en la radio mientras el coche avanza por las calles todavía desiertas de la madrugada. Aquí vamos, despejados y lentos, tarareando la melodía que, alguna vez, hace años, nos hacía pensar en una piel, un par de labios, un corazón ardiendo, y que ahora solo despierta sospechas sobre lo cerca que está todo, especialmente el final. Porque, ¿qué pasará cuando el mal nos alcance y caigamos desfallecientes, sin aire, tan solos, incapaces de respirar e incapaces de cubrir, al mismo tiempo, las altísimas cuotas del seguro médico que, al menos, podría asegurarnos una camilla dura y estrecha, algún medicamento o un respirador mecánico en uno de los hospitales atiborrados, llenos más allá de su capacidad, de la ciudad?

La vida, que empieza

Abrimos la puerta de par en par porque estamos hartos de cuidarnos, hartos de estar solos, hartos de pretender que esto algún día acabará. Le damos la vuelta a la perilla y, sin más, con la fe intacta en la inmortalidad, o con la convicción absoluta de que vivir así no vale la pena, abrimos la puerta no para salir, sino para el que quiera entrar: los compañeros de generación que se han empujado, como nosotros mismos, clases lentísimas, increíblemente lejanas, en estas pantallas que se reproducen sin cesar mientras chateamos a escondidas del profesor en turno que hace esfuerzos sobrehumanos para que no se note lo que al fin de cuentas se le nota: su propio malestar, el miedo cotidiano, un agotamiento que no tiene par. Abrimos las puertas y encendemos la música al mismo tiempo y, al mismo tiempo, repartimos vasos rebosantes de alcohol barato y empezamos a bailar. Las manos en alto. Las oscilaciones de la cadera. El grito o los gritos. Y claro que nos pasa por la cabeza que sí, que algo puede suceder, pero mientras no suceda, mientras nadie caiga, mientras ninguno de nosotros aparezca con la cabeza gacha y la palabra positivo colgando de la voz cada vez más grave, seguiremos sosteniendo la puerta abierta para que sigan entrando los conocidos y los desconocidos hasta que no quepa nadie más y la fiesta tenga que extenderse por las escaleras y, después, por el estrecho jardín hasta cubrir la banqueta y, en apenas un rato, la mitad de la calle. Seguramente algún vecino llamará a la policía de un momento a otro, y la patrulla pasará a vuelta de rueda con las luces rojiazules y las sirenas encendidas. Y nosotros, medio borrachos pero serenos, medio exultantes pero educados, le diremos que sí, oficial, ya vamos a parar esto, cómo se nos ocurrió, qué clase de irresponsabilidad. Gracias, oficial, ya vamos a parar. Pero no paramos porque una vez que se abre una puerta no hay manera de desabrirla, y todo entra: el miedo, por supuesto, pero sobre todo el aire, el gusto, el alborozo, el recuerdo de una vida que casi estuvimos a punto de vivir y que ahora, cuerpo a cuerpo, tan cerca del sudor de los otros, casi enredados entre sus cabellos, pareciera estar a punto de empezar.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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