Una tesis sobre la crisis de la autoridad en el nuevo milenio
Nueva Sociedad 308 / Noviembre - Diciembre 2023
El mundo atraviesa una batalla entre la autoridad y el público en el que el agente perturbador es la información. Allí donde la jerarquía ha desarrollado un exoesqueleto duro para mantener cada pieza en su lugar, la red es dispersa y maleable, y el homo informaticus construye un tipo diferente de público que más que reemplazar el viejo orden, parece desestabilizarlo sin fin.
Mi tesis es sencilla. Estamos atrapados entre un viejo mundo cada vez menos capaz de ofrecernos sustento intelectual, espiritual e incluso quizás material, y un nuevo mundo que no ha nacido aún. Dado el carácter de las fuerzas del cambio, pueden pasar décadas en las que estemos estancados con esta postura desgarbada. Ustedes, los que hoy son jóvenes, puede que no vean la resolución de esto en sus vidas.
Los hitos más famosos del viejo régimen, como los diarios y los partidos políticos, han comenzado a desintegrarse bajo la presión de esta colisión en cámara lenta. Muchos rasgos que valorábamos del viejo mundo también están amenazados: por ejemplo, la democracia liberal y la estabilidad económica. Algunos de ellos terminarán permanentemente distorsionados por la tensión. Otros simplemente desaparecerán. Muchos atributos de la nueva organización, como una esfera mucho más amplia para la discusión pública, pueden terminar deformándose o rompiéndose por la resistencia inamovible del orden establecido.
En esta guerra de mundos, mi preocupación es que no terminemos en el peor de los mundos posibles. Cada bando en esta lucha tiene un portaestandarte: la autoridad para el viejo esquema industrial que ha dominado globalmente por un siglo y medio, el público para la estructura incierta que se esfuerza por volverse manifiesta. Los dos protagonistas comparten poco, más allá de su humanidad, y cada uno probablemente dude de la humanidad del otro. Se han desplegado en modos contrarios de organización que requieren ideales mutuamente hostiles sobre la conducta apropiada. El conflicto es tan asimétrico que parece imposible que los bandos efectivamente se enfrenten. Pero sí se enfrentan, y el campo de batalla está en todas partes.
El agente perturbador entre la autoridad y el público es la información. Para que mi descripción del presente tenga sentido, deberé mostrar cómo un concepto así de vago y abstracto puede ser empuñado como arma en la guerra de los mundos.
Es posible encontrar diferencias irreconciliables entre lo viejo y lo nuevo en algo tan aparentemente trivial como las convenciones onomásticas. La era industrial insistía en nombres portentosos de gran seriedad y formalidad, para validar a las organizaciones que hablaban con la voz de la autoridad: Bank of America, National Broadcasting Corporation, New York Times. Cada uno de estos tres nombres representaba una jerarquía profesional que pretendía el monopolio de un conocimiento especializado. Simbolizaban un dominio de cuello almidonado y aspiraban a impresionar. Incluso la persona en el lugar más bajo del escalafón organizacional se había elevado, según estos nombres, por encima de las masas.
La era digital ama los nombres que se burlan de sí mismos, como una forma de horadar la rigidez formal del orden establecido: Yahoo!, Google, Twitter, Reddit, Flickr, Photobucket, Bitcoin. Sin haberles preguntado a los responsables, estoy bastante seguro de que los fundadores de Google nunca consideraron bautizar a su compañía National Search Engine Corporation [Corporación Nacional de Motores de Búsqueda], y que Mark Zuckerberg nunca consideró tentador el nombre Social Connections Center of America [Centro de Conexiones Sociales de Estados Unidos]. No era el estilo.
Los nombres de dos populares blogs políticos de los primeros días de la blogósfera, el Instapundit de Glenn Reynolds y el Daily Dish de Andrew Sullivan, se burlaban de la pretenciosidad del negocio de los medios. Los blogueros-puente que escribían en inglés desde países extranjeros se inclinaron por nombres incluso más llamativos: Rantings of a Sandmonkey [Desvaríos de un mono de la arena]1 y The Big Pharaoh [El gran faraón] en Egipto, y mi favorito, el venezolano The Devil’s Excrement [El excremento del diablo]. Los nombres de los blogs se han vuelto menos escandalosos con el tiempo, pero la cultura digital continúa inclinada hacia el ridículo y la informalidad. Los nombres reafirmaban el carácter no-autoritativo. Creaban una división consciente entre el viejo orden y el nuevo.
Intentemos imaginar la respuesta de un oficial de la Central de Inteligencia Estadounidense (cia) reportándole al presidente una crisis en Venezuela, cuando el presidente le pregunta por la fuente de su información: «Es El excremento del diablo, señor presidente». Sin importar el costo de la información perdida, el agente evitará hacer uso de fuentes con esos nombres incómodos. Su dignidad profesional, por no decir su éxito profesional, demanda la imposición del tabú.
La estructura hoy en funciones es la jerarquía, y representa a la autoridad establecida y acreditada: el gobierno en primer lugar, pero también las corporaciones, las universidades, todo el conjunto de instituciones de la era industrial. La jerarquía ha gobernado el mundo desde que la especie humana alcanzó números significativos. La mente industrial tan solo la hizo más grande, más pronunciada y más eficiente. Desde la era de Ramsés hasta la de Hosni Mubarak2, ha exhibido patrones predecibles de comportamiento: de arriba hacia abajo, centralizadores, exasperantemente deliberados en su accionar, obsesionados con los procedimientos, obnubilados por las grandes estrategias y los planes quinquenales, respetuosos del rango y el orden, pero despreciativos del outsider y el aficionado.
Contra la ciudadela del statu quo, la denominada «quinta ola» de innovación tecnológica ha levantado la red: es decir, la rebelión pública, esos aficionados despreciados ahora conectados entre sí por medio de dispositivos digitales. Nada, dentro de los límites de la naturaleza humana, podría ser menos parecido a una jerarquía. Mientras que esta es lenta y meticulosa, la acción en red es veloz como un rayo, pero inconstante en su propósito. Allí donde la jerarquía ha desarrollado un exoesqueleto duro para mantener cada pieza en su lugar, la red es dispersa y maleable: puede hincharse hasta sumar millones o disiparse en un instante.
Las redes digitales son igualitarias hasta el límite de la disfuncionalidad. La mayoría preferiría fracasar en su propósito antes que reconocer un rango o a líderes de cualquier tipo. La insistencia apasionada de Wael Ghonim3 en ser un egipcio común y corriente en lugar de un líder político era una expresión de la cultura digital. Las redes tienen éxito cuando se mantienen unidas por un único y poderoso punto de referencia –un tema, persona o acontecimiento– que funciona como centro de gravedad y principio organizador de la acción. Típicamente, esto significa estar en contra. Si la jerarquía idolatra el orden establecido, la red cultiva una veta de nihilismo.
El Centro no puede aguantar y la Frontera no tiene idea de qué hacer al respecto
Otra manera de caracterizar la colisión entre los dos mundos es como un episodio de la disputa primordial entre el Centro y la Frontera. Estos términos fueron empleados por Mary Douglas y Aaron Wildavsky en un contexto distinto, mucho antes del advenimiento del tsunami de información, pero son particularmente aptos para nuestra condición presente4.
«Centro» y «Frontera» pueden aplicarse a organizaciones que adoptan estructuras, ideales y creencias específicos acerca del futuro. Ambos arquetipos remiten el uno al otro y desarrollan una suerte de danza que determina la dirección de la acción social.
El Centro, escriben Douglas y Wildavsky, está dominado por organizaciones grandes y jerárquicas: «Cree sinceramente en sacrificar a los pocos por el bien del todo. Es arrogante sobre sus procedimientos rígidos. Es demasiado lento, demasiado ciego a la información nueva. No creerá en nuevos peligros y a menudo será tomado por sorpresa»5. El Centro concibe el futuro como una continuación del statu quo y produce un programa tras otro para proteger esta visión.
La Frontera, en cambio, se compone de «sectas» –nosotros diríamos «redes»– que son asociaciones voluntarias entre iguales. Las sectas existen para oponerse al Centro: se alzan firmemente en su contra. No tienen, sin embargo, «ninguna intención de gobernar» y no desarrollan «ninguna capacidad para ejercer el poder». Para la Frontera, el rango significa desigualdad, y la jerarquía significa conspiración. En lugar de articular programas alternativos a los del Centro, las sectas proponen un modelo de la conducta exigida por la «sociedad buena o santa»: «Hacer un programa es una estrategia del centro; atacar un programa del centro en nombre de la naturaleza, Dios o el mundo es una estrategia de la frontera»6.
Para mantener la unidad, el miembro de la secta necesita «una imagen del mal amenazante a escala cósmica»: el futuro es siempre apocalíptico. La Frontera reconcilia de algún modo la fe en la perfectibilidad humana con la certeza calma de que la aniquilación está a la vuelta de la esquina.
Las sectas resuelven sus disputas internas dividiéndose. Sus números deben mantenerse pequeños. Esta puede ser una diferencia estratégica entre la secta cara-a-cara descrita por Douglas y Wildavsky y la red digital: esta última puede inflarse hasta incluir millones, literalmente a la velocidad de la luz. La confrontación ha seguido un patrón predecible. Toda vez que el Centro creyó que era propietario de un documento, archivo o ámbito de información, las redes de la Frontera atacaron en manada y tomaron el control, dejando el paisaje sembrado de bajas por sus ataques guerrilleros. Así colapsó el negocio musical, los diarios perdieron suscriptores y anunciantes, los partidos políticos se redujeron en tamaño. El gobierno de Estados Unidos perdió el control de sus propios documentos clasificados. Las editoriales y las industrias de la televisión y el cine, todavía hoy muy redituables, dependen de regímenes técnicos y de copyright que podrían ser quebrados en cualquier momento.
El Centro mantuvo la ventaja en el ámbito político, pero no de modo absoluto: no como tijeras que siempre cortan el papel. Las redes aprovecharon su velocidad, casi invisibilidad y manejo de la esfera de la información para generar daño y confusión en el Centro. El 11-s, una red minúscula de hombres violentos masacró a miles de norteamericanos, mientras el gobierno se quedaba allí, ciego e indefenso. En 2008, Barack Obama, impulsado por redes online que generaron fondos, voluntarios y un efectivo mensaje anti-Centro, arrasó con el establishment de los partidos Demócrata y Republicano. Y hemos visto cómo la invitación a la revolución que Wael Ghonim hizo en Facebook condujo, por medio de un laberinto complejo y no lineal, al derrocamiento de Mubarak.
Y sin embargo en la etapa siguiente los avances de las sectas se han revertido. Mi sospecha es que necesariamente se revierten, toda vez que las sectas –el público en su rebelión– no tienen verdadero interés en gobernar y carecen de capacidad para ejercer el poder. Consideremos Al Qaeda: fracasó en su objetivo del 11 de septiembre, que era aterrorizar a eeuu para que abandonara Oriente Medio. La fortuna del presidente Obama ha sido más equívoca, y quiero posponer por un rato la consideración de su lugar singular en la disputa entre el Centro y la Frontera. Baste decir por ahora que el presidente perdió su coalición de gobierno luego de las elecciones de 2010. En Egipto, los manifestantes seculares que derrocaron a Mubarak fueron casi inmediatamente barridos por las fuerzas jerárquicas de la Hermandad Musulmana y el ejército egipcio.
Y este es el patrón profundo del conflicto. Los programas del Centro han fracasado, y se ha visto que fracasan, de un modo que trasciende la posibilidad de alegar secretos o propaganda. Basta tomar la desastrosa performance de las agencias de evaluación y control antes de la crisis financiera de 2008 y de la comunidad de inteligencia en Iraq como algunos entre los múltiples ejemplos del fracaso del Centro. Al mismo tiempo, la fractura del público siguiendo sus intereses de nicho ha desatado enjambres de redes contra cada uno de los recintos sagrados de la autoridad. El fracaso ha sido criticado, objeto de burlas, magnificado.
El resultado es una parálisis por desconfianza. Ya está claro que la Frontera puede neutralizar al Centro, pero no reemplazarlo. Las redes pueden protestar y derrocar, pero no gobernar. La inercia burocrática confronta al nihilismo digital. La suma es cero. El mundo que quiero retratar no se caracteriza por el empate. Las fuerzas en disputa son demasiado disímiles, demasiado asimétricas para lograr cualquier tipo de balance. Mi tesis describe un mundo atrapado en una zona de combate sociopolítico, en donde cada principio de la vida, cada institución, me tienta decir cada acontecimiento –la elección de lo que es significativo en el tiempo– ha sido objeto de una pelea y ha quedado calcinado en el fuego cruzado. Sería natural esperar que uno de los bandos terminara prevaleciendo, pero tengo mis dudas. No puedo imaginar cómo se vería el dichoso amanecer de 1789 para Wordsworth7 en las condiciones actuales, ni una marcha forzada hacia el statu quo anterior, como en 1848. El Centro no puede traer de vuelta la era industrial. Las redes no pueden engendrar una alternativa.
El paralelo histórico más cercano a nuestro tiempo puede ser el de las guerras de religión del siglo xvii. No digo esto necesariamente por el caos y el derramamiento de sangre de aquel periodo, sino porque todos los principios estaban en disputa. Si una persona educada de aquella época fuese transportada al presente, su primera pregunta sería «¿Quién ganó? ¿Los católicos o los protestantes?». Para nosotros la pregunta no tiene sentido. Ambos persistieron. Ninguno ganó. Algo diferente evolucionó. Lo mismo, sospecho, ocurrirá con la disputa entre la jerarquía y la red.
Que la democracia se haya convertido en algo jerárquico, organizacional y una institución del Centro es menos una paradoja o una teoría conspirativa que un accidente histórico. Las consecuencias no están en discusión. Muchos aspectos de la democracia representativa se volvieron menos democráticos, y así los percibe el público. La defección de la ciudadanía de las cabinas de votación y de la membresía de los partidos es evidencia de un deterioro progresivo de la actitud hacia las estructuras establecidas. Muchos han pasado a una condena sectaria del sistema completo como algo impío e injusto. Las redes políticas actuales más enérgicas denuncian los procedimientos vigentes como una tiranía del gran gobierno [big governement], o una farsa manipulada por las grandes empresas.
En la colisión del viejo mundo con el nuevo, la democracia no ha permanecido inmune al daño. Es también un campo de batalla, como el periódico. Puede que sobreviva, pero eso no va de suyo, y no hay duda de que se verá transformada. Cómo cambie puede depender de la suma de las decisiones de los ciudadanos individuales –es decir, de nosotros– tanto como de reformas procedimentales. Esto es parte de mi tesis, y el único lugar donde me desviaré de una pura descripción del mundo, para contemplar lo que debe hacerse.
El experto en redes sociales Clay Shirky ha señalado que un activista comprometido con fuertes vínculos personales a otros también puede expandir su alcance convirtiéndose en un guerrero de Facebook. No hay ninguna contradicción. Pero deseo ir más allá de este argumento. Las afirmaciones de Gladwell simplemente han sido refutadas por los acontecimientos. Las protestas iniciales en Egipto fueron la tarea de gente común y corriente, la mayoría conectada digitalmente, si es que tenían alguna conexión entre sí. Wael Ghonim, el hombre de marketing de Google, administró su página de Facebook desde Dubái, bajo un seudónimo. El vínculo firme que unía a los manifestantes a los que convocó a la acción era su desprecio por el régimen de Mubarak.
Malcolm Gladwell es un pensador del Centro, una mente de la era industrial8. Esto no prueba ni refuta sus ideas, pero lo ubica en cierto contexto. Identificó explícitamente los vínculos fuertes con la jerarquía, los vínculos débiles con la red, y no pudo imaginar cómo una podía ser derribada por la otra: «si estás atacando un sistema poderoso y organizado, debes ser una jerarquía». El cambio político, para Gladwell, era una tarea para profesionales entrenados, que requería la imposición de un nuevo sistema, con un nuevo programa o ideología para reemplazar al viejo. Pero hemos visto cómo esta fórmula ha sido contradicha por la lógica sectaria de la Quinta Ola. Estar a favor del cambio quiere decir hoy ser antisistema, antiprograma, antiideología.
Gladwell al menos fundaba su escepticismo sobre una concepción tradicional del poder: lo duro le gana a lo blando, las tijeras siempre cortan el papel. Me cuesta más darles sentido a las advertencias de los ciberpesimistas. Gritan desde los tejados que las dictaduras han usado las herramientas digitales para espiar a los disidentes y manipular la opinión pública. Esto, por supuesto, es cierto. Vimos un ejemplo en Irán, donde el régimen encarceló a los blogueros con los que estaba en desacuerdo, mientras inundaba la blogósfera con sus propios títeres. Se supone que los chinos son incluso más inteligentes en el ciberespionaje y la manipulación.
Como análisis, sin embargo, las exhortaciones de los pesimistas flotan en algún punto entre lo estéril y lo trivialmente verdadero. Por supuesto que las dictaduras desean espiar a los disidentes, tanto como los disidentes buscan evitar la detección –un juego que se ha vuelto mucho más difícil para quienes están en el poder debido a la proliferación de escondites digitales–. Por supuesto que las dictaduras desean manipular todo tipo de medios para influir sobre la opinión. En la era industrial, sin embargo, lo hacían de modo oficial y descarado, desde la autoridad, mientras que bajo la nueva organización los déspotas tienen que intentar personificar al público para contar con alguna esperanza de influir sobre él. En lugar de inyectar eslóganes en los cerebros del público por medio de titulares en el Diario del Pueblo o de un discurso televisado del líder máximo9, ahora se ven forzados a montar al tigre de la opinión real, y enfrentar las consecuencias si se vuelve en su contra.
El pesimismo suele ser el espacio del idealista desilusionado y del pensador falsamente sofisticado. Esto parece ser lo que sucede en el caso de las voces más escuchadas del ciberpesimismo. He tomado nota de sus advertencias. Prosigamos. El chivo expiatorio preferido de ciberescépticos y ciberpesimistas ha sido Clay Shirky, cuyo libro de 2008, Here Comes Everybody [Aquí vienen todos], fue descrito por Gladwell como «la Biblia del movimiento de redes sociales» (es decir, de los ciberutopistas).
Shirky camina por la vereda del sol, pero no es un utopista. Prefiere las anécdotas optimistas, lo que indigna a los cascarrabias, pero en el libro en cuestión concedía crédito a las redes sociales por la posibilidad de compartir –fotos en Flickr, por ejemplo– y colaborar según el modelo de Wikipedia, y reconocía al mismo tiempo que los ejemplos de acción colectiva inspirados por herramientas digitales eran «todavía relativamente escasos». Eso era cierto en 200810. Su mensaje era que las nuevas plataformas digitales facilitaban la «autoconvocatoria» de los grupos, y que la aparición de estos grupos espontáneos estaba destinada a conducir, tarde o temprano, a cambios sociales y políticos. A diferencia de Gladwell, Shirky previó la posibilidad de los acontecimientos de 2011 y el rol que un público en red, conectado a la esfera de la información, podía jugar en la revolución. Una esfera de la información con muchas redundancias y que no para de producir ha tomado forma a la mano de las personas ordinarias, pero más allá del alcance del gobierno moderno. En las profundidades tectónicas de la vida política y social, el balance de poder ha cambiado de modo fundamental entre la autoridad y la obediencia, los gobernantes y los gobernados, la elite y el público, de modo que cada uno puede infligirle daño al otro, pero ninguno puede obtener una ventaja decisiva. Esa es la tesis no-utópica de este libro. Llegué a ella, en parte, persiguiendo hebras de análisis sobre la naturaleza y las consecuencias de los nuevos medios que Clay Shirky fue el primero en tejer.
Homo informaticus, o cómo la posibilidad de elegir puede causar la caída de gobiernos
Persiste la pregunta, central para mi tesis, acerca de cómo la información puede influir sobre el poder político. La respuesta no es intuitiva. La información es blanda y abstracta. El poder es tan duro y tan real como la bala de un policía. Aun así, como Shirky observó con respecto a los nuevos medios, quienes detentan el poder siempre han asumido una relación cercana y vigilante con la información. Los gobiernos han trabajado duro para controlar las historias que se cuentan sobre el statu quo, es decir, sobre ellos mismos.
Esta ansiedad por controlar la información que padecen quienes ya controlan las armas debería alertarnos sobre el hecho de que el poder político quizás sea menos «duro», y más intangible, de lo que se suele suponer.
El poder, desde nuestra perspectiva, es un alineamiento particular entre la voluntad de las elites y las acciones y opiniones del público: una cuestión de confianza, fe y miedo, repartidos de modo variado, pero que incluye a ambos lados. La fuerza bruta juega un rol, pero como muestra la caída del brutal Muamar Gadafi, ningún gobierno puede sobrevivir solo sobre la base del asesinato de opositores. Es necesario que una fracción significativa del público considere aceptable el statu quo, y un mayor número de creyentes convencidos implica cimientos más sólidos en la base del régimen. Así es que la influencia potencial de la información sobre el poder político fluye más desde el modo en que encaja en los relatos de legitimación que desde, digamos, el periodismo de investigación o la distribución de información práctica.
Mi análisis de esta cuestión se centra en la emergencia de un organismo disruptivo e incansable, al que me he tomado el atrevimiento de bautizar homo informaticus, el hombre de la información. Usted y yo, y posiblemente la mayoría de la especie humana hoy, lo somos: el producto final de un proceso evolutivo que incluye la difusión de la educación, la expansión de los niveles de riqueza y seguridad, y la mejora en los medios de comunicación. Nuestros rasgos solo pueden explicarse haciendo referencia a un medio ancestral –en este caso, un paisaje de información reseco–. Esta es la lógica de la evolución.
Es en este punto donde nuestro héroe de evolución reciente hace su entrada en el escenario. El homo informaticus es un miembro del público con atributos distintos: puede leer, tiene acceso a periódicos, radio, películas, televisión. Ha estado expuesto a un mundo más amplio que trasciende su comunidad inmediata. Su llegada confronta al régimen con una nueva amenaza: el público con un mayor alcance puede ganar acceso a información que resulte subversiva para el relato legitimador. En la peor pesadilla del régimen, el público efectivamente concibe una forma alternativa de gobierno y actúa para obtenerla.
Para limitar la amenaza, el régimen tiene que desplegar un aparato mediático estatal costoso y elaborado. Actúa vigorosamente para poseer, o como mínimo dominar, los medios de comunicación masivos: los periódicos, la radio, la televisión, los libros, el cine, etc. El contenido de los medios estatales ejecuta, armoniosamente, el tema y las variaciones del relato legitimador del régimen.
Si toda la información disponible para el público revela que el sistema político está fijo, como la naturaleza misma, por toda la eternidad, entonces la revolución se vuelve un absurdo. Si todo lo que sé me convence de que no existe alternativa al statu quo, entonces puedo desesperar incluso hasta llegar a la violencia, pero no puedo buscar lo que no conozco: el cambio político. El público en estos casos es como un sordomudo parado en la calle mientras un camión avanza hacia él. Los efectos negativos canalizan las creencias humanas, y así moldean el comportamiento. Son intuitivos y poderosos.
Así es que este canal de información único tiene el potencial de producir un cambio radical. Amplía el campo visual del homo informaticus para abarcar valores y sistemas alternativos. Lo más importante: resquebraja la ilusión de que este modo de vida es inevitable y predestinado, un primer paso necesario hacia la revolución. Que la revolución ocurra o no dependerá, desde luego, de una multitud de factores, muchos de los cuales tienen poco que ver con la información. La transición entre los efectos positivos y negativos debe terminar en una no linealidad, pero podemos decir con seguridad que no se activará a menos que se le muestre al público un mundo ordenado de otro modo: una alternativa.
El mero volumen de información es capaz de subvertir cualquier narrativa, al mostrar que hay alternativas. Los medios controlados por el Estado habían generado demasiada información, demasiada novedad, pero cuando fueron efectivos lograron convencer al homo informaticus de que no existían alternativas seguras al estado de cosas vigente.
Necesariamente, un canal independiente aportará efectos de demostración que contrastarán la historia que justifica al régimen con explicaciones alternativas igualmente plausibles que la contradigan.
Al juzgar a su gobierno, el homo informaticus puede hacerlo a la luz de posibilidades alternativas –diferentes perspectivas sobre la misma política o acontecimiento, diferentes valores invocados para una acción o inacción, diferente desempeño de otros gobiernos, reales o imaginados–. El primer paso para el escepticismo es la duda, y el homo informaticus, expuesto a un canal independiente, debe confrontar elecciones y dudas al construir su historia del mundo.
A medida que la fábula evolucionista se acerca al momento actual, el contenido prolifera.
Una vasta esfera de información global, que no cesa de producir controversias, puntos de vista y afirmaciones contrapuestas sobre cada tema, se vuelve accesible para nuestro héroe. El volumen y variedad exceden los de los medios controlados por muchos órdenes de magnitud. Si el homo informaticus intentara absorber esta masa, su cabeza explotaría. No es esto lo que ocurre. Deberá escoger. Lo mismo harán otros miembros del público. Por esa misma selectividad, la libertad de elegir sus canales de información, el público quiebra el poder de la clase mediadora creada por los medios masivos y, en los casos de dominio autoritario, controlada por el régimen.
La caída de los mediadores, dejando todo lo demás igual, implica el fin de la posibilidad del régimen de gobernar mediante la persuasión. Los gobiernos de todo tipo han tenido problemas para comprender la repentina inversión en el balance de poder informacional. Orgulloso en su jerarquía y sus credenciales, pero privado de canales de retroalimentación, el régimen está literalmente ciego a buena parte de ese contenido global. Se comporta como si nada hubiese cambiado más allá de los intentos de ideas extrañas –la pornografía, la irreligión, la americanización– de seducir al público. De modo más significativo, el régimen, en su ceguera, fracasa en ajustar su relato legitimador para hacerlo plausible en un ambiente abigarrado y ferozmente competitivo. Una representación precisa, basada en el volumen, mostraría que los medios estatales son microscópicos, invisibles, cuando se los compara con la esfera de información global. Así es como el homo informaticus experimenta el ambiente transformado: como una inundación amazónica de contenido irreverente, controversial, antiautoridad, que incluye críticas directas al régimen.
Las consecuencias son predecibles e irreversibles. El régimen acumula puntos débiles: la brutalidad policial, el desmanejo económico, los fracasos en la política exterior, las respuestas fallidas a las catástrofes. Estos problemas ya no pueden ocultarse ni desestimarse. En su lugar, son aprovechados por un público recientemente empoderado y ubicados en el centro de las discusiones abiertas. En esencia, son los fracasos del gobierno lo que ahora fija la agenda. A medida que el relato legitimador del gobierno se vuelve cada vez menos persuasivo, el homo informaticus ajusta su historia sobre el mundo en oposición a la del régimen. Se une a las filas de otros miembros descontentos del público, hostiles al statu quo, deseosos de pelearse con la autoridad, que buscan los medios para transmitir sus opiniones y dar vuelta la relación con quienes mandan.
Los medios de comunicación son, desde luego, provistos por la esfera de la información. La unidad de transmisión puede ser un individuo solo –un Hoder, un Wael Ghonim, cualquier miembro del público, incluido el homo informaticus–. El nivel de alcance es de miles de millones, distribuidos sobre la faz del planeta.
En esta etapa, el público, agrupado en torno de comunidades de interés en red, ha tomado el control efectivo de las herramientas de comunicación. Las comunidades vitales giran en torno de temas preferidos, en contraposición a los temas en los que los medios masivos, las corporaciones o los gobiernos desean que las personas se interesen.
Bajo gobiernos autoritarios, las comunidades vitales tenderán a confluir en una oposición política a medida que se topen con la vigilancia y el control del régimen. El régimen todavía controla el aparato represivo. Puede negarle atención, atacar físicamente, encarcelar o incluso matar al homo informaticus, pero no puede silenciar su mensaje, porque su mensaje está constantemente amplificado y propagado por la comunidad opositora. Dado que la oposición domina las herramientas de comunicación y está inserta en la esfera de información global, su voz llega más allá de lo que cualquier gobierno nacional puede alcanzar.
Esta era la situación en Egipto antes del levantamiento del 25 de enero de 2011. Esta es la situación en China hoy. La riqueza y la fuerza bruta del Estado moderno tienen su contrapeso en los vastos poderes comunicativos del público. Se colocan filtros para el acceso a internet, agentes de la policía monitorean sitios sospechosos, los comunicadores extranjeros son bloqueados, los blogueros del país son acosados y encarcelados, pero cada incidente que rasga la legitimidad del régimen es apropiado por un público rebelde y luego transmitido y amplificado hasta que la crítica se viraliza.
El tironeo de la guerra enfrenta a la jerarquía contra la red, el poder contra la persuasión, el gobierno contra los gobernados: bajo estas condiciones de alienación, cada centímetro del espacio político es disputado, y la turbulencia se vuelve una característica permanente de la vida política.
Las condiciones objetivas y la naturaleza del sistema político deben ser tomadas en cuenta cuando se trata del proceso evolutivo que acabo de describir. La violencia del régimen importa. Era más seguro protestar contra Ben Ali en Túnez o Mubarak en Egipto que contra Gadafi en Libia o Bashar al-Assad en Siria; o, para el caso, contra la dinastía Kim en Corea del Norte.
Pero el ascenso del homo informaticus pone a los gobiernos sobre el filo de una navaja, donde cualquier error, cualquier evento adverso puede convocar al público conectado en red a las calles, sediento de sangre. Esta es la situación actual para los gobiernos autoritarios y las democracias liberales. La crisis en el mundo que deseo retratar concierne a la pérdida de confianza en el gobierno, en sentido amplio. La extinción masiva de los relatos legitimadores no deja margen para el error, ningún depósito residual de buena voluntad por parte del público. Cualquier chispa puede hacer volar por los aires a cualquier sistema político, en cualquier momento, en cualquier lugar.
Comencé formulando una pregunta sobre cómo algo tan abstracto como la información puede influir sobre algo tan real como el poder político. Permítanme terminar el capítulo proponiendo una respuesta, en forma de tres afirmaciones o hipótesis:
1. La información influye sobre la política porque no puede ser digerida por el relato justificador de un gobierno.
2. Cuanto mayor sea la difusión de información hacia el público, más ilegítimo se verá cualquier statu quo político.
3. El homo informaticus, conectado en redes y constructor y portador de la esfera de información, presenta un desafío existencial para la legitimidad de todo gobierno con el que se encuentra.
Nota: este artículo es un extracto del capítulo «Mi tesis» del libro Interferencias, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2023. Traducción del inglés de Santiago Armando.
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1.
Sandmonkey [mono de la arena] es un epíteto derogatorio usado en algunos países de habla ingles contra la población de Oriente Medio y el norte de África [N. del T.].
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2.
Dictador egipcio, ejerció el poder entre 1981 y 2011, cuando las revueltas en el marco de la llamada «primavera árabe» provocaron su renuncia [N. del E.].
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3.
Activista egipcio conocido por su participación en la revolución de 2011 [N. del E.].
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4.
M. Douglas y A. Wildavsky: Risk and Culture: An Essay on the Selection of Technological and Environmental Dangers, University of California Press, Berkeley, 1985.
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5.
Ibíd.
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6.
Ibíd.
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7.
William Wordsworth (1770-1850) fue un poeta inglés, uno de los grandes literatos románticos [N. del E.].
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8.
Sociólogo y periodista canadiense. Autor de varios bestsellers, ha sido incluido en la lista de las 100 personas más influyentes de Time y considerado uno de los principales pensadores mundiales por Foreign Policy [N. del E.].
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9.
En español en el original [N. del E.].
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10.
C. Shirky: Here Comes Everybody: The Power of Organizing Without Organizations, Penguin Books, Londres, 2008.