Peinar el 2001 a contrapelo: del «Argentinazo» a la nueva derecha
Nueva Sociedad 308 / Noviembre - Diciembre 2023
A poco más de dos décadas del estallido de 2001, el inconformismo social retornó en medio de una profunda crisis económica y social. El triunfo electoral del outsider de derecha Javier Milei, montado en ese clima, tiene resonancias con aquellas jornadas en las que las multitudes cantaban «Que se vayan todos» y ponían contra las cuerdas al sistema político. Pero si el 2001 fue hegemonizado por el progresismo, hoy es la derecha radical la que encarna las nuevas emociones insurreccionales.
Hace poco más de dos décadas, Argentina estallaba por los aires. El presidente Fernando de la Rúa debió renunciar y huir en helicóptero desde los techos de la Casa Rosada, en medio de una masiva ola de protestas en su contra. La imagen del despegue quedó congelada como símbolo de la época y como amenaza para sus sucesores.
No menos importante, la revuelta interclasista se solapó con el estallido del modelo de la convertibilidad entre el peso argentino y el dólar, que había garantizado una inédita estabilidad de precios durante diez años al tiempo que incubaba una serie de desequilibrios económicos y sociales que estaban condenados a explotar; estos derivaron en el famoso «corralito» bancario y en una serie de «cuasimonedas» (bonos emitidos por las provincias que circulaban como moneda de curso legal). No obstante, en un sentido más amplio, el 2001 constituyó un verdadero acontecimiento, con su singularidad, su carácter contingente e irrepetible, y sus efectos en términos de experiencias y subjetividades. La ciudad de Buenos Aires se poblaba de asambleas ciudadanas, y los piqueteros, que años antes habían convertido los cortes de rutas en espacios densos de resistencia y sociabilidad, confluían fugazmente con las capas medias de la capital argentina.
A 22 años de ese 2001, es sorprendente el aire de familia del malestar actual con el de aquellos días. Pero si a fines de los años 90, la izquierda cantaba «se viene el estallido», hoy, la misma canción de la banda Bersuit Vergarabat que reza «se viene el estallido / de mi guitarra / de tu gobierno» ha jalonado el crecimiento electoral del libertario de extrema derecha Javier Milei, tras su salto a la política en 2021.
Yo te odio, político
El 2001 operó como un momento de catarsis generalizada –un gran porcentaje de los discursos en las asambleas barriales eran una suerte de liberación personal– con un tejido intergeneracional: la generación de los años 70 sintió que finalmente había llegado el momento de revertir la derrota que la dictadura militar había provocado sobre su «generación diezmada», la de los 80 pudo experimentar que el neoliberalismo era «derrotable» y la aún más joven pudo hacer su entrada en la política en una coyuntura cargada de épica.
En los años 90 se había dado forma a una nueva identidad posindustrial –los piqueteros–, un nuevo formato de protesta –el corte de ruta–, una nueva modalidad organizativa –la asamblea– y un tipo específico de demanda –trabajo–. «La consolidación de un nuevo repertorio», escribieron entonces Maristella Svampa y Sebastián Pereyra, «tiene menos la forma de un reemplazo que de una nueva alianza y articulación entre sindicatos disidentes, partidos –de izquierda– y desocupados, poco a poco reunidos bajo la simbología piquetera»1. La política popular se movió de la fábrica al barrio. Se asistía entonces a una cierta incapacidad del peronismo para seguir expresando a los movimientos populares, ya que se lo asociaba a las reformas neoliberales e incluso a las represiones que sufrían a menudo quienes cortaban las rutas durante la década de 1990.
En el plano ideológico imperó una suerte de «momento Le Monde diplomatique». La difusa pero eficaz apelación al «posneoliberalismo», de la que esa revista global francesa era una suerte de heraldo, aparecía como un paraguas de múltiples sensibilidades y movimientos que emergían como hongos. Pero también fue un momento autonomista. En una coyuntura de fuerte movilización, pero sin el horizonte de llegar a ocupar el Estado, la insurrección zapatista en México ofrecía una «salida»: «cambiar el mundo sin tomar el poder», como proponía el libro del irlandés-mexicano John Holloway, quien en los días posdiciembre de 2001 convocaba multitudes en Argentina, como cuando llenó el Aula Magna de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. La idea de una política que «prefigurara» la nueva sociedad desde los márgenes y no desde las instituciones estatales capturaba entonces una gran parte de los imaginarios de cambio y de las energías militantes.
Ya antes, en 1999, un grupo de estudiantes había ideado el «Movimiento 501» para no votar en las elecciones presidenciales de ese año (en Argentina el voto es obligatorio, pero se puede justificar la no concurrencia a las urnas si se está a más de 500 kilómetros del domicilio del padrón electoral). Entre los principales organizadores de esa pequeña gesta estaba el joven economista Axel Kicillof, más tarde ministro de Economía de Cristina Fernández de Kirchner y actualmente gobernador reelecto de la provincia de Buenos Aires, la más poblada del país.
Dos años más tarde, en las elecciones legislativas de 2001, la estrella fue el denominado «voto bronca» (blanco y nulo). Si hay un libro que refleja, desde su título, el clima de esos años es La política está en otra parte2. En efecto, destacamentos de sociólogos se dedicaron entonces a ir a esa «otra parte» y estudiar in situ movimientos piqueteros de las zonas profundas del Gran Buenos Aires, pero también de las provincias petroleras del norte y del sur, campesinos, «fábricas recuperadas» autogestionadas por sus trabajadores, etc. Pero también había otro libro, del escritor Dalmiro Sáenz, titulado Yo te odio, político. El libro para todos los ciudadanos que no viven de la política3, que estaba en línea con un mundo mediático y cultural que expresaba el inconformismo dominante e incluso lucraba con la industria del pesimismo político4.
Mientras tanto, los políticos no podían salir a la calle sin el riesgo de ser agredidos, los diputados abandonaban casi clandestinamente el Congreso tras las sesiones y los cuestionados jueces de la Corte Suprema nombrados bajo el gobierno de Carlos Menem (1989-1999) veían desde sus ventanas los masivos escraches frente a sus domicilios en los momentos álgidos de las protestas. Aunque los sindicatos convocaron huelgas y planes de lucha en los días previos al 19 y 20 de diciembre de 2001, las movilizaciones ocurrieron en gran medida al margen de las grandes entidades sindicales. De hecho, muchas de las marchas se realizaban en la tarde/noche, después del horario laboral, aprovechando las temperaturas estivales de esa época del año en el hemisferio sur.
No obstante, con Walter Benjamin como un pensador de moda en estos días, es posible también tratar de «peinar la historia [del 2001] a contrapelo». La crisis favoreció una particular convergencia en las calles de quienes detestaban el capitalismo con quienes habían confiado (una vez más) en él5, poniendo su dinero en los bancos tras «olvidar» la crisis hiperinflacionaria de 1989, solo una década antes. Si hay que elegir una imagen de 2001, quizás podríamos optar por la de una señora proveniente de un barrio acomodado que, delante de las cámaras de televisión, sacó un martillo de su cartera y comenzó a golpear las chapas metálicas que los bancos habían colocado sobre puertas y ventanas para protegerse de la furia de los ahorristas (de sus propios clientes). Es decir, en 2001 confluyeron quienes nunca habían confiado en el neoliberalismo con quienes lo habían celebrado y cuya impotencia nacía precisamente del hecho de sentirse traicionados (una vez más); los cacerolazos y el «Que se vayan todos», contra una «casta» que entonces no recibía ese nombre, unieron a unos y otros en un movimiento aluvional y único, con una potencia también excepcional.
Aun así, no deja de ser sorprendente que en las elecciones de 2003, dos candidatos que proponían una profundización del «modelo», el ex-presidente Carlos Menem (que promovía la dolarización de la economía) y el fugaz ministro de Economía Ricardo López Murphy, promotor del «déficit cero», superaran sumados 40% de los votos. Solo el fortísimo rechazo que concitaba la figura de Menem, que obtuvo 24,4%, logró que un poco conocido Néstor Kirchner, con solo 22% de los sufragios en la primera vuelta, llegara a la Presidencia de la Nación desde Santa Cruz, la provincia del extremo sur argentino que gobernaba con un estilo peronista bastante convencional. Menem se bajó finalmente del balotaje para evitar la humillación y Kirchner no pudo «reventar las urnas» con votos contra el ex-presidente, como anticipaban las encuestas, y se quedó con su exiguo 22%.
De esta forma, de la vertiente impugnadora del neoliberalismo emergería el kirchnerismo, una variante del peronismo que constituyó una verdadera facción capaz de modificar el ethos del movimiento fundado por Juan Perón en la década de 1940 con un proyecto de centroizquierda. De la otra vertiente saldría algo más tarde una fuerza de centroderecha: la liderada por el ex-presidente del club Boca Juniors y empresario Mauricio Macri, que puso en pie el primer partido exitoso por fuera del bipartidismo histórico. Modelado por el gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba bajo la premisa de que a la mayoría de la gente no le interesa la política, Propuesta Republicana (pro) asumiría una fuerte carga postideológica. Pero al mismo tiempo – y a la luz del contexto no debería sorprender–, kirchneristas y macristas prometieron al electorado la conquista de un «país normal».
En el caso de Kirchner, como escribió Gabriel Vommaro, «eso suponía reconstruir la autoridad del Estado, la confianza en las instituciones y una cohesión social maltrecha». En el macrismo, la normalidad pasaría, por el contrario, por un programa pos o antipopulista de tipo republicano, modernizador y de «vuelta al mundo» capaz de capturar el «ethos del voluntariado y el emprendedorismo anclado en el mundo de los negocios y de las ong» para «llevar al Estado la eficiencia y la transparencia que, en una visión encantada, impera en esos mundos»6.
País normal 1: «Orden y progresismo»
En uno de sus libros, Martín Rodríguez capturó en dos palabras el significado del proyecto liderado por Kirchner: orden y progresismo, jugando con las palabras «orden y progreso», la consigna de las elites positivistas latinoamericanas del siglo xix7. A diferencia de la izquierda, que vio en el «Argentinazo» de 2001 lo más parecido a una revolución –y rescató su potencia productiva–, el kirchnerismo siempre leyó el estallido en términos de pura crisis. Su respuesta fue entonces construir un nuevo orden, anudado con un discurso progresista pero alejado de la épica de tipo bolivariana o «anticapitalista». Para seguir con títulos de libros que sintetizan épocas, podemos apelar al de la ensayista Beatriz Sarlo, que definió a Kirchner como una mezcla de «audacia y cálculo»8: audacia para encarnar la «agenda del 2001» y cálculo para moverse en el interior del peronismo sin hacer asco a las viejas prácticas políticas. Para construir ese «orden y progresismo», Néstor Kirchner contaría con el terreno allanado por el gobierno de transición de Eduardo Duhalde, quien después de varios presidentes fallidos y fugaces hizo el «trabajo sucio» de devaluar el peso, con su efecto sobre los salarios reales, e imponer el orden, lo que incluyó hechos de represión ampliamente repudiados como los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en junio de 2002, que marcarían negativamente su presidencia.
Kirchner fue sin duda un «presidente inesperado» que, como ya señalamos, ganó con muy pocos votos y por eso mismo debió construir su legitimidad desde el poder. Y lo hizo reflejando la identidad de un peronismo de izquierda que siempre fue minoritario en el movimiento y que históricamente concitó el rechazo del peronismo ortodoxo, sobre todo de la rama sindical hegemonizada por una dirigencia con visiones corporativistas y anticomunistas. El nuevo mandatario desempolvó un discurso revisionista sobre la violencia política en la década de 1970, reactivó los procesos a los militares acusados de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar (1976-1983), nombró a jueces prestigiosos en la Corte Suprema y reivindicó a la «juventud maravillosa» que formó parte del peronismo revolucionario de los años 60 y 70, donde él mismo había militado de joven. En palabras de Sarlo, para la mayoría de los argentinos Kirchner era una hoja en blanco. Pero, lejos de ser una debilidad, esa fue su mejor cualidad, la que le permitió reinventarse a sí mismo.
De este modo, Kirchner se autoconstruyó como un presidente progresista y colocó al peronismo en esa estela. Fue un presidente fuerte porque comenzó entendiendo que era débil y que necesitaba legitimarse a través de la gestión, pero también mediante la puesta en circulación de símbolos poderosos. Desde su asunción, buscó marcar la diferencia. El día en que tomó el mando, el 25 de mayo de 2003, se zambulló literalmente en la multitud, rompiendo los protocolos de seguridad. En esa multitud estaban «los restos dispersos de una subjetividad de izquierda que no había encontrado dónde sostenerse»9. En esos restos dispersos había peronistas de izquierda que cargaban con el duelo infinito de la derrota de los años 70 y ex-militantes comunistas que vieron desmoronarse a la Unión Soviética, que se mezclaban con jóvenes sin experiencia militante previa que creían ver en el nuevo gobierno «la vuelta de la historia».
El propio Kirchner dijo en su discurso de posesión que formaba parte de «una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias». Pero, a decir verdad, el nuevo presidente comenzó su gobierno de manera más bien exploratoria y moderada, apelando en un principio a tocar una sensibilidad republicana extendida en los sectores medios (reforma de la Corte Suprema de Justicia, política de derechos humanos); el kirchnerismo tal como lo conocemos se iría construyendo con el tiempo. Y en esa construcción, el «setentismo», como revancha generacional, será una clave de lectura que no puede soslayarse. No faltaron, entonces, los símbolos que escenificaron el «cambio de época»: el lugar de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en todos los actos; la orden al jefe del Ejército para que retirara en vivo y en directo el retrato del dictador Jorge Rafael Videla de la galería del Colegio Militar, con Kirchner allí presente; el pago de la deuda al Fondo Monetario Internacional (fmi) para «independizar» al país; el alineamiento con los gobiernos de la «marea rosa» latinoamericana (aunque sin incorporar el discurso del socialismo del siglo xxi), etc. Luego Cristina Fernández continuaría el trabajo de kirchnerizar el peronismo.
Hay varios momentos que jalonaron la construcción kirchnerista. Uno es el enfrentamiento con los sectores rurales en 2008, una derrota para el gobierno ya presidido por Cristina Fernández que sin embargo terminó siendo una victoria: tras el fracaso legislativo de la modificación de los impuestos a las exportaciones de soja, el gobierno inició una batalla cultural en la que reemergió en el discurso público el viejo clivaje populista pueblo versus oligarquía. De esta batalla cultural participaron sectores del mundo artístico –y de la cultura en general– que fueron claves en la hegemonía kirchnerista.
Otro escalón en la constitución del kirchnerismo como identidad política fue la conmemoración del Bicentenario de la Revolución de Mayo en 2010. Se trató de un espectáculo masivo, pop y vanguardista, marcado por la imponente estética del grupo teatral Fuerza Bruta. Aunque hubo una visión revisionista de la historia nacional desde sus inicios, incluida la reivindicación de los pueblos indígenas, lo más importante fue cómo se leía la historia del último medio siglo. Las Madres de Plaza de Mayo ocuparon un lugar central. «La versión es redencionista: las Madres cierran la violencia del siglo xx y preparan la reparación de los primeros años del siglo xxi», apunta Sarlo10. Desde el oficialismo se leerá el festejo con el prisma de las visiones peronistas sobre el 17 de octubre de 1945, como la rebelión del subsuelo de la patria (como alguien definió al peronismo), la emergencia plebeya…
La multitud invisible se transformó en el pueblo del Bicentenario –escribió el intelectual kirchnerista Ricardo Forster–, la multitud, los negros de la historia, los incontables, los que pujan desde el fondo de los tiempos por el reconocimiento y la igualdad hicieron acto de presencia y lo hicieron transformando durante cuatro días a Buenos Aires en una magnífica alquimia de ágora y carnaval, de imágenes monumentales desplegadas sin medir riesgos estéticos por la fuerza bruta de la invención artística y la inquieta interrogación por aquello del pasado que sigue insistiendo en el presente.11
Pero en realidad la estética estuvo más bien dirigida hacia las capas medias y las juventudes. La Cámpora, agrupación fundada por Máximo Kirchner –hijo de Néstor y Cristina– atrajo a nuevas camadas de jóvenes12. No obstante, a diferencia de otras organizaciones del pasado, el crecimiento de La Cámpora estuvo ligado a su acceso al Estado y sus recursos. Svampa identifica un cambio respecto al «ethos militante» que predominó en 2001. «La militancia kirchnerista apunta a la revalorización del rol del Estado y combina una buena dosis de pragmatismo político con las clásicas apelaciones a lo nacional-popular (en las que se incluye la defensa del líder como expresión y condensación del proyecto político)»; de allí las formas verticales e incluso autoritarias de liderazgo interno13. Demonizada por la oposición, La Cámpora será también resistida en el interior del campo peronista, cuyos dirigentes más tradicionales la perciben como un conjunto de jóvenes arribistas a la caza de espacios de poder, sobre todo en las listas de legisladores del peronismo y en instituciones con grandes presupuestos del Estado. Los camporistas se presentan como «soldados» de Cristina Fernández y a la vez como «cuadros técnicos», asumiendo como función custodiar y asegurar la continuidad, e incluso la radicalización, del proyecto, además de garantizar el «trasvase generacional».
Un tercer momento clave es la repentina muerte de Néstor Kirchner, el 27 de octubre de 2010, y su mitificación como el hombre capaz de dar un sentido a los sacrificios y derrotas del pasado y de habilitar un nuevo presente para el país. Fue ese el clima político en que Cristina Fernández de Kirchner ganó las elecciones presidenciales de 2011 con un contundente 54% de los votos. Pero, a diferencia del momentum del Bicentenario, la economía comenzaría a desacelerarse y las nuevas medidas, como las restricciones a la compra de dólares (además de la manipulación de las estadísticas públicas que había comenzado varios años antes), provocarían un alejamiento de sectores medios y un crecimiento de la centroderecha.
Más allá del balance de sus políticas y de la opacidad en su forma de manejar los recursos públicos (y personales), no cabe duda de que durante sus tres gobiernos (2003-2015) el kirchnerismo actualizó la tradición nacional-popular en el país. Fue producto de, y al mismo tiempo cerró, el proceso abierto en 2001. Ideológicamente, como siempre ocurre con el peronismo, captó el nuevo clima de la época: el antineoliberalismo; políticamente, repuso la autoridad del Estado y la legitimidad de la figura presidencial. Una suerte de progresismo desde arriba que, por un lado, sellaba la vuelta a la normalidad y, por el otro, prometía restaurar el Estado de Bienestar perdido.
Hasta 2008, predominó el discurso del «país normal»; después lo haría el de la lucha de la patria contra la antipatria, en una clave que entroncó más con el discurso bolivariano, aunque la Argentina kirchnerista siempre mantuvo un mejor funcionamiento de las instituciones de la «democracia liberal» y, más en general, del pluralismo político. Al mismo tiempo, como escribió el ex-ministro de Economía Matías Kulfas, en el plano económico hubo «tres kirchnerismos»: el del mandato de Néstor Kirchner, el primero de Cristina Fernández con Kirchner vivo (lo que algunos llamaron «doble comando») y, tras la muerte de este, el de Cristina Fernández en soledad. Las visiones de la economía cambiaron junto con los contextos. Entre 2003 y 2013 el país creció a «tasas chinas» (6,7% anual), lo que llevó a que Cristina Fernández hablara de la «década ganada». 2003-2008 fue, en efecto, un periodo de expansión de la industria manufacturera, mejora del salario real y superávit fiscal y comercial14. Para la oposición, no obstante, fue una «década desperdiciada», producto de un «viento de cola» (altos precios internacionales de los commodities) que no se aprovechó lo suficiente para salir de visiones cortoplacistas. Ya en 2011, la situación comenzó a empeorar y sobrevinieron la desaceleración y el estancamiento, y más tarde el control de cambios: el llamado «cepo» al dólar.
En el plano político, sobre todo en la era cristinista, el kirchnerismo se presentó como la izquierda realmente existente. Incluso la propia Cristina Fernández de Kirchner dijo en 2014: «A mi izquierda está la pared». Y, sin duda, el peronismo volvía a ser un problema (o una solución) para las izquierdas, que debieron posicionarse frente a un movimiento político reinventado: a diferencia de otros populismos de la región y apoyándose en una sensibilidad progresista, el kirchnerismo levantó la bandera de los derechos civiles (matrimonio igualitario, Ley de Identidad de Género) y, al mismo tiempo, cambió el alineamiento internacional del país en una clave moderadamente antiimperialista. En este nuevo contexto, el mapa de la izquierda se transformó. Y cada tradición política buscó posicionarse en una gama que fue desde la exterioridad hasta la incorporación en el bloque peronista ampliado.
Pero como lo señaló Pablo Touzon, el kirchnerismo introdujo otro cambio relevante en el interior del peronismo15. Hasta entonces, los líderes que terminaban su mandato o eran derrotados salían del centro de la escena –así pasó con Menem o Duhalde–. Pero el kirchnerismo construyó una facción estable en el movimiento. Y, a la larga, una suerte de minoría intensa en la sociedad: con el kirchnerismo no alcanza, sin el kirchnerismo no se puede… Allí yacen muchos de los problemas del peronismo contemporáneo.
País normal 2: República versus populismo
«Veo al país como un gran equipo», dijo Mauricio Macri en su discurso de asunción a fines de 2015. Y no era casual: el ex-presidente de Boca Juniors buscaba proyectarse como un team leader cuya meta era la modernización del país. En palabras de Vommaro, «managers y voluntarios son portadores [para el macrismo] de las virtudes con las que transformar el mundo público»16. Una lógica coherente con la de un think tank transformado en partido –pro– que primero gobernó la ciudad de Buenos Aires y luego, aliado a la centenaria Unión Cívica Radical (ucr), venció por escaso margen al peronista moderado Daniel Scioli. La apuesta del macrismo fue que si el país superaba la anomalía populista todo se encaminaría. Por eso, Macri aseguró en la campaña que bajar la inflación sería sumamente fácil. Y lo mismo ocurriría con la falta de inversiones. Pero si bien fue el primer presidente de una fuerza ideológicamente promercado, la discursividad del pro fue bastante «posideológica», y en gran medida alejada de la defensa militante del achicamiento del Estado que en los años 90 encarnaba el ministro Domingo Cavallo. Al mismo tiempo, desplegó un discurso minimalista y a tono con las nuevas sensibilidades sociales en la era de la autoayuda y el mindfulness.
Ya fuera por la persistencia de la memoria (negativa) del periodo neoliberal, ya fuera por un tejido de organizaciones sociales y sindicales fortalecido durante los tres gobiernos kirchneristas, el macrismo evaluó que la correlación de fuerzas no permitía demasiada radicalidad. Por eso, Macri optó inicialmente por un programa «gradualista» y por mantener las políticas sociales del kirchnerismo, como la Asignación Universal por Hijo (auh), lo que se sumó a las estrechas relaciones que el Ministerio de Desarrollo Social, a la cabeza de Carolina Stanley, mantuvo con las organizaciones de desocupados.
Entre las primeras medidas «estrella» de Macri estuvo la salida del «cepo» cambiario (control de cambios), así como políticas de «normalización» del frente financiero (pago de deuda a los fondos buitres, etc.). «El gradualismo fue posible gracias a la herencia económica del kirchnerismo –escribió José Natanson–. Aunque el segundo gobierno de Cristina Fernández estuvo marcado por el deterioro económico, hubo, en un contexto de caída de prácticamente todos los indicadores, dos que se mantuvieron en niveles razonables: empleo y deuda». Los resultados de esta apuesta gradualista no fueron los esperados: la inversión extranjera directa se mantuvo en los mismos niveles que en los últimos años del kirchnerismo, las exportaciones no despegaron y la fuga de divisas continuó. Pero pese a todo, con algunas minimedidas heterodoxas, el macrismo logró ganar las elecciones legislativas de 201717. Y muchos anticiparon una reelección segura de Macri en 2019.
Cada vez más, la política argentina fue leída como una puja entre el Partido del Conurbano bonaerense (la Argentina asistida) versus el Partido de la Pampa Húmeda (la Argentina productiva); entre quienes viven de la política social o del clientelismo estatal (provincias pobres del norte y algunas menos pobres del sur) y quienes pertenecen a la Argentina generadora de dólares (provincias agroindustriales del centro)18. De esta manera, el sistema político volvió a una forma de bipartidismo –ahora bicoalicional, gustan decir algunos politólogos– que replicaba parcialmente la vieja geografía electoral entre peronismo y antiperonismo.
En ese contexto, «el campo» ocupó desde 2008 un destacado lugar político/simbólico, actualizando viejas imágenes nacionales, tanto la que remite al país próspero basado en la innovación y el trabajo duro como la opuesta: la de una oligarquía terrateniente que busca frenar la industrialización argentina. Sustentada en la economía de la soja, la llamada «zona núcleo» constituye «un entramado extenso que incluye desde los puertos de las multinacionales sobre el río Paraná y las grandes propiedades tradicionales hasta los nuevos pools de siembra y las empresas prestadoras de servicios agropecuarios. Lejos de la imagen tradicional de terratenientes y peones, el campo argentino es hoy tierra de ingenieros agrónomos, veterinarios, mecánicos de maquinaria agrícola, pilotos de aviones fumigadores». Más importante aún, «esta nueva clase media semirrural fue construyendo, en particular en su confrontación con el kirchnerismo, un relato de sí misma como el actor más dinámico de la economía argentina, competitivo, hipertecnologizado e integrado a la globalización, y desprovisto además de reclamos de subsidios»19. Por eso, otra de las grandes medidas del macrismo fue reducir o eliminar las «retenciones» a la exportación de productos agrícolas. No hay que olvidar que, como mencionamos, la batalla de los sojeros, con cortes de rutas en diferentes puntos del país, fue la más importante del espacio opositor durante los 12 años de hegemonía kirchnerista y activó una fuerte solidaridad urbana de sectores medios, que salieron masivamente a las calles en favor de los «productores», símbolo de la Argentina «que trabaja» y es «esquilmada» por el Estado.
Pero el gobierno de Macri terminó con picos de inflación y pobreza, y un escenario muy diferente del que el entonces presidente había imaginado cuando asumió y prometió «pobreza cero». La paradoja fue, en todo caso, que el fracaso macrista no fue causado por la movilización popular sino por el dictamen negativo de los «mercados». Como mostraron Nicolás Comini y José Antonio Sanahuja en un artículo de 2018, centroderechas como las de Macri apostaban por una «apertura al mundo», pero el mundo estaba cambiando. Por ello, América Latina no encontró las respuestas favorables que las centroderechas esperaban de su «giro globalista»20. No casualmente, Mauricio Macri había apoyado a Hillary Clinton contra Donald Trump en 2016, indicando que él creía «en las relaciones, en las redes, no en levantar muros» y que esperaba tener en la Casa Blanca «una contraparte que crea en lo mismo»21. De hecho, el macrismo había hecho suya parte de la estética obamista.
Pero lo que parecía el camino hacia una reelección segura de Macri en 2019 se transformó en un terreno fangoso e incierto. El país terminó en 2018 con una inflación superior a 40%, el valor del dólar pasó de 10 pesos a más de 50 pesos entre 2015 y 2019 y, en un contexto recesivo, la tasa de pobreza trepó a más de 35%. Y a todo eso se sumó un cuestionado megapréstamo del fmi por 50.000 millones de dólares, habilitado por Christine Lagarde –la entonces directora del organismo– como un rescate al propio macrismo. La promesa de un «país normal» se derritió en un escenario de crisis y caída de la imagen presidencial.
Cuando se acercaban las elecciones de 2019, Cristina Fernández de Kirchner dio un paso inesperado, cuyo objetivo era principalmente volver a unir al peronismo. Eligió al ex-jefe de gabinete de Néstor Kirchner, Alberto Fernández, como candidato, y se reservó para ella la Vicepresidencia. Fernández era considerado hasta poco antes una suerte de traidor en las filas kirchneristas, ya que se había alejado de la ex-presidenta y no había ahorrado epítetos contra su gestión. Incluso desde el kirchnerismo lo acusaron públicamente de ser lobista de Repsol y operador del grupo de medios Clarín. Pero en los últimos tiempos, la ex-mandataria lo había «amnistiado» y ambos comenzaron un proceso de acercamiento personal y político. La jugada funcionó. Posiblemente, en mayor medida gracias al fracaso macrista que a la pericia estratégica de Cristina Fernández de Kirchner, aunque su salida del centro del tablero era sin duda hábil: lograba reducir la animadversión hacia ella y presentar una candidatura moderada capaz de atraer votos descontentos con la gestión de Macri e, insistimos, unificar el peronismo (sumó, por ejemplo, al díscolo Sergio Massa, quien más tarde fue elegido presidente de la Cámara de Diputados).
El 27 de octubre de 2019, el Frente de Todos, nueva denominación del espacio peronista ampliado, logró dos victorias contundentes: Axel Kicillof derrotó con más de 50% de los votos a la gobernadora María Eugenia Vidal, figura destacada del pro, y Alberto Fernández fue elegido presidente, sin necesidad de balotaje, con más de 48%. No obstante, Macri achicó la diferencia respecto de su debacle en las elecciones primarias y se garantizó la supervivencia política.
País anormal: nos caemos, nos levantamos
Si el macrismo asumió denunciando la «pesada herencia» que le había dejado el kirchnerismo, Alberto Fernández comenzó su gobierno recordando la que le había dejado Mauricio Macri, y sus técnicos se desvelaban con los vencimientos de la deuda externa. Más que una retórica sobre el país normal, Fernández apeló a la épica de un país que se cae y se levanta, una y otra vez. La pandemia cancelaría cualquier veleidad de normalidad durante su mandato. Con un buen manejo comunicacional en sus comienzos, el gobierno sufriría luego una serie de traspiés políticos («vacunación vip», cierre casi indefinido de las escuelas, festejo del cumpleaños de la primera dama en la residencia oficial en medio de la cuarentena), sumados a cifras macroeconómicas agravadas por el covid-19.
Entretanto, la oposición de centroderecha se dividió entre un ala más moderada representada por el jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires Horacio Rodríguez Larreta (las «palomas»), y una más radicalizada encarnada por la ex-ministra de seguridad y presidenta de pro Patricia Bullrich (los «halcones»), con Macri más cerca de estos últimos. De hecho, el ala dura salió varias veces a las calles contra las medidas anti-covid del gobierno con las banderas de la «Libertad» y la «República».
El tema más candente del gobierno de Alberto Fernández fue la firma de un acuerdo con el fmi para renegociar la deuda heredada, cuya negociación estuvo a cargo del entonces ministro de Economía Martín Guzmán. El kirchnerismo se venía distanciando de cualquier salida pactada con el Fondo. Y los desencuentros entre el presidente y su vicepresidenta fueron la marca de un gobierno que nunca pudo terminar de despegar y que vio empeorar muchas de las cifras macroeconómicas, sobre todo la inflación, que llegaría hasta 140% interanual. El papel de Alberto Fernández terminó desdibujado al extremo, mientras el kirchnerismo volvía a confirmar que era una minoría grande, incluso muy grande, pero sin la capacidad hegemónica del pasado. Fue ese impasse el que le abrió las puertas al centrista y ultrapragmático Sergio Massa como candidato de unidad peronista en 2023.
Alejandro Galliano sostiene que, al final de cuentas, los argentinos albergan «el oscuro deseo de un estallido que solucione los problemas económicos en un parpadeo», una especie de «catastrofismo optimista»22. El salto a la política de Javier Milei –quien en solo dos años dio el sorpasso a la centroderecha y pasó de los estudios de televisión a la Casa Rosada, con un discurso «anarcocapitalista», una crítica furibunda a la «casta política» y una motosierra en la mano– expresó una suerte de «retorno de lo reprimido» del 2001 y ese deseo de estallido; una nueva versión del «Yo te odio, político» de Dalmiro Sáenz. Pero si en 2001 la indignación en Occidente rimaba con las críticas al neoliberalismo, hoy conecta con diferentes expresiones de las «derechas alternativas». Y eso mismo pasó en Argentina, bajo una curiosa versión «paleolibertaria» –como se la denomina en Estados Unidos23–. La victoria de Milei, aliado al ex-presidente Macri, anuncia una reconfiguración de la derecha argentina y un incierto –y posiblemente convulsionado– escenario político.
Nota: una primera versión de este artículo fue publicada con el título «Argentina a 20 años del 2001: todo igual, todo distinto», Análisis Carolina No 35, Fundación Carolina, 12/2021.
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1.
M. Svampa y S. Pereyra: Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras, Biblos, Buenos Aires, 2003, p. 23.
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2.
Hernán López Echagüe: La política está en otra parte. Viaje al interior de los nuevos movimientos sociales, Norma, Buenos Aires, 2002.
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3.
Planeta, Buenos Aires, 2001.
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4.
Eduardo Minutella: «El año que votamos a Clemente» en Panamá, 1/8/2021.
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5.
Martín Rodríguez: «Última visita al 2001, ese museo de grandes novedades» en elDiarioAR, 5/12/2021.
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6.
G. Vommaro: «‘Unir a los argentinos’. El proyecto de ‘país normal’ de la nueva centroderecha en Argentina» en Nueva Sociedad No 261, 1-2/ 2016, disponible en www.nuso.org.
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7.
M. Rodríguez: Orden y progresismo. Los años kirchneristas, Emecé, Buenos Aires, 2014.
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8.
B. Sarlo: La audacia y el cálculo. Néstor Kirchner 2003-2010, Sudamericana, Buenos Aires, 2011.
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9.
Ibíd., p. 224.
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10.
Ibíd.
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11.
R. Forster: «El pueblo del Bicentenario» en Página/12, 30/5/2010.
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12.
El nombre refiere a Héctor J. Cámpora, fugaz presidente en 1973 con el apoyo del peronismo de izquierda.
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13.
M. Svampa: «Argentina, una década después. Del ‘que se vayan todos’ a la exacerbación de lo nacional-popular» en Nueva Sociedad No 235, 9-10/2011, disponible en nuso.org.
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14.
M. Kulfas: Los tres kirchnerismos. Una historia de la economía argentina 2003-2015, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2019.
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15.
P. Touzon: «Ganar y perder en el nuevo peronismo» en El País, 15/11/2021.
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16.
G. Vommaro: ob. cit.
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17.
J. Natanson: «Mauricio Macri en su ratonera. El fin de la utopía gradualista» en Nueva Sociedad No 276, 7-8/2018, disponible en nuso.org.
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18.
M. Rodríguez: «Última visita al 2001, ese museo de grandes novedades», cit.
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19.
J. Natanson: ob. cit.
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20.
N. Comini y J.A. Sanahuja: «Las nuevas derechas latinoamericanas frente a una globalización en crisis» en Nueva Sociedad No 275, 5-6/2018, disponible en nuso.org.
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21.
«Macri apoya a Hillary» en La Política Online, 10/8/2016.
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22.
A. Galliano: «El tiempo dislocado» en elDiarioAR, 11/12/2021.
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23.
Ver P. Stefanoni: «Paleolibertarismo a la criolla» en elDiarioAR, 3/10/2023.