Tema central
NUSO Nº 247 / Septiembre - Octubre 2013

Socialdemocracia y clases medias en Europa

La generalización del Estado de Bienestar en la posguerra europea fue en parte resultado de la convergencia en intereses y demandas de las clases medias y las clases trabajadoras, como consecuencia de las penalidades y escaseces de la guerra. Pero más tarde, en los años 60, el crecimiento económico y las demandas y expectativas de los más jóvenes agrietaron ese consenso, y la crisis de la década siguiente dio paso a una era neoliberal que acentuó las diferencias entre las clases medias y los trabajadores. Una salida progresista de la crisis actual, que mantenga el modelo europeo de bienestar, exige recrear una coalición social amplia, de clases medias y trabajadoras, como alternativa a la dualidad social del modelo conservador.

Socialdemocracia y clases medias en Europa

La formación del consenso socialdemócrata

«Hace tiempo, en 1945, casi toda la gente buena era muy pobre», escribía Muriel Spark al comienzo de su novela The Girls of Slender Means (1963), hablando de Gran Bretaña1. El panorama en el continente era aún peor, debido a la destrucción ocasionada por la guerra sobre el terreno y no solo desde el aire, como ocurriera en Gran Bretaña. Pero contradiciendo la perspectiva liberal sobre el manejo de la economía antes de la guerra, después de 1945 «en lugar de recortar sus gastos y presupuestos, los gobiernos los incrementaron». La consecuencia fue que, «menos de una década después de haber estado luchando para salir de los escombros, los europeos entraron, para su asombro y no sin cierta consternación, en la era de la opulencia»2.

Sin embargo,

el desembolso inicial de la mayoría de los gobiernos de la postguerra se dirigió sobre todo a la modernización de las infraestructuras –la construcción o mejora de carreteras, vías férreas, viviendas y fábricas–. En algunos países, el gasto de los consumidores se contuvo deliberadamente, lo que (…) tuvo como consecuencia que muchos percibieran los primeros años de la postguerra como una prolongación de los tiempos de penuria.3

No obstante, «en la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial, ante la escasez de fuerza de trabajo, la acción de los sindicatos y partidos obreros contribuyó decisivamente a la instauración de un gigantesco mercado interior para los productos industriales»4.

La hipótesis que cabe formular respecto al ascenso del modelo socialdemócrata de sociedad en la Europa de posguerra es que su punto de partida fue ante todo un extendido deseo de compensación por los sacrificios y penurias de la guerra, y después una fuerte igualación por abajo de las clases medias, que las aproximó en renta y condiciones de vida a las clases trabajadoras. Las diferencias sociales de estatus no podían enmascarar la evidencia de la pobreza compartida. Eso podría significar que en aquellos años existía una convergencia en términos de intereses y demandas entre las clases medias, las clases medias bajas y las clases trabajadoras. Ante esa coincidencia debían responder los gobiernos con políticas universales que desbordaban las divisorias de estatus y trataban de curar, en las palabras de Thomas H. Marshall en 1949, «la herida de la clase»5. Tenemos así unas circunstancias muy distintas de las que se han ido creando en Europa desde los años 80. Las ideas económicas dominantes no estaban obsesionadas por el déficit y la inflación, y el igualamiento por abajo no dejaba espacio para la brecha en política fiscal entre las clases medias más acomodadas y las clases medias bajas y trabajadoras. El resultado fue que, con cierta independencia del signo de los gobiernos, se introdujeron sin excepciones sistemas públicos y gratuitos de sanidad y educación y sistemas de pensiones públicas y protección social.

La coincidencia de intereses entre clases medias y clases trabajadoras fue, por otro lado, la base sociológica de la superación del obrerismo tradicional de los partidos socialdemócratas. El símbolo de esta transformación doctrinaria fue el Programa de Bad Godesberg (1959) de la socialdemocracia alemana, en el que se definió al Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD, por sus siglas en alemán) como «partido de todo el pueblo». El cambio no solo reflejaba el abandono de la idea de que la clase trabajadora industrial llegaría a ser mayoritaria, sino sobre todo la nueva idea de que se podían promover políticas que beneficiaban a la vez a la clase trabajadora y a las clases medias.

El fuerte y sostenido crecimiento de los salarios reales, tras años de escasez, supuso la expansión del mercado interno: la disminución del ahorro privado, una vez que los servicios públicos descargaban a las familias de la necesidad de prever gastos que antes recaían sobre ellas, liberó amplios recursos para el consumo. El Estado de Bienestar y el consumo, en un contexto de prosperidad económica, fueron así los rasgos complementarios de un modelo de sociedad cuyo apogeo fueron los años 60, en el que se puede hablar, de nuevo sin que la clave fuera el signo de los gobiernos, de una edad de oro de la socialdemocracia y de un consenso keynesiano: «Ahora todos somos keynesianos», en la expresión del malhadado presidente Richard Nixon.

El fin de la edad de oro

Los años 70 trajeron la crisis y el final del periodo de expansión de la posguerra. La erosión de la funcionalidad de las instituciones de Bretton Woods y el final del papel del dólar como moneda de reserva pueden haber sido los exponentes del fin de un ciclo, pero conviene subrayar otros factores que contribuyeron decisivamente a la crisis. Uno de ellos es también económico, aunque su origen fuera geopolítico: la decisión de los países árabes productores de petróleo de imponer una brutal subida del precio del barril como represalia por el apoyo de Europa y Estados Unidos a Israel durante la guerra del Yom Kipur, en 1973. La elevación de los costes de la energía puso fin a la dinámica de crecimiento económico de años anteriores. Se puede discutir si esta dinámica habría llegado en todo caso a su fin –o incluso si ya estaba agotada al comienzo de los años 70– por la dificultad de lograr, en una fase ya madura del ciclo, ganancias de productividad que permitieran mantener la competitividad a pesar de las subidas salariales. Pero lo indudable es que la «crisis del petróleo» supuso un decisivo punto de inflexión en la dinámica económica de la posguerra.

Hay otro factor que puede haber sido decisivo y que recobra actualidad a la vista de la movilización de los jóvenes de clase media en muchos países de América Latina, y en especial en Chile y Brasil. Mientras que el crecimiento económico, la aparición de servicios públicos universales y la expansión del consumo colmaban las aspiraciones de la generación que había vivido la guerra y la reconstrucción, la generación siguiente –la que ha dado en llamarse «Generación de 1968»– encontraba en los rasgos de la sociedad en que había crecido motivos de malestar y de protesta, que a posteriori podemos resumir en el rechazo del autoritarismo patriarcal del orden social, pero que en su momento tuvieron con frecuencia una expresión ideológica confusa y mal articulada.

Lo notable es que, tanto entonces como ahora, la clave de la movilización de los jóvenes no fue un empeoramiento de las condiciones sociales, sino su mejora y una ruptura con la generación anterior en términos de aspiraciones y valores. Pero en las décadas de 1960 y 1970 la movilización de los jóvenes implicó no solo un desafío al orden social, sino además una fuerte presión sobre el mercado de trabajo, en sociedades que a menudo habían alcanzado algo similar al pleno empleo y en las que se había agotado la reserva de mano de obra rural. Los propios sindicatos se vieron desbordados por demandas salariales6 que, sobre todo a partir de la crisis del petróleo de 1973, eran incompatibles con la estabilidad de precios y la competitividad empresarial. Aunque en algunos países la concertación entre sindicatos, patronal y gobierno permitió llegar a acuerdos de rentas para frenar la inflación y ganar productividad, este no fue desde luego el caso de Reino Unido, en parte por el carácter arcaico –por precoz– de las estructuras sindicales. La convivencia de alta inflación, estancamiento económico y fuerte conflictividad condujo en 1979 al gobierno a Margaret Thatcher, representante del ala radical del Partido Conservador, cuyas ideas no solo eran muy lejanas a las del anterior consenso keynesiano, sino que se apartaban bastante de la visión más común dentro de su propio partido7. Y entre esas ideas destacaba terminar con el poder de los sindicatos y dejar que los mercados actuaran sin interferencias del Estado.

Una era conservadora

La llegada de Ronald Reagan a la Presidencia de EEUU vino a reforzar a Thatcher y sus ideas a escala global, pero la clave de la imposición de estas como un nuevo paradigma probablemente estuvo en la quiebra del bloque del este de Europa y en la disolución de la Unión Soviética en 1991. El consenso keynesiano no había sobrevivido a la prueba de la crisis de los años 70, y el «socialismo real» se derrumbó durante la década siguiente. Fue así como las ideas neoconservadoras –hoy decimos neoliberales– llegaron a reinar sin rivales y a consolidar un nuevo consenso, que en el caso de América Latina se plasmó en el llamado «Consenso de Washington».

Paralelamente al cambio en las ideas se estaba produciendo un cambio estructural de gran calado: la internacionalización de las finanzas –uno de los principales factores que habían desestabilizado las instituciones de Bretton Woods– y el crecimiento del comercio internacional, que en Europa iba aparejado a la profundización del mercado común. Una de las premisas implícitas en el modelo keynesiano era su aplicación en economías cerradas, o al menos en conjuntos de países de productividad pareja. La nueva «globalización» imponía por tanto fuertes restricciones a la utilización de políticas de gestión de la demanda, ya que estas se podían traducir en desequilibrios comerciales y hacer inevitables devaluaciones para ganar competitividad.

La competencia de los países de bajos salarios era ya un fenómeno perceptible en los años 70 y había comenzado a producir la deslocalización de los tramos de bajo valor agregado de las cadenas productivas desde los países desarrollados hacia los de bajos salarios8. La deslocalización y la disminución del poder sindical se combinaron así para ampliar el abanico salarial en los países desarrollados. La nueva desigualdad y el reinado indiscutible de la apología del mercado tuvieron como consecuencia la apertura de una brecha entre los «ganadores» y los «perdedores» del nuevo modelo, brecha que se tradujo en una deslegitimación de los sistemas públicos centrales del Estado de Bienestar.

La nueva ideología del mercado afirmaba que los sistemas públicos de sanidad, educación y pensiones eran ineficientes, insatisfactorios e insostenibles, y que aumentar por vía fiscal los recursos que se les dedicaban desincentivaba el ahorro y la inversión y era por tanto disfuncional para la economía. Los ganadores del nuevo modelo no solo simpatizaban con esta visión, sino que tenían motivos económicos y de estatus para escapar de los sistemas públicos hacia sistemas privados. Esto, en buena lógica, implicaba una fuerte hostilidad hacia posibles subidas de impuestos: se generó así un clima de «resistencia fiscal» por parte de las clases medias acomodadas, o de quienes aspiraban a integrarse a ellas.

Pero a la vez, el estancamiento o la reducción del ingreso real de los trabajadores y de las clases medias bajas no favorecía tampoco su apoyo a una fiscalidad más alta. Con ello se llegó a una situación paradójica en que la política fiscal pasó a ser tabú en el debate político. La nueva consigna era aumentar la eficiencia de los sistemas públicos sin invertir en ellos: ese fue el mensaje del primer gobierno de Tony Blair en Reino Unido y de la reforma del welfare (la protección social) por el presidente Bill Clinton en EEUU.

El New Labour se convirtió en el principal representante de la llamada «tercera vía», el intento de adaptar la socialdemocracia al nuevo contexto creado por la globalización, y no es casual que sus críticos lo definieran como «thatcherismo con rostro humano». En efecto, en nombre de la modernización y la eficiencia de la gestión pública se introdujeron –al menos inicialmente– mensajes y políticas que reforzaban los valores y actitudes promovidos por la revolución conservadora de Thatcher, dejando la política fiscal fuera de la agenda política y aceptando el proceso de desigualdad y polarización entre ganadores y perdedores del nuevo modelo económico y social.

La crisis de 2008

Es indudable que el modelo socialdemócrata de sociedad necesitaba cambios para adaptarse a la realidad de la globalización financiera y comercial, y en particular a la competencia de los países de bajos salarios, especialmente con el espectacular crecimiento de China. Pero la desregulación de los mercados y el debilitamiento de los sindicatos tuvieron consecuencias negativas. La primera, ya mencionada, fue el crecimiento de la desigualdad, que a su vez tuvo dos aspectos: por un lado, frenó la demanda interna por el estancamiento relativo de los salarios; por otro, socavó la base sociológica de la coalición socialdemócrata, al crear una creciente divergencia entre los intereses de los trabajadores y de las clases medias perdedoras y los de las clases medias ganadoras, crecientemente atraídas por el modo de vida y los valores de las clases altas.

Una segunda consecuencia negativa fue el creciente peso de la economía financiera frente a la «economía real». Y ante este hecho los países europeos optaron por plegarse en materia de regulación y de fiscalidad a los intereses de los grandes grupos financieros. Así, el impulso al crecimiento acabó buscándose en muchos casos mediante una combinación del «consumo barato» –gracias a las importaciones de los países de bajos salarios– y el endeudamiento de las familias, potenciado por la disponibilidad de crédito abundante y a bajo costo. Este, a su vez, condujo a la aparición de burbujas inmobiliarias en algunos países como España e Irlanda, y fuera de la eurozona, en EEUU y Reino Unido.

La crisis que estalló en 2007-2008 fue resultado del pinchazo de la burbuja inmobiliaria en EEUU, pero la difusión de los impagos de las hipotecas subprime a través de los paquetes de deuda hipotecaria (collateralized debt obligations, CDO) afectó al sistema bancario europeo y provocó finalmente una crisis de crédito, debido al alto nivel de endeudamiento y de exposición a los CDO y a los activos inmobiliarios de muchos bancos9. Aunque en general todos los países desarrollados –comenzando por EEUU– están teniendo serios problemas para superar la crisis, en Europa esos problemas se han hecho mayores, porque han venido acompañados de una crisis política e institucional de la Unión Europea. La creación de una unión monetaria sin unión fiscal, que fue señalada desde el primer momento como la gran debilidad de la introducción del euro, dio lugar a una crisis de la deuda soberana en euros.

Pero a su vez las instituciones europeas, por razones políticas e ideológicas, no han sido capaces de llevar a cabo una acción eficaz para frenar esta crisis de la deuda. La exigencia de consolidación fiscal a cualquier precio a los países cuya deuda se ve atacada por los mercados ha conducido a una dinámica recesiva, que refuerza los argumentos de los analistas sobre el riesgo de impago de esa deuda. Pero sobre todo, esto ha provocado una crisis política en la UE, abriendo brechas dentro de la Unión y enfrentando a los ciudadanos con los gobiernos, en un ejemplo supranacional de las tensiones entre las preferencias del público y las políticas de los gobernantes para adaptarse a la globalización10.

Los socialdemócratas no han conseguido en general restablecer su credibilidad, por los malos resultados de su gestión de la crisis, especialmente cuando les ha correspondido, además, introducir el giro a la austeridad, como en Grecia, Portugal y España. Así, el malestar social ante la continuidad de la crisis, y frente a gobiernos conservadores, está conduciendo a la deslegitimación de la política democrática11, lo que se traduce por un lado en el crecimiento de la abstención y, por otro, en el auge de partidos nacionalistas o de protesta, más o menos populistas.

Las políticas de consolidación fiscal que se han convertido en la única regla de juego en la UE ponen en peligro el modelo social europeo12. La imposición de la austeridad no solo puede provocar una espiral a la baja de los ingresos fiscales, sino que, sobre todo, da argumentos a los sectores más conservadores para insistir en que el actual Estado de Bienestar es «un lujo que no nos podemos permitir». La socialdemocracia, atrapada en la necesidad de mantener el apoyo de la UE ante la crisis de la deuda soberana, no parece ofrecer una alternativa creíble frente a las políticas de austeridad y a sus consecuencias visibles o previsibles sobre las políticas sociales y de bienestar.

Es difícil que la opinión pública europea pueda aceptar la desaparición de la sanidad pública o de los sistemas públicos de pensiones, menos aún de la enseñanza pública, pero la presión sobre estos sistemas podría llevar hacia un modelo dual, en el que se acentuara la tendencia a dejarlos como sistemas adecuados para las rentas bajas, mientras los sistemas privados de pago se extienden entre las rentas altas. Esto, a su vez, desencadenaría una nueva espiral a la baja, ya que rompería las bases de la solidaridad fiscal. Las clases medias solo aceptarán financiar con sus impuestos los sistemas públicos en la medida en que piensen que en un momento dado pueden beneficiarse de ellos.

La tendencia hacia la dualización de los sistemas del Estado de Bienestar perjudicaría de forma inmediata a las rentas bajas y acentuaría el crecimiento de las desigualdades, algo que ya ha venido produciéndose por la competencia fiscal a la baja entre los gobiernos con el deseo de atraer inversores. El costo de la actual hegemonía del conservadurismo fiscal podría ser por tanto socialmente muy alto, si se consideran las consecuencias a mediano plazo del desempleo –que golpea especialmente a los jóvenes, postergando su entrada en el mercado de trabajo– y del ensanchamiento de las desigualdades. Pero quizá el problema más grave sea la ruptura sociológica duradera entre las clases medias ganadoras y el resto de la sociedad en torno de la política fiscal posible y deseable.

En el conjunto de la eurozona, esta ruptura toma la forma de una divisoria entre los países del Norte (Alemania, Austria, Finlandia y Holanda) y los países del Sur (periféricos), a los que las políticas de consolidación fiscal están golpeando especialmente: Grecia, Irlanda, Portugal, España, Italia y la misma Francia. La falsa oposición –fomentada por la visión conservadora de la crisis– entre países ahorradores y despilfarradores no solo dificulta una acción colectiva eficaz para salir de la crisis, sino que también fragmenta a la socialdemocracia europea según líneas de falla nacionales. Así, pese a la alta factura que están pagando las clases medias en muchos países, todavía es difícil pensar en un programa y una acción de la socialdemocracia capaces de restablecer el crecimiento y recuperar la iniciativa en el conjunto de la UE. No hay mal que dure cien años, sin embargo, y es probable que la llegada de una lenta recuperación económica en la eurozona sea también el comienzo de un relevo generacional y programático en la izquierda europea. Los plazos pueden ser mucho más largos de lo esperado y lo deseable, pero cabe imaginar que el péndulo terminará por oscilar en un sentido opuesto al actual.

  • 1. Ludolfo Paramio: miembro del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (csic) y del Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset de Madrid. Es autor de La socialdemocracia maniatada (Libros de La Catarata, Madrid, 2012).Palabras claves: Estado de Bienestar, socialdemocracia, clases medias, crisis, desigualdades, Europa.. Hay edición en español: Las señoritas de escasos medios, Impedimenta, Madrid, 2011.
  • 2. Tony Judt: Postguerra: Una historia de Europa desde 1945, Taurus, Madrid, 2006, p. 476.
  • 3. Ibíd.
  • 4. Herman van der Wee: Prosperidad y crisis: reconstrucción, crecimiento y cambio, 1945-1980, Crítica, Barcelona, 1986, p. 274.
  • 5. Thomas H. Marshall: «Citizenship and Social Class» en T.H. Marshall: Class, Citizenship, and Social Development: Essays, Heinemann, Londres, 1964, pp. 65-122. [Hay edición en español: «Ciudadanía y clase social» en Revista Española de Investigaciones Sociológicas No 79, 1997, pp. 297-344].
  • 6. Colin Crouch y Alessandro Pizzorno (comps.): El resurgimiento del conflicto de clases en Europa occidental a partir de 1968: estudios por países [1978], Ministerio de Trabajo, Madrid, 1989 y El resurgimiento del conflicto de clases en Europa occidental a partir de 1968: análisis comparativo, Ministerio de Tra­bajo, Madrid, 1991.
  • 7. Existe una leyenda urbana según la cual Thatcher fue elegida como candidata por las presiones de sir Keith Joseph, que renunció a ser él mismo el candidato, y con la secreta esperanza por parte del establishment conservador de que se estrellara en las elecciones o tras ellas, para terminar así con la excentricidad de sus posiciones.
  • 8. Folker Fröbel, Jürgen Heinrichs y Otto Kreye: La nueva división internacional del trabajo [1977], Siglo Veintiuno, Madrid-México, 1980.
  • 9. V. un análisis más extenso en el último capítulo de L. Paramio: La socialdemocracia maniatada, Libros de la Catarata, Madrid, 2012.
  • 10. Dani Rodrik: The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy, W.W. Norton, Nueva York, 2011.
  • 11. José Fernández-Albertos: La democracia intervenida, Libros de la Catarata, Madrid, 2012.
  • 12. L. Paramio: «El modelo europeo: ¿modelo económico o modelo social?» en Nueva Sociedad No 221, 5-6/2009, pp. 166-179, disponible en www.nuso.org/upload/articulos/3616_1.pdf.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 247, Septiembre - Octubre 2013, ISSN: 0251-3552


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