Opinión
mayo 2016

Macri y el neoconsenso de Washington

Algunas de las políticas de Macri, como el repliegue del Estado y su estrategia de apertura económica, podrían reactualizar el Consenso de Washington

Macri y el neoconsenso de Washington

La caída del Muro de Berlín, de la que en pocos meses se conmemorarán veintisiete años, supuso no solo el fin de una era sino también un deslizamiento ideológico y una trasformación cultural en el ámbito político. Los años noventa implicaron el más potente avance de la derecha sobre todo el mapa político mundial, y las justificaciones ideológicas de la misma, así como el desarrollo de supuestos teóricos, no se hicieron esperar. Francis Fukuyama anunciaba el avance irremediable de la democracia liberal y el libre comercio en El fin de la Historia y el último hombre. Samuel Huntington profetizaba nuevas guerras, pero que ya no se producirían por diferencias políticas, sino por divisiones étnico-religiosas. En definitiva: había comenzado un nuevo mundo.

El progresismo y la izquierda vivían momentos de declive. En América Latina se cultivaba la semilla de la autodestrucción del Estado benefactor que había empezado a marchitarse desde la instauración de sangrientas dictaduras de la década del 70. El Estado era puesto en discusión y, junto a él, los supuestos económicos keynesianos o desarrollistas que, en mayor o menor grado, se habían impulsado durante algunas décadas en la región. Las dictaduras, que ya habían comenzado el proceso de transformación y deslizamiento de criterios económico-políticos, eran sucedidas paulatinamente por gobiernos que hacían carne en las nuevas teorías vigentes. El neoliberalismo –o neoconservadurismo en algunos casos– tomaba impulso.

Había una promesa clara: el paraíso llegaría solo para quienes aplicasen el recetario neoliberal. Para tener éxito, aseguraban los gurús, había que realizar un feroz recorte del sector público y desarrollar una política de privatización de sectores antes dominados por el Estado. Aquella política de dimensión latinoamericana pero impulsada firmemente desde los Estados Unidos, había sido bautizada en 1989 por John Williamson, economista jefe del Instituto Peterson de Economía Internacional, que sesiona en la capital de Estados Unidos, como el «Consenso de Washington».

Aunque dicho consenso resumía una serie de recomendaciones –cuyo carácter era, por el contexto dominante, casi obligatorio– realizadas por la triada constituida por el FMI, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, casi todos los gobiernos de la región asumieron la necesidad de aplicar el recetario. Aunque a primera vista muchas de sus políticas podían parecer lógicas –sobre todo en aquel contexto donde el imaginario cultural conservador ganaba terreno–, los resultados de su implementación resultaron muy diferentes al maná prometido por sus propulsores.

La disciplina en la política fiscal –que pretendía evitar el déficit, la eliminación de los subsidios y la consecuente redirección de los mismos hacia el desarrollo–, la puesta en marcha de una reforma tributaria que permitiese mayores recaudaciones, una política de tasas de interés delimitadas por el mercado, el desarrollo de un tipo de cambio competitivo, la desregulación y liberalización del comercio, la liberalización de las barreras a la inversión extranjera directa, la privatización de empresas estatales y el desarrollo de una política de seguridad jurídica para los derechos de propiedad, fueron las puntas de lanza de un nuevo modelo de desarrollo para la región.

Ese modelo económico, aplicado en América Latina en el contexto de la pos Guerra Fría, no logró sus objetivos y, más tarde, acabo siendo criticado no solo por espacios intelectuales sino también por los tomadores de decisión regionales; fundamentalmente, desde el ascenso en la región de gobiernos de izquierda en Argentina, Venezuela, Brasil y Bolivia. Ocurre que las recetas aplicadas no permitieron un desarrollo en estos países y mucho menos un desendeudamiento. La crisis argentina de 2001 quizás sea el mejor ejemplo de un caso que cumplió a rajatabla los postulados pero no pudo evitar el caos económico y social.

Hoy existe un acuerdo más o menos generalizado de que las políticas propuestas por el Consenso de Washington revistieron un fracaso. Joseph Stiglitz, uno de los más paradigmáticos críticos de ese modelo por haber integrado el Banco Mundial (promotor de esas políticas) llegó a afirmar en su libro El malestar de la globalización: «Si existe un consenso en la actualidad sobre cuáles son las estrategias con más probabilidades de promover el desarrollo de los países más pobres del mundo, es el siguiente: sólo hay consenso respecto de que el Consenso de Washington no brindó la respuesta. Sus recetas no eran necesarias ni suficientes para un crecimiento exitoso, si bien cada una de sus políticas tuvo sentido para determinados países en determinados momentos».

Pero en los últimos meses, a partir del declive de los gobiernos de izquierda de América Latina, que se instalaron con fuerza durante la última década, se comenzó a repensar ese paradigma. La llegada de nuevas derechas emergentes y el acceso al poder de gobiernos más nítidamente liberales o conservadores reactualizó el debate. Con una furiosa crítica a las políticas de las gestiones del progresismo, pero también con el discurso del mantenimiento de las políticas sociales, lo que entra en juego es el análisis de si, estos nuevos gobiernos, aplicarán otra vez el recetario neoliberal.

El andamiaje aplicado por el actual gobierno argentino de Mauricio Macri –sucesor de un gobierno de pretendido corte progresista– puso en alerta a muchos analistas y políticos de la región. Su nuevo modelo era presentado como diferente al precedente pero también con características que no permitían retrotraer al país a los años 90. Aunque aún resulta prematuro realizar un análisis dictaminatorio, muchas de sus políticas parecen estar atravesadas por el Consenso de Washington.

Ocurre que el macrismo parece repetir, a grandes rasgos, muchos de aquellos postulados del decálogo noventista que, al menos en la Argentina, no tuvieron el final esperado. En ese sentido, desde que asumió el gobierno de Macri propuso un fuerte recorte fiscal, un gran redireccionamiento del gasto público, un feroz aumento de tarifas, el impulso de un tipo de cambio más apuntalado por el mercado, así como políticas tendientes a la promoción de ingreso de capitales extranjeros y a la promoción de seguridad jurídica. Es posible esperar, aunque aún es pronto para ver los resultados, nuevas políticas de desrregulación.

¿Es posible afirmar a estas alturas la aplicación de un nuevo Consenso de Washington? Algunas de las políticas, como el repliegue del Estado en función de una estrategia aperturista y pro-mercado, permiten pensarlo. Sin embargo, las medidas aún resultan contradictorias y no permiten aventurar una respuesta unívoca. Se trata del principio de un proceso político de derecha, que se ha mostrado contradictorio y que ha desandado caminos sinuosos. No caben dudas de que el sector público argentino presentaba síntomas de asfixiamiento, pero es esperable que el combate a los problemas no se reproduzca con recetas pasadas. La Argentina y la región así lo esperan.


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