Tema central
NUSO Nº 249 / Enero - Febrero 2014

La triple crisis de los medios de comunicación

Los medios de comunicación atraviesan una profunda crisis: global, porque la difusión de las nuevas tecnologías afecta a la prensa tradicional; regional, porque el ascenso de líderes de izquierda en América Latina tensionó la relación con los medios más cercanos al establishment; y en el caso de Argentina, local, por el conflicto entre el gobierno y el Grupo Clarín y la sanción de una ley regulatoria. Pese a ello, los medios de comunicación siguen siendo uno de los actores más valorados por la sociedad y un espacio crucial para la política.

La triple crisis de los medios de comunicación

Los datos de Latinobarómetro confirman que, en América Latina, los medios de comunicación se encuentran a la cabeza de los rankings de confianza en diversas instituciones, superados solo por la Iglesia católica y muy por arriba del gobierno, la empresa privada, la policía o los sindicatos. Sin embargo, atraviesan una etapa de crisis profunda. La crisis es, en primer lugar, tecnológica, pues la irrupción de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (de internet a las tabletas y los celulares inteligentes, de Twitter a los portales de noticias) está cambiando a toda velocidad la forma en que se conciben los medios, su relación con el público y los procesos de construcción de la noticia. La crisis es también ideológica, pues el ascenso de líderes de izquierda al gobierno de varios países de la región generó tensiones inéditas en la relación con los medios de comunicación, que se explican tanto por conflictos de intereses como por la voluntad de estos gobiernos de regular (y en algunos casos controlar) a la prensa. Este escenario complejo tiene en Argentina un caso paradigmático, con la batalla entre el kirchnerismo y el Grupo Clarín a raíz de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.

Crisis global

Aunque todavía está lejos de ser total (se calcula que en 2012 navegaron en internet unos 2.800 millones de personas, lo que equivale a uno de cada 2,5 habitantes del planeta1), la digitalización avanza: la extensión de las conexiones hogareñas de banda ancha, el acceso cada vez más frecuente a Wi-Fi, la proliferación de smartphones, junto con la multiplicación de tabletas y la creciente penetración de las redes sociales, que funcionan como plataformas de entretenimiento y encuentro, pero también como usinas y cajas de resonancia informativas, están cambiando aceleradamente el ecosistema informacional y están empujando a los medios tradicionales a una crisis sistémica.

El impacto es diferente según de qué tipo de medio se trate. Acosada por la triple presión de la competencia con la web (en muchos casos, con sus propios sitios), el auge de los periódicos gratuitos y la crisis económica mundial, la prensa gráfica sufre esta situación más que cualquier otro sector. Contribuyen también otros fenómenos, como la «crisis de la ciudad», en el sentido de la degradación del espacio público y la convivencia ciudadana, que afecta a un tipo de medio cuya existencia está irremediablemente atada a ese espacio y a la vida urbana.

Los datos, en todo caso, son elocuentes. Entre 2003 y 2010, la venta de periódicos impresos pagos disminuyó en el mundo 8,1%2. La facturación por publicidad en los diarios de Estados Unidos fue en 2012 de 24.000 millones de dólares, contra 49.400 millones en 2005. Periódicos emblemáticos, como The New York Sun o el Christian Science Monitor, han cerrado o eliminado su versión en papel. En Argentina, Clarín, que vendía 411.000 ejemplares en promedio en 2004, hoy vende 290.2433.

Pero la crisis no afecta solo al papel. A su modo, la televisión abierta también sufre la competencia del cable y, cada vez más, de internet (las «puebladas digitales» contra el cierre de sitios como Cuevana y Megaupload demuestran que cada vez más gente mira series y películas a través de la web). En Argentina, el encendido televisivo promedio acumulado entre los cinco canales de aire con sede en la ciudad de Buenos Aires fue el año pasado de 30,8 puntos de rating, el más bajo de los últimos ocho años4.

El lento pero persistente declive de los medios tradicionales y el explosivo crecimiento de los nuevos están cambiando el modo en que circula la materia prima de los medios, la información, que ya no se presenta, como antes, en unidades cerradas (diarios, cables de agencia, noticieros de radio y televisión), sino en formatos cada vez más abiertos. Hoy es imposible controlar del todo la circulación de la información. El «sistema wiki» –trabajo colectivo para llegar a un resultado siempre inacabado– se aplica en buena medida a las noticias, que fluyen y se van enriqueciendo o corrigiendo a lo largo del día con comentarios, fotos, discusiones...

En La explosión del periodismo5, Ignacio Ramonet sostiene que si antes la información se producía siguiendo el modelo fordista típico de la sociedad industrial (el producto se entregaba cerrado y listo para consumir), hoy asume la forma de un work in progress en constante evolución, un proceso dinámico y en buena medida colaborativo, más abierto y horizontal que en el pasado. Esto ha contribuido a debilitar el rol del periodismo como único generador de información, y esta se ha desmonopolizado a favor de internautas, blogueros, ciudadanos que pasaban por ahí con un teléfono con cámara, etc.

De todos modos, conviene tener cuidado con los ideales de horizontalidad total y ciudadanización del periodismo. La idea de que todos pueden ser periodistas es opinable, porque el periodismo implica el manejo de una serie de técnicas y, en algunos casos, saberes que el resto de los ciudadanos no las posee. Bien ejercido, el periodismo no solo transmite noticias, sino que también las contextualiza, las ubica en un marco histórico o social determinado y ofrece, en fin, las claves para entenderlas.

Crisis latinoamericana

Todos estos cambios constituyen lo que los viejos marxistas definían como la «base material», las condiciones sobre las cuales se desarrolla, retroalimentándola, una segunda crisis del periodismo. El alcance de esta segunda crisis es latinoamericano.

En una tendencia global, la política atraviesa un proceso de desafección, en el sentido de una mayor distancia, a menudo teñida de desilusión, escepticismo y bronca, entre representantes y representados, acompañado por un debilitamiento de las tradiciones partidarias clásicas: ser peronista o radical en Argentina, o adeco o copeyano en Venezuela, o liberal o conservador en Colombia, ya no significa lo mismo que en el pasado. Con los partidos desestructurados, a veces astillados en mil pedazos incomprensibles, la política se asemeja a un proceso fluido, sin marcos y difícil de decodificar.

Esta tendencia global se ha verificado de manera extrema en algunos países de América Latina. Entre mediados del siglo pasado y principios del actual, varios países de la región vivieron crisis económicas que marcaron el final del ciclo neoliberal en medio de estallidos sociales y represiones con distintos grados de violencia. El tránsito del neoliberalismo a la «nueva izquierda» se procesó de manera más o menos constitucional, pero dejó sus secuelas. Fue así como sistemas partidarios que venían funcionando desde hacía años, a veces décadas, volaron por los aires: es el caso del Punto Fijo venezolano, de la «democracia pactada» boliviana y del sistema ecuatoriano, que en poco tiempo, a veces en cuestión de meses, dejaron de existir.

En estos países, el sistema político se recompuso a partir de la emergencia de liderazgos de alta popularidad (Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Néstor Kirchner), que supieron reconstruir la autoridad presidencial y se propusieron un amplio programa de reformas. Pero tal recomposición abarcó solo una parte del sistema político, la oficialista, dejando a la oposición sumida en una maraña de enredos internos, rencillas personales y desorientación. Este vacío fue ocupado por otros actores, incluyendo, o comenzando por, los medios de comunicación, que en algunos países y en ciertos momentos asumieron la conducción política de la oposición (en algunos casos, acompañados por otros poderes fácticos, como los gobiernos autonómicos en Bolivia o la burocracia petrolera en la Venezuela de 2002).

Como explica Bernardo Sorj, «en el contexto del debilitamiento de otros medios tradicionales de articulación de voces de la oposición en la región, en particular de los partidos y los sindicatos, los medios aparecen como los únicos factores capaces de articular críticas al poder público»6. Cabe recordar, en este sentido, que las empresas propietarias de los medios de comunicación en varios países de América Latina tienen intereses importantes en otros ámbitos, imbricados en complejos económicos que incluyen el agro (en Argentina), las finanzas (en Ecuador) o los hidrocarburos (en Bolivia), lo que genera inevitables tensiones con las políticas reformistas e intervencionistas de los gobiernos de izquierda.

Al conflicto generado por el vacío de oposición partidaria y el rol de los medios en este sentido, hay que agregar la voluntad de los líderes latinoamericanos de evitar la intermediación para establecer una conexión directa con la sociedad. A pesar de que muchos de ellos llegaron al poder con los medios más importantes militando en contra, casi todos los jefes de Estado latinoamericanos son presidentes ultramediáticos.

El caso de Evo Morales es ilustrativo. Fundador de un movimiento indígena que expresa valores milenarios y rescata tradiciones precolombinas, el presidente boliviano es también un líder moderno, un hombre de su tiempo, que conoce –y está dispuesto a utilizar– el poder de la imagen, como lo demuestra la cuidadosa puesta en escena que acompañó el anuncio de la medida más importante de su gestión. El 1 de mayo de 2006, sorpresivamente, Evo apareció en el campo gasífero más importante del país y, parado sobre un estrado, leyó por un altavoz los alcances del decreto de nacionalización de los hidrocarburos. Vestía la pechera y el casco de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos y estaba acompañado por tropas militares, algo totalmente innecesario desde el punto de vista militar pero que le dio a la medida un tono teatral que reforzó la imagen y amplificó su impacto. El ejemplo revela una clara conciencia acerca del poder de la imagen y la voluntad de utilizarla a su favor, en un intento de imponer sus propios términos y evitar que sean los medios quienes establezcan sus tiempos y sus formatos. Varios presidentes de la región, incluyendo a Luiz Inácio Lula da Silva así como a Néstor y Cristina Kirchner, se resisten a conceder conferencias de prensa y rara vez aceptan entrevistas. En una táctica que el periodista boliviano Fernando Molina define adecuadamente como «by-pass mediático», estos líderes políticos prefieren evitar las mediaciones y comunicarse directamente con la sociedad a través de apariciones públicas, cadenas oficiales, cataratas de tuits.

Para reforzar su presencia, los gobiernos latinoamericanos han potenciado la red de medios públicos. El hecho de que los mayores esfuerzos y recursos se hayan orientado a los medios audiovisuales confirma, una vez más, la clara conciencia acerca de su importancia e impacto, sobre todo en los sectores populares, que se informan básicamente a través de la televisión. El gobierno venezolano, por ejemplo, cuenta hoy con seis canales de televisión: Venezolana de Televisión, Televisión Venezolana Social (TVes) –que se difunde a través de la señal de RCTV–, Avila TV –que antes pertenecía a la Alcaldía de Caracas–, Asamblea Nacional Televisión (ANTV), Vive TV y Telesur. En Ecuador, el gobierno controla el periódico El Telégrafo, el canal Ecuador TV y la Radio Pública, a lo que se suma la creación de una agencia de noticias estatal. En Bolivia, al relanzamiento de Televisión Boliviana hay que añadir la transformación de Radio Illimani (hoy Patria Nueva) y la creación del diario Cambio, además del potenciamiento de decenas de «radios comunitarias», muchas de las cuales se «cuelgan» a medios oficiales. En algunos países, el Estado no multiplicó pero sí mejoró los medios existentes: es el caso de Canal 7 de Argentina y de Televisión Nacional de Uruguay, que la gestión frenteamplista modernizó mediante el simple método de limpiar las válvulas de las cámaras (lo que les quitó la turbidez característica a las transmisiones de la televisión pública).

Este esfuerzo no implica necesariamente un mayor pluralismo. Aunque a menudo se proclama que se trata de medios estatales y no gubernamentales, y por más que se invoque el ejemplo de neutralidad política de la BBC, en general los gobiernos les han dado a sus medios un tono claramente oficialista, en algunos casos de un oficialismo exasperante. Quizás por ello, los medios públicos han logrado en general una penetración limitada, en un esfuerzo que apunta a predicar entre los ya conversos antes que a conquistar nuevas voluntades. En Venezuela, por ejemplo, las seis señales estatales apenas acumulan 3% del total de la audiencia. Paralelamente, muchos de estos gobiernos han fortalecido, por vía de generosos aportes de publicidad oficial, créditos y subsidios, a medios de capital privado alineados con las políticas oficiales.

Por último, agreguemos que la batalla entre los gobiernos latinoamericanos y los medios ha asumido, en algunos casos, forma legal, a través de la propuesta o sanción de leyes tendientes a regular la actividad mediática. Se trata de un tema complejo que conviene estudiar caso por caso y cuyo análisis en profundidad excede las posibilidades de este espacio.

Apuntemos apenas que la reacción por parte de los medios ante estas iniciativas adquiere indefectiblemente la forma de un reflejo corporativo que asume como un atentado a la libertad de expresión cualquier intento por regular las telecomunicaciones o la prensa. Existen, por ejemplo, razonables regulaciones de mercado, que apuntan a evitar las posiciones monopólicas o dominantes. Esto sucede incluso en países muy celosos de la libertad de empresa y las garantías individuales como EEUU, donde las normas establecen límites a la propiedad cruzada de licencias de TV, radio y cable, fijan cuotas máximas de mercado y limitan la posibilidad de que una misma empresa controle medios gráficos y audiovisuales.

Las regulaciones impulsadas en América Latina se inscriben en esta línea. El proyecto ecuatoriano, por ejemplo, prohíbe que una compañía dueña de un banco sea también la propietaria de un medio, con el argumento de que la orientación editorial del segundo puede quedar atada a los intereses del primero. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual argentina, aprobada en el Congreso tras un largo debate, apunta a desmonopolizar el panorama mediático estableciendo cuotas de mercado y prohibiendo el control de cierto número de licencias en la misma área geográfica.

Las leyes y los proyectos aprobados o en debate establecen una distribución equitativa de las frecuencias entre el Estado, el sector privado y el sector comunitario o de la sociedad civil (es el caso de Argentina y Ecuador y también de los proyectos que se discuten en Bolivia y Uruguay), fijan cuotas de producción nacional (Argentina, Ecuador, Venezuela) y establecen horarios y pautas para la protección de los niños (todas).

Por supuesto, el tema se torna más complejo al analizar los procedimientos sancionatorios, en particular cuando estos contemplan la suspensión –temporal o definitiva– de las licencias. El caso extremo es Venezuela, pero hay también ejemplos peligrosos en Ecuador, donde el presidente inició y ganó un juicio por dos millones de dólares contra un medio y sus editores. A ello cabe agregar la potestad del Estado de prorrogar y quitar las licencias, y la integración, en general partidista y en absoluto neutral, de los organismos encargados de aplicar y hacer cumplir las regulaciones. El uso discrecional de la publicidad oficial también es una práctica habitual para castigar y premiar a medios y periodistas (especialmente importante en países pequeños, con mercados de publicidad privada reducidos, donde el Estado es el principal anunciador). Este tipo de manejos distorsionan los objetivos de las leyes regulatorias.

Crisis argentina

La crisis entre el gobierno kirchnerista y un sector de los medios de comunicación, en particular el Grupo Clarín, alcanzó una intensidad solo comparable a los conflictos vividos en su momento en Venezuela. Esta crisis tuvo como hito la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, aprobada por el Congreso en octubre de 2009 con un amplio apoyo político, incluyendo a una parte de la oposición, y luego de un trámite abierto y participativo.

Por su sesgo antimonopólico, el aliento a la participación de actores no empresariales y las razonables regulaciones vinculadas a la publicidad y los horarios, la norma se inscribe en la tradición de las leyes regulatorias democráticas, como se han encargado de subrayar organismos insospechados de parcialidad política, como la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Organización de Estados Americanos (OEA). La ley establece máximos a la cantidad de licencias que puede controlar una misma empresa, regulaciones cruzadas entre la televisión de aire, la de cable y la radio y la propiedad de sistemas de provisión de televisión por cable, así como la TV satelital.

Impulsada desde hace décadas por un grupo de organizaciones de la sociedad civil y elaborada tras un largo raid de consultas y foros de debate, la norma generó una discusión pública inédita sobre el rol de los medios, sus intereses y la profesión del periodismo. Es notable que no haya sucedido antes, pues desde la recuperación democrática la sociedad argentina había debatido el papel de un amplio abanico de actores políticos y corporativos: las Fuerzas Armadas, los sindicatos, incluso la Iglesia, institución que forma parte de las creencias más íntimas de las personas. De todos ellos se discutió su rol histórico, en particular durante la dictadura, las condiciones de su funcionamiento actual, sus intereses y prejuicios. Algunos (los militares) sufrieron reformas radicales; otros (la Iglesia, los sindicatos) no, pero todos tuvieron que enfrentar en algún momento una fuerte puesta en cuestión. Los medios de comunicación, que no son fábricas de tornillos sino actores sociales con posiciones políticas que afectan la vida pública, venían evitando asombrosamente este tipo de cuestionamientos, hasta que el kirchnerismo decidió impulsar la ley.

Por eso la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual ayudó a desenmascarar los intereses económicos que se esconden detrás de muchas noticias y le quitó al periodismo el estatus de casta sagrada que ostentaba. Los métodos, sin embargo, no siempre fueron limpios: en primer lugar, por el manejo discrecional de la publicidad oficial. Pero el oficialismo, además, les imprimió a los medios públicos un tono por momentos exasperadamente parcial. Quizás la pregunta de fondo sea si es correcto que el gobierno impulse con toda la infraestructura estatal su visión del mundo, o si en verdad debería no solo tolerar el pluralismo de información y opinión (en este sentido, la libertad de prensa es total), sino también alentarlo y sostenerlo con los recursos públicos. Desde el punto de vista de la Realpolitik no hay muchas dudas: en plena tensión con algunos de los grupos mediáticos más importantes del país, parece muy lógico que el oficialismo haga todo lo posible para que prosperen perspectivas alternativas y se consolide un panorama más balanceado. Pero una mirada menos pragmática y más centrada en el largo plazo debería admitir que es necesario preservar cierto grado de diversidad ideológica en el interior del entramado de medios públicos, del mismo modo que es importante establecer reglas claras en el reparto de los recursos del Estado, que no puede estar librado a la discrecionalidad del gobierno de turno.

Final que no es final

En octubre de 2013, cuatro años después de su sanción y luego de un farragoso trámite judicial ante los reclamos de nulidad del Grupo Clarín, la Corte Suprema de Justicia, la máxima instancia de apelación del país, declaró la constitucionalidad plena de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y rechazó los argumentos empresariales en el sentido de que la norma afectaba la libertad de expresión. Para el tribunal, la ley se inscribe en la larga tradición de leyes antimonopólicas tendientes a fomentar la competencia y evitar las posiciones dominantes, lo que resulta especialmente importante en materia de información, y no implica un cercenamiento de libertades ni derechos fundamentales, sino solo, eventualmente, un daño patrimonial que puede salvarse con un reclamo indemnizatorio. Con el fallo, la Corte, integrada por jueces de probada trayectoria que en más de una ocasión fallaron contra los intereses del gobierno, puso fin al reclamo del Grupo Clarín. Se abre, sin embargo, un nuevo y seguramente largo capítulo, pues el proceso de adecuación de la empresa a la norma, que implica que deberá desprenderse de parte de sus activos, será complejo y estará plagado de episodios judiciales. Un paso de la guerra de posiciones a la guerra de guerrillas.

Pero los problemas no se limitan a la confrontación con el gobierno. Probablemente el largo conflicto distrajo a los directivos del Grupo Clarín y les impidió trabajar en la necesaria sintonía con los nuevos tiempos, como sí están haciendo otros grupos mediáticos de la región. En todo caso, el desafío no es solo político o ideológico; es sobre todo sistémico, tecnológico, y deberá enfrentarse con otras armas.

  • 1. Datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones.
  • 2. Datos de la World Association of Newspapers.
  • 3. Datos del portal www.diariosobrediarios.com.ar sobre la base de información del Instituto Verificador de Circulación.
  • 4. Datos de Ibope.
  • 5. Capital Intelectual / Le Monde diplomatique, Buenos Aires, 2010.
  • 6. B. Sorj: Poder político y medios de comunicación, Siglo xxi Editores / Plataforma Democrática, Buenos Aires, 2010.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 249, Enero - Febrero 2014, ISSN: 0251-3552


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