Análisis
NUSO Nº 103 / Septiembre - Octubre 1989

La Revolución Francesa y la Independencia de América Latina

Mucho se ha escrito y especulado sobre la influencia de La Revolución Francesa en la Revolución de Independencia de América Latina. La historiografía liberal latinoamericana se ha empeñado particularmente en destacar esa influencia, relievándola al punto de mostrar a nuestro proceso emancipador como un efecto histórico de la gran transformación francesa. Empero, un análisis objetivo de aquellos fenómenos muestra que esa influencia no fue tan decisiva, y que la independencia de nuestros países, fue sustancialmente el resultado de una larga crisis colonial y de una creciente toma de conciencia de los pueblos latinoamericanos respecto de su destino histórico.

La Revolución Francesa y la Independencia de América Latina

Para cuando estalló la Revolución Francesa, en julio de 1789, la Hispanoamérica colonial era un mundo en crisis.

Este dilatado mundo, que se extendía desde California hasta la Patagonia y desde el Atlántico hasta el Pacífico, seguía siendo formalmente dominio de la corona española, pero en su seno bullían fuerzas sociales y económicas que ponían en cuestión el otrora seguro y absoluto dominio metropolitano.

La crisis que afectaba a este enorme espacio colonial era, en esencia, una «crisis de dominación», que se expresaba en una cada vez más endeble dependencia económica con relación a la metrópoli y en un paralelo desarrollo de las fuerzas productivas internas. Este fenómeno, iniciado a fines del siglo XVII, determinaba que la mayor parte de la riqueza producida en la América española se invirtiese o acumulase en su mismo territorio en gastos de defensa y administración, construcción de infraestructura, pago de obligaciones oficiales, adquisición de abastecimientos para la industria minera, etc. y que el tesoro remitido a España equivaliese apenas a un 20% del total.

Además, existían otros fenómenos conexos, que expresaban el cada vez mayor debilitamiento de los lazos económicos de dependencia entre las colonias hispanoamericanas y su metrópoli. El vigoroso desarrollo de la agricultura y el surgimiento de una cada vez mayor producción manufacturera, habían terminado por marcar una creciente independencia de éstas frente a los abastecimientos de la metrópoli que, por lo demás, provenían en su mayor parte de terceros países, con lo cual aun la riqueza remitida a España terminaba en buena parte en otras manos. Por otra parte, el comercio intercolonial se había vuelto cada vez más amplio, gracias al desarrollo de buenos astilleros - como los de Guayaquil, Cartagena y La Habana -y la posesión de importantes flotas mercantes por parte de algunas colonias. Esto determinó que también las colonias no mineras, que poseían una economía de plantación, exportaran sus productos a otras colonias hispanoamericanas o los vendieran a comerciantes de otros países. Por fin, cabe destacar que Hispanoamérica dependía ya, para su defensa, fundamentalmente de sus propias fuerzas y recursos, con lo cual el último lazo de dependencia con España se había vuelto también innecesario.

Tan profundos cambios en la economía debían expresarse también en la estructura social prevaleciente en las colonias españolas. Su expresión fue el surgimiento de una poderosa clase de colonos criollos, integrada por terratenientes, plantadores, empresarios mineros, comerciantes, armadores de barcos, etc., cuyos intereses -marcados por las necesidades de la expansión y la acumulación- chocaban frecuentemente con los de la corona, orientados al simple expolio colonial.

La emergencia de la clase criolla también tuvo profundos efectos en el ámbito de la política. Puesto que los criollos eran «españoles americanos» y descendían en su mayor parte de los conquistadores y colonizadores de estas tierras, reclamaban para sí un papel preponderante en la administración colonial, que en la práctica estaba en manos de un grupo de burócratas venidos de la península, que tenían como únicos objetivos mantener la sujeción de estos territorios a la metrópoli y obtener los mayores ingresos posibles para la corona. Fue así como en las colonias españolas de América llegó a constituirse un «poder dual», entre una «clase dominante a medias» -la criolla que controlaba los medios de producción fundamentales y los más activos circuitos económicos, y una casta burocrática que actuaba como clase sin serlo, pero que detentaba el poder político en representación de la clase dominante metropolitana: la de los «chapetones» o «gachupines».

Esa lucha entre criollos y chapetones había tenido múltiples ocasiones de manifestarse a lo largo de la historia colonial, pero en el siglo XVIII alcanzó una virulencia inusitada, expresada en motines, rebeliones y alzamientos ciudadanos, dirigidos por los Cabildos - centros del poder criollo - contra el poder colonial radicado en Virreyes, Audiencias o Capitanes Generales.

A partir de 1763, la situación de real independencia económica de Hispanoamérica tuvo que enfrentar el nuevo esfuerzo imperialista de España, donde el rey Carlos III y un grupo de notables ministros formados en el espíritu de la Ilustración habían decidido restaurar el dominio colonial en toda su plenitud, como medio básico de impulsar el desarrollo económico y restaurar el poder imperial de España.

Por una especial coincidencia, determinada esencialmente por la común lógica colonialista que poseían, las monarquía española e inglesa iniciaron paralelamente en 1765 una ofensiva política contra sus respectivas colonias americanas, que en ambos casos se proponía la «reconquista» económica de éstas. Tanto Inglaterra como España habían llegado a la conclusión de que la creciente autonomía económica de las colonias amenazaba sus posibilidades de desarrollo metropolitano y de que se imponía, por tanto una recolonización económica, que eliminara las tendencias autárquicas de su crecimiento y subyugara el mismo a un nuevo y más eficiente sistema de dominación colonial.

Pese a las especifidades históricas de cada una de estas acciones metropolitanas, ambas tenían elementos comunes. Uno de ellos era la prohibición de que en las colonias se establecieran nuevas fábricas, que en el caso español incluía medidas para liquidar las manufacturas existentes. Con ello se buscaba estimular el desarrollo de la industria metropolitana y convertir a las respectivas colonias en mercados cautivos de ésta. Otra iniciativa en común, era el establecimiento o reforzamiento de los sistemas monopólicos de comercio colonial, con miras a incrementar las utilidades metropolitanas y a establecer un control más directo de ciertos sectores productivos del mundo colonial (Puiggrós, pp. 238-247).

Una variedad de factores, que no es del caso analizar, determinaron que esos paralelos esfuerzos de reconquista económica produjeran distintas reacciones en las colonias inglesas y españolas. En aquellas, la reacción fue prácticamente inmediata, pues su población inició un boicot a los productos ingleses y se amotinó contra la autoridades coloniales (1770), en un proceso de insurgencia que, a partir de 1775, alcanzó el nivel de insurrección armada; en 1776 fue consagrado por la «Declaración de Independencia» de las trece colonias y en 1781 culminó triunfalmente, con la rendición británica en Yorktown. En el dilatado y en todo más complejo mundo colonial hispanoamericano, la reacción criolla fue lenta y conllevó un largo proceso de acumulación de fuerzas y progresiva toma de conciencia por parte de los sectores sociales afectados por ese reforzado colonialismo español. Empero, aunque tardío, el resultado fue el mismo que en las colonias inglesas de Norteamérica: la independencia, alcanzada tras un violento y generalizado proceso revolucionario, que se consumó en quince años (1809 a 1824).

Recolonización y resistencia social

Una de las primeras acciones de la recolonización impuesta por las «reformas borbónicas» fue la reorganización administrativa del imperio colonial americano. Se crearon nuevos virreinatos, como el de Nueva Granada y el del Río de la Plata, y surgieron nuevas unidades administrativas, a la par que se nombraron nuevos funcionarios, los intendentes, que reemplazaron a los corregidores y alcaldes mayores y se convirtieron en el más concreto mecanismo de la recolonización. En general, la administración fue fortalecida y modernizada, con miras a liquidar ese «poder dual» que hasta entonces había existido y era la más notoria prueba de la debilidad del poder metropolitano en tierras de América (Lynch, p. 15; Puiggrós, pp. 243-246).

El primer golpe de la reconquista contra el poder criollo fue la expulsión de los jesuitas (1767), ejecutada al mismo tiempo en todo el continente. Si bien la medida parecía destinada a acabar con la gran autonomía con que actuaba la Compañía de Jesús y a afirmar el poder de la corona, en la práctica buscaba dos objetivos precisos: liquidar el poder terrateniente y financiero de la Iglesia católica, de la cual los jesuitas eran la avanzada en ambos aspectos. Y privar al criollismo de su intelligentzia, que tenía entre los jesuitas expulsos una de sus alas más radicales, al punto de justificar públicamente - en teoría abstracta - el regicidio, así como el derecho de los pueblos a la insurrección.

La medida obedecía sin duda a un frío cálculo político. Al expulsar a los jesuitas y apoderarse de sus recursos y propiedades, la corona liquidaba el poder bancario que financiaba a los propietarios y empresaria criollos, debilitaba la capacidad económica de estos, obtenía grandes riquezas y eliminaba una parte sustancial del poder latifundista en sí mismo. A su vez, en el plano político, privaba al criollismo de su élite intelectual - la mayor parte de los jesuitas extrañados era de origen criollo y provenía de las grandes familias locales, al mismo tiempo que rompía en gran medida el vínculo social establecido entre la Iglesia y la clase criolla.

Las reformas borbónicas terminaron por agravar la oposición entre criollos y chapetones, por sublevar a las masas mestizas e indígenas y por crear una conciencia de identidad entre la intelectualidad americana. Lo que es más: al calor de la resistencia social a la reconquista, el pensamiento criollo logró hegemonía en la sociedad hispanoamericana, de modo que sus reivindicaciones dejaron de ser exclusivas de una élite para pasar a influir cada vez más en el pensamiento de las masas populares.

La primera protesta popular se dio en Quito, el año de 1765. Esta Audiencia era asiento de una de las más desarrolladas economías coloniales y uno de los más rebeldes núcleos de pensamiento criollo, y entre 1592 y 1593 había protagonizado la formidable «Revolución de las Alcabalas», cuyos líderes llegaron a cuestionar públicamente la autoridad real y a proclamar tempranamente su voluntad de independencia. La nueva revuelta, ocasionada por la imposición del Estanco de aguardiente y la Aduana para los víveres, se hizo bajo la consigna de «¡Mueran los chapetones y abajo el mal gobierno!». Las masas insurrectas vencieron a las tropas reales y destituyeron a las autoridades, pero carecieron de liderazgo y finalmente se desbandaron.

Ese mismo año se produjo el levantamiento de los mayas de Yucatán contra los tributos, liderado por Jacinto Canek. Y en 1780 estalló la revolución india de Túpac Amaru, en el Perú, que llegó a movilizar un ejército de 200.000 hombres y a poner en jaque a las autoridades del Virreinato. Proclamándose nuevo Inca, Túpac Amaru afirmó entonces: «Los reyes de Castilla me han tenido usurpada la corona y dominio de mis gentes, cerca de tres siglos, pensionándome a los vasallos con sus insoportables gabelas, tributos, lanzas, sisas, aduanas, alcabalas, catastros, diezmos, Virreyes, Audiencias, Corregidores y demás Ministros, todos iguales en la tiranía; estropeando como a bestias a los naturales de este Reyno» (Picón Salas, p. 183).

Poco después, en 1781, estalló el movimiento de los comuneros del Socorro, en la Nueva Granada, producido también por los nuevos impuestos coloniales. Una tropa entre mestiza e indígena, de más de 20.000 hombres, cercó al poder colonial y lo obligó a firmar las «Capitulaciones de Zipaquirá», por las que se abrogaban los impuestos y estancos, se reconocían los derechos indígenas a la tierra y el derecho de los criollos a ocupar los altos cargos administrativos. Su líder, José Antonio Galán, llegó a proclamar el fin del colonialismo español: «Se acabó la esclavitud». (Ocampo, pp. 58-59).

Aunque todos estos movimientos fueron finalmente derrotados, lo cierto es que minaron profundamente el sistema colonial y estimularon el desarrollo de una nueva conciencia americana. Una buena muestra de esta fue la representación que el Cabildo de la Ciudad de México dirigió al rey, en 1771: «(El español) viene a gobernar unos pueblos que no conoce, a manejar unos derechos que no ha estudiado, a imponerse a unas costumbres que no ha sabido, a tratar con unas gentes que nunca ha visto... Nunca nos quejaremos que los hijos de la antigua España disfruten de la dote de su madre; pero parece correspondiente que quede para nosotros la de la nuestra. Lo alegado persuado, que todos los empleos públicos de la América, sin excepción de alguno, debían conferirse a sólo los españoles americanos, con exclusión de los europeos...» (Morris et al., 1976, I, pp.49-52).

Enfrentados a la creciente resistencia criolla, los administradores coloniales buscaron acentuar su control sobre la sociedad colonial, convencidos de que su reconquista económica era la única garantía de pervivencia del colonialismo. El Ministro de Indias, José de Gálvez, escribía en 1778 al Virrey de Nueva Granada, respecto al «libre comercio» decretado por la corona: «Los americanos pueden hacer el comercio entre sí de unos puertos a otros, dejando a los españoles de esta península el activo con ellos». A su vez, el Virrey del Perú, Gil de Taboada, afirmaba ese mismo año: La seguridad de las Américas se ha de medir por la dependencia en que se hallen de la metrópoli, y esta dependencia está fundada en los consumos. El día en que contengan en sí todo lo necesario, su dependencia sería voluntaria». Por su parte, el Virrey de México, conde de Revillagigedo, instruía a su sucesor en parecidos términos: «No debe perderse de vista que esto es una colonia que debe dependa de su matriz, la España,... lo cual cesaría en el momento en que no se necesitase aquí de las manufacturas europeas y sus frutos» (Lynch, pp. 21, 23, 24).

Ilustración europea versus ilustración americana

Uno de los efectos colaterales del «despotismo ilustrado» de Carlos III fue que permitió, como nunca antes, la libre circulación de las ideas en Hispanoamérica. Ello dio lugar, por una parte, a que los círculos intelectuales latinoamericanos - constituidos básicamente alrededor de las universidades coloniales, como en México, Quito, Chuquisaca, Santa Fe - pudieran intercambiar ideas y proyectos, recibir las influencias de la revolución norteamericana y, sobre todo, del pensamiento liberal español y la ilustración europea.

La madurez intelectual de la élite criolla se puso entonces de manifiesto, pues, al mismo tiempo que asimiló los principios políticos y económicos del liberalismo europeo y los utilizó para fortalecer su naciente proyecto nacional, ejercitó la crítica del eurocentrismo formulado por los «ilustrados» de Europa.

Buffon, Pauw, Raynal, Voltaire, Robertson habían proclamado, en diversos tonos, la intrínseca superioridad europea sobre América, que en su opinión se manifestaba en todos los reinos de la naturaleza y particularmente en el ámbito de lo humano. Buffon había sostenido que el puma era buen ejemplo de la inferioridad americana, pues carecía de la melena del león y era más cobarde que éste. Pauw sostuvo que el clima americano era maligno y determinaba una inferioridad física y mental del hombre, que era enclenque y en todo inferior al europeo. Raynal afirmaba que América era un continente decrépito y criticaba «la excesiva altitud de las montañas del Perú». Voltaire teorizaba sobre la inferioridad de América, a la que mostraba como un continente pantanoso y poblado por naturales estúpidos e indolentes, cuya inferioridad se demostraba, entre otras cosas, porque eran lampiños y fáciles de ser dominados por hombres de barba y pelo en pecho como los europeos (Ocampo, p. 64).

La ilustración americana ejercitó la crítica de esas peregrinas teorías europeas, consciente de que tras ellas se ocultaba el mismo espíritu colonialista de siempre, pero disfrazado ahora de un pretendido cientificismo.

Eugenio Espejo, el sabio mestizo quiteño, que formulara el primer estudio científico sobre las viruelas - Reflexiones sobre las viruelas - y propusiese la utilización de las vacunas, fue uno de los más duros críticos de la ilustración europea, pese a compartir algunas de sus teorías políticas y económicas. En su «Discurso a la Sociedad Patriótica» denunció: «Desde tres siglos ha, no se contenta la Europa de llamarnos rústicos y feroces, montaraces e indolentes, estúpidos y negados a la cultura. ¿Qué les parece, señores, de este concepto?... ¿Creeréis, señores, que estos Robertson, Raynal y Pauw digan lo que sienten? ¿Que hablen de buena fe? ...El objeto de otros que nos humillan es diverso...» (Espejo, 1960, pp. 327-328).

En Perú, los doctores Hipólito Unanue y José Manuel Dávalos - mulato éste - ejercieron también una activa oposición a las teorías de Pauw. Unanue, «uno de los criollos de visión científica más universal», elaboró sus Observaciones sobre el clima de Lima, verdadero tratado de geografía humana, en el que este lector de Montesquieu y Rousseau propugna como base de un sistema educativo y de un método curativo la proximidad del hombre a la naturaleza y una vida lo más cercana al aire libre. Dávalos, por su parte, escribió que «hay en el Perú un lugar llamado Piura, en donde la sífilis desaparece sólo con la influencia salubre del clima» y explicó las propiedades curativas de otros microclimas de su país (Picón Salas, pp. 11-12; Lynch, p. 44).

Entre los más apasionados y profundos defensores de América frente a las teorías de la ilustración europea se contaron entonces los jesuitas desterrados en Europa. Dolidos por su violento desarraigo y convencidos de que las teorías de Buffon, Pauw y otros constituían una renovada justificación del colonialismo europeo, se empeñaron en el rescate intelectual del pasado histórico de su patria americana y en el análisis erudito de los recursos y riquezas del nuevo continente. Así surgieron obras trascendentales como Historia Antigua de México, de Francisco Xavier Clavijero; Historia del Reino de Quito y «Vocabulario de la lengua peruano - quitense», de Juan de Velasco; Instituciones Teológicas e Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España, de Francisco Xavier Alegre; Los tres siglos de México, de Andrés Calvo; Rusticatio Mexicana, de Rafael Landívar; Compendio de la historia geográfica, natural y civil del Reino de Chile y Ensayo sobre la historia natural de Chile, de Juan Ignacio de Molina, etc. En ellas no sólo se exaltaba con legítimo orgullo las riquezas, la fecundidad y la creatividad americanas, sino que se demostraba la sustancial autonomía del mundo americano frente a Europa. Canto de amor a una entrevista «Patria Criolla», era el punto de partida para la formulación de un pensamiento independentista.

La prensa

El vehículo necesario para la ilustración americana resultó ser la prensa y ello hizo que los intelectuales hispanoamericanos agregaran a sus oficios específicos el del periodismo, en busca de difundir sus ideas entre la sociedad.

Un hombre de ciencia como Antonio José de Caldas, discípulo del sabio naturalista José Celestino Mutis, fundó en Santa Fe su Semanario del Nuevo Reino de Granada, destinado a reunir datos estadísticos, descripciones científicas y estudios de productos útiles de la naturaleza, proveer datos metereológicos y recomendaciones útiles a la agricultura e industria locales. Otro sabio, Espejo, fundó en Quito el periódico Primicias de la cultura de Quito, en el que proclamaba: «Vamos en derechura a nuestro objeto, que es insinuar que no puede llamarse adulta en la literatura, ni menos sabia a una nación, mientras con universalidad no atienda ni abrace sus verdaderos intereses; no conozca y admita los medios de encontrar la verdad; no examine y adopte los caminos de llegar a su grandeza; no mire, en fin, con celo, y se entregue apasionadamente, al incremento y felicidad de sí misma, esto es del Estado y la sociedad» (Picón Salas, pp. 204-5; Espejo, p. 268).

Entre tanto, en México, el biólogo, físico y astrónomo José Antonio Alzate, fundaba cuatro sucesivos periódicos entre 1768 y 1795, mientras su paisano José Ignacio Bartolache, médico y matemático, iniciaba en 1772 la publicación del afamado Mercurio Volante. Al sur, en Lima, el sabio Hipólito Unanue publicaba el no menos famoso Mercurio Peruano, en 1791, un año después de que en esa misma ciudad viera la luz el primer cotidiano de Hispanoamérica: el Diario Erudito, Económico y Comercial. Cabe mencionar, por fin, al Papel Periódico de La Habana y a su homónimo granadino publicado en Santa Fe, fundados en 1790 (Henríquez Ureña, 1966, pp. 41-42. Picón Salas, pp. 212-215).

Toda esa prensa periódica estaba llena de inquietudes y proyectos americanos, así como de citas y ecos de Rousseau, Montesquieu, Locke, Descartes, Voltaire, Diderot, Newton y Adam Smith. La peligrosidad de esas nuevas ideas impresas hizo que el virrey de México, Matías Gálvez, opinara en 1768: «Yo tengo La Gaceta por muy útil, siempre que se reduzca a noticias indiferentes: entradas, salidas, cargas de navíos y producciones de la naturaleza; elecciones de prelados, de alcaldes ordinarios... Por otra parte, importa dar materia inocente en que se cebe la curiosidad del público» (Picón Salas, p. 213).

Frente a tan rico panorama intelectual de nuestra América del siglo XVIII, resulta inevitable preguntarse: ¿Cuáles fueron las causas que estimularon su desarrollo? La principal de ellas fue indudablemente la propia madurez intelectual del mundo americano. Un mundo en el que el desarrollo de las fuerzas productivas había creado una sociedad cada vez más compleja, en mucho distinta de la simple sociedad colonial del siglo XVI, integrada sólo por conquistadores y conquistados. Un mundo en el que los hombres exploraban selvas, abrían caminos, levantaban ciudades, montaban industrias, experimentaban con metales, construían barcos, alzaban fortalezas, peleaban con piratas, hacían revoluciones, amaban, luchaban y morían, no podía seguir atado a la ñoñez de las reglas oficiales ni conformarse con el gongorismo degenerado de los sermones eclesiásticos.

Toda esa enorme vitalidad y creatividad del continente requería de una expresión propia y los adelantados de ésta fueron los exploradores e investigadores científicos. El quiteño Pedro Vicente Maldonado explora las selvas occidentales - en busca de una ruta que aproxime Quito a Panamá, construye vías, levanta cartas topográficas y efectúa mediciones de su país. El peruano José Eusebio del Llano y Zapata, formidable matemático, trabaja por entonces sus audaces Memorias histórico-físico-apologéticas de la América Meridional,verdadera summa científica hispanoamericana. Mientras tanto, un gran astrónomo y matemático labora exitosamente en México: Joaquín Velázquez de Cárdenas y León.

El otro gran estímulo para el desarrollo de la vida intelectual americana estuvo dado por la llegada de las expediciones científicas europeas. Por esos años, Europa está llena de un espíritu de investigación de la naturaleza, que aúna las conveniencias comerciales y políticas de las grandes potencias con la verdadera curiosidad científica. Y envía a América sucesivas expediciones científicas, destinadas a efectuar mediciones, levantar mapas, estudiar la naturaleza y recoger muestras para sus museos y jardines botánicos.

Su llegada resulta de gran utilidad para la élite intelectual criolla, a la que aportan métodos de investigación que le ayudan a conocer mejor su propio mundo e ideas renovadoras de la sociedad. La llegada de los académicos franceses y los sabios españoles que los acompañan (Juan y Ulloa), en 1736, sirve para estimular y promocionar a nuestros hombres de ciencia. Pedro Vicente Maldonado viaja a Europa junto con La Condamine, que lo presenta en las sociedades científicas de Inglaterra y Francia, que lo reciben como miembro.

Esa es, pues, la agitada y expectante Hispanoamérica contemporánea de la ilustración europea. Un mundo que ha despertado y ha echado a andar por sus propios medios, en busca de su destino histórico, y al que el Enciclopedismo y el iluminismo aportan - por acción o por reacción - motivaciones y contrastes. Un mundo que adquiere personalidad histórica a partir de sí mismo y no, como equivocadamente pretenden demostrarnos, a partir de las influencias foráneas. Con todo lo importante que fue su influencia, las ideas de la ilustración no crearon el espíritu de la insurgencia hispanoamericana. Cuando más, lo estimularon; con sus provocaciones y sugerencias, fueron el catalizador que aceleró la reacción anticolonial que condujo a la independencia.

La Revolución Francesa en Hispanoamérica

Como se ha dicho antes, la Revolución Francesa sorprendió al mundo hispanoamericano en plena crisis. Una crisis que no era una depresión productiva ni una frustración interna, sino una creciente y generalizada ruptura con el sistema colonial imperante.

En la metrópoli, a su vez, la muerte de Carlos III había dado paso, en 1788, al reinado del mediocre e inseguro Carlos IV, que optó por mantener al frente del gobierno al liberal conde Floridablanca.

Si el propio desarrollo ideológico de la ilustración hispanoamericana había provocado ya una ola represiva por parte de las autoridades coloniales, el temor a la fulgurante onda expansiva de la Revolución Francesa hizo que en la misma metrópoli se desencadenase una represión contra la propaganda revolucionaria francesa y las ideas avanzadas; la Enciclopediafue prohibida, del mismo modo que los viajes de estudios al extranjero. Luego, sin poder contener la avalancha ideológica que generaba la cercana revolución, el gobierno de Madrid dictó la Real Resolución de febrero de 1791, por la que se prohibía la impresión y distribución de todo periódico, excepto el Diario de Madrid de Pérdidas y Hallazgos.

Frente a los sucesos europeos, la represión a las ideas progresistas y a la prensa se acentuaron de inmediato en Hispanoamérica. Empero, ello no pudo evitar que en las colonias circularan papeles subversivos tales como ejemplares de la Constitución francesa y copias de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Un ejemplar de la Histoire de l'Asamblée Constituantede Salart de Monjoie llegó en 1794 a manos de Antonio Nariño, hacendado e intelectual bogotano que promovía las ideas insurgentes y había establecido un acuerdo de cooperación con Eugenio Espejo, durante el destierro de éste en la capital neogranadina. Nariño encontró en ella la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,que tradujo y publicó en su imprenta casera y de la cual distribuyó cientos de ejemplares a otras ciudades del continente. Pronto fue descubierto, apresado y enviado a España, de cuyas cárceles escaparía para convertirse en uno de los líderes de la guerra de independencia. Mientras Nariño caía prisionero, su amigo y corresponsal Eugenio Espejo sufría prisión en las húmedas mazmorras de Quito, de donde saldría sólo para morir.

Pero lo que sucedía en el Virreinato de Nueva Granada se repetía en las demás colonias españolas de América. A partir de 1790, la Inquisición mexicana inició una radical persecución de las ideas revolucionarias provenientes de «la espantosa Revolución de Francia, que tantos daños ha causado» (Pérez Marchand, 1945, pp. 122-124).

La América Hispana tenía, en todo caso, un contacto directo con la Revolución Francesa en Francisco de Miranda, quien era, por otra parte, el empeñoso agitador de su independencia. Típico producto del criollismo hispanoamericano y del espíritu renovador que recorría el mundo, El Precursor había sido sucesivamente oficial de los ejércitos españoles, amigo de Washington y jefe de un cuerpo expedicionario antillano - formado por mulatos cubanos y haitianos que combatió por la independencia norteamericana, propagandista de la independencia hispanoamericana y general de los ejércitos revolucionarios de Francia. A partir de 1790, la vida de Miranda se concentraría en el objetivo principal. Entablaría interminables negociaciones con el gobierno británico, en busca de apoyo militar y financiero para la causa de la independencia sudamericana. Desenvolvería una campaña internacional de agitación contra el colonialismo español. Y, lo que fue más importante, organizaría a los latinoamericanos radicados o de paso por Europa, para la lucha independentista (Bosch, pp. 461-489).

Miranda, que se había iniciado como francmasón en Filadelfia, en los días de la independencia norteamericana, fundó en Londres, en 1797, la Gran Logia Americana, de la que fue Gran Maestro. Destinada a concertar voluntades para la lucha independentista, a penetrar y agitar secretamente a la sociedad colonial y a facilitar el respaldo extranjero pala la causa nacional, esta Gran Logia tuvo su Consejo Supremo en Crafton Street 27, Fitzroy Square, Londres, y tuvo como filiales a las Logias Lautarinas que habían levantado columnas en Cádiz y otros lugares de Europa y América. La organización reconocía cinco grados masónicos. El juramento de grado de iniciación era luchar por la independencia de Hispanoamérica. El del segundo grado, hacer profesión de fe democrática y abogar por el sistema republicano. (L.A. Sánchez, 1970, I, p. 557; De Gandia, pp. 50-53).

Al calor de los sueños de independencia y del ambiente revolucionario irradiado desde Francia se iniciaron en la Gran Logia Americana, en Londres o Cádiz: Bolívar y San Martín; López Méndez y Andrés Bello, de Venezuela; Moreno, Alvear y Monteagudo, del Río de la Plata; Montúfar y Rocafuerte, de Quito; O'Higgins, de Chile; Valle, de Guatemala; Mier, de México; Nariño y Zea, de Nueva Granada; Vizcardo y Olavide, del Perú, etc. A su vez, en otras Logias Lautarinas se iniciaron algunos otros jefes de la independencia sudamericana como Zapiola, Saavedra, Belgrano, Guido, Las Heras y Alvarado (De Gandía, pp. 51-52). El ex-jesuita Vizcardo y Guzmán, que actuaba como jefe de propaganda de la Logia Americana, hizo de sus escritos un ariete contra el colonialismo español. Su memorable Carta a los españoles americanos,publicada simbólicamente en 1792, con ocasión del tercer centenario de la llegada de Colón a América, se convirtió en la más efectiva arma de propaganda: «Se traduce al francés y se imprime en Filadelfia; ha de merecer los honores de una versión inglesa en la respetable Gaceta de Edimburgo; la distribuirá Miranda en multitud de ejemplares, cuando su primera y desgraciada expedición a Tierra Firme en 1806; y perseguirán el papel curas, inquisidores y oficiales reales como la más peligrosa presa corsaria. Se le puede llamar, históricamente, 'la primera proclama de la Revolución' (...) (Formulaba) una teoría de la libertad en que parecen conciliarse Rousseau y los teólogos de la época escolástica» (Picón Salas, p. 226).

Lo sucedido con el pensamiento de Vizcardo es un ejemplo de lo que ocurría con la influencia de la Revolución Francesa en la mayoría de nuestros próceres: era un ejemplo de lucha contra el absolutismo que proveía de confianza histórica y estímulo moral. Aportaba algunos principios significativos a la causa de la emancipación americana, como por ejemplo los conceptos contenidos en la Declaración de Derechos del Hombre y el sistema de fuerza armada basado en la conscripción de ciudadanos. Pero poseía formulaciones teóricas y prácticas políticas que resultaban sencillamente inaceptables para los ricos patricios criollos latinoamericanos.

Límites y metas

Dueños de ricas plantaciones cultivadas con trabajo esclavo o de enormes latifundios beneficiados por el trabajo indígena servil, muchos de ellos poseedores de títulos nobiliarios, los criollos aspiraban a una emancipación política de España, que los convirtiese en miembros de una clase dominante con plenos derechos, y no a una revolución social que, como la francesa, repartiera la tierra a los campesinos pobres, liquidara los derechos feudales y arrasara legal y físicamente con la nobleza. Lo que querían, en definitiva, no era transformar esencialmente a la sociedad colonial, sino mantenerla para su exclusivo provecho, cortando de un tajo la dependencia frente a la metrópoli y asumiendo el tan ansiado poder político.

Desde luego, en ese marco histórico general cabía una gama de posiciones ideológicas: desde aquellas de los republicanos radicales, que propugnaban la liberación de los esclavos, el reparto de tierras a los campesinos y la eliminación del tributo indígena, hasta las de los monárquicos liberales, que aspiraban a sustituir a la corona española por las testas coronadas de señores criollos. Hidalgo e Iturbide serían, en el futuro y en un mismo país, buena muestra de la pervivencia de esas posiciones.

El estallido de la revolución haitiana, en 1791, fortaleció las posiciones conservadoras del criollismo. El ejemplo de ese país de esclavos que se rebelaba contra sus amos blancos, liquidaba de raíz el poder colonial, derrotaba a los ejércitos metropolitanos que pretendían someterlo nuevamente, extendía su revolución al territorio colonial próximo (Santo Domingo) y proclamaba finalmente su independencia, generó estallidos de simpatía en otras colonias del área del Caribe: Martinica, Tobago, Santa Lucía, casi todas las islas británicas, Curazao y Venezuela (Bosch, pp. 373-453; Cúneo, pp. 92-93).

Por entonces, el área del Caribe albergaba una población esclava de aproximadamente 1.200.000 personas, de las cuales más de 600.000 radicaban en las posesiones francesas, unas 300.000 en las posesiones británicas y sobre 200.000 en las posesiones españolas insulares (Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo) y de Tierra Firme (Venezuela y Nueva Granada). Considerando la tradicional rebeldía de la población esclava, que en ese mismo siglo XVIII había protagonizado levantamientos en casi todos los territorios de la región, tenía lógica esperar el estallido de nuevas sublevaciones en el área. De ahí que, mientras la llamada «ley de los franceses» se convertía en consigna esperanzada de los esclavos y humildes de toda laya, aterrorizaba a los propietarios criollos de Sudamérica (Bosch, pp 373-377).

El movimiento subversivo de Gual y España - cuyo programa, inspirado en los principios de la Gran Revolución, contemplaba la abolición de la esclavitud - y sobre todo la conspiración del mulato Chirinos, testigo de la revolución haitiana, que planeaba un masivo levantamiento de pardos contra la oligarquía mantuana de Venezuela, sumaron un nuevo motivo de inquietud para el criollismo del norte sudamericano.

En el ámbito internacional, la perspectiva del criollismo se volvió también cada vez más inquietante. Los bandazos políticos de la disminuida monarquía española, convertida finalmente en financista de las guerras napoleónicas e instrumento dócil de la política internacional francesa, causaron honda preocupación en la clase criolla, cuyo temor a la burguesía francesa «cortadora de cabezas» había ido en aumento. Al fin, la invasión napoleónica a España y la imposición de un gobierno francés en Madrid (1808) acabaron por precipitar su entrada en el escenario histórico.

Atrapada entre su deseo de transformación política y su temor a una insurrección popular, la clase criolla optó por plegarse a la resistencia española, encabezada por las Cortes de Cádiz, y proclamarse fiel al «bien amado» Fernando VII. Sólo más tarde, cuando los intransigentes administradores coloniales se negaron a hacer concesiones políticas al criollismo, aplastando sin piedad a las Juntas Soberanas surgidas en América a imitación de las de España, la clase criolla en su conjunto optó por la guerra de independencia, aunque en algunas regiones, por temor a las masas populares, siguió manteniéndose fiel a la monarquía (Perú) o ensayó una transición de poder claramente conservadora (México).

Iniciada la guerra independentista en tan agitadas condiciones, el criollismo se vio enfrentado a la indiferencia y aun resistencia de las masas populares. En el caso de Venezuela, la masiva participación de los llaneros en la «rebelión social» de Boves, esencialmente antioligárquica, determinaría el fracaso de los sucesivos esfuerzos emancipadores de Bolívar (Bosch,; pp. 483-521; Uslar, pp. 97-102). Al fin, la nueva campaña de 1816 (iniciada en Haití, la primera república negra del mundo; gracias al generoso respaldo del presidente Pétion) lograría vencer el formidable obstáculo de la resistencia popular, mediante una transacción interclasista que aseguró beneficios concretos para el pueblo y facilitó la incorporación de las masas llaneras a la - ahora sí causa nacional.

Un efecto final de la Revolución Francesa en nuestra América fue la ideología que inspiró la mayoría de sus cartas constitucionales. Muchos principios de la Declaración de los Derechos del Hombre - como la igualdad jurídica de los ciudadanos, la soberanía popular, la juridicidad estatal, las garantías personales, la separación de poderes y el derecho a la propiedad - fueron incorporados generalmente a las leyes supremas de los nuevos países independientes, aunque, en la práctica, se mantuviera esencialmente la estructura socioeconómica heredada de la colonia.

La real democratización de nuestras sociedades la irían conquistando progresivamente los pueblos, con doloroso esfuerzo, a través de la vida republicana. En América Latina, esa instauración plena de la democracia es todavía una tarea de futuro.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 103, Septiembre - Octubre 1989, ISSN: 0251-3552


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