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NUSO Nº 216 / Julio - Agosto 2008

La integración sudamericana como requisito para la independencia

La autonomía real de un Estado en el sistema internacional depende de diferentes factores: la cantidad de habitantes, su potencia económica y su capacidad para resolver conflictos y evitar la violencia interior, lo que a su vez está relacionado con los niveles de igualdad social. En el mundo de hoy, solo unos pocos Estados o bloques integrados –Estados Unidos, la Unión Europea, China e India– cumplen estas condiciones. En este marco, los países sudamericanos, con la posible excepción de Brasil, difícilmente logren su autonomía plena, por lo que la integración regional –a través de la articulación de los mercados, la construcción de instituciones supranacionales y la integración monetaria– es el único camino posible.

La integración sudamericana como requisito para la independencia

La autonomía real de un Estado en el sistema internacional depende de diferentes factores: la cantidad de habitantes, su potencia económica y su capacidad para resolver conflictos y evitar la violencia interior, lo que a su vez está relacionado con los niveles de igualdad social. En el mundo de hoy, solo unos pocos Estados o bloques integrados –Estados Unidos, la Unión Europea, China e India– cumplen estas condiciones. En este marco, los países sudamericanos, con la posible excepción de Brasil, difícilmente logren su autonomía plena, por lo que la integración regional –a través de la articulación de los mercados, la construcción de instituciones supranacionales y la integración monetaria– es el único camino posible.

La integración regional se ha convertido en un tema de la política internacional, sobre todo al considerar la Unión Europea (UE) como un ejemplo a seguir. De hecho, la misma UE prefiere relacionarse interregionalmente, por ejemplo con el Mercosur o con el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (TLCAC-RD). La integración regional de Estados de dimensión pequeña puede ser considerada según dos objetivos: avanzar hacia un orden internacional equilibrado (entre Estados) o garantizar la igualdad de derechos de todos los seres humanos (entre individuos), tal como está reglamentado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

Existe un conflicto político de dimensión global que tiene su origen en el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas. Esta comienza con la expresión «nosotros los pueblos» («we the peoples»). La pregunta sustancial es si «pueblos» significa «personas» o «Estados». El principio de la soberanía de los Estados parece igualar pueblos con Estados. Pero la misma Carta cuestiona la igualdad de los Estados, toda vez que privilegia a los cinco que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad. En otras palabras, se trata de preguntarse si, desde una perspectiva de política global, los 300 millones de ciudadanos de EEUU y los tres millones de ciudadanos de Uruguay tienen realmente los mismos derechos o, siendo aún más drástico, si los 1.330 millones de ciudadanos de China tienen los mismos derechos que los 400.000 habitantes de Luxemburgo.

Este tema abarca dos dimensiones contradictorias entre sí. Por un lado, los ciudadanos de los países más pequeños tienen una capacidad de participación relativamente importante en el sistema de Naciones Unidas: en las votaciones de la Asamblea General, cada Estado, representado por su gobierno, tiene un voto. Así, el voto de cada ciudadano uruguayo pesa cien veces más que el voto de cada estadounidense. Pero al mismo tiempo es evidente que el gobierno de EEUU, debido a su fortaleza, puede hacer valer los intereses de sus ciudadanos mucho más fácilmente que el gobierno de Uruguay.

Las condiciones para la autonomía de un Estado

En este contexto, a principios del siglo XXI quizás el único camino practicable para concretar la igualdad de derechos de los individuos y de los Estados sea la integración regional. Desde fines de la Segunda Guerra Mundial (es decir, luego de la creación de las Naciones Unidas), los Estados sudamericanos siguieron experiencias políticas y económicas que no se ajustaban a la noción ideal de soberanía estatal, al menos no como está reflejada en la Carta de la ONU. Se produjeron durante este tiempo visibles daños a la soberanía de los países de la región, que implicaron vulneraciones al derecho internacional público y que han resultado en una dependencia económica respecto de EEUU que se prolonga hasta hoy.

Entre otros episodios que lo demuestran, podemos mencionar el golpe militar contra Salvador Allende en 1973, que no fue posible sin el apoyo estadounidense (aun si Washington prefiere ahora no recordarlo, tal como revela el hecho de que en la biografía del ex-ministro de Relaciones Exteriores Henry Kissinger no se mencione este episodio).

Esta situación de debilitamiento de la soberanía nacional de los Estados de la región se manifestó también en la dependencia argentina del Fondo Monetario Internacional (FMI) entre 1990 y 2002, que llevó a una grave crisis de la que solo se pudo salir mediante el desacople de la moneda nacional del dólar y la renegociación de la deuda externa. Del mismo modo, Ecuador se hizo financieramente dependiente de EEUU y se ve obligado a acompañar la depreciación internacional del dólar desde que decidió adoptar la dolarización de su economía.

Todos los países sudamericanos, con excepción de Brasil, están condicionados por estructuras exportadoras insuficientemente diferenciadas. Eso, que puede ser una ventaja en caso de una creciente demanda de materias primas, conduce también a situaciones de dependencia. ¿Cuánto tiempo más las exportaciones de soja de Argentina podrán seguir sosteniendo su crecimiento?

Estas realidades de la política y la economía globales deben analizarse en el contexto de poderes políticos y económicos desbalanceados que operan en un mundo conectado, que también puede ser entendido como sociedad mundial. A principios del siglo XXI, la verdadera independencia de los Estados (y de las sociedades a las que ellos representan) descansa sobre tres cuestiones básicas: el número de habitantes; el desarrollo económico (y, por lo tanto, su poder económico); y la capacidad para la resolución de conflictos y prevención de la violencia interna.

1. Número de habitantes. El país más poblado del mundo es China, con 1.330 millones, seguido de la India, con 1.136 millones (el más grande de los estados que integran la India, Uttar Pradesh, posee 166 millones de habitantes, más que todos los países de Sudamérica juntos, excepto Brasil). Siguen, muy lejos, EEUU (304 millones), Indonesia (228 millones) y Brasil (191 millones). Comparado con China y la India, Brasil ya no es tan grande. En cuanto al resto de los países de Sudamérica, en todos los casos –desde los más poblados, como Colombia y Argentina, hasta Uruguay– su población representa menos de 1% del total mundial. Teniendo en cuenta estos datos, tal vez un buen parámetro para comparar comunidades de Estados integrados sea la UE, que cuenta con un total de 494 millones de habitantes, contra 385 millones de Sudamérica. La diferencia es que la UE está integrada hoy por 27 países, mientras que en Sudamérica hay solo diez (más Guayana y Surinam).

2. Capacidad económica. El PIB –medido en paridad de poder adquisitivo (PPA)– arroja las siguientes cifras: el de EEUU es de 12,4 billones de dólares. La UE alcanza un valor comparable, mientras que China llega a 6,7 billones de dólares, la India a 3,8 billones de dólares y Brasil a 1,6 billones de dólares. Para todo el mundo, el PBI llega a 60,697 billones de dólares.

En términos de poderío económico –y su utilización para el despliegue del poder político y militar–, EEUU y la UE constituyen una referencia ineludible para todos los demás países y regiones del mundo. Las cifras sobre gastos militares publicadas por el Institute for International Strategic Studies en su «Military Balance 2007» dejan en claro que el gasto militar de EEUU es de 495.000 millones de dólares, el de la UE 257.000 millones, el de China 103.000 millones, el de la India 22.000 millones y el de Brasil, 13.000 millones.

Los datos de los últimos años ayudan a entender esos diferentes niveles económicos. China ha conseguido un notable desarrollo económico. Su PIB ha aumentado, entre 1975 y 2005, 8,4% por año en promedio, mientras que el de Brasil, en ese mismo periodo, creció solo 0,7%. Como modelo para los Estados sudamericanos más chicos, la comparación más atinada es con Corea del Sur, que en los últimos años creció a un promedio de 6%.

En cuanto a la situación económica de los individuos, lo que cuenta es el PIB per cápita (medido en paridad de poder adquisitivo). El ranking está encabezado por EEUU (41.890 dólares), seguido por la UE. Dentro del bloque europeo, el primer lugar lo ocupa Luxemburgo, seguido por Alemania. En este marco, los países sudamericanos se encuentran a bastante distancia: el primero es Argentina (14.280 dólares), seguido por Chile (12.027 dólares) y Brasil (8.402 dólares). En suma, los países de la región se ubican, en este panorama global, entre los Estados del Este asiático o después de ellos: el PIB per cápita de Corea del Sur es de 22.029 dólares, mayor que el de cualquier Estado sudamericano, pero el de Malasia, 10.882 dólares, es inferior al de Argentina o Chile. 3. Capacidad de resolver conflictos y prevenir la violencia interior. Para lograr estos objetivos, el poder económico de un Estado es un requisito esencial. También lo es la equidad distributiva, es decir, la integración social. En este aspecto, los países sudamericanos ocupan las peores posiciones a escala mundial, tal como demuestra el coeficiente de Gini elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El país más igualitario de la región es Uruguay, con un Gini de 44,9, seguido por Argentina (51,3). En el último lugar se ubican Brasil (57), Paraguay (58,4), Colombia (58,6) y Bolivia (60,1). En comparación, los países de la UE muestran indicadores mucho mejores: el de Suecia es 25 y el de Alemania, 28,2. Sin embargo, EEUU (40,8) y China (46,9) presentan coeficientes de Gini relativamente desiguales: ninguno de ellos puede ser un modelo para Sudamérica en lo que a integración social se refiere.

Sobre la base de estos datos, la independencia de un sistema político-territorial –sea este un Estado o una región integrada– se verifica cuando ningún otro sistema político territorial puede intervenir en él y cuando la seguridad nacional está garantizada sin ayuda externa.

Sobre el primer punto, existe una mutua capacidad de garantizar la no intervención entre EEUU, China, India y la UE, pese a que EEUU ha intentado dividir a la UE a partir de la diferenciación de Donald Rumsfeld entre la «nueva» y la «vieja» Europa en relación con su participación militar en Iraq. En el camino hacia esta independencia se encuentran Rusia, que no es solo un poder nuclear sino que también se está fortaleciendo económicamente, y Brasil. En ambos casos, esa independencia se explica también por su tamaño territorial.

Hoy, la UE, EEUU y China determinan también las instituciones y los sistemas internacionales, pues estos dos últimos ejercen un veto decisivo en el Consejo de Seguridad. China y EEUU están estrechamente ligados en relación con la estabilidad de las finanzas mundiales. Y fueron sobre todo China y la India los que tornaron insignificante al FMI durante la crisis asiática de 1997-1998, lo que hizo posible la posterior política monetaria y de deuda externa desplegada por Argentina tras la crisis de 2001, así como el proyecto del Banco del Sur.

En cuanto al segundo punto, la seguridad nacional, esta está garantizada en EEUU, la UE, China y la India en una comparación global.

El camino de Sudamérica

A la hora de construir su integración regional, Sudamérica debería avanzar por caminos similares a los de EEUU o la India, que son federaciones integradas, o la UE, una región integrada, para poder alcanzar el mismo grado de independencia que cualquiera de ellos o que China, que completa el elenco de Estados plenamente independientes.

Para ello, se necesita, antes que nada, un desarrollo económico acelerado que, al mismo tiempo, mantenga cierta independencia de los mercados externos. Brasil lo alcanzará por su propio esfuerzo: no es solo el quinto país más poblado del mundo, sino también el quinto en superficie, con 8,5 millones de kilómetros cuadrados. Al igual que otros Estados con grandes territorios, como Rusia, EEUU y Canadá, Brasil dispone de ricas y variadas materias primas. Otros países de Sudamérica, como Argentina, Chile y Uruguay, pueden alcanzar por sí mismos un importante desarrollo económico. Quizás les resulte posible también a Venezuela y a Colombia, en caso de que resuelvan sus problemas de seguridad interna, estabilicen sus exportaciones y utilicen mejor los ingresos para apalancar el desarrollo.

En general, el desarrollo de los países de Sudamérica exige un uso eficiente de los recursos naturales, una importante acumulación de capital, la diversificación de las exportaciones y la implementación de una política tecnológica. Todos los países de Sudamérica, desde los que muestran niveles más altos de desarrollo hasta los que necesitan más ayuda, como Bolivia, Ecuador o Paraguay, pueden apoyarse en Brasil, desde el punto de vista económico pero también como estrategia frente a los grandes poderes y las organizaciones internacionales. La alternativa, entonces, es una integración de Sudamérica, liderada por Brasil, pero políticamente acordada y organizada bajo los objetivos del desarrollo común, la seguridad común y el accionar político global común.

Existen condiciones para ello. Ya en 1969 se constituyó el Pacto Andino entre Bolivia, Ecuador, Colombia, Perú y Venezuela, es decir, los países económicamente más débiles y con un alto porcentaje de población indígena. En 1991, además, se creó el Mercosur entre Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. Chile, hasta ahora, se mantiene fuera de ambos procesos de integración. En 2007, Venezuela dejó el bloque andino para sumarse al Mercosur. A todo ello hay que añadir el proyecto de crear una Unión Sudamericana de Naciones (Unasur).Pero existen obstáculos políticos y económicos que dificultan una integración más plena. El primero es el predominio de Brasil debido a su enorme peso poblacional y su creciente potencia económica, confirmada por los nuevos hallazgos petroleros y la expansión de los biocombustibles. A este peso desbalanceado de Brasil se suma la diferencia idiomática, que también marca un contraste entre el gigante sudamericano y el resto de la región. Al mismo tiempo, las diferencias de poder económico entre el resto de los países sudamericanos son notorias. Esto muchas veces ha hecho que se busquen ventajas proteccionistas para ciertos sectores. En prácticamente todos los países –excepto Brasil, demasiado grande para eso–, los intereses de las elites locales tienen a menudo prioridad frente a la integración regional porque las fronteras sirven para proteger políticamente sus intereses económicos. A esto se suman otros problemas, como los graves conflictos por cuestiones ecológicas entre Argentina y Uruguay y la decisión de Chile de apoyarse económicamente en sus exportaciones de cobre y suscribir acuerdos bilaterales con EEUU.

Al analizar otras experiencias de integración, se pueden identificar estrategias para superar esos obstáculos mediante pasos concretos, algunos de los cuales ya han sido asumidos por el Mercosur o por la Comunidad Andina, pero que en todo caso deberían profundizarse.

El más importante es la integración paulatina de los mercados mediante la reducción de los aranceles aduaneros, seguida por la constitución de una unión aduanera, más tarde la adaptación de la legislación económica y, finalmente, la unificación del mercado interno. Estas estrategias económicas requieren instituciones comunes, comenzando por una secretaría, a la que puede seguir una comisión conjunta según el modelo de la UE.

Pero también es esencial consolidar una opinión pública sudamericana. Debido al idioma común, este objetivo es más fácil de lograr que en muchas otras regiones del mundo, incluso más fácil que en la India, donde conviven 27 lenguas administrativas. Una opinión pública sudamericana –basada en la sociedad civil, es decir, en el compromiso del individuo por fuera de las instituciones estatales– significa una mayor transparencia de los procedimientos sociales, políticos y económicos, permite la crítica a las estructuras heredadas y ayuda a lograr una orientación hacia las ventajas sudamericanas comunes.

El desafío de la cohesión social

Además de la efectiva integración de los mercados y la constitución de una opinión pública sudamericana, es necesaria la aplicación obligatoria de objetivos políticos y de proyectos de parlamentarización, del que son precursores el Parlamento Andino y, desde 2007, el Parlamento del Mercosur. Pero esta integración, aun si está sostenida política e institucionalmente, no funcionará si no se complementa con avances en materia de cohesión social.

La cohesión social es la garantía del exitoso proceso de integración en la UE. Inversamente, la ausencia de cohesión social es la principal razón que explica el fracaso político de las comunidades de mercado conformadas por EEUU con México y Centroamérica y el Caribe.

La cohesión social fue introducida en la UE en los años 80, cuando se sumaron al bloque España, Portugal y Grecia, tres países que hasta poco tiempo atrás tenían gobiernos autoritarios y que además eran débiles desde el punto de vista económico. Esta estrategia trajo como consecuencia tanto la estabilidad de la democracia como un desarrollo económico acelerado. Más tarde, con la incorporación de los ex-países comunistas a partir de 2004, la cohesión social cobró nuevo significado.

En cambio, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) sufre las diferencias sociales entre EEUU y Canadá, por un lado, y México, por el otro, cuya consecuencia más evidente es la inmigración masiva de mexicanos a territorio estadounidense a pesar del muro construido en la frontera. Lo mismo ocurre con Centroamérica, cuyos problemas políticos y sociales –con una población de solo 40 millones de habitantes– se podrían satisfacer sin un costo financiero desproporcionado mediante una política de cohesión social de parte de EEUU.

La cohesión social exige, en primer lugar, una compensación financiera entre los Estados que forman parte de un mismo proceso de integración. Eso vale para Sudamérica. El criterio, en este caso, podría ser un PIB per cápita (ajustado por paridad de compra) superior o inferior a los 6.500 dólares, lo que convertiría a Bolivia, Ecuador, Paraguay y Perú en Estados receptores y a Argentina y Chile en dadores, al igual que Brasil en caso de que mantenga su crecimiento económico.

La migración no es un problema real dentro de Latinoamérica en una escala global. Según el informe de 2005 de la Comisión Mundial sobre las Migraciones Internacionales de las Naciones Unidas, de los 200 millones de migrantes internacionales, solo 5,8 millones viven en América Latina. Esto equivale a 1,1% de la población. En realidad, la migración en América Latina es un fenómeno de migración a las grandes ciudades, lo que conduce a la formación de megalópolis como San Pablo y México.

Hacia la integración

Una Sudamérica regionalmente integrada debería consolidarse sobre la base de ciertas estrategias económicas y políticas comunes. Entre ellas, se destaca una posición común en la Organización Mundial del Comercio (OMC), de modo que la región negocie a través de un único representante, tal como lo hace la UE. Del mismo modo, se podría aspirar a un rol más relevante en las nuevas estructuras de las instituciones internacionales, por ejemplo un lugar permanente para Sudamérica en un renovado Consejo de Seguridad. También sería necesaria una estrategia concertada de explotación y exportación de materias primas. Finalmente, se impone una política monetaria común, para lo cual existe la alternativa de la dolarización al estilo Ecuador o, mucho mejor, un proceso de «euroización» –construcción de una moneda sudamericana común–.

En simultáneo con la integración regional, es necesario llevar adelante una política de cooperación interregional. Esta podría comenzar con la cooperación entre América del Norte y Centroamérica para tratar cuestiones latinas, sobre todo con respecto a la seguridad del istmo (que también concierne a Sudamérica), especialmente en el tráfico de drogas y en la libre circulación por el Canal de Panamá. Sería importante, además, acordar una política tecnológica y de recursos con EEUU y avanzar en medidas contra el peligro de expansión y uso de armas nucleares, biológicas y químicas. En este aspecto, Sudamérica es una zona libre de armas atómicas y, por lo tanto, puede avanzar en negociaciones con Asia.

En cuanto a las otras regiones del mundo con las que Sudamérica puede reforzar sus relaciones, con Europa comparte un pasado de raíces históricas que debe ser aprovechado. Pero en el siglo XXI las cuestiones comunes se sitúan en la política tecnológica y en aquella vinculada a los recursos naturales. Respecto de Asia, se generan nuevas perspectivas para una política externa común y se han dado ya los primeros pasos: Chile y Perú son miembros de la Asociación de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés). Asia, con 4.000 millones de habitantes, es más que una región: para Sudamérica, se trata de la zona en la que se concentran las posibilidades de expandir las exportaciones pero también de la que pueden surgir los peligros de una competencia importadora en aumento.

En suma, Sudamérica requiere desarrollarse de manera acelerada y consolidar su integración regional. Quizás, más que EEUU o Europa, la guía deberían ser dos países asiáticos: Corea, como ejemplo de desarrollo económico exitoso; y la India, una federación exitosamente integrada de Estados, como modelo para la integración regional.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 216, Julio - Agosto 2008, ISSN: 0251-3552


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