Tema central
NUSO Nº 204 / Julio - Agosto 2006

La gobernabilidad democrática regional y el papel (des)integrador de la energía

La energía ha irrumpido en América Latina como un factor de decisiva importancia para la gobernabilidad democrática. Al examinar el panorama regional, es evidente una pugna entre dos enfoques. Quienes, como el gobierno de Venezuela, conciben la energía como un recurso de poder, asumen una visión restringida que la ubica como una herramienta de influencia regional, en el centro de la competencia entre los países. En cambio, la visión que la postula como un recurso sociopolítico permite aprovecharla para una integración más amplia, que contribuya a crear condiciones de seguridad y desarrollo humano, más allá de lo económico.

La gobernabilidad democrática regional y el papel (des)integrador de la energía

Después de muchos años, alrededor de 30, durante los cuales permaneció relegada a discusiones y foros técnicos, la cuestión energética emerge con enorme fuerza en la agenda mundial, ligada a distintos ámbitos de altísima sensibilidad internacional: comerciales y financieros, ambientales, socioculturales, políticos, estratégicos e institucionales. Las interdependencias energéticas –simétricas y asimétricas, positivas y negativas– vinculan como nunca antes al mundo entero, a la vez que ponen en evidencia la volatilidad del orden globalizado. Combustible y lubricante (igual que el petróleo), esta dimensión de las relaciones internacionales contiene tanto las oportunidades para impulsar la integración virtuosa como los riesgos de producir grandes daños y perjuicios en cada uno de los ámbitos a los que se encuentra vinculada.

Lo que es cierto para el mundo se manifiesta con especial intensidad en América Latina, donde la energía se hace presente en la redefinición de numerosas coordenadas del mapa regional. En cada uno de los ámbitos que afecta, aparece como factor generador de prometedoras relaciones a la vez que de nuevos temores: de integración y de conflicto, de seguridad e inseguridad, de gobernabilidad e ingobernabilidad.

Ciertamente, la riqueza energética –que incluye los revalorizados hidrocarburos– posiciona a Latinoamérica como una región con un enorme potencial de complementación entre productores y consumidores. Así, más allá de las posibilidades que se abren para los países mejor dotados, la integración energética del conjunto se presenta como una oportunidad para mejorar no solo las condiciones del desarrollo y la proyección económica, sino también la convivencia social y la organización política.

Pero, al mismo tiempo, la enorme –pero desigual– dotación de energéticos podría reproducir, también a gran escala, la llamada «maldición de los recursos naturales» que en materia de hidrocarburos ha sido identificada dentro del síndrome del «petroestado» (Karl) y la «petropolítica» (Friedman), entre otras caracterizaciones sobre los perversos efectos de esta riqueza en países institucionalmente frágiles. América Latina está especialmente expuesta a esos males, debido a la vulnerabilidad de sus instituciones y al germen de inconformidad. Esto se explica, en parte, por el hecho de que se ha mantenido por más de una década como la región con la mayor desigualdad en la distribución del ingreso y porque, aunque los conflictos propiamente internacionales se han reducido a su mínima expresión, en cambio han proliferado las disputas subnacionales.

Con el objetivo de analizar oportunidades y dificultades, las siguientes páginas presentan un panorama resumido del nuevo y complejo papel que cumplen los recursos y proyectos energéticos en la integración, además de sus efectos sobre la seguridad y, por lo tanto, la gobernabilidad regional. En torno de esos tres conceptos –seguridad, gobernabilidad e integración– se examinan las condiciones, tendencias y opciones regionales vistas a través del factor energético.

La energía como cuestión de seguridad regional

El tratamiento del tema de la energía se vincula regionalmente a los cambios en las concepciones de seguridad (Buzan; Buzan et al.; Sisco/Chacón Maldonado). Inspirándonos en las tesis de Kirsten Westphal (2006), conceptualizaremos el vínculo energía-seguridad en dos tipos de visiones básicas. En primer lugar, a partir de una visión restringida –su concepción, los asuntos que abarca y las estrategias que contempla–, la energía se vincula a la seguridad misma del Estado y a la competencia internacional por recursos considerados estratégicos; desde este punto de vista, la posesión de energéticos confiere un valioso y codiciado recurso económico y de poder nacional. En cambio, desde una visión amplia, el factor energético se vincula a la seguridad de la sociedad, es decir, a la posibilidad de desarrollo y consolidación de las instituciones y a la oportunidad de crear y preservar las condiciones de autonomía para las personas, en esferas que van desde las necesidades individuales primarias hasta las relativas a la convivencia en una comunidad mundial cosmopolita (Held). Los energéticos son considerados, desde esta perspectiva, un recurso necesario para el desarrollo humano. Las dos visiones tienen consecuencias diferentes. En el primer caso, prevalece una perspectiva de control y competencia, que puede conducir a posiciones de confrontación por la procura o la defensa de recursos energéticos para la seguridad nacional; en el segundo, predomina una perspectiva más bien concertadora y cooperativa, de aprovechamiento y complementación de los recursos energéticos en busca de seguridad para la sociedad y sus miembros.

En el modo en que se ha percibido la cuestión energética en la región se combinan, en diferentes proporciones, elementos de estas dos visiones. Sin embargo, el peso de cada una implica importantes diferencias en la concepción de la agenda de seguridad regional, nacional y subnacional. Veamos esto en las más relevantes de las múltiples dimensiones y significaciones de la seguridad que se manifiestan hoy en Latinoamérica.

La primera dimensión y significación de lo energético, la propiamente estratégica, es la más ligada a la seguridad, ya que se refiere a las vulnerabilidades y potencialidades de cada país. Cuando prevalece una óptica restringida, la situación puede llegar a plantearse en términos defensivos y hasta de confrontación frente a los intereses de empresas y gobiernos que compiten regionalmente por el control de fuentes y facilidades de distribución de energía, trátese de países que son grandes productores o de aquellos grandes consumidores netos. Desde una perspectiva más amplia, lo estratégico se entiende en el sentido de aprovechar la coyuntura de alta valoración de los recursos energéticos para construir oportunidades de asociación, beneficiosas para lograr suministros y precios estables, mercados seguros y reducción de los riesgos sociales y ambientales en la exploración y el transporte de los recursos provenientes del sector energético.

En todo caso, la región –tan rica en recursos de la más variada índole– es objeto de la competencia cada vez más abierta entre grandes empresas y países. En ese turbulento contexto, lo energético, pese a su potencial para el fortalecimiento de la capacidad de desarrollo del conjunto, tiende a convertirse en un factor de competencia que opera como combustible en un ambiente de creciente volatilidad subnacional y reaparición de algunas tensiones internacionales. El caso boliviano ilustra la preeminencia de lo competitivo en tres niveles: el de los reclamos locales, en los que se mezclan cuestiones de identidad, ambientales, económicas y sociopolíticas; el de la reivindicación nacionalista que plantea la recuperación del control público del sector; y el de la competencia internacional por la seguridad de suministros y la influencia en la industria gasífera boliviana, evidenciada por la disputa entre las empresas estatales venezolana (Pdvsa) y brasileña (Petrobrás).

Pero la dimensión estratégica no es la única relevante en el análisis del tema. La significación económica de los recursos energéticos se refiere a la seguridad del mercado en cuanto al nivel de los precios, la capacidad de consumo y pago de los compradores, y la confiabilidad de los abastecedores. Se trata de una preocupación justificada tanto para los productores como para quienes deben adquirir un recurso indispensable. Desde luego, todo depende de cómo se mire: desde la perspectiva restringida de la seguridad energética, la estrategia económica enfatiza políticas defensivas (de control, aprovechamiento y protección de fuentes propias) y ofensivas (de búsqueda y consolidación de fuentes y medios de suministro). Desde la perspectiva más amplia, en cambio, se promueve la cooperación en procura de la complementación de intereses. Para países que dependen de la venta o la compra de energéticos, una cierta mezcla de esas dos visiones ha sido históricamente inevitable. En América Latina, la cuestión energética como tema de interés económico común apareció, en un principio, ligada a proyectos de generación e interconexión binacional y plurinacional, y luego, desde hace poco más de veinte años, dentro de los esquemas de integración regional, como la Organización Latinoamericana de Energía o la Corporación Andina de Fomento. Fuera de la región, el caso más relevante es el de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, a cuya creación en 1962 hizo decisivos aportes Venezuela. Cabe destacar que la organización misma era una iniciativa de cooperación entre grandes exportadores, a la que Ecuador también estuvo asociado entre 1973 y 1992. En materia de cooperación energética, Venezuela ha ofrecido –a veces junto con México– facilidades petroleras a países de la cuenca del Caribe, menos desarrollados y altamente dependientes de las importaciones de hidrocarburos desde el boom de precios de la década de 1970. En los últimos años, ha sido precisamente la posición venezolana la que ha planteado el giro más importante en la concepción sobre seguridad energética, al aproximarse ostensiblemente hacia un enfoque más restringido y competitivo. Es curioso, pues esa reorientación viene acompañada por convenios de cooperación en número y amplitud sin precedentes.

Justamente, es la dimensión política de la seguridad la que mejor explica la aparente contradicción que acompaña la fórmula venezolana de cooperación y competencia. En esta dimensión, es posible diferenciar también dos maneras de asumir el tema. De un lado, se lo asocia, de forma restringida, al control sobre los recursos naturales en el marco de reclamos nacionalistas y de rechazo a negociaciones con empresas transnacionales, y particularmente a la política exterior de Estados Unidos. Esta perspectiva explica los graves conflictos que se han desarrollado en Bolivia, Ecuador y Perú en los últimos años a raíz de políticas energéticas impopulares. Desde otro ángulo, más bien amplio, son consideradas las posibilidades y responsabilidades de los gobiernos nacionales en procura de las mejores oportunidades de estabilidad energética a través de las modalidades de cooperación e integración que resulten más eficientes.

También en esa dimensión, las dos visiones están presentes en desiguales proporciones y a través de diversas manifestaciones del control político sobre la riqueza energética de la región. Quizá la más generalizada e interesante es la de las llamadas «renacionalizaciones» que se vienen produciendo a través del fortalecimiento de las empresas petroleras nacionales. Esas iniciativas se materializan de diferentes formas: desde el control estatal con foco comercial y amplio margen para las negociaciones con transnacionales, como en el caso de la brasileña Petrobrás, hasta el control estatal con fuerte condicionamiento político, que favorece negociaciones internacionales orientadas por criterios políticos antes que comerciales, como es el caso de Pdvsa. Entre los riesgos que plantea la ola renacionalizadora en medio de una sostenida racha de altísimos precios para los hidrocarburos, se encuentra el descuido de los aspectos relativos a la reinversión y la seguridad jurídica, que pueden poner en riesgo el negocio. Al mismo tiempo, se potencia el peligro de que, en medio de la fragilidad de las instituciones que caracteriza a los principales países productores, la abundancia de recursos en manos de los gobiernos acelere el síndrome de debilitamiento institucional y, con él, la erosión de la democracia.

Ligadas al aspecto político aparecen, con fuerza creciente, las significaciones ambientales y socioculturales de la seguridad energética. La perspectiva restringida de seguridad las subsume en la razón política de recuperación del control de los recursos propios, en el discurso de las reivindicaciones nacionales y en el rechazo a las empresas transnacionales (a la globalización) y a EEUU. Desde un enfoque más amplio, la preocupación por las implicaciones ambientales del auge del negocio energético y la diversidad de reivindicaciones socioculturales que potencia podría ser cultivada en beneficio de la seguridad humana, que promueve medidas orientadas a la protección institucional de las libertades vitales –incluidas las individuales, políticas, socioeconómicas y culturales– y a la reducción de la vulnerabilidad de las personas en todos los ámbitos, a través de políticas de desarrollo humano (PNUD).

Finalmente, volvamos a la dimensión institucional. De decisiva importancia, esta dimensión plantea los problemas de la seguridad y la cuestión energética en términos comprehensivos, en torno de los cuales también es posible diferenciar dos posturas muy diferentes. Desde la concepción restringida, se considera lo institucional como un aspecto instrumental, es decir, un medio al servicio de la competencia por el control estratégico, económico y político de recursos energéticos para el bien del Estado. En la concepción amplia, lo institucional es una pieza de creciente importancia para el proceso de construcción social de oportunidades que permitan mejorar las condiciones de vida, así como manejar y reducir insatisfacciones y conflictividades.La seguridad, en suma, puede ser concebida en sentido amplio como multidimensional, cooperativa (por preventiva, multilateral y fomentadora de la confianza), democrática (por renovadora y preservadora de las instituciones democráticas) y humana (por su orientación a proteger y promover condiciones de autonomía humana) (Jácome 2006). Desde esta perspectiva, la seguridad acaba integrándose en la cuestión de la gobernabilidad, que viene adquiriendo nuevas facetas y una escala cada vez más amplia.

El creciente peso de lo energético en la gobernabilidad democrática

Una mirada panorámica a Latinoamérica en los primeros años del siglo XXI permite observar importantes problemas que no dudaríamos en considerar cuestiones de gobernabilidad: nos referimos a la pérdida de eficacia y credibilidad de las instituciones, mientras crece la cantidad y la variedad de las exigencias y las manifestaciones de inconformidad de una población insatisfecha e impaciente.

Ahora bien, la perspectiva de la gobernabilidad ha sufrido importantes cambios desde su llamativo papel en la década de 1980 (Achard/Flores; Crozier et al.). Ya en 1995, se presentaba más amplia en sus dimensiones (Arbós/Giner; Jácome 1997). Como escribía entonces Manuel Rojas Bolaños (1995), «no es solo el producto de la capacidad de un gobierno para ser obedecido por sus propios atributos (transparencia, eficacia, accountability), sino la capacidad de todos los actores políticos estratégicos para moverse dentro de determinadas reglas de juego –una especie de concertación–, sin amenazas constantes de ruptura que siembren la incertidumbre en el conjunto de la sociedad».

Una década más tarde, reaparece la perspectiva de gobernabilidad restringida al control gubernamental: por diferentes razones y con diversos propósitos políticos, es lo que ocurre en Venezuela y Colombia. Constatamos también que, en el marco de graves crisis de representación y debilitamiento de los partidos políticos, hay una gran movilidad y ambigüedad respecto a quiénes son los «actores estratégicos», y que las «reglas del juego» mismas están sujetas a revisión. Esto ocurre en circunstancias en las que hay graves dificultades para concertar y, por tanto, se genera una enorme incertidumbre y amenazas de ruptura que, para mayor complicación, pueden venir revestidas de procedimientos constituyentes y constitucionales. Es, entonces, una suerte de nueva visión restringida de la gobernabilidad que emerge con mucha fuerza, como respuesta a diversas manifestaciones sociales de insatisfacción y conflictividad.

Por otra parte, sometida a una fuerte presión, se mantiene la visión amplia, multidimensional y democrática de la gobernabilidad (Filmus). Desde esta perspectiva, el desafío principal es procurar respuestas a las urgencias sociales, económicas, culturales y políticas, pero a través de una institucionalidad que amplíe las capacidades y posibilidades para el desarrollo individual y social autónomo (Sen) y que no solo esté sustentada en reglas y normas formales, sino en actitudes y valores compartidos.

En una u otra vertiente de la gobernabilidad –como gobernabilidad restringida o controladora, o como gobernabilidad amplia o democrática– la cuestión energética es atendida con diferentes propósitos y a través de variadas estrategias.

En el caso de la gobernabilidad restringida, se observa un mayor acento en la participación del Estado en los beneficios de la explotación de los recursos naturales; la preeminencia de criterios políticos en el manejo del sector energético; la vinculación de este sector a una agenda de seguridad nacional concebida de manera restringida; la asociación de los reclamos sociales, culturales e incluso ambientales a la agenda de reivindicaciones nacionalistas. Estas manifestaciones se ven en Venezuela (Njaim) y, desde hace pocos meses, en Bolivia; se expresa parcialmente en gobiernos como los de Ecuador y Argentina, y en organizaciones y movimientos subnacionales que actúan en varios otros países, así como en foros y agrupaciones de alcance transnacional.

Aun admitiendo el papel central del Estado y la permanencia del sector energético bajo control público, la gobernabilidad como concertación democrática se distancia de modo obvio de la descripción precedente: baste decir que coloca al sector energético –con todas las urgencias que plantea, como en el caso de Chile, tan dependiente de las importaciones de gas– en el marco de una agenda amplia de seguridad, cuyo objetivo es crear condiciones de desarrollo humano institucionalmente consolidadas, y cuyos procedimientos son los de la negociación y la concertación. La energía es, en esta concepción, un elemento valioso para desarrollar la capacidad de dar respuestas representativas, eficaces y legítimas por parte de gobiernos muy presionados, en el ámbito nacional e internacional (tanto más si no cuentan con recursos energéticos propios).De las dos vertientes descritas derivan dos formas diferentes de asumir la cuestión energética a escala regional (y mundial). Recordemos, antes que nada, que si hay un sector para el cual es evidente la necesidad económica y el atractivo político-estratégico de buscar acuerdos, es el energético. Es una oportunidad para la complementación, que los altos precios de los hidrocarburos hacen deseable y factible en el marco de importantes crisis energéticas recientes, como la eléctrica que padeció Brasil entre 2001 y 2002 y la de gas que sufrió Argentina entre 2003 y 2004, que aún se hace sentir en Chile.

El panorama actual es elocuente: la inclusión de la cuestión energética en proyectos de integración deja una primera impresión sobre su importancia. Los más ambiciosos son el Plan Puebla-Panamá, iniciado en 2001, y la Iniciativa de Infraestructura Regional Sudamericana, lanzada en 2000. El primero se propone, entre otros objetivos de integración, la interconexión energética desde el sur de México, atravesando el istmo centroamericano, hasta Colombia; el segundo contempla, entre sus propuestas de interconexión física, la integración energética. A pesar de estos esfuerzos, los esquemas de integración –muy lentos en asimilar el tema energético– han sido desbordados por propuestas surgidas al ritmo de las necesidades subregionales y, a partir de 2004, por el impulso a proyectos de interconexión gasífera, que forman parte de lo que se denomina en el mundo la «geopolítica de los ductos», que se viene manifestando con creciente intensidad en América Latina.

A pesar de las concepciones diferentes sobre la seguridad, la gobernabilidad y la integración energética, dos altos funcionarios de Venezuela y de Chile han manifestado recientemente que la energía se está convirtiendo en el germen y el sistema nervioso de la integración. Ciertamente, la búsqueda de un trato preferencial por parte de los países consumidores más vulnerables ante los altos precios de los hidrocarburos, el interés de los grandes productores y consumidores en los proyectos de gasoductos, y el activismo del gobierno venezolano a través de los más diversos acuerdos (de cooperación, complementación, integrales de cooperación y «tipo Alternativa Bolivariana para las Américas –ALBA–») le han conferido un nuevo dinamismo a la integración energética. Claro que este dinamismo también viene marcado por visiones diferentes sobre la gobernabilidad a escala regional y mundial.Desde la visión restringida y de control de la gobernabilidad, la integración energética asume fuertes rasgos de competencia política, a partir de una concepción de lo energético como un recurso que, por su valor estratégico y su peso económico, se convierte no solo en una palanca para apoyar posiciones nacionales y regionales frente al mundo; también en una verdadera arma política que, tanto en el ámbito nacional como desde los espacios integrados, permite promover intereses propios y enfrentar a otros actores. Tal formulación de la integración energética apunta, estratégicamente, a forjar una alianza regional defensiva vinculada a la concepción de gobernabilidad restringida que la inspira, y a generar un polo de poder energético latinoamericano capaz de desafiar el orden mundial; en lo político, promueve un modelo particular de organización que se aleja de las prácticas democráticas, así como de la institucionalidad internacional y de la supranacionalidad que la acompaña en materias como comercio y derechos humanos; mientras que, en lo social y cultural, impulsa la proyección de una nueva identidad regional alrededor de viejos y nuevos símbolos y liderazgos. Además de la integración entre Venezuela y Cuba, a la que se ha añadido Bolivia, alrededor de la diplomacia petrolera venezolana se van construyendo otros apoyos.

En contraste con esta dinámica, a partir de la concepción –y de la frágil práctica– de la gobernabilidad en sentido amplio, la integración energética se concibe de forma muy diferente. Sin dejar de considerar su importancia estratégica y económica, se la considera una palanca para la negociación internacional y una posibilidad para el logro o la consolidación de la diversificación económica y política de la economía nacional y las relaciones con el mundo. La integración energética no es vista como una alianza (frente a) sino como un régimen (negociado con), cuyo objetivo nacional es lograr condiciones de autonomía y cuya meta regional es crear un espacio de complementación y estabilidad. Aunque no deja de estar presente en ella la competencia por liderazgos subregionales y regionales, lo energético no se define como un arma de influencia, sino como un recurso de concertación, generador de interdependencias, oportunidades para el manejo y la reducción de conflictos, capaz de crear nuevos ámbitos de coincidencia. En esta perspectiva se ubican los países centroamericanos, México y Colombia, asociados en el Plan Puebla-Panamá, y, parcialmente, países con balances energéticos diferentes, como Chile y Brasil.

Ante un panorama global de fuerte competencia por las fuentes de energía, y en un contexto regional de crecientes contrastes entre grandes productores y consumidores, tiende a prevalecer en América Latina una visión poco amplia, cuando no restrictiva y muy pragmática, de la integración energética o, en otros términos, de la gobernabilidad energética regional.

Obstáculos y posibilidades energéticas para la gobernabilidad

Una mirada al mapa de la gobernabilidad latinoamericana ofrece un balance poco alentador, sea que se observe país por país, sea que se mire el conjunto de la región o los fragmentados acuerdos de integración de los países andinos y del Mercosur. El factor energético no ha desempeñado, hasta ahora, el papel de generador de «interdependencias positivas» que –se creía– podría haberse derivado de la autosuficiencia regional. Las crisis energéticas en el Cono Sur y Brasil y el impacto de los altos precios de los hidrocarburos en las economías más frágiles, sumados a la bonanza fiscal y la orientación internacional del gobierno venezolano, han contribuido, en cambio, a que la necesidad y la competencia por los recursos hayan hecho de la energía un factor de creciente articulación regional pero, también, de explosivo potencial conflictivo.

En ese cuadro se mezclan, en efecto, razones nacionales, regionales, hemisféricas y globales. La competencia por las fuentes de energía es global y encarnizada, no solo como efecto de los grandes consumos de China y la India, sino debido a la geopolítica energética que despliegan esos países junto a Rusia, Europa y EEUU. La «geopolítica de los grandes ductos» proyectados para Asia, Rusia, Europa, Medio Oriente y África evidencian la magnitud de la competencia. A este cuadro complejo se suman los altos precios, el peso político que concentran los grandes productores regionales y la disposición de algunos de ellos –como Rusia y Venezuela– a utilizar los hidrocarburos como instrumento de presión política.

La transformación de la cuestión energética en un asunto de seguridad mundial tiene una influencia directa en Latinoamérica, particularmente en aquellos países que, por ser grandes productores o grandes consumidores, acogen esa perspectiva, con la reducción de miras que supone en materia de seguridad, integración y gobernabilidad. Si a ese cuadro general añadimos la campaña antiglobalización y de rechazo a las políticas de EEUU, no resulta extraño que la energía se convierta en un recurso de atractivo no solo desde el punto de vista económico, sino también con un alto valor simbólico en la movilización de apoyos en torno de esta perspectiva más restringida de la seguridad y la gobernabilidad. Una mirada a los países latinoamericanos evidencia el contraste entre, por una lado, un gran productor y exportador como Venezuela, cuyo modelo político la impulsa a movilizar ingentes recursos al exterior y, por el otro, los consumidores netos, como Uruguay y Paraguay –para no hablar de los países de Centroamérica y el Caribe–, que necesitan soluciones rápidas para enfrentar dificultades energéticas ante el riesgo de que peligren los lentos procesos de reconstrucción democrática.

Por eso, más allá de los meros balances energéticos, la situación regional es complicada y poco prometedora para las perspectivas más amplias. La inconformidad, o incluso la conflictividad sociopolítica, que se extiende por países de Centroamérica y la región andina, y también en Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay e incluso Chile, crea presiones sobre los gobiernos. Estas presiones se potencian debido a las nuevas formas de vinculación transnacional entre grupos y movimientos, en foros y congresos internacionales. Esos espacios son muy vulnerables al mensaje que conjuga las insatisfacciones e impaciencias nacionales con lemas «anti-» (globalización, libre comercio, EEUU); muchas veces incluyen también posiciones que reducen las cuestiones de la gobernabilidad, la seguridad y la integración a sus expresiones menos constructivas.

Así como la gobernabilidad, a escala local y nacional, puede verse beneficiada o perjudicada por la abundancia o la carencia de energía, por la mayor o menor participación del país y la sociedad en los beneficios del negocio, y por los efectos de la explotación y el transporte sobre el ambiente de las regiones afectadas, cabe anotar también que la gobernabilidad regional puede resultar profundamente afectada –para bien o para mal– por la forma que asuma la integración energética: como una alianza concebida en términos defensivos y ofensivos, o como un régimen concertado para construir complementación, mejores condiciones de vida y mayor capacidad de negociación.

En el primer caso, la integración, pensada como alianza (o confederación), tal y como la promueve Venezuela, preserva para este país el papel de gran suministrador energético, no solo por sus propios recursos, sino por los que se suman a través de los recientes acuerdos –ALBA– con Bolivia. Lo hace esencialmente a partir de acuerdos bilaterales, que convierten al gran suministrador en el centro de una rueda cuyos rayos lo vinculan a los beneficiarios de los convenios energéticos (el tan criticado esquema de hub-and-spokes). Esta forma de relación se aleja estructuralmente de la integración amplia debido, en primer lugar, al peso que otorga a una de las partes, pero también a causa de las dependencias energéticas y financieras que genera y al discurso y la práctica política que anuncian la disposición a utilizar esos vínculos en relaciones de gobierno-gobierno y gobierno-actores subnacionales.La fragmentación de la Comunidad Andina y las graves divergencias en el seno del Mercosur crean un ambiente regional favorable para que este modelo de alianza energética se establezca. La conflictividad subnacional y las urgencias de muchos países contribuyen también a que prevalezca una aproximación pragmática y no concertada, que deja de lado los acuerdos subregionales y regionales, incluidos los compromisos con la democracia. En este contexto, el papel en la construcción de gobernabilidad democrática de una verdadera integración energética dependerá de la concepción y el acatamiento de un marco legal adecuado, de la transparencia en el manejo institucional del negocio en sus relaciones privadas-públicas y locales-nacionales, y de la conducción de las negociaciones nacionales e internacionales requeridas.

En cuanto a la gobernabilidad local, la integración energética regional podría constituir una importante contribución para el desarrollo y la incorporación de actores y recursos locales a la dinámica económica regional. Para ello es fundamental que los proyectos, desde su formulación hasta su ejecución, promuevan acuerdos y generen reglas y procedimientos que permitan atender con eficiencia y legitimidad los componentes ambientales, socioculturales y políticos que implican, a escala local, la exploración, el transporte y el aprovechamiento de los recursos energéticos. A escala nacional, la integración energética regional puede convertirse en un factor dinamizador de las actividades económicas vinculadas a la exploración y explotación de estos recursos y, por lo tanto, puede generar prosperidad y mejores condiciones ambientales y culturales de vida.

En suma, la integración energética, ampliamente concebida, es una posibilidad para promover nuevas y virtuosas interdependencias que amplíen los ámbitos de cooperación y contribuyan a la moderación de los conflictos. Solo así podrá contribuir a reducir roces, competencias y recelos ante el riesgo de que se genere dependencia, o frente al control por parte de los grandes productores de la región. De ese modo, la integración permitirá contener y prevenir la manifestación, a escala regional, de la destrucción de la gobernabilidad democrática que suelen dejar como estela los booms energéticos.

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 204, Julio - Agosto 2006, ISSN: 0251-3552


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