Tema central
NUSO Nº 82 / Marzo - Abril 1986

Iglesia y dictadura. La experiencia argentina

Las fuerzas armadas argentinas, que se adueñaron del poder político el 24 de marzo de 1976, establecieron un verdadero Estado terrorista, para imponer su proyecto político y socioeconómico. El instrumento clave de ese sistema represivo consistió en la detención, desaparición, tortura y asesinato clandestino de millares de ciudadanos, mientras las autoridades negaban su responsabilidad. En ese marco el episcopado católico prestó un claro apoyo al régimen. Aunque en algunos documentos - emitidos por la presión de las víctimas -, indicó la ilicitud de los hechos que se cometían, no señaló a los responsables, ni rompió con el Estado criminal. Finalmente optó por callar. Lo dicho no significa que la totalidad de los miembros de la Iglesia estuvieran en dicha posición. Hubo excepciones en el mismo episcopado. Esta actitud contrasta con la adoptada por los organismos similares en Chile, Brasil y Paraguay. La posición referida se explica por los condicionamientos históricos de dependencia del Estado - que en la Argentina subsisten - y por la prevalencia de la ideología del nacional - catolicismo entre los obispos. Arribada la democracia el tema se encuentra en pleno debate.

Iglesia y dictadura. La experiencia argentina

Uno de los temas en debate en la Argentina democrática es el papel desempeñado por la Iglesia católica y otras confesiones, durante la pasada dictadura militar. 

Son frecuentes las notas periodísticas y las declaraciones, pero habrá que esperar unos meses hasta que se pueda leer un estudio completo sobre la cuestión. 

Las consideraciones que siguen constituyen un adelanto de ese análisis, que es indispensable, tanto para las instituciones religiosas como para la sociedad en su conjunto. 

Iglesia y episcopado 

Ante todo es preciso distinguir entre Iglesia y episcopado. En el seno del catolicismo hubo -y hay- posiciones diferentes, tanto por parte de los fieles como de los sacerdotes y las comunidades. 

Pero dado el carácter rígidamente jerarquizado de la Iglesia católica, la representación y la autoridad que ejerce el episcopado son decisivos. 

Esta centralización eclesiástica es tradicional en Argentina. La colegialidad y la participación, impulsadas por el Concilio Vaticano II, son letra muerta. Por el contrario, en los últimos años el temor a las innovaciones ha reforzado el autoritarismo. 

Organizaciones eclesiales como la Comisión de Justicia y Paz, Cáritas, la Acción Católica y las federaciones de religiosos, que en otros países se expresan con relativa autonomía, no están autorizadas a emitir opiniones, so pena de ser sancionadas por el ejercicio de un «magisterio paralelo». Con escasas excepciones, la prensa católica se limita a repetir las consignas y expresiones de los obispos y de la Santa Sede. 

El Estado terrorista 

El 24 de marzo de 1976 las fuerzas armadas dieron un golpe de Estado y se adueñaron del poder político. El episodio no constituyó una novedad ni una sorpresa para los argentinos. Era la sexta vez que ocurría en el último medio siglo. 

En esta ocasión los propósitos y los medios difirieron de los anteriores. Las fuerzas armadas asumieron de manera directa el ejercicio del gobierno, Distribuyeron entre las tres armas los distintos sectores del Estado y ocuparon con oficiales en actividad o en retiro la mayoría de los cargos públicos. Se propusieron permanecer indefinidamente en el poder, hasta consolidar su proyecto político y socioeconómico y asegurar su continuidad 

El nombre de «proceso de reorganización nacional», en apariencia modesto, con que se autodenominó el régimen. encerraba en realidad la pretensión de fundar una nueva República, realizando una tarea similar a la Organización Nacional llevada a cabo en el siglo pasado. 

«El proceso tiene objetivos, pero no plazos», repetía constantemente el presidente de facto Videla. y agregaba: «el proceso se quedará hasta que haya asegurado su descendencia». 

La junta militar, integrada por los comandantes de las tres armas, asumió el poder absoluto, incluso el constituyente y lo ejerció sin limitaciones de ninguna naturaleza. 

Pero la característica peculiar -y ominosa-, de la dictadura de las fuerzas armadas residió en la decisión de sus comandos, avalada por la oficialidad superior, de ejecutar un sistema de lucha antisubversiva «al margen de toda prescripción legal y por métodos atroces»1.

Se concibió y se llevó, al decir de la misma Cámara, un verdadero «plan criminal», al servicio del cual fueron colocados todos los elementos del Estado, El instrumento clave del sistema consistió en detener y hacer desaparecer a millares de disidentes o enemigos potenciales que fueron asesinados clandestinamente luego de salvajes tormentos2. Los cadáveres eran incinerados, enterrados anónimamente o arrojados al Río de La Plata y el Océano Atlántico. Al mismo tiempo las autoridades negaban su responsabilidad. 

Se creó un verdadero Estado terrorista, que al mismo tiempo intentaba presentarse como defensor de los valores y principios de la «civilización occidental y cristiana» de la democracia y de los derechos humanos. 

El episcopado y el Estado terrorista 

Las cabezas del episcopado católico -Tortalo, Aramburu, Primatesta-, no podían desconocer los planes de las fuerzas armadas. La noche previa al pronunciamiento dos de los jefes de la conspiración -el general Jorge Videla y el almirante Emilio Massera-, se reunieron con la jerarquía eclesiástica en la sede de la Conferencia Episcopal, ubicada en Paraguay 1867 de la capital federal. El mismo día del golpe de Estado los integrantes de la junta militar - Videla, Massera y Agosti-, mantuvieron una larga sesión con monseñor Adolfo Tortolo, arzobispo de Paraná, vicario castrense y presidente de la Conferencia Episcopal argentina. Este es amigo íntimo de Videla y Agosti, ambos oriundos de la ciudad de Mercedes, provincia de Buenos Aires, donde Tortolo residió muchos años ejerciendo el cargo de vicario de la diócesis. 

Al día siguiente del golpe de Estado los obispos y el Nuncio apostólico, Pio Laghi comenzaron a recibir pedidos de ayuda ante la ola de torturas, detenciones y desapariciones. No cabe duda que las descripciones que escucharon les permitieron adquirir rápida conciencia -si es que no la tenían-, de la utilización sistemática de métodos violatorios de la dignidad de la persona humana. 

Sólo tres prelados adoptaron una actitud pública de protesta, Enrique Angelelli  obispo de la Rioja, asesinado por las fuerzas armadas, simulando un accidente de tránsito, el 4 de agosto de 1976; Jaime de Nevares, de Neuquén, que se incorporó como presidente honorario de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos; y Miguel Hesayne, de Viedma. Monseñor Jorge Novak, de Quilmes, integrante del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, que adoptó la misma posición, fue recién consagrado el 19 de septiembre de 1976.

Los más sensibles -Zaspe, de Santa Fe, Devoto, de Goya, Marengo, de Azul, Kemerer, de Posadas, Ponce de León, de San Nicolás, muerto también en un sospechoso accidente automovilístico-, oían con afecto a las familias agredidas y procuraban confortarlas. Algunos realizaban averiguaciones privadas, que concluían siempre con una negativa. Pero la mayoría del numeroso episcopado, que supera el número de ochenta miembros entre diocesanos, titulares y auxiliares, se acopló a las explicaciones de los militares, justificando su acción y poniendo en duda los relatos de las víctimas. 

Los dos cardenales -Juan Carlos Aramburu, arzobispo de Buenos Aires y Raúl Primatesta, arzobispo de Córdoba y Tortolo, presidente de la Conferencia Episcopal, cerraron sus puertas a las víctimas. Su actitud fue de adhesión a la dictadura militar, que a cada paso se declaraba «cristiana», a la que consideraban indispensable para defender al país del comunismo. 

La primera carta pastoral de la Conferencia Episcopal argentina, posterior al golpe de Estado, sus criptas el 15 de mayo de 1976, pone de manifiesto esa actitud Los obispos se ven obligados a indicar, en términos generales, la ilegitimidad de los secuestros y asesinatos, pero no señalan a los responsables -a quienes conocen- y se esfuerzan por establecer atenuantes y justificaciones con respecto al régimen militar. 

«Hay hechos que son más que un error: son un pecado -expresa el documento, los condenamos sin matices, sea quien fuere su autor... es el asesinar, con secuestro previo o sin él y cualquiera sea el bando del asesinado... Pero hay que recordar que sería fácil errar con buena voluntad contra el bien común si se pretendieran... que los organismos de seguridad actuaran con pureza química de tiempo de paz, mientras corre sangre cada día; que se arreglaran desórdenes cuya profundidad todos conocemos, sin aceptar los cortes drásticos que la situación exige; o no aceptar el sacrificio en aras del bien común de aquella cuota de libertad que la coyuntura pide; o que se buscara con pretendidas razones evangélicas implantar soluciones marxistas». 

Estas generalidades, escritas en tiempo condicional y plagadas de mitigaciones compensatorias, que suenan a pedido de disculpa, se publicaban en medio del terror desatado por el régimen, cuando diariamente se producían centenares de secuestros, torturas y asesinatos ejecutados por agentes de las fuerzas armadas y de seguridad 

Los obispos firmantes de la pastoral no podían ignorarlo. A esa altura de los acontecimientos estaban advertidos que las gestiones privadas y personales a nada conducían. 

Si en ese momento la Conferencia Episcopal argentina hubiera reaccionado con energía, señalando de manera directa a los responsables y condenando al régimen, se hubieran salvado decenas de miles de vidas. La impensable imagen del cardenal Aramburu utilizando el púlpito de la Catedral metropolitana para denunciar el crimen, pudo haber detenido el genocidio. Esta es la gravísima responsabilidad ante Dios, ante el pueblo cristiano, ante la nación, ante la humanidad, del episcopado católico argentino. 

Se podrá objetar que no es justo responsabilizar al episcopado de lo ocurrido cuando otros sectores de la sociedad -sin hablar de los cómplices-, igualmente importantes, como la dirigencia política y gremial, también callaron. No intento defenderlos y en otra ocasión corresponderá su análisis. 

Pero importa señalar, con toda claridad, que en las circunstancias en que se dio el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, sólo la jerarquía católica estaba en condiciones de ejercer una influencia decisiva. El régimen militar pretendía fundar su acción en la defensa de los valores cristianos y no hubiera podido soportar una crítica abierta de los obispos. 

El vicario castrense 

Por las razones que explicaré más adelante, los obispos argentinos se encuentran más cómodos con una dictadura que con un régimen democrático. 

En este caso la identificación de algunos sectores del episcopado llegó al extremo de proporcionar fundamentos doctrinarios, no sólo al sistema político en sí, sino a los métodos represivos adoptados. 

Esta tarea estuvo a cargo del vicariato castrense, cuya titularidad ejercía en 1976 monseñor Adolfo Tortolo. Este, según me ha referido un obispo, llegó a defender, en las asambleas episcopales, la legitimidad de la tortura, con argumentos de teólogos medievales y contra la doctrina explícita enseñada por los últimos papas, en particular Paulo VI.

El vicariato es consecuencia de un acuerdo formalizado entre la Santa Sede y el gobierno de facto del general Aramburu, el 28 de junio de 1957. Consiste en la designación de un obispo, con el cargo de vicario castrense, bajo cuya jurisdicción espiritual se encuentran los miembros de las fuerzas armadas y sus familias. De él dependen los denominados capellanes militares. 

Estos sacerdotes, encabezados por el vicario del ejército monseñor Victoria Bonamin, justificaron los métodos de la represión, incluso la tortura y las ejecuciones clandestinas de prisioneros. Cuando teníamos problemas de conciencia, ha manifestado el almirante Zariategui, acudíamos a nuestros asesores espirituales y estos nos tranquilizaban. Los documentos a este respecto son abundantes, pero su mención excede los límites del presente artículo. 

Los condicionamientos históricos 

¿Cuáles son las razones que duplican esta actitud del episcopado católico argentino, contradictoria con el actual contexto doctrinario de la Iglesia católica? 

La pregunta es particularmente interesante por la diferencia con la posición adoptada por otros episcopados latinoamericanos -el chileno, el brasileño, el paraguayo- en situaciones similares y aún menos graves. 

La primera explicación hay que buscarla en el condicionamiento histórico. Como es conocido la Santa Sede, por una serie de bulas iniciadas por la Universalis Ecclesiae de Julio 11, en 1508, entregó a la monarquía española el patronato sobre la Iglesia católica en Indias. En virtud de esta concesión el rey de España disponía del derecho de presentar los obispos para su consagración por el sumo pontífice, cobraba el diezmo, autorizaba la instalación de órdenes religiosas, parroquias, etc. 

El patronato fue mantenido por la Constitución Nacional de 1853, que rige actualmente, junto con otras normas que resultan contradictorias con los principios de la libertad de cultos y el pluralismo, aceptados por la Santa Sede en multitud de concordatos. 

Si bien el catolicismo no es religión del Estado, éste «sostiene el culto católico, apostólico, romano». (art. 2o.). En la práctica el presupuesto de culto está limitado a sufragar los gastos de los obispados. Tradicionalmente esta erogación poseía la forma de un subsidio, pero la dictadura militar lo convirtió en un sueldo para cada obispo, equivalente al 85% de la remuneración de los jueces penales. Según mi información, tres obispos han rechazado esta asignación, pero ignoro sus nombres. A ello se agrega un sistema de becas para los alumnos de los seminarios diocesanos, que el régimen castrense convirtió en una designación similar a la de un empleado administrativo. 

El sistema de presentación de obispos al papa por el presidente de la nación, eligiendo el candidato de un tema propuesta por el senado (art 86, inciso 8) subsistió hasta el año 1966, en que se firmó un acuerdo con la Santa Sede, eliminando esa atribución. Quedó igualmente suprimida la facultad del primer magistrado de otorgar el pase o retener las bulas y otros documentos de la Silla Apostólica. Pero sigue en vigencia el artículo 76 que impone que el presidente de la República pertenezca a la religión católica, apostólica y romana. 

Surge de lo expuesto una tradición de subordinación de la Iglesia al poder político y una dependencia económica del Estado, que la dictadura militar procuró vigorizar como compensación por la actitud complaciente del episcopado frente a sus desafueros. 

La diócesis de Buenos Aires fue particular beneficiaria de diversos aportes económicos, entre ellos el cobro de una olvidada indemnización por la utilización de un antiguo predio eclesiástico frente a la catedral. En junio de 1978 el equipo sacerdotal de villas de emergencia protestó públicamente por la expulsión violenta de más de 200.000 personas, llevada a cabo por el intendente de la capital federal, brigadier Osvaldo Cacciatore. El cardenal Aramburu. arzobispo de la ciudad, en vez de sumarse a esta denuncia de una grave violación a los derechos del sector más desprotegido de la población, sancionó a los clérigos firmantes del documento, aduciendo que con su actitud obstaculizaban gestiones en trámite ante la municipalidad 

Los obispos que representaron al episcopado en la reunión de Puebla, apoyaron las posiciones más conservadoras. De acuerdo con la información proporcionada por un observador laico, el doctor Carlos Alberto Floria, en una conferencia en la Universidad de Belgrano, los delegados argentinos sostuvieron que la dictadura militar de su país no aplicaba la doctrina de la seguridad nacional. 

En otras palabras. El episcopado argentino no ha superado la situación de dependencia del poder político heredada del período colonial, a diferencia de lo ocurrido en Chile y Brasil, donde la Iglesia católica está separada del Estado. 

La ideología del nacional-catolicismo 

Pero el problema es más grave que una situación de dependencia histórica y económica. 

Se trata de una cuestión de formación, de mentalidad En la mayoría de los obispos subsiste la ideología del nacionalcatolicismo, heredada también de España, en virtud de la cual el mantenimiento y el avance de la religión no depende de la evangelización libremente practicada, sino de la existencia de una estructura estatal que la protege. El catolicismo, según esta concepción, forma parte de la nacionalidad y no puede sufrir menoscabo, porque ello significa un ataque a la patria3

Obispos y militares coinciden en esta versión trasnochada de la ubicación del cristianismo en la humanidad. Es una concepción antievangélica que ha sido abandonada después de los pontificados de Juan XXIII y Paulo VI y del Concilio Vaticano II (basta leer la constitución «Sobre la Iglesia y el mundo actual», que persiste en Argentina. 

Como lo señalaba en otras épocas respecto a la Iglesia española Enrique Tierno Galván, el episcopado argentino tiene influencia oficial y política, pero no religiosa. Frente a cualquier dificultad acude al Estado en busca de defensa, en vez de ejercitar su legítimo derecho de instruir a los fieles y lograr su adhesión libre y voluntaria. 

A lo expuesto se suman circunstancias coyunturales. La decidida acción de la Iglesia en Chile, donde existe un fuerte grupo de obispos conservadores, se debió en gran medida a la fuerte personalidad del cardenal Silva Henríquez, arzobispo de Santiago. Tan es así que la conocida Vicaria de la Solidaridad, que ha jugado un papel descollante en la defensa de los derechos humanos, es una dependencia de la diócesis santiaguina y no del episcopado nacional, donde hubiera encontrado dificultades. En Brasil, con sectores episcopales igualmente reaccionarios, ha predominado el sector progresista encabezado por obispos con sedes importantes como el cardenal Evaristo Arns, don Helder Cámara y los hermanos Lorscheider. 

La Iglesia argentina, en cambio, padece de un episcopado con líderes de una notoria ignorancia teológica, mediocres y débiles, meros burócratas que viven aislados de las vivencias intelectuales del mundo contemporáneo. La actitud por ellos expresada obtuvo la adhesión de la mayoría compuesta por obispos de provincia formados en la ideología antes mencionada. Cuando monseñor Nevares propuso en una asamblea episcopal la creación de un órgano eclesial destinado a la defensa de los derechos humanos conculcados, la moción fue rechazada por gran mayoría. Su acción quedó entonces reducida a su lejana diócesis de Neuquén. 

El episcopado argentino, conscientemente, dio la espalda a los más pobres y desprotegidos de sus hermanos: los detenidos -desaparecidos, que murieron en total abandono, como Cristo en la cruz. Recordemos el grito de angustia que nos trasmiten Marcos y Mateo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». 

Desde una perspectiva cristiana -que es la del autor- puede afirmarse que el episcopado católico argentino optó por la adhesión al poder político, con abandono del deber de prestar el testimonio evangélico que su misión le impone. 

Presionado por las denuncias de las víctimas, el episcopado emitió en 1977 documentos doctrinarios donde expone, con dudas, los hechos -sin señalar a los responsables-, y reseña la doctrina cristiana en defensa de la dignidad de la persona humana4. Pero por su carácter genérico, en la mayoría de los casos o secreto, en otros, estas presentaciones en nada modificaron la situación. La irritación de la dictadura se diluyó en algunos almuerzos del comité ejecutivo de la Conferencia Episcopal con el general Videla y nada pasó. 

El episcopado creyó haber cumplido de esta manera con la incómoda obligación que le exigía parte de la sociedad y se detuvo. Las desapariciones, las torturas y los asesinatos siguieron. La voz del episcopado sólo volvió a oírse para apoyar el llamado documento final de la junta militar del 28 de abril de 1983, que mereció condenas de todos los ángulos, incluso del Vaticano5

La Iglesia y la democracia 

La reapertura democrática argentina plantea a la Iglesia argentina un desafío. Este es el tema de un lúcido editorial, mal recibido en el episcopado, de la revista católica Criterio. 

Es evidente que la mayoría de los prelados vivían más cómodos con el régimen dictatorial, autoproclamado cristiano, que, con una democracia pluralista como la actual, pese a su moderación. La concepción del nacional catolicismo ha vuelto a resurgir, junto con gritos de alarma, en temas como el de la pornografía, el divorcio o el anuncio de la exhibición de la película «Je vous salue Marie». Los obispos, en vez de confiar en la adhesión de los fieles en un país de mayoría católica, recurren al Estado. Cabe recordar a este aspecto que Argentina es uno de los pocos países, junto con Andorra, Malta, Irlanda y Paraguay, que no admite el divorcio vincular. 

En el tema de los derechos humanos se han escuchado voces de autocrítica dentro del episcopado, pero parten de obispos periféricos: de Navares, Hesayne, Novak, Laguna. La Conferencia Episcopal y sus máximas autoridades no admiten la menor censura en su actuación. Por el contrario, en las últimas designaciones, como la de monseñor Antonio Quarracino, presidente del CELAM, en la sede arzobispal de La Plata, la línea conservadora y promilitar se reafirma. 

Cabe esperar, sin embargo, como concluye el editorialista de Criterio, que el debate iniciado «quizá revele que en la Argentina a lo mejor también existe una Iglesia secreta que aún no ha manifestado plenamente su vitalidad»6

  • 1.

    Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal, sentencia en la causa seguida a los ex-integrantes de las juntas militares.

  • 2.

    Mignone, Emilio F.: Les déclarations abusives de disparitions, instrument d' une politique en «Le refus de l'oubli - La politique de disparition forcée de personnes », Berger - Levrault, París, 1982, pp. 151-183.

  • 3.

    Urbina. Fernando: «Contenido de las ideologías del nacional - catolicismo. Sus características» en Iglesia y Sociedad en España. 1939 - 1975. Editorial Popular. Madrid. 1977. pp. 86-106. 

  • 4.

    Conferencia Episcopal Argentina: Documentos del Episcopado Argentino - 1965-1981, Editorial Claretiana, Buenos Aires 1982. 489 pp; La Iglesia y los derechos humanos. Conferencia Episcopal Argentina, Buenos Aires 1984. 65 pags. 

  • 5.

    La Nación. Buenos Aires. viernes 6 de mayo de 1983. 

  • 6.

    Criterio. Buenos Aires. número 1947. 11 de julio de 1985. p. 329. 

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 82, Marzo - Abril 1986, ISSN: 0251-3552


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