Tema central
NUSO Nº 226 / Marzo - Abril 2010

Honduras: de la crisis política al surgimiento de un nuevo actor social

El golpe de Estado en Honduras desnudó la fragilidad democrática oculta tras casi tres décadas ininterrupidas de elecciones y las dificultades para la consolidación institucional en un país golpeado por la desigualdad y la pobreza. Pero también permitió el surgimiento de un inédito movimiento de resistencia que, aunque germinal, heterogéneo y sin un único liderazgo, ganó fuerza y capacidad de articulación en la lucha contra el gobierno de facto. Tras repasar las tendencias profundas que salieron a la luz a partir del 28 de junio, el artículo sostiene que los actores sociales que ganaron protagonismo tras el golpe deben dejar de ser perseguidos políticamente para dar paso a su inclusión en el sistema institucional. De lo contrario, se corre el riesgo de negar la representación a una parte importante de la sociedad hondureña y, con ello, profundizar la inequidad social y política.

Honduras: de la crisis política al surgimiento de un nuevo actor social

El 28 de junio de 2009, la imagen del presidente hondureño en pijama en la capital costarricense, secuestrado y expatriado por un comando militar, daba la vuelta al mundo para recordar que los procesos democráticos no suelen ser tan firmes como las apariencias muestran. Después de Costa Rica, Honduras era el país centroamericano con el periodo más largo de gobiernos constitucionales ininterrumpidos. ¿Qué pasó entonces? ¿Por qué un país en apariencia estable se salió de órbita y se introdujo en un laberinto de ingobernabilidad? ¿Por qué sucedió esto cuando todo, políticamente hablando, parecía ir bien?

Quizás el espejismo del periodo 1981-2009 hace olvidar que la historia de Honduras se distinguió por la inestabilidad política, las guerras intestinas, las dictaduras y los golpes de Estado. El ethos democrático no ha ido al mismo ritmo que los cambios en el marco jurídico institucional. Por otra parte, el espejismo político electoral ha ido a contramano de una realidad en la que siete de cada diez habitantes viven en la pobreza, con uno de los indicadores de concentración de la riqueza más escandalosos de América Latina. La democratización formal, si bien otorgó estabilidad, no se tradujo en un proceso de empoderamiento político de los sectores excluidos que alterase la matriz de inequidad; al contrario, la desigualdad, durante el periodo, tendió a incrementarse. El país, acostumbrado desde larga data a la dependencia del capital extranjero, agudizó a partir de los años 90 esa condición, a costa de cuantiosas exoneraciones fiscales, sin que los sectores dinámicos de la economía se ligasen virtuosamente con la base mayoritaria del tejido productivo.

En los últimos 15 años, el gran respiradero del default económico hondureño ha sido la salida de aproximadamente un millón de migrantes, que con sus remesas –equivalentes a casi una cuarta parte del PIB– estabilizan monetariamente la economía. Recién en el lustro 2003-2008, al influjo del crecimiento regional y mundial, Honduras registró tasas de crecimiento de entre 3% y 6% que, si bien contribuían a la estabilidad macroeconómica, se vinculaban poco a una reconversión productiva que elevara de manera sostenida su competitividad.

En el nivel comparado, las correlaciones planteadas desde Lipset en adelante han indicado que la democracia perdura y gana calidad cuando se asocia a un buen desempeño socioeconómico: Honduras daba muestras de una fragilidad democrática escondida tras la continuidad electoral.

¿Qué mantuvo entonces por casi 30 años la continuidad de gobiernos constitucionales sin golpes de Estado ni asonadas militares? Hay que excluir, en principio, cualquier variable que aluda a la existencia de un poderoso sujeto emancipatorio capaz de luchar y defender la democracia como forma de gobierno. El retorno al orden constitucional en los años 80 obedeció más bien a dos factores: el fin de la hegemonía de los regímenes militares que detentaron el poder desde 1963 y la conveniencia geopolítica de Estados Unidos de esgrimir regímenes democráticos en la subregión frente a la toma del poder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua y la acumulación de fuerzas del Frente Farabundo Martí (FMLN) en El Salvador1. Habría entonces que sopesar un conjunto de factores que explicarían este inédito periodo de continuidad democrática: inercia, condicionalidad internacional, consolidación de un elitismo competitivo, entusiasmo ciudadano con el acto electoral y –por qué no– también el rol de un sector de la sociedad civil que, desconectado de las carestías estructurales que aquejan a la mayoría, se sentía a gusto con la fachada democrática, impulsando reformas al Estado de derecho por aquí y por allá, aunque sin reflexionar suficiente acerca de las bases sobre las que se estaba construyendo. Mientras tanto, el reto cotidiano de más de dos tercios de la población sigue siendo la supervivencia en un país neocolonizado económicamente y asfixiado por la corrupción en la administración pública.

Diagnósticos como el hondureño prefiguran la hipótesis de que, aun bajo la supuesta calma institucional mostrada antes del 28 de junio, el país sufría una profunda polarización social que no había encontrado expresión política.

Zelaya y el golpe

Democracia sin desarrollo incluyente es una entelequia. El empoderamiento de los sectores marginalizados es una condición sine qua non para redefinir el trazo de las políticas públicas. A leguas se ve que las instituciones públicas no han cumplido el papel de articuladoras de un pacto social que otorgue legitimidad a la acción estatal. De ahí el acentuado protagonismo de los liderazgos personalistas que, en Latinoamérica, muchas veces han ocupado el papel de aquellas, con todos los riesgos y posibilidades que esto supone.

Ya había advertencias sobre la fragilidad hondureña y el riesgo de una crisis política: faltaba, apenas, el detonante2. En ausencia de movimientos sociales fuertes (aunque existía una base de articulación germinal) y mucho menos de partidos y elites políticas dispuestas a oxigenar debidamente el sistema, el factor que vino a gatillar la crisis fue el liderazgo carismático de Manuel Zelaya Rosales, hacendado con una larga trayectoria de militancia en el Partido Liberal, quien basándose en las estructuras duras del partido alcanzó la Presidencia tras su triunfo electoral en noviembre de 20053. Las elites políticas y económicas pronto se verían sorprendidas por los gestos de un mandatario que, con el perfil de un político tradicional, comenzaba inopinadamente a salirse del redil. No obstante, para quienes lo conocían de manera más cercana, tal comportamiento no resultaba del todo extraño. No es que el gobierno de Zelaya haya marcado un parteaguas en la forma de administrar los recursos públicos, puesto que persistían condiciones para la improvisación y el acecho de la corrupción. Más bien, el rasgo distintivo de su gestión ha sido el desenfado para retar a las elites en algunos rubros estratégicos de la economía y el contacto permanente con los sectores más excluidos de la sociedad, especialmente en el medio rural y en las ciudades intermedias, sin que se tenga forzosamente que encorsetar estos rasgos en el término «cajón de sastre» en que ha devenido el populismo.

Entre las principales medidas de Zelaya se destaca la modificación de la fórmula para definir el precio de los carburantes (reduciendo, a favor del consumidor, el margen de ganancia de las transnacionales); las medidas de política monetaria para influir en una baja sustancial de las tasas de interés activas; la negativa a privatizar la Empresa Nacional Portuaria pese a la presión de las cúpulas empresariales; la decisión de construir un aeropuerto internacional en Palmerola, donde se encuentra la base militar estadounidense; la adhesión a la iniciativa Petrocaribe y, meses después, a la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA); y el aumento del salario mínimo hasta ubicarlo cerca del costo de la canasta básica. Otros gestos no menos retadores fueron el apoyo vehemente, durante la XXXIX Asamblea Ordinaria de la Organización de Estados Americanos (OEA) realizada en Honduras a fines de mayo de 2009, a la derogación de la cláusula que excluía a Cuba del organismo regional; la solidaridad con el gobierno de Evo Morales frente a las injerencias externas en Bolivia; y, finalmente, la propuesta de una consulta no vinculante para preguntarle a la población si aceptaba que en las elecciones de noviembre de 2009 se le consultase si estaba o no de acuerdo con una Asamblea Nacional Constituyente.

Este conjunto de acciones, más que responder a una propuesta orgánica de transformación construida por una base social acumulada, tenía un relieve voluntarista, al influjo de las motivaciones y sensibilidades del presidente y su más cercano grupo de colaboradores. Pero igual fue generando poco a poco el temor y el rechazo de las elites, sin perjuicio de que tales medidas se aplicasen en el marco de una política económica cuidadosa de la estabilidad macroeconómica y de una política social de corte moderado, a tono con las que prevalecen en la región, con un acento discursivo en los programas de transferencia condicionados.

Asimismo, el gobierno llevó a cabo una política exterior caracterizada por el multilateralismo. Tan sonriente en Washington como en Caracas, Zelaya mostró durante su gestión dotes políticas para relacionarse de manera franca con los sectores más excluidos, con los movimientos sociales y con los diferentes gobiernos e instancias multilaterales en las que tuvo participación. Pero no se puede quedar bien con todo el mundo: sin duda afectó intereses y sensibilidades de consorcios nacionales y transnacionales.

Huérfano del apoyo de los medios de comunicación corporativos, que desde temprano y en forma progresiva lo enfrentaron duramente, Zelaya se las arregló, cuando promediaba su mandato, para abrir dos medios estatales –un canal de televisión y un periódico semanal de entrega gratuita–, de modo de contrarrestar los ataques, especialmente por sus vínculos con el gobierno de Venezuela. Al cabo de tres años de mandato, cuando solo le faltaba uno, su aceptación en la población había repuntado, para sorpresa y encono de sus adversarios, incluida la cúpula de su partido.

En retrospectiva, Zelaya podría haber contribuido a oxigenar un bipartidismo centenario, el más longevo de Latinoamérica. Es probable que lo hubiese logrado aun sin proponérselo, por su apertura y cercana relación con los estratos sociales excluidos, tanto como por su disposición al diálogo y a la concertación con las organizaciones y los movimientos sociales. Sin embargo, sucedió lo contrario. En efecto, el conflicto con las cúpulas políticas y empresariales se fue agudizando en tanto avanzaba su mandato. El Poder Legislativo y el Poder Judicial, casi en sincronía, actuaban prestos para bloquear y aislar institucionalmente al presidente. Este bloqueo, más el cerco mediático en su contra, llevaron al mandatario a estrechar su vínculo con el ciudadano de a pie y con las organizaciones contestatarias (que, reticentes al principio, advirtieron en Zelaya a un presidente dispuesto a facilitar espacios y entablar relaciones horizontales de diálogo y concertación). Así, los movimientos de supervivencia del gobierno dieron lugar a una correlación de fuerzas imprevista al inicio del mandato. El discurso de Zelaya, si hubiera que encuadrarlo ideológicamente, era el de un liberal que reconocía que el mercado no puede integrar plenamente a la sociedad y que, por lo tanto, el Estado, dinamizado por la participación ciudadana, debe asumir un rol redistributivo para aminorar las brechas sociales.

La gota que derramó el vaso fue la propuesta de una consulta popular sobre la pertinencia o no de promover una nueva Constitución. El Poder Judicial se pronunció en contra, con el argumento de que nadie tenía la facultad de promover el cambio de la Constitución, ni siquiera el soberano convocado por el presidente para auscultar su parecer. Frente a ese impedimento legal, el gobierno renunció a esa vía y en su lugar emitió un decreto para convocar a una encuesta de opinión no vinculante, que diera cuenta de la correlación de fuerzas. La encuesta, que se realizaría el domingo 28 de junio, preguntaría a la ciudadanía si aceptaba o no que en las elecciones generales del 29 de noviembre se ubicara una «cuarta urna»4 para conocer si la población estaba de acuerdo con un proceso nacional constituyente. Es decir, se dio un golpe de Estado por una encuesta de opinión que podría definirse, casi en términos risibles, como la consulta para hacer una consulta.

En medio de una abierta confrontación mediática entre las corporaciones privadas y las oficiales, el gobierno estaba listo para aplicar el instrumento. Los partidarios del «Sí» seguramente no alcanzaban a la mayoría del censo electoral, pero había indicios para suponer que al menos una quinta parte del padrón podría haberse pronunciado a favor5. Esto no significa necesariamente que el resto de la población estuviese en contra, sino más bien que se encontraba repartida entre opositores e indiferentes, con lo que probablemente la abstención –como ha sucedido en los dos últimos procesos electorales– hubiese sido el guarismo más elevado. En adición, debe reconocerse que, dados los problemas para conseguir apoyo a la iniciativa –entre los que destaca la no colaboración del Tribunal Supremo Electoral–, pocas garantías respaldaban la transparencia y legitimidad de los resultados.

Por otra parte, queda constancia de que Zelaya jamás expresó deseo alguno de continuar en el poder, ni se opuso en absoluto a la celebración de las elecciones en noviembre de 2009, al mismo tiempo que defendió a capa y espada la encuesta de opinión y, eso sí, fue polarizando su discurso. Luego, a menos de una semana de la fecha prevista, los acontecimientos se precipitaron y las debilidades del Estado de derecho se encargaron del resto: la sentencia del Poder Judicial que prohibía el referéndum fue interpretada también como válida por la Corte Suprema de Justicia para prohibir la encuesta de opinión (pese a que esta no era vinculante), sin considerar que se trataba de dos actos jurídicos distintos. De igual manera, grupos de poder ya habían logrado comprometer a las Fuerzas Armadas en la ejecución del derrocamiento –con lo que estas volvían a contaminarse de las prácticas que tanto daño les ocasionaron en décadas anteriores–. Se había tendido una trampa, defectuosa y con las costuras a flor de piel, pero una trampa al fin, para consumar un derrocamiento largamente acariciado.

Represión sistemática y una reacción sorprendente

A las cinco y cuarto de la mañana, un nutrido contingente de las Fuerzas Armadas (unos 200 efectivos) se agolpó en la residencia del presidente Zelaya. Tras disparar hasta hacer ceder la cerradura, lo arrestaron en ropa de dormir, sin presentarle una orden de captura (nadie le había tampoco formulado un citatorio judicial para defenderse en juicio). Atado de pies y manos, Zelaya fue secuestrado y llevado al aeropuerto Juan Santamaría de Costa Rica, con una extraña parada intermedia en Palmerola (base militar de EEUU en Honduras). Mientras tanto, las boletas de la consulta popular habían sido extraídas por las Fuerzas Armadas. Para evitar una reacción inmediata, se llevó a cabo durante varias horas un corte de energía eléctrica con el objeto de suspender las telecomunicaciones. Pero ya a las ocho de la mañana, extrañada por la desaparición de las boletas y la no comparecencia del presidente, la gente comenzó a movilizarse y agruparse frente a los militarizados predios de la Casa Presidencial. Los protestantes iban llegando de a miles, incluso con una amplia movilización de personas del interior que rápidamente fue abortada por los retenes militares y policiales en las principales carreteras del país. A las once de la mañana se pudo conocer el paradero de Zelaya cuando este, junto al presidente Oscar Arias, ofrecía una conferencia de prensa en San José de Costa Rica.

Ya al mediodía el Congreso Nacional, reunido ipso facto y ad hoc para finiquitar el golpe, comenzaba a discutir una supuesta renuncia firmada por el presidente Zelaya (quien prontamente reaccionaría desde Costa Rica expresando la falsedad de esta). En su lugar, el Congreso decidió nombrar al presidente del Congreso bajo el eufemismo de «sucesión constitucional».

La reacción social más emblemática de la historia de Honduras había acontecido en el ya lejano 1954, con una huelga de obreros de las compañías bananeras que, por espacio de 69 días, se movilizaron con éxito hasta lograr cambios apreciables en la legislación e institucionalidad laboral. Pero fuera de esa gran e histórica excepción, el país se ha mantenido al margen de las movilizaciones y reacciones populares6. Empero, en esta ocasión, por diversos motivos, el golpe de Estado caló hondo en un amplio sector de la población y dio lugar a una movilización social sin precedentes en la historia, no solo por su duración sino también por la masiva participación. Para contener el levantamiento pacífico pero activo de la ciudadanía, las Fuerzas Armadas y la Policía lanzaron una campaña de represión y violación sistemática de los derechos humanos, especialmente durante los arbitrarios toques de queda que, antojadizos en sus franjas de tiempo, se mantuvieron durante casi un mes: detenciones, allanamientos arbitrarios, una utilización de la fuerza excesiva en contra de las manifestaciones (con centenares de testimonios acreditados de lesiones y golpes), persecución política a dirigentes sociales, torturas, tratos degradantes, cierres de medios de comunicación e intimidaciones y agresiones a periodistas nacionales y extranjeros7.

Las mujeres, los miembros de grupos LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y travestis) y los jóvenes han sido, desde el golpe de Estado, las principales víctimas de la limitación y violación de las garantías individuales. Hay decenas de testimonios de mujeres en resistencia acosadas por la fuerza policial y militar, algunas de las cuales incluso han sido objeto de violación, así como jóvenes en resistencia detenidos, golpeados o, en el peor de los casos, asesinados al estilo de las ejecuciones sumarias practicadas por los cuerpos paramilitares. Cerca de 30 ejecuciones (muertes violentas y asesinatos) selectivas han sido documentadas por organismos nacionales e internacionales de derechos humanos, así como más de 3.000 detenciones arbitrarias. La mayoría de los casos graves están ya en conocimiento de instancias como la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Penal Internacional (por los delitos de persecución política y delitos de lesa humanidad). Organismos como el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) y Amnistía Internacional, por mencionar algunos, también han señalado su preocupación por el grave deterioro de los derechos humanos en el país, en complicidad con el silencio mediático y la escasa proactividad de las instituciones estatales competentes.

Desde el 28 de junio hasta el 29 de noviembre (cuando se realizaron las elecciones generales previstas por el calendario electoral), transcurrieron aproximadamente 150 días de protestas continuas, con algunos picos de concurrencia masiva como el del 5 de junio –cuando Zelaya intentó sin éxito aterrizar en el aeropuerto capitalino– y el del 15 de septiembre –cuando las fuerzas en resistencia realizaron un desfile paralelo que opacó con creces al oficial, en ocasión de conmemorarse la independencia nacional–. Estas continuas movilizaciones eran objeto de apagones informativos por parte de las grandes cadenas de comunicación.

La espontaneidad de la reacción popular fue dando paso a una incipiente formalización de la protesta, que derivó en el surgimiento del Frente Nacional de Resistencia contra el Golpe de Estado. El Frente Nacional, en realidad, no controlaba cada movilización ocurrida en diferentes zonas del país, pero sí contribuyó a organizar las más importantes, plantear metas estratégicas y generar un espacio de articulación para la variopinta agrupación de actores sociales que mostraban su disconformidad con la ruptura del orden constitucional. La reacción popular ha tenido, en general, un carácter pacífico, pese a la represión sufrida, con algunos episodios aislados de violencia callejera. Se privilegiaron medios de acción colectiva como el plantón, las caminatas, las pintadas de paredes, las bullarangas, el boicot al consumo de productos y servicios de empresas comprometidas con el golpe, los mítines, los conciertos y otras actividades artísticas.

Para el régimen de facto, la situación se fue complicando de a poco, porque si bien quizás solo una quinta parte de la población adulta apoyaba la consulta promovida por Zelaya, distintos sondeos muestran que aproximadamente seis de cada diez hondureños rechazan el golpe (ver gráfico)8. Es decir, la resistencia social se fue nutriendo de sectores críticos o indiferentes a la gestión de Zelaya. Estos sectores se movilizaron esencialmente por dos motivos: el retorno al orden constitucional, especialmente con el cese de las violaciones a los derechos humanos y el regreso de Zelaya para concluir su periodo constitucional, y la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente que, dando participación a sectores excluidos, plantease nuevas coordenadas del marco jurídico institucional.

En este sentido, es un craso y a veces malintencionado error denominar como «partidarios de Zelaya» a todos los integrantes de la diversa composición de actores que adversaron al régimen de facto. No puede negarse la ascendencia de aquel en amplias capas de la población –sobre todo, en las identificadas con el Partido Liberal–. Pero tal cosa no significa que la mayoría se movilice por mera sensibilidad a un liderazgo personal. La resistencia popular al golpe del Estado –que a partir del 29 de noviembre de 2009 pasó a llamarse Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP)– es una instancia que aglutina una diversidad de sectores excluidos, entre los que destaca la numerosa participación de mujeres y jóvenes9.

Incapaces de obtener mayor aceptación, las autoridades de facto basaron su estabilidad en la violencia y en la alienación mediática, alegando, al más puro estilo de las dictaduras del pasado, que el país fue salvado de las «garras del comunismo». A la debilidad interna para generar cohesión se sumó el aislamiento internacional tras la condena diplomática de la ONU y otras instancias, la suspensión de la OEA y el no reconocimiento oficial de ningún país a las autoridades de facto.

Pero ¿por qué el golpe de Estado no fue revertido a pesar de la indignación de una mayoría de la población y del rechazo mundial? De manera preliminar puede señalarse que el peso de la represión y la desinformación fueron dos mecanismos internos que, aunque no sumaban legitimidad, sí ejercían un papel estratégico en la preservación del poder formal. Y en el plano externo, una cosa es el rechazo –políticamente correcto– al golpe por parte de los gobiernos e instituciones internacionales, y otra, muy diferente, es la capacidad de doblar los intereses geopolíticos en liza, como quedó reflejado en el caso de la OEA.

Al margen de los hilos ocultos que, dentro y fuera de Honduras, movieron la función del golpe de Estado, el experimento está lejos de ser un producto de exportación, pues sobre todo para EEUU fue un engorroso asunto en el que no terminaba de aparecer la cortina que dividía lo que hacía una y otra mano. El régimen de facto se sostuvo ciertamente hasta el 27 de enero, pero esa victoria puede calificarse de pírrica pues, además del quiebre económico, el golpe y sus consecuencias agrietaron la hegemonía de la clase dominante. Esto abrió la brecha para nuevas trayectorias de organización y articulación política en las que es probable que el bipartidismo Liberal-Nacional pierda la centralidad y el predominio que hasta hoy ha mantenido. Sin ser un desiderátum, el espacio está ahí, propicio para una tercera fuerza política.

Las elecciones generales del 29 de noviembre

La vuelta furtiva del presidente Zelaya el 23 de octubre y su instalación en la Embajada de Brasil fue un movimiento táctico que, además de audaz y valiente, reveló las debilidades de la negociación entre las autoridades de facto, el gobierno derrocado y las partes internacionales involucradas. El nebuloso Acuerdo de San José fue siempre un instrumento carente de legitimidad y de operatividad. La OEA intentó una solución, pero dejó en claro sus limitaciones y conflictos internos, mientras que el Sistema de la Integración Centroamericana (SICA) mostró su lado más frágil.

Apenas Zelaya retornó a Honduras, la movilización en su apoyo resurgió, elevando nuevamente el tono de la represión. Pero además su retorno mostró que el Acuerdo de San José, promovido por el gobierno de EEUU más que por la OEA, flotaba en la ambigüedad. Resultó evidente que para el gobierno estadounidense la reinstalación de Zelaya no era por diversas razones una prioridad, aunque sí lo era la construcción de un ambiente favorable para que las elecciones de noviembre posibilitasen una salida de la crisis hecha a la medida de su conveniencia geopolítica. Al tiempo que diferentes funcionarios de EEUU y la OEA llegaban al país en cortas visitas para «buscar un sensato acuerdo entre las partes», reconociendo todos a Zelaya como el legítimo presidente, este vivía prisionero en la embajada, sitiado por varios cordones de seguridad, víctima durante las noches de una serie de ataques, ya documentados, que incluían armas sónicas, químicas y otro tipo de hostigamientos para él, su esposa y las personas que lo acompañaron.

Mientras, el proceso electoral seguía en marcha como el acto simbólico que diera vuelta la página: borrón y cuenta nueva. Entre tanto, la dirigencia del Frente Nacional expresaba el respeto a la autodeterminación de candidatos vinculados a la resistencia que decidiesen participar en las elecciones (por sus respectivas fuerzas políticas), pero llamaba de manera rotunda a las bases a no votar, ya que el golpe no se había revertido y se trataba de un proceso carente de garantías de libertad para los opositores al gobierno de facto.

En medio de constantes operativos militares y en ausencia de un ambiente cívico, pese a la masiva propaganda oficial y empresarial, las elecciones tuvieron lugar el día programado. Se realizaron con una presencia raquítica de observadores internacionales, la mayoría pertenecientes a grupos empresariales o a partidos de tendencia conservadora de EEUU y varios países latinoamericanos. No acudieron observadores de la OEA, la Unión Europea ni de entidades como el Centro Carter.

Los resultados dieron el triunfo por márgenes inusualmente abultados al Partido Nacional en los tres niveles de elección. En el nivel presidencial triunfó Porfirio Lobo, con una diferencia de casi 20 puntos sobre el candidato del Partido Liberal, con una cómoda mayoría en el Congreso Nacional y buena parte de las alcaldías del país. Como era de esperar, el Partido Liberal, considerado el partido mayoritario, se quebró en dos partes, una de las cuales se abstuvo de votar en protesta por el derrocamiento de Zelaya.

Pero la nota más llamativa fue el ausentismo electoral, con el agravante de que, debido a la falta de transparencia, no existe a la fecha un dato realmente creíble. En efecto, mientras una firma privada contratada por el Tribunal Supremo Electoral (TSE) para dar la primera tendencia indicaba que la participación electoral rondaba el 47%, un par de horas después el representante del organismo la desmentía y señalaba que la asistencia había alcanzado 61%. Luego de varias horas sin información, las casillas por partido y votos inválidos no cuadraban con la participación electoral mencionada por el TSE. Finalmente, unos días después la cifra oficial indicaba 49% de participación. De cualquier manera, aun ese dato, más allá de las dudas que pueda generar, quedará registrado como el mayor porcentaje de abstencionismo desde 1981.

Consciente Porfirio Lobo de la dificultad para el reconocimiento internacional de su gobierno, pronto intentó una avanzada diplomática para sondear el terreno, aunque los resultados fueron insatisfactorios. Desde negativas rotundas a aceptar el nuevo gobierno hasta los que, como fue el caso de EEUU, sugerían que la Presidencia le fuese entregada a Lobo por otra persona distinta del titular del gobierno de facto. Finalmente, ante la presión de EEUU, el gobernante impuesto se ausentó una semana antes del poder, sin renunciar, dejando momentáneamente el gobierno en el Consejo de Ministros. Mientras tanto Lobo pudo, a instancias del gobierno de EEUU y con los oficios de los presidentes de Centroamérica y, en especial, el de República Dominicana, dar a luz una salida potable al encierro al que estaba sometido Zelaya, mediante un salvoconducto para viajar a Santo Domingo el mismo 27 de enero, día en que concluía el mandato presidencial.

Pero más allá de cómo se ha ido entretejiendo el escenario posterior al golpe de Estado, el clima de gobernabilidad para el presidente elegido en los comicios sui géneris del 29 de noviembre pinta complicado, en especial porque los sectores que gestaron y apoyaron el golpe (que incluyen a la cúpula del Partido Nacional) persisten en marginar y desconocer a un nuevo e importante actor en el escenario sociopolítico: el Frente Nacional.

Las perspectivas de la crisis: buscando la luz al final del túnel

Los sectores promotores del golpe sobreactúan un llamado a la paz y a la conciliación, pero sin un esclarecimiento ni reparación de los delitos y las violaciones cometidos en contra de la ciudadanía, ni mucho menos un reconocimiento de la legitimidad del Frente Nacional. Esta postura acentúa la polarización social ya que, ante la escasa voluntad de encauzar el conflicto en espacios confiables de justicia procesal y diálogo político, se continúa situando al país en las antípodas de la historia, con una clase dominante que insiste en ocultar los gravísimos daños provocados por el recurso a la barbarie para resolver disputas que bien cabrían en otros escenarios, sin que mediase la razón militar o policial. En efecto, la estrategia del régimen de facto se basó en dispensar el trato de enemigo interno a los opositores, reverdeciendo así la Doctrina de la Seguridad Nacional.

La crisis hondureña ha provocado el aislamiento de un país severamente afectado por la pobreza, con un aumento de la deuda interna y, en general, una aguda retracción económica que seguramente llevará varios años recuperar10. La sociedad se encuentra dividida y el sistema político y el Estado de derecho presentan fracturas de consideración. En adición, se ha profundizado la brecha entre las organizaciones sociales de base y las instituciones políticas formales. La pluralidad y el vigor de los sectores más reivindicativos de la sociedad no encuentran representación en los partidos existentes. Como plantea Cándido Grzybowsky para el caso latinoamericano, las instituciones políticas formales –y en particular el Parlamento– tienden a funcionar más a la manera de una confederación de intereses que como una representación política de la pluralidad social11.

Lo cierto es que en Honduras hay una energía social inédita, pero invisibilizada y estigmatizada por el statu quo. El golpe de Estado permitió un cierto cauce común, quizás transitorio, para una heterogénea composición social de sectores vulnerabilizados por su posición económica y otras características sociales como el género, la edad o el grupo étnico de referencia. Como sucede en otros países de América Latina e incluso de Europa, el sujeto obrero no es el motor principal de esta fuerza (si bien aporta su experiencia organizativa), ya que la nueva configuración integra a múltiples actores, la mayoría postergados de posibilidades de movilidad ascendente, incluso ubicados por fuera del mundo de la economía formal, desorganizados pero adquiriendo una progresiva conciencia frente a condiciones antes asumidas como naturales12. Aunque nada garantiza que esta coyuntura determine la consolidación del Frente Nacional como una fuerza social y política protagónica, se advierte en la acción colectiva de estas fuerzas emergentes una potencialidad democratizadora y emancipadora.

Las motivaciones profundas del conflicto siguen intactas, aunque se hayan trasladado a otro escenario. De la madurez de los actores dependerá una salida apropiada. Pero queda claro que no se puede seguir admitiendo un doble estándar institucional para sacarse de encima a los que piensan distinto. No es posible aceptar una forma de acción política en la que los temores de un grupo privilegiado autoricen a ajustar el brazo de la justicia a su favor, menos aún si se lo hace para justificar, en nombre de supuestos males mayores, flagrantes violaciones de los derechos humanos.

Tras la crisis –y, por supuesto, gracias a la previa secuencia de experiencias de acumulación de madurez, conciencia y diversificación de las perspectivas–, la sociedad hondureña, caracterizada por imaginarios políticos romos, ha dado pasos hacia una mayor diferenciación y complejidad social que, en correspondencia, demanda un cambio en la manera de dialogar y debatir, de reconocer la pluralidad de visiones sobre la gestión de la sociedad (más allá del color partidario) y, sobre todo, de aceptar que proyectos políticos alternativos tienen el derecho de optar y ejercer la dirección del gobierno.

Finalmente, a la luz de los acontecimientos vividos tras el golpe de Estado, convendría señalar algunos desafíos que franquearían el futuro de la cuestión hondureña:

- Esclarecer los sucesos acontecidos en Honduras a partir del golpe, juzgando a los responsables de la violación sistemática de derechos humanos y reparando satisfactoriamente a las víctimas y sus familiares. - Repensar y reconstruir el deteriorado sistema de justicia y el Estado de derecho en Honduras, a fin de desarraigar la partidocracia, la cooptación, la impunidad y el doble estándar con que suele moverse la acción institucional. De especial mención es la tarea de atender los desafíos democráticos para asegurar el rol adecuado de las Fuerzas Armadas y la Policía.- Reconocer y dar garantías para que, dentro de los parámetros de un Estado democrático de derecho, se aseguren los derechos de libre expresión, asociación y movilización del nuevo actor surgido durante la crisis, a fin de propiciar su inclusión y potencialidad democrática.- Propiciar un verdadero proceso incluyente, que derive en un nuevo pacto social distributivo que ponga freno a la ingente concentración de la riqueza y las oportunidades de movilidad ascendente. - Repensar el papel de los medios de comunicación como actores garantes del pluralismo y la tolerancia en lugar de meras correas de transmisión de grupos de poder que pretenden controlar el Estado. Los desequilibrios informativos y la concentración del espacio radioeléctrico son temas cruciales en esa dirección. - Pensar y actuar seriamente sobre las reformas de la institucionalidad internacional, de modo de contar con instrumentos eficaces para mediar en conflictos como el hondureño.

Los desafíos anteriores valen para Honduras, pero es sensato advertir que se convierten en un espejo en el que pueden reflejarse, con matices, varios países latinoamericanos: de ahí la importancia de extraer lecciones para prevenir una regresión autoritaria a escala regional. Sin perjuicio de la importancia de analizar las filigranas hegemónicas (y contrahegemónicas) que en el plano continental dejó entrever la crisis, es pertinente ajustar la mirilla para analizar la complejidad de la acción colectiva de los movimientos sociales en relación con la emergencia de liderazgos carismáticos, el autismo de las elites y las falencias institucionales para procesar el conflicto social.

  • 1. Ver Rachel Sieder: Elecciones y democratización en Honduras desde 1980, Colección Cuadernos Universitarios, Universidad Nacional Autónoma de Honduras, Tegucigalpa, 1998.
  • 2. Luis González y Gonzalo Kmaid: Honduras 2008-2009. Desafíos, riesgos y oportunidades, Programa de Análisis Político y Escenarios Posibles (papep) Honduras, pnud, 2008, disponible en www.gobernabilidaddemocratica-pnud.org/archivos/1256074135kmaid.pdf.
  • 3. El Partido Liberal y el Partido Nacional conforman el formato bipartidista hondureño y capturan alrededor de 90% de los votos válidos en las elecciones generales. Desde 1981 hasta 2005, el Partido Liberal, que ha reflejado un espectro ideológico más amplio que el Nacional (reputado como más conservador), había logrado un predominio electoral claro, con cinco triunfos en siete elecciones presidenciales.
  • 4. En vista de que las elecciones hondureñas se realizan en la misma fecha para todos los niveles, cada mesa electoral dispone de tres urnas: presidencial, legislativa y municipal. La «cuarta urna» apuntaba a que, a partir de las elecciones de 2009, se incluyese una urna adicional para consultar a la población sobre diferentes cuestiones, comenzando en noviembre de 2009 con el tema de la Asamblea Nacional Constituyente.
  • 5. 25% del censo o padrón electoral equivalía, en junio de 2009, a aproximadamente 1.200.000 preferencias, cantidad nada despreciable si se toma en cuenta que Zelaya fue elegido con 25% del padrón electoral de 2005 y que el nuevo presidente votado en noviembre de 2009, según las cifras oficiales, alcanzó el 14%.
  • 6. Sobre el caso hondureño y su diferencia histórica con las crisis políticas de El Salvador, Guatemala y Nicaragua puede consultarse Edelberto Torres Rivas: «¿Qué democracias emergen de una guerra civil?» en Waldo Ansaldi (dir.): La democracia en América Latina, un barco a la deriva, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007, pp. 491-527.
  • 7. Para una descripción y un análisis más detallado de la grave situación del país, v. el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh): «Honduras: derechos humanos y golpe de Estado», oea/Ser.l/v/ii.  Doc.  55, 30 de diciembre de 2009, http://cidh.org/pdf%20files/honduras2009esp.pdf.
  • 8. V. Corporación Latinobarómetro: Informe 2009, Latinobarómetro, Santiago de Chile, noviembre de 2009, disponible en www.latinobarometro.org/documentos/latbd_latinobarometro_informe_2009.pdf.
  • 9. Mientras el presidente derrocado se encontraba en el exilio, el Frente Nacional de Resistencia tuvo en él a un ícono de la lucha, pero la estrategia y táctica fue liderada esencialmente por dirigentes de los movimientos sociales. Esta circunstancia se mantuvo incluso durante la estadía de Zelaya en la Embajada de Brasil. Esta observación es importante para entender los vínculos estrechos, pero no subordinados, del fnrp con Zelaya.
  • 10. Sobre los aceptables indicadores económicos durante la administración de Zelaya (incluidos la reducción de varios puntos porcentuales en la pobreza y una leve mejora en la redistribución del ingreso) y el posterior desplome de la economía a raíz del golpe, v. José Cordero: «Honduras: Recent Economic Performance», Center for Economic and Policy Research, Washington, dc, noviembre de 2009, www.cepr.net/documents/publications/honduras-2009-11.pdf.
  • 11. «Democracia, sociedad civil y política en América Latina: notas para un debate» en Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud): La democracia en América Latina. Contribuciones para el debate, pnud, Buenos Aires, 2004, pp. 51-72.
  • 12. Sobre la fragmentación y recomposición de los movimientos sociales en Latinoamérica, v. Maristella Svampa: Cambio de época: movimientos sociales y poder político, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2009.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 226, Marzo - Abril 2010, ISSN: 0251-3552


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