Opinión
noviembre 2018

Hacer que China vuelva a ser marxista

Bajo Xi Jinping, el Partido Comunista de China se ha reencontrado con Marx. Pero el marxismo de Estado de Xi es un intento verticalista de unificar a la población detrás de una ideología nacionalista, y no de inspirar la lucha de clases en un contexto en el que China se transformó en una potencia global. China «se puso de pie» bajo Mao Zedong, «se enriqueció» bajo Deng Xiaoping y se está «volviendo poderosa» bajo Xi Jinping.

<p>Hacer que China vuelva a ser marxista</p>

                                                    El marxismo-leninismo no tiene belleza alguna, tampoco misterio. Solo es extremadamente útil. (Mao Zedong, Yan’an, 1942)


En el bicentenario del nacimiento de Marx, durante el pasado mes de mayo, el presidente Xi Jinping exhortó a los miembros del Partido Comunista de China (PCCh) a volver al estudio de la sabiduría socialista. «Conmemoramos a Marx para rendir tributo al pensador más importante de la historia de la humanidad –dijo Xi– y también para declarar nuestra firme creencia en la verdad científica del marxismo». A los miembros del partido se les exige estudiar selecciones de la obra de Marx, en particular el Manifiesto comunista. El público también recibe su dosis, entre otras vías, a través de un talk show de televisión, Marx tenía razón (Makesi shi duide). La renovada adhesión al marxismo ha sido también un elemento clave en el lanzamiento del «Pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas para una nueva era», que se agregó a la Constitución de China luego del XIX Congreso del PCCh del año pasado.

Pero el marxismo que promueven Xi y sus propagandistas no es lo que uno esperaría luego de una lectura seria del Manifiesto. Tampoco es el torpe aparato del Estado estalinista. La lección de Marx, según Xi, es que el marxismo cambia con los tiempos, que debe integrarse a la cultura local para ser eficaz y que necesita de un partido fuerte y un gran líder para tener éxito. Este marxismo de Estado es un intento de unificar a la población detrás de una ideología nacional, no de inspirar la lucha de clases sino de revivir las «mejores» tradiciones del sistema de gobierno chino.

El Estado chino en la modernidad siempre ha estado basado en la ideología. Todos sus gobernantes postimperiales –de Sun Yat-sen a Chiang Kai-shek, pasando por Mao Zedong– adoptaron el Estado leninista y defendieron una ideología integral que reivindicaba la liberación de China y, en última instancia, de toda la humanidad. Lo intentó sin éxito la República bajo el liderazgo del Partido Nacionalista de Sun, y luego de Chiang. Pero fue el PCCh de Mao el primero que logró establecer un Estado ideológico que pudo reemplazar la forma –el gobierno ideológico–, ya que no el contenido, del confucionismo de Estado que rigió bajo las dinastías chinas.

Mao puso a China en el centro de una revolución mundial para liberar a las masas trabajadoras, y al partido en el corazón de cada actividad. El Estado ideológico de Mao unió a la sociedad en torno a la República Popular China, pero a un altísimo costo en términos de vidas y riqueza. Tras la muerte de Mao a mediados de la década de 1970, Deng Xiaoping pareció romper con esta tradición internacionalista al crear un «socialismo con características chinas», una nueva política que anteponía el crecimiento económico a la revolución. Se trató de una reacción frente a la Revolución Cultural de Mao, cuando se llevó la ideología a extremos absurdos y China fue arrastrada a diez años de caos político. Pero Deng no tenía la intención de abandonar la ideología, solo de dejarla a un lado mientras desarrollaba el país lo más rápido posible. Su elección de priorizar el desarrollo económico por sobre la conformidad con la ideología funcionó tan bien que la ideología socialista no pudo mantenerse a la par de la sociedad de mercado que emergió.

El éxito económico produjo sus propias contradicciones. China se convirtió en una sociedad pluralista que Mao no podría haber imaginado, si bien no en una sociedad que albergue una diversidad de perspectivas políticas o culturales. Primero la televisión y luego internet trajeron el mundo a China, a pesar de la censura generalizada. La globalización aportó turistas extranjeros, estudiantes y empresarios en grandes cantidades y permitió que los chinos salieran al exterior a estudiar, viajar y comerciar. El relajamiento en el sistema del hukou (pasaporte interno) permitió que cientos de millones de campesinos migraran a las ciudades por trabajo. Hacia el año 2000, China ya tenía su porción de capitalistas trotamundos, intelectuales alienados, adolescentes adictos a internet, empresarios de poca monta y masas olvidadas. Para 2012, cuando llegó al poder Xi Jinping, el partido temía que la situación estuviera empezando a descontrolarse; un régimen realmente ideológico no puede adoptar el pluralismo sin admitir la posibilidad de la competencia y de un reemplazo eventual.

La ideología al rescate

Xi y el PCCh han respondido al creciente pluralismo social e intelectual producido por el desarrollo económico y la participación de China en el mundo con un renovado compromiso con el marxismo. Este marxismo de Estado es el software necesario que le permite al Estado leninista chino sobrevivir y cumplir sus promesas del presente. Hacer a China marxista otra vez –creen– asegurará que el Partido siga determinando el contenido y la dirección de la «renovación» de China hacia un estatus de potencia mundial y de sociedad próspera y civilizada. Este es el «sueño chino» de Xi, el eslogan nacionalista que acuñó y que ahora puede leerse en carteles en todo el país.

Para Xi, el marxismo es la ideología de Estado de la China moderna, parte de la historia nacional de redención luego de la humillación provocada por los poderes extranjeros. Guiados por la ideología marxista, los comunistas derrotaron a los japoneses y a los nacionalistas para fundar la República Popular en 1949. Luego el país navegó los peligrosos torbellinos del desarrollo económico, la competencia internacional y las luchas políticas internas hasta llegar a las puertas del estatus de superpotencia en que se encuentra en la actualidad. En este proceso, sus gobernantes y cuadros desarrollaron un conjunto de prácticas políticas que van más allá –o incluso reemplazan– la doctrina de la lucha de clases. Son las técnicas políticas que se emplearon (si bien con resultados variados) en los tiempos de Mao, entre ellas la «crítica y autocrítica», la «rectificación» y la «línea de masas»; las dos primeras apuntan a entrenar y disciplinar a los cuadros, y la última, a consultar a las masas. Tales prácticas pueden mantener la tiranía bajo control, alentar una retroalimentación por parte de la sociedad para corregir políticas y proveer al Estado de los recursos para cumplir los objetivos.

Pueden sonar como eslóganes vacíos, pero cuando se practican con sinceridad y destreza, constituyen el software que alimenta la maquinaria del gobierno autoritario del PCCh. Por supuesto, el problema es que este sistema de controles y equilibrios internos en el marxismo de Estado no se ha puesto en práctica ni con sinceridad ni con destreza en las décadas previas a la llegada de Xi al poder, y su atrofia o ausencia induce a una corrupción oficial generalizada que debilita la legitimidad del partido y amenaza la cohesión social. Hasta el momento, la legitimidad de Xi reside en su llamado a revivir estas tradiciones de la autorregulación leninista. Este marxismo –sostiene Xi– es la fuente de la admirable capacidad del PCCh de autorrenovarse durante casi un siglo o, como él lo formula, de la «autorrevolución» (ziwo geming).

Para que el marxismo de Estado legitime el régimen autoritario del Partido, el PCCh debe cooptar o al menos silenciar a los intelectuales chinos. Para la mayoría de los medios occidentales, se trata de disidentes heroicos como el escritor Liu Xiaobo y el artista Ai Weiwei, que inevitablemente terminan en prisión o en el exilio por defender sus opiniones. En rigor, por cada disidente hay cientos de «intelectuales del establishment» con criterio independiente –profesores universitarios, periodistas, escritores– que, a través del trabajo académico, los medios o plataformas de internet cada vez más controladas tratan de influir en el Estado y la opinión pública sin desafiar el liderazgo del PCCh.

Los intelectuales del establishment no son por cierto disidentes, aunque adoptan el rol público de críticos sociales. Discuten entre sí sobre la amplitud que deberían tener las reformas y sobre qué tipo de políticas serían más beneficiosas para el país. Debaten el significado de la expresión «sueño chino» utilizada por Xi. Los liberales chinos –desde el intelectual público Qin Hui hasta la economista He Qinglian, pasando por el historiador Xu Jilin– no son un modelo de coherencia: en diferentes momentos, han abogado por una democracia constitucional, por mercados más libres y por políticas que mejoren el destino de los pobres en China. Por su parte, los partidarios de la Nueva Izquierda como Wang Hui, quizás el intelectual chino más conocido en Occidente, y Wang Shaoguang, profesor emérito en la Universidad China de Hong Kong, despotrican contra el neoliberalismo y buscan reavivar el socialismo releyendo a Marx y a Mao y agregando elementos de teoría política posmoderna. Los nuevos confucianos como Jiang Qing, defensor del «constitucionalismo confuciano», y el profesor Chen Ming, de Beijing, sostienen que China perdió su alma en su compromiso con los valores de la Ilustración durante el siglo XX, y que su regreso al estatus de «gran potencia» prueba la virtud de las «características chinas» en lugar del socialismo internacional.

Ese pluralismo intelectual apenas amenaza a Xi o al PCCh en forma directa, pero hace más difícil vender la versión de Xi del sueño chino. Algunos de que estos intelectuales empezaron, incluso, a ofrecer relatos de la historia de China que omiten elementos claves, como la fundación del PCCh. Esta es la otra mitad del revival marxista de Xi luego de rectificar la línea del partido: sumar al público general y a los intelectuales chinos que influyen en la opinión pública. La mayor parte de la obra reunida de Xi Jinping consiste en lo que el historiador Jeffrey Wasserstrom llama una «recopilación de discursos de campaña». El Partido no depende solo de las afirmaciones ex catedra de Xi: también involucra a pensadores del establishment para ofrecer una defensa intelectual razonada del pensamiento de Xi y una elaboración de la utilidad del marxismo para China y el resto del mundo en el siglo XXI.

Uno de esos apologistas de Xi es Jiang Shigong, un profesor de derecho de la Universidad de Beijing. En un artículo reciente que tuvo gran repercusión en China, Jiang buscó sistematizar el «Pensamiento de Xi Jinping». Su argumento es básicamente histórico y ofrece una nueva periodización de la historia china moderna y contemporánea que restituye al Partido a su papel central: China «se puso de pie» bajo Mao Zedong, «se enriqueció» bajo Deng Xiaoping y se está «volviendo poderosa» bajo Xi Jinping. Esta fórmula en apariencia simple logra de hecho cumplir una cantidad de objetivos fundamentales.

Primero, refuta la difundida idea de que la historia de los primeros 60 años de la República Popular se divide en 30 años de fracaso –el maoísmo– y 30 años de éxito –la reforma y la apertura–, con el argumento de que Mao restauró la soberanía necesaria para el progreso material de China en el marco de un mundo globalizado que tuvo lugar bajo Deng. Del mismo modo, no se debe criticar las reformas de Deng por promover el capitalismo: él simplemente permitió que se desarrollara la base material para la renovación china. Así, el argumento de Jiang transforma la historia moderna y contemporánea de China en un relato completo y continuo. Segundo, Jiang identifica a «grandes hombres» con grandes logros y de este modo asesta un golpe simbólico al pluralismo y abre un espacio para Xi, su pensamiento y su posible mandato vitalicio. Y tercero, Jiang defiende con solidez la centralidad del marxismo luego de años de esfuerzos gastados para rescatarlo.

El argumento de Jiang requiere de cierta prestidigitación que transforma al marxismo. Sostiene –como lo hizo Mao– que las verdades del marxismo no son atemporales sino que evolucionan con la sociedad. La lucha de clases era apropiada bajo Mao, dadas las condiciones sociales de China, pero no ahora. El relajamiento ideológico anunciado por el «socialismo con características chinas» funcionó bajo Deng Xiaoping porque entonces China necesitaba, por sobre todas las cosas, el desarrollo de su base material. En la actualidad, sin embargo, China se ha vuelto una sociedad «pudiente» (el término chino para «burguesa», que aún tiene una connotación peyorativa), que cubre las necesidades de su pueblo, y el marxismo necesita cambios para ponerse a tono con la evolución de la economía china.

En concordancia con los nuevos confucianos y otros conservadores culturales, Jiang sostiene que el marxismo debe fusionarse con el confucionismo tradicional y buscar inspiración en su espíritu de lucha, excelencia y autoperfección. Todo esto se combina con una defensa de la singularidad de la cultura y la civilización chinas, la noción de que, a través del continuo ejercicio de la teoría y la práctica, China ha vuelto en definitiva el socialismo singularmente chino y singularmente contemporáneo. La astucia de la explicación de Jiang sobre el «Pensamiento de Xi Jinping» es que aborda la crítica liberal internacional sin dar paso a soluciones políticas liberales.

¿El «sueño chino» para una nueva era?

«Pensamiento de Xi Jinping» relata una historia potente: China ha triunfado donde el estalinismo del siglo XX y el neoliberalismo del presente han fracasado, y por lo tanto debe liderar el mundo en su avance. Para un marxista no chino, estos argumentos deben parecer desconcertantes (o exasperantes), porque son construidos en un contexto histórico e historiográfico –el de la reconfiguración de los mitos fundacionales de la China moderna– que es en gran medida desconocido fuera del país.

El nombre también es rebuscado. «Pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas para una nueva era» apenas si se puede decir en chino, por no hablar de cómo suena traducido, aunque se diseñan grandes campañas de propaganda en torno del concepto. El « Pensamiento de Xi Jinping » también se debate entre proclamar la singularidad china y su relevancia universal, tanto porque China es «única» como porque ostenta un «socialismo renovado». Es difícil ver los diferentes pronunciamientos de Xi o de los propagandistas oficiales como algo que aviva las llamas de la revolución o que abre nuevas avenidas para la discusión teórica en conferencias internacionales sobre pensamiento marxista. La lucha de clases ha sido reemplazada por la eficiencia gerenciada del «modelo chino».

En China, la ideología es en buena medida un asunto verticalista. La gente común no es consultada y es probable que tampoco le importen las sutilezas doctrinarias del marxismo o el «Pensamiento de Xi Jinping», aunque algunos podrían conmoverse con el llamamiento de Xi al autosacrificio y el servicio público. Los comentarios iniciales de los medios de comunicación chinos sobre el programa de televisión Marx tenía razón (antes de que fueran censurados) fueron sarcásticos y despectivos respecto del enfoque cursi, pero no del contenido. Una doctrina que proclama justicia y servicio público tranquiliza al ciudadano promedio sobre la existencia de un orden bajo el cielo.

Resulta improbable que conquiste el mundo, pero en China esta versión del marxismo parece estar funcionando bien. Además de su atractivo nacionalista, dos factores fortalecen el poder de Xi. El primero es la riqueza y el poder del Estado leninista chino. Puede censurar la esfera pública, y lo hace, aunque su control es menos completo y menos seguro de sí que en los tiempos de Mao. Y avala su historia con generosas becas académicas, cátedras e institutos dedicados a elaborar y propagar el pensamiento «correcto». En segundo lugar, las críticas de Xi a la democracia electoral parecen mucho más razonables ante el desorden de la democracia liberal, cuyas manifestaciones van del Brexit a Trump, pasando por los inestables gobiernos populistas en la Unión Europea. Wang Jisi, un experto en política exterior de Beijing, puede afirmar de manera creíble que en tiempos convulsionados, en términos de relaciones exteriores, China es un modelo del «mundo del orden».

El Estado marxista de Xi es una ideología que logra dar forma a un relato único que explica el pasado, el presente y el futuro de China y que –por el momento– deja a los comentaristas críticos sin argumentos y al público en general inactivo. El revival del gobierno por la ideología, que requiere de este relato único, es también un objetivo de Xi; es un arte de gobernar chino que ha superado el paso del tiempo. El objetivo de hacer que China sea marxista de nuevo es reforzar la autoridad estatal, renovar al pueblo chino y refinar tanto la imagen global del país como la del «socialismo con características chinas». No se trata de ayudar al pueblo a levantarse; los trabajadores del mundo que quieran romper sus cadenas deberán buscar en otra parte.

Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y Dissent. Se puede leer el original aquí. Traducción: María Alejandra Cucchi.



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