Desde hace ya mucho tiempo, sobre todo desde la construcción del Estado de Bienestar, se ha considerado que la legitimidad del poder público depende fundamentalmente de la prestación de los servicios públicos.
En América Latina, la percepción de los ciudadanos acerca del poder del Estado para resolver problemas es que es muy limitado, e incluso que ha ido disminuyendo: en 2003, 57% de los latinoamericanos opinaba que el Estado era la institución que tenía más poder, porcentaje que se redujo a 49% en 2005. En contraste, se ha fortalecido la percepción del poder de las grandes empresas: de 40% en 2003 a 44% en 20051.
Además, el funcionamiento de las instituciones públicas es evaluado como mediocre: 52% lo califica como «regular»2. El resultado es aún más desalentador en lo que respecta a la confianza en la administración pública: esta aparece como la cuarta institución que genera menos confianza, solo superada por el Congreso, los sindicatos y los partidos políticos3.
La conclusión es evidente: los servicios públicos no presentan un desempeño satisfactorio desde el punto de vista de la ciudadanía. ¿Significa esto que la sociedad prefiere los servicios prestados por el mercado? Si nos atenemos a las encuestas del Latinobarómetro, la respuesta es negativa: en 1998, 45% de los habitantes de la región consideraba que las privatizaciones habían sido beneficiosas para su país; en 2005, solo 31% manifestaba esta opinión4 y en 2008, 32%5. Del mismo modo, cuando se indaga qué actividades deberían permanecer en manos del Estado, 86% opina que la educación básica y primaria, seguida por la salud (85%), la provisión de agua potable (83%), las universidades y pensiones/jubilaciones (82%), los servicios eléctricos y el petróleo (80%), los teléfonos (71%) y, finalmente, el financiamiento de los partidos políticos (59%)6. Lo sorprendente es que los ciudadanos prefieren un mayor control por parte del Estado en ámbitos que fueron cedidos a manos privadas7.
En suma, la percepción mayoritaria es que el Estado es fundamental para resolver los problemas de la ciudadanía. Por otra parte, desde hace ya algunos años ha comenzado a recuperarse la idea de la centralidad del Estado para el desarrollo y la democracia. Junto con ello, se ha comenzado a revalorizar su papel redistribuidor y la idea de la inversión social como clave para la reducción de las desigualdades. La crisis económica mundial marca un nuevo hito en la validación del Estado, el péndulo está moviéndose nuevamente a su favor. La pregunta es si el Estado que se ha configurado en los últimos años tiene la capacidad para enfrentar los nuevos desafíos.
En este artículo sostendremos que en las últimas décadas se han producido cambios de inusitada magnitud. Estos cambios no solo definen un nuevo universo de servicios que, pese a ser públicos, permanecen en manos privadas, sino que además han arraigado la lógica de mercado dentro del Estado. Todo esto, si no se realizan las debidas prevenciones en cuanto a los límites y las condiciones, podría limitar esta revalorización del Estado como instrumento para el desarrollo y la implementación de políticas públicas sobre la base de un enfoque de derechos.
En este marco, en primer lugar enfocaremos la atención en las transformaciones de las relaciones de poder dentro del sector público. En segundo lugar, expondremos algunas de las consecuencias de las transformaciones mencionadas y sus efectos sobre la equidad y la solidaridad social. Finalmente, sugeriremos que, bajo las nuevas relaciones Estado-sociedad, es preciso construir un enfoque sociocéntrico de la reforma del sector público, así como impulsar su ampliación hacia fuera del Estado, para incorporar el segmento de lo público que se encuentra en manos privadas.
Las nuevas relaciones de poder dentro del sector público
Habitualmente se afirma que la introducción de la variable institucional para abordar las transformaciones del sector público constituye un hito en la historia de la reforma administrativa en América Latina. La connotación positiva es en parte justificada en la medida en que, sin cambios en las instituciones, las transformaciones tecnológicas u organizativas son insuficientes para mejorar el desempeño de la administración pública8. Sin embargo, la connotación positiva implica también una ilusión: las instituciones son neutras.
Uno de los principales hilos conductores de las reformas de los últimos 30 años es la Nueva Economía Institucional (NEI). Entender sus fundamentos puede ayudar a explicar el sentido de las instituciones prescritas. El supuesto general de la NEI es que la conducta de los individuos es resultado de sus intereses oportunistas y de las estructuras institucionales en que se insertan. Al considerar las preferencias individuales como estables y constantes, la NEI asume que la conducta puede ser pronosticada con algún grado de probabilidad a partir de los incentivos institucionales (positivos o negativos) que se establecen.
Bajo tales influencias, el análisis de las estructuras institucionales se constituye en un referente básico para entender cómo el entorno institucional incide en el desarrollo económico. Pero, al mismo tiempo, comienza a consolidarse como un dogma la idea de que la ineficiencia gubernamental es resultado de un alineamiento erróneo entre los intereses oportunistas de los políticos y burócratas y las estructuras de incentivos institucionales, por lo que estos últimos deberían ser transformados.
En el sector público, se recomienda crear una estructura de incentivos a los proveedores de servicios públicos que implique un incremento del poder directo de los clientes sobre ellos. El cambio prescrito es de envergadura. Consiste concretamente en desarrollar un nuevo marco de relaciones entre los responsables de la formulación de políticas, los proveedores de los servicios y los clientes, dentro del cual los primeros (los políticos) pierden influencia directa sobre los servicios, y son sustituidos por los clientes. En suma, recrear el poder del cliente pero reteniendo el financiamiento público (ojalá parcial), de manera de preservar la equidad9. «El poder del cliente es la principal relación de responsabilidad», afirma el Banco Mundial (BM)10.
Para lograrlo, se reconocen al menos tres tipos de incentivos, en los que coin- ciden tanto los enfoques de la NEI como aquellos tributarios de la Nueva Gerencia Pública11. El primero consiste en fomentar la competencia entre los servicios públicos mediante el estímulo a la producción privada o, en su defecto, al desarrollo de cuasi-mercados. La lógica consiste en separar el financiamiento de la producción de los servicios. El financiamiento se vincula a resultados (por ejemplo, a la cantidad de alumnos matriculados o al número de pacientes atendidos) o bien al pago de los clientes (sea directo o indirecto por medio de vouchers). La idea es que, así, los clientes dispondrán de poder directo sobre los servicios públicos. Los resultados serían dobles. Por una parte, en lo que concierne a los clientes, se habilita la posibilidad de «elección» de los servicios y la oportunidad de «salida» de aquellos que no les resulten satisfactorios. Por otra parte, en lo que respecta a los servicios, se crean mayores incentivos para mejorar el desempeño, de modo de atraer más clientes y, por lo tanto, más recursos12.
Los otros dos tipos de incentivos orientados a reforzar el poder de los clientes sobre los proveedores consisten en crear «mecanismos de voz» y fomentar su involucramiento en la coproducción y el control de los servicios. Los mecanismos de voz posibilitan que los clientes expresen sus preferencias individuales y sus reclamos. La coproducción debe traducirse en un estímulo a la creación de servicios de propiedad de la comunidad manejados por ella, o en la contratación de proveedores intrínsecamente motivados (como organizaciones sin fines de lucro). Ambos deben tener el poder de contratar y despedir al personal a cargo de los servicios.
No se pretende que tales incentivos, que implican un cambio en el sistema de responsabilidad dentro de la administración pública13, sean aplicados en forma uniforme. Dos variables se consideran para decidir sobre las combinaciones institucionales más apropiadas. Una es la homogeneidad o heterogeneidad de la clientela; la otra, la facilidad o no del seguimiento de los resultados. En cuanto a la primera, cuanto más difiera la gente en sus gustos y deseos, mayores serán los beneficios de descentralizar la decisión en los gobiernos locales o en las comunidades. Respecto de la segunda, cuanto más difícil sea realizar el seguimiento del servicio, mayores serán los beneficios de ceder la responsabilidad a los propios beneficiarios14. El resultado es que son precisamente los servicios sociales –en particular, la salud y la educación– los que, de acuerdo con este enfoque, deberían ser objeto de los nuevos arreglos institucionales.
Según reconocen sin ambages sus propios mentores, estas nuevas instituciones están orientadas a reproducir la lógica del mercado dentro del sector público15. Pero el enfoque va aún más allá: se trata de cambiar el papel del Estado en el sector público. Concretamente, disminuir su poder dentro de él e, incluso, debilitar el papel de la política en la conducción de los asuntos públicos. Este es el verdadero cambio institucional que se prescribe.
Ahora bien, ¿se ha generado, efectivamente, un aumento del poder del cliente? De ser así, ¿la pérdida de poder del Estado y de la política ha producido un mejor desempeño de los servicios públicos? ¿Se ha fortalecido la ciudadanía? ¿Qué clase de administración pública y de sociedad tendremos en los próximos decenios? Para aportar elementos que ayuden a responder estas preguntas, cabe examinar algunas de las consecuencias que ya comienzan a hacerse visibles.
Los nuevos cultos y realidades
La mitificación de las relaciones público-privado. Uno de los efectos más sobresalientes de la introducción de los mecanismos de mercado en el sector público es el cambio de su fisonomía. Recientemente, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) ha propuesto un nuevo concepto, el de «dominio público» (public domain16), para definir al nuevo sector público, asumiendo que este ya no incluye solo a las organizaciones propiedad del gobierno o controladas directamente por él, sino también a los servicios financiados (directa o indirectamente) por el gobierno, pero provistos por organizaciones privadas17.
Aunque el fenómeno no es nuevo, es evidente que en las últimas tres décadas se ha reforzado, sobre todo en la provisión de servicios sociales, en los que han comenzado a desarrollarse diversas herramientas que parten de estos enfoques de mercado: competencia por recursos (competitive sourcing), asociaciones público-privadas (public-private partnerships), bonos (vouchers), outsourcing, co-sourcing, contratación externa (contracting out)18. La tendencia no es unidireccional19 y tiene diversos móviles, pero en general la motivación subyacente es la necesidad de mejorar el costo-eficiencia de las operaciones.
En algunas áreas, parece no haber dudas de que el resultado ha sido una mayor eficiencia. La provisión de servicios de empleo bajo modalidades público-privadas, por ejemplo, ha dado lugar a soluciones creativas que, además de disminuir cargas financieras del Estado –fundamentalmente atrayendo recursos privados–, han logrado mejorar la eficacia20. Pero no es seguro que esto esté ocurriendo en todos los campos. De hecho, comienza a advertirse la falta de datos que permitan estimar los costos y, sobre todo, los resultados de este nuevo tipo de diseños21.
Esto resulta particularmente problemático si se tiene en cuenta la magnitud que han adquirido las asociaciones público-privadas en áreas tan sensibles como la educación y la salud. Chile adoptó los sistemas de voucher en la década de 1980 para toda la educación primaria, mediante una subvención a la demanda similar para establecimientos municipales o particulares (privados)22. Colombia, a comienzos de los 90, también estableció un sistema de vouchers23.
En otros casos se crearon sistemas que involucran en forma directa a las comunidades o a las organizaciones no gubernamentales (ONG) en la provisión de los servicios. Hacia 2004, según el BM, cerca de un tercio de la población de Guatemala era atendida por diferentes ONG encargadas de proveer servicios de salud24. En El Salvador se descentralizó la educación parvularia (jardines de infantes) y básica y se transfirió su manejo a los Consejos Directivos Escolares, integrados por representantes de los alumnos, maestros y padres25. En Perú, las clínicas médicas dirigidas por las comunidades han adquirido un enorme peso en el primer nivel de atención, aunque las evidencias acerca de su impacto no son concluyentes26.
La premisa, en todos los casos, es que el sector privado –mercantil o no mercantil– tiene ventajas comparativas respecto del sector público. Sin embargo, no existen indicadores que permiten avalar o no tal supuesto. De hecho, tal como sostienen Rinne et al., cada modalidad o instrumento de prestación de un servicio debería al menos ser evaluado por su eficiencia y costo, su calidad y efectividad y su cobertura y equidad27. La tendencia a la mitificación de las relaciones público-privado lo ha impedido. Posiblemente también como resultado de este fenómeno, no hay indicadores disponibles sobre los impactos de los fondos públicos destinados a financiar iniciativas de la sociedad civil mediante «subsidios estatales». Finalmente, existen importantes lagunas normativas sobre las formas de financiamiento, los procedimientos para las postulaciones y el seguimiento de los proyectos28.
A la falta de datos para evaluar la eficiencia de este tipo de modalidades se suma la escasez de información acerca del porcentaje exacto de servicios sociales prestados por organizaciones públicas, entidades mercantiles, organizaciones sin fines de lucro y organizaciones sociales de interés público. Los datos fragmentados de los que disponemos sugieren que la prestación de servicios sociales por parte de entidades mercantiles ha aumentado. O sea, los países de América Latina, con algunas pocas excepciones, han adoptado la lógica de mercado para la provisión de los servicios públicos, de manera incluso más profunda que aquellos países en los que se originó este enfoque. Al respecto, basta recordar que en Reino Unido, tras un periodo de profundas transformaciones en esta dirección, se reconocía que el sector público pudo haber perdido parte de su rol económico, pero continúa financiando y suministrando bienes y servicios claves como salud, educación, investigación y desarrollo, justicia y seguridad social29.
El culto a los proyectos, los concursos y las mediciones. Otro efecto de la introducción de la lógica de mercado en el sector público es la tendencia a modelizar las relaciones Estado-sociedad a través de la figura de los «fondos concursables». En Chile, según destaca Vicente Espinoza30, el origen de esta tendencia se remonta a comienzos de los 90, cuando la focalización del gasto social se combinó con microintervenciones a partir de proyectos autogestionados. Estos modelos fueron extendiéndose a diferentes áreas, como la prevención del consumo de drogas, la gestión artística y cultural y los problemas de criminalidad, lo cual ha generado una serie de fondos locales manejados por programas nacionales en convenio con las municipalidades. Actualmente, la mayor parte de los fondos a los que las organizaciones pueden aspirar son de carácter social y buscan generar un impacto en grupos o personas vulnerables31.
La principal justificación para financiar este tipo de microproyectos es la posibilidad de entregar los recursos directamente a quien lo necesita sin pasar por intermediarios. Sin embargo, a la hora de operativizar este enfoque han surgido dificultades, especialmente en las comunidades más pobres, que no cuentan con la capacidad para formular y gestionar proyectos. Paralelamente, ha ido surgiendo una institucionalidad especializada en la preparación de los proyectos que a veces incluso es considerada condición para las postulaciones. Por ejemplo, la normativa del Fondo de Solidaridad e Inversión Social (Fosis) de Chile establece que todo convenio o contrato que implique una transferencia de recursos al sector privado necesariamente deberá efectuarse por intermedio de un registro que incluye tres categorías: consultores, ejecutores y ejecutores-beneficiarios, los dos primeros explícitamente caracterizados como profesionales, técnicos o expertos (o personas jurídicas que cuenten con ellos)32.
Es muy probable que estos beneficiarios hayan podido convertirse en tales porque contaron con algún agente externo que los apoyó o porque llegaron a disponer de capacidades técnicas propias. Aun cuando en la experiencia chilena esto parece no constituir un obstáculo para las comunidades33, de todos modos sugiere un sesgo en las relaciones Estado-sociedad civil. Este sesgo se torna más evidente cuando los organismos sociales pretenden fortalecer la organización social, objetivo que no admite criterios meramente técnicos (ni en su desarrollo ni en su evaluación) y que no se ajusta a los plazos que habitualmente tienen los proyectos (entre tres y 12 meses). La experiencia insinúa que la mecánica de los proyectos tiende a anular esta ventaja comparativa de la asociación con la sociedad civil. Las críticas abundan, así como también las soluciones. Pero hay un asunto que al parecer no puede ser corregido: los concursos de proyectos ponen a las organizaciones sociales en una situación de competencia entre sí. «Los pequeños proyectos en comunidades locales tienden a reforzar su segmentación más que favorecer su integración.»34
Otro fenómeno que es en buena medida una consecuencia de la aplicación de los enfoques de mercado al sector público es la sobrevalorización de las mediciones, muchas veces rayanas en el formalismo, con un énfasis que genera efectos adversos sobre la equidad. La idea de que lo que no puede ser medido no existe, así como la tendencia a gestionar «para» indicadores en vez de lo contrario, constituyen muestras de este desvío. Como resultado, la atención se desplaza de los fines a los medios. De hecho, actualmente existen múltiples mediciones, pero no disponemos en general de verdaderas evaluaciones de los cambios en las capacidades gubernamentales ni de su impacto en la sociedad. Como destaca Allen Schick35, un proyecto diseñado para mejorar el sistema de administración financiera de un gobierno ¿cómo cambia la oportunidad y exactitud de los informes financieros, la congruencia de la información presupuestaria y contable, etc.? O los distintos programas dirigidos a los adultos mayores ¿cómo se expresan en una mejor calidad de vida?
Incluso puede ocurrir que, en la práctica, un éxito de eficiencia implique un debilitamiento de los valores generales que fundamentan la ayuda y la cooperación mutua. O que ese éxito genere una selección adversa de aquellos beneficiarios que «cuestan» tiempo o dinero, como los niños con discapacidades en una escuela o los ancianos en un hospital. Todo esto puede ser evitado (y a veces se evita), pero lo significativo es la conexión entre incentivos, cálculos privados de beneficios personales y mediciones que deriva de la lógica del mercado asentada en el Estado, y sus consecuencias sobre los valores a maximizar. Los valores y las instituciones, como resalta Amartya Sen, no son independientes unos de otros, y tampoco las consideraciones sobre la eficiencia y la equidad. Sin embargo, el enfoque dominante suele asumir que la búsqueda de equidad puede entorpecer la eficiencia, sobre todo debido a la erosión de los incentivos. Ello consolida una dicotomía entre eficiencia y equidad que no toma en consideración el hecho de que atender la equidad puede, en muchas circunstancias, ayudar a promover la eficiencia, ya que puede ocurrir que la conducta de las personas dependa de su sentido de lo que es justo y de su lectura acerca de si el comportamiento de los demás lo es36. La presunción de conducta oportunista de los enfoques de mercado no contempla este tipo de consideraciones.
El mito del poder del cliente. El BID, en 1996, realizó una buena síntesis acerca de cómo se expresan los diseños institucionales que supuestamente generan un poder directo de los clientes sobre los servicios públicos: «El poder de decisión de los usuarios puede fortalecerse mediante una mayor información acerca de la calidad de los diversos proveedores, con una mayor voz en el funcionamiento de tales proveedores y agencias de compras, y con mayores opciones para elegir entre diferentes proveedores»37. ¿Son esos los resultados logrados? Tampoco acá el panorama resultante es claro, y menos aún la nueva economía política que ha emergido en el sector público38.
Algunas evidencias empíricas muestran, en todo caso, que no hay respuestas homogéneas. Esto es así básicamente porque las características de los distintos sectores en los que se han producido las reformas producen diferentes efectos sobre el equilibrio de poder entre clientes, decisores y proveedores. Hay un cierto acuerdo en que la capacidad de los consumidores de ejercer influencia sobre los servicios es mayor cuando disponen de información sobre la calidad del servicio, cuando tienen capacidad de escoger entre usar o no usar el servicio y cuando cuentan con posibilidades de organizarse. El problema es que existen servicios públicos que, por sus características, ofrecen menores posibilidades de influencia –incluso a los formuladores de políticas–, aun cuando se adopten medidas en este sentido. Los servicios de salud curativa, por ejemplo, son muy diferentes de los servicios de apoyo al desarrollo industrial o a la comercialización de productos agrícolas39. En los primeros, la capacidad de organización de los clientes es débil porque están dispersos y recurren al servicio solo cuando se encuentran en crisis, mientras que en los segundos las posibilidades de organización son mayores (más en el área industrial que agrícola) porque los servicios se destinan a grupos específicos de usuarios. La capacidad de influencia de los clientes también es diferente: en los servicios de salud curativa es débil (la información asimétrica limita las posibilidades de elección entre distintos servicios) incluso si existen otros proveedores. En los servicios de desarrollo industrial o agrícola, en cambio, es más fuerte, porque los usuarios pueden escoger si usar o no el servicio.
En definitiva, el análisis de unas pocas variables revela que la diferencia entre los servicios puede afectar de distintas maneras el «poder del cliente». El punto a destacar es que los servicios públicos en los que hay menos posibilidades de influencia son, precisamente, los servicios sociales, en especial los de educación y salud.
Ahora bien, cuando correlacionamos esos servicios con sus usuarios más frecuentes, la idea del poder del cliente se vuelve aún más discutible. En primer lugar, porque la capacidad de influencia política se distribuye desigualmente dependiendo de la inserción en la estructura socioeconómica. Los pobres, objetivamente, disponen de menores recursos de influencia (incluso de recursos de organización, dado que su mantenimiento implica altos costos de oportunidad); recordemos que, en general, «pobre es aquel que no decide». En segundo término, porque existen tipos de usuarios para los cuales el incremento de su influencia sobre los servicios es relativamente inocuo. Sobre todo aquellos en condiciones de alta fragilidad, tienen más dificultades para asumir un rol representativo en los servicios40; por lo tanto, tales usuarios difícilmente pueden comportarse como «consumidores activos».
Las nuevas tareas
¿Cabe volver a las viejas fórmulas para fortalecer los servicios públicos, los valores públicos y, en definitiva, recuperar el papel (y el poder) del Estado en la construcción de ciudadanía? En términos más específicos, ¿podemos crear instituciones públicas que combinen la «voz» y la «salida» de la ciudadanía en el sector público y que, a su vez, atiendan a los distintos tipos de públicos y de servicios? ¿Son válidas las actuales nociones que informan la promoción de relaciones público-privado para fortalecer los valores públicos?
Al menos dos tareas son pertinentes para esbozar respuestas. La primera se refiere a la revisión de las teorías que informan los cambios; la segunda consiste en la evaluación de las aproximaciones alternativas al enfoque de mercado. A continuación nos referiremos a ambas.
La revisión de las teorías. Si la visión sobre la conducta humana de las teorías sobre las que se fundamentan las transformaciones del sector público está guiada por la premisa del oportunismo –la búsqueda del interés propio con dolo–, es evidente que los incentivos que se diseñen tienen que ser congruentes con esta visión. La clave es qué motiva a la gente. Si se asume que la conducta está guiada por la aspiración individual de utilidad, entonces la idea de que el egoísmo y el cálculo dominan las motivaciones humanas adquiere sentido.
El problema es que estas premisas desafían la ética pública y, en especial, uno de los pilares básicos sobre los que se asienta la lógica del sector público: la creencia en el valor del servicio público. Ello implica descartar la idea de que el servicio a los intereses públicos constituye una motivación clave del personal público. Una de sus consecuencias prácticas es el abandono de la importancia de las recompensas intrínsecas como motor del desempeño, y su sustitución por incentivos extrínsecos, en particular los monetarios. Otra consecuencia, tal vez más relevante en el largo plazo, es la desvalorización de la noción de lo público. Como recuerda Schick41, los Estados que tuvieron éxito en la construcción nacional crearon sus servicios públicos teniendo en consideración que una ética de servicio público era la plataforma básica en la que descansa el rendimiento estatal.
Reconstruir la ética del servicio público es, pues, una tarea clave. Pero avanzar en esa dirección significa, como acota Schick, algo más que simplemente reclutar y formar funcionarios calificados y comprometidos: «el servicio público no será valorado en el interior de la administración hasta que no se lo valore en el exterior»42. Para lograr esto último, no solo es indispensable convencer a la sociedad en el plano simbólico-cultural de que el Estado puede prestar buenos servicios públicos. También es necesario revisar las ideas sobre cómo ofrecerlos.
Los desafíos en ese sentido son múltiples. Es necesario elaborar una nueva filosofía pública que cree un fundamento normativo sobre el cual basar la identidad de la administración pública43 y que, además, se encargue de enfrentar, entre otros, los dilemas de lo individual versus lo colectivo y de la eficiencia versus la equidad. También debería abocarse a la tarea de combatir la visión dual de la naturaleza humana (mala versus buena) y de las propias instituciones (control de la naturaleza humana versus promoción de sus aspectos positivos), que no solo han subyacido a los «viejos» y los «nuevos» enfoques de la reforma administrativa dominantes en el último siglo, sino también a algunas de las visiones alternativas a los enfoques de mercado y estatista44.
Lo cierto, en todo caso, es que el desarrollo de un nuevo Estado comprometido con la creación tanto de ciudadanía como de mercados requiere una nueva teoría de la administración pública que aporte una concepción normativa (valores y propósitos) distinta de lo público, una concepción que considere los cambios que signan los tiempos actuales. Aunque algunas ideas comenzaron a esbozarse desde la década de 199045 y han proliferado en los últimos años46, aún no disponemos de una teoría sólida sobre la institucionalidad pública que requiere el Estado para reinsertarse activamente en el desarrollo y la democracia, sin por ello pretender imitar al viejo Estado de Bienestar de las democracias avanzadas ni al presente Estado neoliberal.
La evaluación de las aproximaciones alternativas al enfoque de mercado. La segunda tarea, más inmediata, consiste en revisar la validez de las respuestas que se intentan construir como alternativas a los enfoques de mercado en la administración pública. Repasaremos brevemente algunas de ellas.
1. Contratos «adecuados». Una demarcación de aguas muy clara es la que deriva del reconocimiento de que los servicios públicos promueven valores especiales, como la equidad y la no discriminación. En algunos países, esta premisa ha servido para justificar la preservación de los servicios públicos en manos del Estado. La mayoría de las veces, sin embargo, solo ha sido utilizada para remarcar la importancia de los contratos que sustentan el financiamiento público. Se afirma, por ejemplo, que
las externalidades de la educación que justifican el financiamiento público no justifican el control público de la oferta (...) Las características de la educación pública serían la no discriminación en el acceso ni selectividad en la permanencia, y la transmisión de un currículum de integración nacional. Es evidente que si estas son las características que el Estado debe procurar fortalecer, para conseguirlas no requiere de la administración ni de la propiedad de los establecimientos educacionales: basta con un contrato adecuado.47
El problema estriba en determinar qué es un contrato adecuado.
Mark Moore48, refiriéndose a las asociaciones público-privadas, plantea varias alertas. Primero, el lado público de la asociación no tiene exactamente claro para quién se supone que va a negociar y a quiénes va a proteger en esta sociedad. Segundo, el lado público está, de alguna manera, comprometido con el exterior, de manera tal que sus propósitos pueden perfectamente incluir la satisfacción del lado privado tanto como la del público. Por esta razón, el lado público puede quedar representado con menor efectividad de lo que debería. Tercero, el lado público no comprende tan bien como el privado cómo negociar y enfrenta dificultades para reaccionar frente a los movimientos estratégicos del privado en el proceso de negociación. Considerando todo esto, un contrato adecuado debería suponer simultáneamente eficiencia, justicia y legitimidad49, de modo que aporte valor público que pueda, a la vez, traducirse en la maximización de valores públicos en la prestación misma de los servicios. Aclarar esto supone avanzar un paso, pero quedan otros por dar. Es evidente, pues, que es necesario desarrollar una teoría de los contratos para el nuevo ámbito público y avanzar en el diseño de mecanismos concretos para hacer posible la maximización de los valores públicos.
2. Participación ciudadana. Los enfoques autodenominados «neopúblicos» coinciden en reconocer la importancia de la participación ciudadana para la democratización de la administración pública. Establecen para ello una clara demarcación entre la influencia que los clientes individuales pueden ejercer sobre los servicios públicos y la influencia de la ciudadanía como cuerpo político sobre ellos. La literatura al respecto ha proliferado en los últimos años, especialmente aquella que se funda en la teoría normativa de la democracia deliberativa y, en parte, en el «neo republicanismo»50 y la gobernanza social. Puede concluirse entonces que existe un arsenal teórico y práctico disponible como alternativa a los enfoques de mercado. De él derivan modelos que ya han sido aplicados, como el modelo de «voz» (un híbrido entre el rol del usuario y el rol de ciudadano), el modelo de elaboración colaborativa de políticas y muchos otros. Por supuesto, aún es posible encarar otros desarrollos. Sin embargo, hay pendientes al menos tres tareas urgentes.
La primera es evaluar el impacto de la nueva generación de modelos de participación ciudadana en el fortalecimiento de la institucionalidad pública. La pregunta clave es si efectivamente hay, como presumimos, ganancias en eficiencia y en democracia (en términos de justicia y equidad de las políticas) dentro de la administración pública, a lo que hay que agregar el análisis de su impacto en el empoderamiento de la ciudadanía y en la organización social. La segunda tarea es establecer cómo la participación ciudadana puede extenderse en aquellos servicios públicos prestados por asociaciones público-privadas. Para ello habrá que considerar que no genera los mismos efectos una asociación con entes mercantiles que con entes públicos no estatales51, por lo que cabe pensar también formas diferentes de participación ciudadana. La tercera tarea, teniendo en cuenta las privatizaciones de los servicios públicos de los últimos tiempos, consiste en profundizar la conexión entre participación ciudadana y regulación. De no avanzar en este camino, no solo estaremos constriñendo las posibilidades de incidencia de la ciudadanía sobre los servicios públicos; también estaremos limitando las oportunidades de mejorar los procesos regulatorios. Ya se han intentado algunas soluciones, como el establecimiento del derecho a la participación de los usuarios en los organismos de control de los servicios públicos de gestión privada. Sin embargo, queda mucho por explorar para aproximarnos a una verdadera coproducción de los servicios de regulación, que considere tanto los límites que imponen las asimetrías de información como la potencial captura del proceso político por el modelo corporativo de intermediación de intereses.3. Rendición de cuentas y transparencia. Aunque la participación ciudadana en la gestión pública (en su sentido amplio) puede constituir una vía para mejorar la responsabilización (accountability), también en este campo hay importantes tareas pendientes. Una de ellas alude a una cuestión conceptual que tiene repercusiones prácticas: ¿es lo mismo la participación ciudadana que el control social? Si la respuesta es positiva, entonces no cabría preservar la especificidad de los diseños institucionales a través de los cuales la ciudadanía expresamente busca desarrollar una relación regulativa con el Estado.
El problema es que esto puede disminuir la propia eficacia de la regulación. Por esta razón, algunos desarrollos teóricos asumen que el control social es una modalidad de participación ciudadana y no su sinónimo. Aun así, queda pendiente la determinación precisa acerca de cómo y bajo qué condiciones el control social puede generar efectos reales en la administración pública –estatal y no estatal–. También es necesario avanzar en la contracara de la exigencia de cuentas, la rendición de cuentas, en tres dimensiones: la rendición de cuentas de la administración pública estatal, la de los entes mercantiles y la de la sociedad civil cuando ejecutan tareas públicas. Las dos últimas dimensiones prácticamente no han sido desarrolladas, aunque desde la sociedad civil ya comienza a estudiarse el asunto, destacándose la importancia de los mecanismos de control negociados y la necesidad de superar el sesgo financiero, económico-contable, técnico, burocrático o empresarial que domina el concepto de la rendición de cuentas52.
A modo de conclusión
El viejo patrón de configuración del Estado fue ineficaz, fomentó sociedades rentistas y burocracias irresponsables. El nuevo patrón está definiendo sociedades divididas e individualistas. Hoy, cuando el Estado vuelve a recuperar su importancia, es el momento de superar ambos enfoques. Para que ello sea posible, tal como recuerda bien Amartya Sen, es necesario reconocer que las complejas interdependencias entre valores, instituciones y normas de comportamiento, así como las relaciones entre la búsqueda de equidad en la distribución y eficiencia en la producción, requieren de una investigación más amplia de la que suele realizarse. En este artículo hemos intentado sugerir la inevitabilidad de esta tarea.