El Estado como demiurgo de la criminalidad
Nueva Sociedad 263 / Mayo - Junio 2016
La relación entre ciertos sectores del Estado y la criminalidad compleja en América Latina y el Caribe en años recientes resulta cada vez más visible. Este fenómeno ha adquirido un carácter sistémico, tanto en países que experimentan la consolidación de sus frágiles democracias como en aquellos donde la transición posconflicto bélico proporcionó oportunidades a actores armados para involucrarse en acciones ilícitas y criminales. Por eso resulta necesario explorar las condiciones y los factores que facilitan la inclinación del Estado hacia la criminalidad, así como el uso criminal de lo político.
El vínculo teórico entre crimen organizado y procesos de construcción del Estado no es nuevo1. Ya a mediados de la década de 1980, Charles Tilly, en su ensayo «Guerra y construcción del Estado como crimen organizado», se refería al papel que jugó la violencia en el crecimiento y la transformación de los Estados nacionales europeos2. Tilly llamaba la atención sobre la función de protección como un rejuego de chantaje, utilizado tanto por la criminalidad organizada como por los Estados-nación, con un doble propósito: para la obtención de renta y para legitimarse como protectores frente a las amenazas que enfrentaban los ciudadanos.
No es de asombrarse entonces que la bibliografía reciente sobre seguridad aborde la cuestión de cómo el Estado moderno es reconstituido por eventos y actores ilícitos3. Estos agentes ilícitos conforman órdenes sociales concurrentes, es decir, arreglos institucionales informales, marcos normativos y relacionales que emergen en territorios bajo el control de fuerzas o grupos irregulares. Esos grupos tienen la capacidad de coaccionar, y en algunos casos establecer, arreglos de beneficio mutuo con los pobladores y compiten en estas áreas con las autoridades formales establecidas.
Como lo destaca la mayoría de los estudios en el campo de las instituciones, los escenarios más propicios para que estos arreglos transgresores sucedan son aquellos en los cuales el Estado ha tenido una presencia deficitaria o ha transferido a actores privados las funciones que sus aparatos no han sido capaces de cumplir, incluyendo precisamente la función de protección y el rol de proveedor de seguridad. En ese contexto, dos tendencias resultan críticas en la reconstitución del Estado en una vertiente criminógena: por un lado, como veremos en el caso de Jamaica, la transferencia negociada de poderes y responsabilidades a sujetos no estatales, lo que posibilitó la ampliación del control territorial que esos actores ya poseían. Por el otro, el uso que candidatos políticos hacen de grupos criminales con control territorial para intermediar, disuadir y comprar votos, especialmente en los periodos de elecciones locales. Estas modalidades, muy enraizadas en los partidos de diversas tendencias en Centroamérica y el Caribe, convierten al Estado en un actor racional criminal, cuyas funciones de coacción, intimidación y extorsión juegan un papel fundamental en lo que denomino «estadotropismo»4.
Otros estudios recientes se enfocan en la naturaleza evolutiva de la criminalidad organizada, de cara a los recursos que genera, al capital humano que moviliza y a la capacidad casi ilimitada que muestran los agentes criminales para adaptarse a diversos contextos sociales e institucionales. Estos procesos de adaptación se convierten en oportunidades de aprendizaje que son aprovechadas por las organizaciones ilícitas para diversificarse localmente5 y expandirse globalmente6; así, llegan a mostrar en la actualidad su desafiante rostro empresarial, su lógica competitiva y su eficiencia lucrativa, lo que Tilly y otros llaman rent-seeking (búsqueda de renta).
En el centro de este deterioro de la legitimidad estatal, así como de la ubicuidad de las economías criminosas, se sitúa la relación que agentes criminales y estatales establecen con diversos sectores e instituciones en el ámbito económico, político y comunitario. Por lo tanto, en los últimos diez años, politólogos, sociólogos y antropólogos exploran más bien la sinergia, y en no pocos casos la simbiosis, entre la criminalidad organizada, la criminalidad desorganizada (callejera) y la institucionalidad estatal7, así como sus efectos estructurales de largo plazo. Entre los más dramáticos de estos efectos está la conformación de órdenes sociales transgresores, que desafían en última instancia los límites de la gobernabilidad democrática como la hemos pensado hasta ahora8. La forma como se cristaliza esta complejidad transgresiva en contextos políticos y sociales particulares es el objeto de este ensayo. Sostengo que el núcleo de la relación entre Estado y criminalidad compleja radica en el tipo de articulación que estos dos agentes han establecido con sectores de la sociedad. Esta articulación se expresa en la triangulación abigarrada entre agentes, prácticas y/o transacciones y contextos escasamente monitoreados por regímenes jurídicos. En lo que sigue, exploro la relación entre estos tres componentes para abordar la naturaleza e intensidad del estadotropismo; luego examino las racionalidades y manifestaciones subyacentes del estadotropismo en países como Colombia, caracterizados por violencia y criminalidad crónica de alta intensidad9; y también en países que experimentan un tipo de criminalidad compleja de baja intensidad, como Jamaica y República Dominicana. Finalmente, concluyo con algunos planteos sobre cómo estudiar y entender más apropiadamente estos fenómenos, a fin de acercar propuestas alternativas de intervención.
Procesos de reconfiguración del Estado: una propuesta interpretativa
Conceptualizo la creciente orientación de la criminalidad hacia y desde el Estado con la ya mencionada noción de «estadotropismo»10 para entender e intentar explicar las lógicas de articulación entre actores desregulados, criminales y estatales, así como el nivel de institucionalización de sus prácticas y los contextos (histórico-sociales y políticos) dentro de los cuales se producen estas articulaciones. El concepto de estadotropismo alude también a los procesos delegativos y de transmutación que subyacen a esta relación entre crimen y autoridad legítima, que se presume excepcional. Por lo tanto, este patrón de comportamiento institucional puede ocurrir de manera más o menos explícita o visible (estadotropismo por inmersión o por omisión) y puede registrar una intensidad alta o baja, según el contexto favorable en que se desarrolle.
Considero importante aclarar que, por su naturaleza sistémica, el estadotropismo no se reduce a procesos de permutación o captura del Estado per se11, sino que más bien se trata de una reconstitución del Estado, con la finalidad de generar nuevos órdenes sociales y regímenes políticos paralelos que se conforman alrededor de las actividades ilícitas. Esto es, dichos órdenes surgen en el marco de Estados cada vez más disminuidos en sus funciones de gestores sociales, menos presentes territorialmente, con reducidas capacidades de intermediación entre poblaciones vulnerables y sectores centralizadores de poder, y más orientados a la función penal-policial.
Tipología e intensidad del estadotropismo. En la medida en que segmentos del Estado o actores articulados con él actúan de forma explícita12 o velada13, podemos decir que el estadotropismo se manifiesta más visiblemente bajo la modalidad de inmersión en el caso de la primera, y menos visiblemente o por omisión, en el caso de la segunda. En ambos casos, sin embargo, el estadotropismo opera en contextos de permisividad y cooptación que denomino «ecosistemas transgresores»14.
El estadotropismo por inmersión alude a la existencia de agentes públicos directa o indirectamente relacionados con diversas modalidades de actividades ilícitas y criminales, fenómeno documentado cotidianamente en los medios de comunicación, en estudios de campo y en evaluaciones institucionales15. El escenario más emblemático es Colombia, con el surgimiento de las denominadas «bandas criminales». Estas se originaron en procesos de reconversión de agentes desmovilizados del conflicto interno, mezclados con remanentes de grupos criminales previamente constituidos y actores oportunistas16. Estas bandas son el producto del tránsito de la violencia política a la violencia social, y de un proceso de acumulación de renta ilícita en la forma en que lo describe Tilly en su apartado sobre la capitalización de renta: los actores criminales e institucionales usan el recurso de extorsionar a empresarios, inversionistas y ciudadanos ordinarios a cambio de protección contra las supuestas amenazas provenientes de otros grupos. Por ejemplo, en Guatemala, la renuncia forzada y el apresamiento del ex-presidente y militar Otto Pérez Molina a mediados de 2015 develó un suprasistema de estructuras criminales corporativizadas en el «Sindicato» y la «Cofradía», conformados por las elites políticas y militares que ejercían en ese momento el poder estatal.
Podemos medir el grado de institucionalización del fenómeno del estadotropismo por inmersión a través de dos indicadores: a) la frecuencia de casos de hipercorrupción e involucramiento criminal directo de agentes estatales y burocráticos; y b) la permanencia en el tiempo de conductas que no son sancionadas, o cuyo patrón de comportamiento continúa reproduciéndose aun si reciben algún tipo de sanción, lo que muestra la alta tolerancia por parte de las elites políticas y gubernamentales.
El estadotropismo por omisión, por otro lado, expresa un patrón de comportamiento institucional tan cotidiano que tiende a pasar desapercibido. En un artículo reciente, Michel Misse17 describe un episodio de extorsión entre un policía de tránsito y un conductor infractor. Misse llama la atención sobre cómo la transacción ilegal que ocurre entre los dos sujetos, y que presumiblemente deja al Estado «afuera», dado que el agente estatal actúa como sujeto autonomizado, «permite que una nueva relación de poder sea invertida en el intercambio, aquella que se refiere a la posibilidad de reintroducir el Estado en cualquier momento y detener el canje»18. Ciertamente, como señala este autor, el proceso de involucramiento comienza con esta acción aparentemente autonomizada, pero no termina allí. La transgresión a la norma y su normalización posibilitan y dan sentido a esa conexión entre economía ilegal y autoridad abstraída o cesante. Pero cuando esta acción no es sancionada debidamente, el proceso de desmoralización y deslegitimación del Estado acompaña la institucionalización del estadotropismo: el poder mismo deviene, en términos fenomenológicos, una abstracción.
Existen varios canales a través de los cuales las acciones ilícitas encarnan el estadotropismo por omisión, entre los cuales el clientelismo y la impunidad son dos de los más institucionalizados. Por otro lado, el estadotropismo por omisión es aún más elusivo y difícil de medir porque puede confundirse con incapacidad e ineficiencia, lo que resta peso a la variable de intencionalidad racional. También porque tiende a trivializarse dentro de la cultura institucional y a escala societal.
Aquí sugerimos como un indicador proxy del estadotropismo por omisión la falta de confianza de la ciudadanía en los cuerpos de seguridad y en los sistemas de justicia. Como lo muestran los datos del Barómetro de las Américas, en gran parte de América Latina la desconfianza en la policía y el sistema judicial es bastante alta. Para mencionar algunos casos, en República Dominicana solo 35,6% de los entrevistados dijo confiar en la policía y 38,6% en el sistema de justicia. En Jamaica, solo 38,3% confía en la policía y 41,1% en la justicia. En Colombia, aunque la confianza en la policía es más alta que en otros países (48,9%), aún predomina la desconfianza en la institución y menos de la mitad de la población entrevistada (43%) dijo confiar en el sistema de justicia19. Entre los países del denominado «triángulo norte», Guatemala muestra un precario nivel de confianza en la policía (38,1%).
El deterioro de la legitimidad estatal brinda condiciones y oportunidades favorables para que la criminalidad compleja solidifique estructuras criminógenas con capacidad de explotar recursos, ocupar territorios, establecer normas, instaurar órdenes sociales, cooptar liderazgos, abrir nichos productivos y mercantiles ilícitos y proveer servicios bajo condiciones de extorsión. Examinemos en lo que sigue dos de los escenarios donde operan las modalidades de estadotropismo: a) sociedades posconflicto y b) democracias emergentes o en vías de consolidación.
(Des)articulación Estado-sociedad: estructura criminógena de oportunidades en escenarios de alta intensidad del estadotropismo
Como sucediera varias décadas atrás en la sociedades centroamericanas y como se espera que ocurra con la colombiana, la violencia política crónica culminó con el despliegue de controversiales rondas de negociación, la implementación de estrategias de desmovilización, reintegración y normalización, la firma de acuerdos y compromisos entre las partes y el establecimiento de los estándares de cumplimiento de los acuerdos. En la mayoría de los casos, el arribo a este momento anticipó la cristalización de una ruptura sistémica con un periodo histórico marcado por la violencia crónica entre fuerzas beligerantes y estatales, y el consecuente tránsito hacia nuevos arreglos políticos, sociales e institucionales.
En este escenario, surge la preocupación entre sectores de la sociedad y las elites políticas y gubernamentales por la posibilidad de que el cierre de este ciclo traiga consigo una nueva ola de amenazas no convencionales, particularmente relacionadas con la criminalidad organizada. La conclusión a la que llegaron estos sectores es que el Estado enfrenta a un nuevo enemigo al que hay que combatir con todos los recursos (militares) disponibles. Sin embargo, considero que esta última interpretación se sustenta en una falsa premisa, en una «trampa de externalidad» que oscurece el análisis crítico de la realidad sociopolítica. A mi juicio, en el sustrato de esta larga transición, lo que ha sucedido, por el contrario, es que los actores transgresores involucrados no han permanecido estáticos y aquellos que no han estado directamente involucrados en su resolución, tampoco. Paralelamente a la violencia crónica de la confrontación bélica entre insurgentes y fuerzas estatales20, fue tomando cuerpo otro tipo de conflictividad social de baja intensidad, alentada por la atención deficitaria de la que fue objeto a lo largo de su gestación. Así, la diversificación, complejización y expansión de la criminalidad organizada en esos países en situaciones de posconflicto se produjo gracias a la pluralidad de actores y a la desmonopolización de los mercados y actividades ilícitas que sucedieron al quiebre de estructuras más verticalizadas. Como lo sugiero en el gráfico de la página siguiente, el enfoque de las elites de poder en el conflicto armado obliteró sistemáticamente el examen y monitoreo de sus efectos colaterales en el largo plazo, esto es: a) la evolución de la violencia de focalizada a difusa, y eventualmente más instrumentalizada; b) el reciclaje de actores y modalidades violentos; c) el cambio de incentivos; d) el aprendizaje por parte de estos actores de las formas de operar en territorios desregulados; e) la producción de formas de intimidación y disuasión en contextos de alta prevalencia de violencia armada; f) la proliferación de nuevas arquitecturas y arreglos institucionales, y sobre todo, g) la consolidación de un estadotropismo de alta intensidad.
Asumiendo que la intensidad del estadotropismo depende en gran medida de los contextos sociopolíticos en los que se inserta, argumentamos que el estadotropismo de alta intensidad ha tendido a afianzarse aún más en escenarios posconflicto por varias razones:
a) Las demarcaciones político-ideológicas predominantes en la etapa del conflicto bélico tienden a desvanecerse, para dar paso a lógicas utilitarias corporativistas, orientadas a la acumulación ilegal de renta y de beneficios sociales inaprensibles (legitimación, subyugación, cooperación). Esto fue lo que ocurrió en Colombia con fracciones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), las auc y, más recientemente, grupos criminales mixtos como el que se conoce como Clan Úsuga21. b) Entre la etapa de conflicto prolongado y el posconflicto se producen procesos de reciclaje de agentes sociales, políticos y burocráticos. Dicho esto, el hecho de que se trate de actores reciclados contestatarios, o incluso de los pertenecientes al establishment, no sugiere necesariamente la repetición de sus roles previos, sino, por el contrario, una evolución. Estos agentes aprenden de los procesos previos, llegan a ser catalizadores en el sentido de contribuir a crear las nuevas condiciones en las que operan y son dinámicos en su proceso de adaptación a esas nuevas condiciones.
c) El estadotropismo se consolida mientras promueve economías ilícitas. Las economías ilícitas florecieron en el marco de los conflictos armados para solventar el abastecimiento de necesidades de apertrechamiento, cubrir pérdidas y costos de las guerras y financiar las necesidades de expansión de actores beligerantes. Por lo tanto, el fin del conflicto no significa la extinción de la economía ilícita. Haití, Tailandia, Irlanda del Norte, Sierra Leona, Liberia y Nigeria constituyen ejemplos concretos de escenarios de violencia crónica donde se produjeron vacíos de opciones de supervivencia económica que impulsaron la revitalización de alternativas ilícitas22.
d) En los escenarios posconflicto, la dimensión relacional, es decir, la sinergia entre agencias, agentes, contextos y oportunidades, contribuye a la expansión del estadotropismo hacia los ámbitos locales y a la incorporación de sectores de las elites económicas privadas. Esto es así porque si bien en los escenarios de conflicto bélico las líneas de demarcación eran lo suficientemente claras como para no cruzarse, al menos por fuera de la confrontación violenta, en los escenarios de baja intensidad de la criminalidad compleja sucede lo contrario. En tales casos, las demarcaciones tienden a borrarse, amén de que el fenómeno criminoso se hace más introspectivo en términos institucionales en los ámbitos nacionales (al contrario de la exposición internacional del fenómeno bélico) y más enraizado en los conglomerados poblacionales que están aislados territorialmente. Este último escenario posibilita y promueve que los agentes y sus dinámicas criminógenas –que anteceden a la etapa posconflicto– continúen operando más allá de los cambios orgánicos.
Estos factores permiten explicar cómo, pese a haber transitado hacia democracias liberales, las sociedades centroamericanas y colombiana arrastran consigo todavía la incertidumbre de la posible emergencia de una «pax criminosa».
El monopolio desregulado del uso de la fuerza: estructura criminógena de oportunidades en escenarios de estadotropismo de baja intensidad
En los países que no han vivido situaciones de violencia crónica generadas por guerras civiles, como sí ha sucedido en Colombia y América Central, y en los cuales la transición democrática se produjo de manera menos violenta, los procesos de consolidación de regímenes estuvieron más inclinados a desarrollar un estadotropismo de baja intensidad. Esto ocurre en mayor medida en los casos de instituciones incipientes, economías poco desarrolladas y alta vulnerabilidad social. Además, la concentración del poder político y económico en reducidas elites les brindó a estas las oportunidades para captar y capitalizar recursos y beneficios tanto en el ámbito de actividades y mercados lícitos como ilícitos, empleando para ello prácticas clientelistas, de extorsión y de cooptación.
En países como Haití, Jamaica, República Dominicana y aun Puerto Rico, los procesos de consolidación democrática que datan de los años 80 estuvieron acompañados por la evolución y complejización de la criminalidad. El comportamiento de los homicidios –nuestro indicador más confiable para registrar el nivel y la naturaleza de la violencia– muestra un patrón zigzagueante a lo largo de los últimos 30 años en la cuenca del Caribe. Entre las décadas de 1990 y 2000, el auge y la complejización de la criminalidad en la región estuvieron asociados al papel que esta jugó como corredor de tránsito de drogas y otros flujos ilícitos. La narcografía de la región ha cambiado: estas economías y sociedades de por sí extremadamente vulnerables ya no se reducen a ser meros puntos de tránsito de droga y dinero: son también nichos de inversiones ilícitas, paraísos fiscales, ámbitos de tolerancia y protección de sujetos criminales o enclaves para el tráfico de personas. Internamente, estas sociedades experimentan la ampliación de mercados ilícitos, competitivos y diversificados, que incluyen actividades violentas de extorsión, sicariatos y ajustes de cuentas.
Diversos factores podrían explicar la estructura de oportunidades que posibilitó la evolución de estos fenómenos de ampliación y complejización de la criminalidad. Aquí sugiero algunas de estas condicionantes:
a) el robustecimiento del estadotropismo debido a la confluencia de las dinámicas generadas, por un lado, por las fuerzas del orden (policías, militares, sistema de justicia, sistema carcelario) y, por el otro, por las fuerzas del desorden (pandillas, bandas criminales transnacionales);b) el papel de la parapolítica en la conformación de órdenes sociales delictivos. Es decir, nuevos órdenes sociales resultan de las relaciones espurias establecidas informalmente entre poderosos sectores políticos y económicos, que se benefician directa o indirectamente de mercados y economías ilícitas, así como de la delegación pasiva de funciones estatales a actores desregulados, con presencia determinante en espacios urbanos y en comunidades desabastecidas económicamente y con limitada representatividad política.
En cuanto a lo primero, tomemos como ejemplo de estadotropismo por omisión el caso de Haití, donde la tasa de muertes violentas en Puerto Príncipe ascendió de 60,9 a 76,2 personas por cada 100.000 habitantes en los primeros seis meses de 2012. Los residentes en las barriadas de más alto riesgo registraron una probabilidad de ser asesinados 40 veces más alta que el resto de la población urbana haitiana23. La victimización que sufren los ciudadanos haitianos por lo general no es reportada24. Las razones principales dadas para no reportar los múltiples hechos de victimización violenta es reveladora: entre 43% y 53% de los entrevistados por Athena R. Kolbe, Robert Muggah y Marie N. Puccio citó la falta de confianza en la eficacia de la policía para resolver los problemas; 20% se refirió a la extorsión policial y otro 20%, al temor de una represalia por parte de la policía o del perpetrador informado por la policía25. Como se desprende de estas respuestas, las fuerzas responsables de garantizar la seguridad no solo son incapaces de proveerla, sino que incluso contribuyen al incremento de la violencia organizada.
Otro ejemplo de estadotropismo por inmersión, en el cual la burocracia con ascendencia criminal contribuyó a crear un orden sociopolítico de carácter criminoso complejo, es Jamaica. En 2010, esta nación, que desde su independencia en la década de 1960 registra la tasa más alta de homicidios del Caribe, atrajo la atención internacional por el enfrentamiento fatal entre las fuerzas armadas y el líder criminal Christopher «Dudus» Coke en Tivoli Garden, al oeste de Kingston y bastión de la pandilla Shower Posse. 73 muertos, centenares de detenidos y un gobierno desprestigiado públicamente por su relación histórica de más de medio siglo con la criminalidad local llevaron a la sociedad jamaiquina a exigir un cambio en los aparatos estatales de seguridad.
Con posterioridad a la tragedia de Tivoli Garden, la presión social se enfocó en la histórica relación entre criminalidad compleja, poder político y fuerzas de seguridad, militares y policiales. Esta presión desencadenó un proceso interno de cambios que derivó en depuraciones y reestructuraciones de las fuerzas armadas y policiales, cuyos frutos se reflejaron tres años más tarde en la reducción en 50% de las tasas de homicidios y de victimización26.
En la misma tónica, República Dominicana constituye el ejemplo más emblemático de estadotropismo. Siendo una de las economías más diversificadas del Caribe y América Central y con un alto potencial de inversiones extranjeras, el país se ha convertido en los últimos 15 años en un nicho importante de operaciones de redes transnacionales y nacionales de tráfico de drogas y personas, así como de lavado de dinero. En 2014 se conoció públicamente el robo de más de una tonelada de cocaína protagonizado por el titular de la Dirección Central Antinarcóticos (dican) de la Policía Nacional y un grupo de unos 21 oficiales activos pertenecientes a esa institución. Estos agentes revendían la droga a traficantes locales e internacionales. En 2015, la fiscal del Distrito Nacional Jenny B. Reynoso declaró que 90% de la criminalidad organizada del país involucra a oficiales de la policía, militares y jueces. Esta declaración se produjo cuando se determinó que al menos cuatro militares del Cuerpo Especializado en Seguridad Aeroportuaria y de la Aviación Civil (cesac) habían participado en un intento de introducir en el país 450 kilos de cocaína provenientes de Venezuela. En esa misma línea, en otra declaración por separado, el procurador general de la República, Francisco Domínguez Brito, denunció que la mayoría de los asesinatos por encargo o sicariatos implican a ex-oficiales de la policía, especialmente los relacionados con disputas por drogas.
Finalmente, el Estado Libre Asociado de Puerto Rico ha sido por décadas el foco de una violencia crónica armada que alcanzó su clímax en 2011, cuando se produjeron en la isla un promedio de tres asesinatos diarios y múltiples masacres27. Ese año, a pocos meses de las elecciones locales, el entonces gobernador Luis Fortuño resaltó que 49% de las muertes violentas estaban asociadas al narcotráfico y al crimen organizado. Pero lo que no explicó en detalle fue abordado a finales de ese mismo año por el Departamento de Justicia de eeuu en un informe que señalaba que la policía portorriqueña «está viciada en varios aspectos críticos y fundamentales».
La política de mano dura implementada en años recientes en los sectores y las comunidades más empobrecidas de Puerto Rico tuvo el efecto perverso de distanciar a la población de sus desacreditadas fuerzas de seguridad y de justicia, mientras se fortalecía el poder que las organizaciones criminales exhibían, especialmente en los residenciales públicos.
Política, corrupción, impunidad e inseguridad
El análisis de estas tendencias estadotrópicas abre la interrogante de si se trata de una conducta institucional o, por el contrario, de acciones individualizadas. En mi opinión, los ejemplos mencionados reflejan procesos en ciernes –y en muchos casos también sistémicos– de conformación de órdenes sociales y de reconfiguración institucional. Esto es así si tomamos en cuenta que ningún hecho individualizado que reafirma un comportamiento colectivo anómico deja exento al Estado como corporalidad. Como indicamos en los escenarios posconflicto, las oportunidades que surgieron con la atomización de las estructuras más centralizadoras y verticales, provenientes tanto del poder político (insurgente y contrainsurgente) como de los agentes criminales, brindaron un potencial de innovación y transnacionalización a múltiples grupos, así como nichos y condiciones para el aprendizaje y la adaptabilidad a los nuevos contextos sociopolíticos y organizativos.
Por lo tanto, aquí insistimos en que los ecosistemas transgresores ofrecen el contexto en el cual estas transacciones tienen lugar y en ellos se crean y recrean oportunidades para realizar y normalizar acciones consideradas ilícitas y criminales. Para que esto último suceda, deben quebrarse normas morales y legales28, y ello dependerá, por un lado, del balance entre beneficios y riesgos, es decir, de los intereses y gratificaciones (incentivos) involucrados y de las posibilidades reales de conseguirlos. También cuentan el peso de las sanciones y la capacidad del Estado de aplicar la ley sobre aquellos que quiebren la norma legal, incluyendo sus propios agentes.
Sin embargo, siendo el delito o crimen una construcción sociohistórica y normativa29, existe una dicotomía dentro del Estado: este, por un lado, cuenta con capacidad para «criminalizar» ciertas acciones y someter a un régimen de consecuencias el quiebre de la norma, y por el otro, se arroga la prerrogativa de eximir otros fenómenos y a otros actores del peso de la ley. Esto último es lo que se conoce como impunidad y es, en resumidas cuentas, uno de los factores que posibilitan el estadotropismo. Como también hemos destacado aquí, la posibilidad de que los infractores lleguen a ser incriminados o se conviertan en sujetos sociales de criminalización dependerá de su posición en la escala social y de su nivel de influencia política, económica y estadotrópica.
¿Abdicación o retorno del Estado?
A lo largo de este ensayo, he argumentado que el nexo entre crimen organizado, Estado y sociedad descansa en arquitecturas institucionales perversas que han ido asumiendo paulatinamente una naturaleza sistémica. No se trata por tanto de «externalidades» que puedan ser encaradas «exitosamente» con abordajes convencionales. Dicho esto, no es de desestimar el impacto que puedan lograr estrategias focalizadas para alcanzar nuevos equilibrios en el reordenamiento de los escenarios donde rigen las lógicas criminales y las economías ilícitas que las sustentan. Por lo tanto, el objetivo de reducir la violencia que se produce en escenarios de alta competitividad y donde no hay un control monopólico de la coerción dependerá mucho del estado en que se encuentren las economías formales y de la función que dentro de estas jueguen las economías ilícitas, así como del grado de incidencia de los actores transgresores en los ámbitos públicos y privados.
En este encuadre, resultan fundamentales las respuestas de los gobiernos. No todo lo ilegal tiene que ser criminalizado. Si el Estado no resuelve la condición de no legalidad en la que se encuentran los bienes sociales a los que la población podría tener acceso (incluyendo la tierra), o si desciudadaniza a sectores importantes de la población más vulnerable (jóvenes, usuarios de drogas, desamparados y ex-convictos), estará retroalimentando estructuras favorables de oportunidades para incurrir en actividades criminales. Esto también concierne al ámbito de la política tradicional, para lo cual debe reconocerse el papel determinante que ha jugado la privatización de la seguridad y la criminalización de conductas sociales en la promoción del estadotropismo.
Lo dicho aquí no desconoce los esfuerzos y avances alcanzados por los gobiernos y las sociedades en la búsqueda de alternativas a estos casos de estadotropismo. Como vimos en Jamaica, el momento posterior a la crisis de legitimidad de la desacreditada administración del primer ministro Bruce Golding, provocada por el enfrentamiento armado entre la fuerza pública y la Shower Posse, condujo finalmente a la dimisión de Golding, la sucesión de Andrew Holness y la posterior elección de Portia Simpson-Miller, cuyo gobierno intentó restaurar la confianza del pueblo jamaiquino en sus instituciones. También en Honduras, la propia policía ha puesto en marcha procesos de purgas masivas para expulsar a agentes corruptos. En Colombia, el gobierno actual se ha involucrado en un proceso de negociación con las farc. Sin embargo, la realidad que experimentan estas sociedades está más allá de los intentos reformistas, dada la escasez de whistleblowers o de voluntarios que atenten contra la solidaridad orgánica de las instituciones perversas que van conformándose.
Respecto a las instituciones informales nocivas, enfrentar la autonomía de instancias burocráticas podría incidir positivamente en la reeducación de una sociedad que ha ido normalizando el vigilantismo como mecanismo de autoprotección. El potencial transformador radica en entender los procesos de adaptación y resiliencia de las sociedades caribeñas en el marco del deterioro creciente de sus ciudadanías sociales y representativas.
Comprender la mecánica de la conexión entre política y criminalidad, entre clientelismo político y clientelismo criminógeno, beneficia directamente a una sociedad que ha vivido a expensas de ambas fuerzas. Consecuentemente, solo incidiendo en la resiliencia de estos actores y actuando contra el estadotropismo será posible rescatar un tipo de relación entre la sociedad y el Estado que sea mutuamente beneficioso. Finalmente, la concreción de estos objetivos descansa en el potencial de contar con capital humano capaz y comprometido, por lo que es perentorio invertir sostenidamente en la formación de cuadros civiles especializados en seguridad, que contribuyan a crear una masa crítica de analistas e investigadores con capacidad de incidir en la toma de decisiones y de educar a la población sobre sus derechos y alternativas. Después de todo, si hay algo que aprender del éxito alcanzado por la criminalidad organizada hasta el momento, es precisamente lo atinente a su capacidad de sumar, triangular y administrar recursos de manera efectiva para el logro de sus objetivos en el largo plazo.
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1.
Lilian Bobea: es doctora en Sociología por la Universidad de Utrecht y profesora en la Universidad de Bentley (Massachusetts). Se desempeña como directora académica de la Plataforma Centroamérica-Caribe para la Seguridad Ciudadana: Cooperación para la Paz (Co-Paz).Palabras claves: criminalidad, Estado, estadotropismo, posconflicto, América Latina y el Caribe.. Aquí utilizo y amplío la conceptualización operacional de crimen organizado desarrollada en Anthony Harriott: «The Emergence and Evolution of Organized Crime in Jamaica», reporte inédito, University of the West Indies, Kingston, 2011, cit. en Caribbean Human Development Report: Human Development and the Shift to Better Citizen Security, pnud, Nueva York, 2012.
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2.
C. Tilly: «War Making and State Making as Organized Crime» en Peter Evans, Dietrich Rueschemeyer y Theda Skocpol (eds.): Bringing the State Back In, Cambridge University Press, Cambridge, 1985, p. 176. [Hay edición en español: «Guerra y construcción del Estado como crimen organizado» en Revista Académica de Relaciones Internacionales No 5, 11/2006].
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3.
Desmond Arias y Daniel Goldstein (eds.): Violent Democracies in Latin America (The Culture and Practice of Violence), Duke University Press, Durham, 2010; Anne L. Clunan y Harold Trinkunas (eds.): Ungoverned Spaces: Alternatives to State Authority in an Era of Softened Sovereignty, Stanford University Press, Stanford, 2010; Peter Andreas: Smuggler Nation: How Illicit Trade Made America, Oxford University Press, Nueva York, 2013; John Rapley: «The New Middle Ages» en Foreign Affairs, 5-6/2006; L. Bobea: «Seeking Out the State: Organized Crime, Violence and Statropism in the Caribbean» en Bruce M. Bagley y Jonathan D. Rosen (eds.): Drug Trafficking, Crime, and Violence in the Americas Today, University Press of Florida, Gainesville, 2015.
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4.
He desarrollado la noción de estadotropismo como un neologismo basado en el concepto de heliotropismo, que se refiere a la tendencia de las plantas a orientarse hacia el sol.
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5.
Jeremy McDermott: «El rostro cambiante del crimen organizado colombiano», perspectiva, fes Seguridad, Bogotá, 9/2014, disponible en www.library.fes.de; Michael Kenney: From Pablo to Osama: Trafficking and Terrorist Networks, Government Bureaucracies, and Competitive Adaptation, Pennsylvania State University Press, University Park, 2007; Juan Carlos Garzón: Mafia & Co. La red criminal en México, Brasil y Colombia, Woodrow Wilson International Center for Scholars, Washington, dc, 2008.
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6.
P. Andreas: Smuggler Nation, cit.; P. Andreas y Kelly M. Greenhill (eds.): Sex, Drugs and Body Counts: The Politics of Numbers in Global Crime and Conflict, Cornell University Press, Ithaca, 2010; P. Andreas y Ethan Nadelmann (eds.): Policing the Globe: Criminalization and Crime Control in International Relations, Oxford University Press, Nueva York, 2006.
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7.
John Bailey y Mattew M. Taylor: «Evade, Corrupt or Confront? Organized Crime and the State in Brazil and Mexico» en Journal of Politics in Latin America vol. 1 No 2, 2009, pp. 3-29; L. Bobea: «Seeking Out the State: Organized Crime, Violence and Statropism in the Caribbean», cit.; Luis J. Garay Salamanca y Eduardo Salcedo-Albarán (eds.): La captura y reconfiguración cooptada del Estado en Colombia, Método / Fundación Avina / Transparencia por Colombia, Bogotá, 2008; D. Arias y D. Goldstein (eds.): ob. cit.
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8.
Guillermo O’Donnell: «On the State, Democratization and Some Conceptual Problems (A Latin American View with Glances at some Post-Communist Countries)», documento de trabajo No 192, Kellogg Institute, 1993; Gretchen Helmke y Steven Levitsky: «Informal Institutions and Comparative Politics: A Research Agenda», documento de trabajo No 307, Kellogg Institute, 2003.
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9.
Tani Adams: La violencia crónica y su reproducción. Tendencias perversas en las relaciones sociales, la ciudadanía y la democracia en América Latina, Woodrow Wilson International Center for Scholars, Washington, dc, 2012.
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10.
L. Bobea: Violencia y seguridad democrática en República Dominicana, Flacso, Santo Domingo, 2011 y «Seeking Out the State: Organized Crime, Violence and Statropism in the Caribbean», cit.
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11.
L.J. Garay Salamanca y E. Salcedo-Albarán (eds.): ob. cit.
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12.
Tal es el caso de Colombia y las fuerzas paramilitares de Autodefensas Unidas de Colombia (auc), que surgieron en la década de 1990. También, en Honduras, el recientemente develado escándalo que involucró a oficiales de la policía hondureña que actuaban como sicarios para grupos de narcotraficantes. Ver Dan Alder: «Denials Follow Revelations in Honduras Drug Czar’s Assassination» en Insight Crime, 19/4/2016.
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13.
Por ejemplo, el uso de pandillas como intermediarias en la compra de votos.
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14.
Los ecosistemas transgresores son órdenes sociales condicionados espacial y temporalmente por las estructuras de oportunidades sociales, políticas, económicas y culturales favorables para la realización de actividades consideradas ilícitas. Su relevancia descansa en que ofrecen espacios autonómicos que cuestionan en términos prácticos y conceptuales la soberanía interna y externa del Estado.
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15.
L. Bobea: «Seeking Out the State: Organized Crime, Violence and Statropism in the Caribbean», cit.; J.C. Garzón: ob. cit.; Kees Koonings y Dirk Kruijt (eds.): Fractured Cities, Social Exclusion, Urban Violence and Contested Spaces in Latin America, Zed Books, Nueva York, 2007.
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16.
J. McDermott: ob. cit.
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17.
M. Misse: «Estado y mercados ilegales en Latinoamérica: reflexiones a partir del concepto de mercancía política» en Jorge Giraldo Ramírez (ed.): Economía criminal y poder político, Universidad Eafit / Colciencias, Bogotá, 2013.
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18.
M. Misse: ob. cit., p. 9.
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19.
Elizabeth J. Zechmeister (ed.): The Political Culture of Democracy in the Americas, 2014: Democratic Governance Across 10 Years of the Americas Barometer, Usaid / Universidad Vanderbilt, Nashville, 2014.
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20.
Vanda Felbab-Brown: «Human Security and Crime in Latin America: The Political Capital and Political Impact of Criminal Groups and Belligerent Involved in Illicit Economies», Western Hemisphere Security Analysis Center / Brookings Institution / Universidad Internacional de Florida, 2011.
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21.
Se estima que al menos tres decenas de miembros del Congreso colombiano mantienen todavía nexos con el narcoparamilitarismo. Ver Juanita León: «‘Los acuerdos de La Habana básicamente son un acuerdo de elites’: Luis Jorge Garay» en La Silla Vacía, 14/4/2016.
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22.
V. Felbab-Brown y Anna Newby: «How to Break Free of the Drugs-Conflict Nexus in Colombia», Brookings Institute, Washington, dc, 2015.
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23.
Athena R. Kolbe, Robert Muggah y Marie N. Puccio: «The Economic Cost of Violent Crime in Urban Haiti: Results from Monthly Household Surveys. August 2011-July 2012», resumen estratégico, Igarapé Institute, septiembre de 2012.
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24.
De acuerdo con Kolbe, Muggah y Puccio, en 2012 cerca de 12% de las víctimas de asaltos sexuales reportaron haber pagado a la policía un promedio 30 dólares para que atendiera sus casos. Ibíd.
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25.
Ibíd.
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26.
De 60 muertes por cada 100.000 habitantes registradas hasta 2010, la tasa se redujo a 39 por cada 100.000 habitantes en los años sucesivos.
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27.
En la década pasada, las tasas de homicidios en Puerto Rico oscilaban entre 27 y 30 víctimas por cada 100.000 habitantes.
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28.
M. Misser: ob. cit., p. 17.
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29.
Howard Becker: «Outsiders: Studies in the Sociology of Deviance» en American Journal of Sociology vol. 69 No 4, 1/1964.