Crónica
enero 2015

Cómo comer en las calles de ciudad de México sin morir en el intento

​Los puestos informales alimentan cada día a cientos de miles de los veinte millones de habitantes de la Ciudad de México. En los suburbios del DF cada delegación cobra a discreción una cuota para permitir esos negocios de comida barata en las calles, muchos de ellos acomodados entre el smog, la basura y la suciedad, y es sabido que las delegaciones que más puestos autorizan son también las más conflictivas y corruptas. Nuestra cronista recorrió la ciudad más poblada de América Latina en busca de su almuerzo y sobrevivió para contarlo.

Cómo comer en las calles de ciudad de México sin morir en el intento

En el aroma de las calles de la Ciudad de México no solo se siente el smog de los autos; también se percibe la grasa y el humo provenientes de los puestos improvisados donde abunda la oferta de comida barata por doquier: tacos, tortas, gorditas, tamales y otras fritangas propias de la dieta mexicana, en la que predominan el maíz y la carne, conforman a diario el desayuno, el almuerzo y la cena.

En esta gran urbe resulta complicado encontrar una banqueta donde no haya un puesto que alimente por igual a jóvenes estudiantes, personas maduras, oficinistas y familias enteras. Cualquiera acude, ya sea por economía, necesidad o simple antojo, con el propósito de ahorrarse unos pesos “para echar el taco a gusto” o “echar un taco de ojo”. De pie o sentados en el puesto de lámina del taquero Don Juan o a la espera de los tacos hechos a mano desde la casa de Doña Lupe, los transeúntes sacian el hambre como sea.

En 2010 se emitió en México una ley antiobesidad para contrarrestar los efectos nocivos de la gula callejera, polémica en su momento y con diversas reformas posteriores, pero poco eficaz en los hechos. Algunos de sus propósitos eran retirar de las tienditas de escuelas primarias las marcas comerciales e incentivar a los padres de familia a cuidar más la salud de los pequeños. Por otra parte, en la capital se lanzó una Ley para la Prevención y el Tratamiento de la Obesidad y los Trastornos Alimenticios también cuestionable.

En la capital de este país centralizado, las distancias largas y las extenuantes jornadas laborales dictan los hábitos alimenticios de sus poco más de veinte millones de habitantes. Es común encontrar a empleados y estudiantes cuyo peregrinaje de Norte a Sur y de Oriente a Poniente los conduce a su sitio de trabajo o estudio, o incluso desde el estado a la Ciudad de México, donde las fuentes de empleo resultan limitadas y peor remuneradas. El sur de la urbe en particular suele inundarse de miles de estudiantes que acuden al campus de Ciudad Universitaria de la Universidad Autónoma de México (UNAM).

Por lo general, estas pequeñas plazas de comida ambulante suelen aprovisionarse en los paraderos de metro o autobuses. Los suburbios o delegaciones se rigen por sus propias políticas y reglamentos según el partido de turno que las gobierne, y son las encargadas de otorgar o negar permisos, de imponer multas y de hacer la inspección de establecimientos y vendedores legales e ilegales.

A decir de algunos empresarios, las delegaciones con más negocios en su haber son también las más conflictivas y corruptas, como la céntrica Delegación “Cuauhtémoc”-gobernada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), colindante al poniente con “Miguel Hidalgo”; aquí predominan algunas de las colonias más acaudaladas como las Lomas de Chapultepec y Santa Fe. Una de las más accesibles es la Delegación Benito Juárez, gobernada por el Partido Acción Nacional (PAN), donde se percibe menos comercio ambulante y menos hostigamiento por parte de los inspectores.

El metro de la línea 3 parte desde la punta sur en la estación “Universidad”. A medida que avanza hacia el norte, la precariedad se vuelve más evidente en los barrios. La travesía se detiene en la terminal norteña “Indios Verdes” de la delegación “Gustavo A. Madero”, en la zona limítrofe con el estado de México. Diariamente, la marabunta humana inunda cada resquicio de la terminal durante las horas pico matutinas y vespertinas. Los autobuses se saturan de pasajeros que se trasladan en vagonetas cuya tarifa varía de 8 pesos (50 centavos de dólar) a 20 pesos (menos de un dólar y medio) por cabeza. Es ahí cuando el estómago exige ser saciado con el menú de la terminal a precios ínfimos y porciones abundantes: la comida se vende a un valor que oscila entre un dólar y un dólar y medio. Los ejemplos abundan pero se repiten: tres tacos de longaniza por 10 pesos, que en otros puestos se abaratan hasta llegar a 5 tacos por 15 o 20 pesos, si se acompaña con un refresco. Jóvenes comensales, individuos solitarios y familias enteras comen allí a pesar de las discutibles condiciones higiénicas en las que abundan el smog, la basura y la suciedad.

Durante mi paseo encuentro a un vendedor un poco apartado de la terminal que se atreve a encarecer su producto.

-¿Cuántos tacos le damos, güera? – me pregunta el chef improvisado al descubrirme merodeando. Algunos de ellos suelen llamar así, “güera”, de forma confianzuda, a cualquier persona de tez blanca, no necesariamente rubia.
-¿A cuánto los da?
-A 13 pesos.
-¿13 por cuantos tacos?
-No, cada uno güera.
-Bueno… ¡Gracias! – Y parto con las manos vacías.

Los clientes de un local contiguo saborean sus tacos al pastor, bistec o suadero sin cuestionar la procedencia de la carne que se sirve en cantidades generosas dentro de la tortilla. Algunos niños comen junto con sus padres como si se tratase de una auténtica comida familiar sin mesa ni cubiertos de por medio. Tampoco hay a la vista ningún sitio para lavarse las manos. Solo algunos de estos puestos cuentan apenas con una pequeña botella de gel antibacterial o el jugo de un limón frotado entre las manos, muy al estilo mexicano, que es todo lo que existe como medida de precaución. El platillo se acompaña con un refresco de cola o de sabor para saciar la sed que lleva el precio a 20 pesos. Si la marcha al estado de México es larga, el corazón debe quedar contento, y la barriga más.

Pero eso no es todo lo que ofrece la carta del puesto “Indios Verdes”. En otros rincones se aprecian vasos de papas fritas con salsa picante por 10 pesos (70 centavos de dólar), caldos de gallina a 20 pesos, gorditas a 13 pesos y a 25 pesos (1,70 dólar) si se añade una soda; y tacos con otras variedades de carne como buche, maciza, cuero, trompa y lengua por 8 monedas cada uno. También para el postre se ofrecen aguas de fruta, golosinas, café, helados y paletas entre los autobuses humeantes mientras los empleados anuncian a los gritos el siguiente viaje: “¿A dónde va, güera? ¡Súbale, súbale que ya sale!”.

En los últimos años, algunos comerciantes han ingeniado nuevas estrategias para atraer más clientes. Una de ellas es una botana llamada “Dorilocos” que el diario The Washington Postdocumentó para un reportaje titulado “The new snack craze on Mexico’s streets”. Allí se ve a una vendedora ambulante que prepara una bolsa de “Doritos” con una vasta cantidad de ingredientes: pepinos, jícama, zanahoria rayada, jugo de limón, cacahuates, chile en polvo, dulces de tamarindo, “cueritos” (pedazos de carne de puerco) y tres tipos diferentes de salsa picante por solo 18 pesos (1,50 dólares). El intenso sabor a picante que es característico de la cocina mexicana no podía quedar excluido. En YouTube circulan videos que enseñan cómo prepararlos e incluso existen parodias y memes.

Esta vendedora asegura vender 300 bolsas por semana de unos humildes “Dorilocos”, obteniendo cantidades generosas de dinero. Los “Dorilocos” también cuentan con su propio local en “Indios Verdes” y otros puntos urbanos que se atreven a experimentar con la gastronomía callejera. Lo cierto es que en México nunca faltan los estómagos potentes que buscan estos alimentos temerarios preparados en condiciones de higiene muy cuestionables.

Recorriendo el campus de la Ciudad Universitaria, ubicada entre las delegaciones “Coyoacán-Tlalpan”, se ve que la dieta estudiantil es un amplio surtido de alto contenido calórico conformado por tacos, gorditas, tamales, sopas de pasta y hot dogs. En las afueras de la Facultad de Medicina se extiende un corredor plagado de comercios informales denominado de forma peyorativa el “Paseo de la salmonella” y al que decenas de estudiantes se sumado en las páginas de Facebook y FourSquare.

Por las tardes los estudiantes rondan en grandes cantidades por el paseo. Entre clase y clase decenas aprovechan la variada oferta culinaria, muy económica y muy poco saludable, algo que no parece importar dada la cantidad que se arremolina para comenzar el banquete urbano a las 4 de la tarde. A esa hora, los estómagos claman recibir algo que los satisfaga en medio de la intensidad de las clases. Muchos jóvenes practicantes de medicina, ataviados con sus batas y sus uniformes blancos, degluten sus tacos sentados en mesas de lámina, o permanecen de pie devorando alimentos al paso, sin reparar en el contraste con su imagen de custodios de la salud ajena.

Sin embargo, aunque la demanda parece alta algunos vendedores se quejan de que la venta ya no es tan próospera como en el pasado.

-Hace 15 años esto era mejor -me dice Delia González, que lleva tres décadas vendiendo bolsas de papas fritas, chicharrones y paletas de dulce resguardadas en una vitrina sobre una bicicleta. -Cada vez nos suben más la cuota en la delegación. El gas y el aceite también suben, antes no era tan caro y el dinero alcanzaba para más”.

Se refirie a la inestable economía mexicana que ha fluctuado de forma drástica con los cambios de sexenio (cuando se renuevan los mandatos presidenciales) y la alternancia de partidos políticos desde finales de la década de los año ’90.

Muchas de estas miniempresas son herencias familiares. La madre de Delia fue la primera administradora hasta que le entregó la estafeta a su hija. Hace veinte años vendía papas a 2 pesos y ahora ha tenido que incrementarlas a 15 pesos. Al final del día obtiene 300 pesos pero niega que eso represente una ganancia decorosa. Aunque no está obligada a cumplir con un horario formal, está establecido por la costumbre que en las afueras de la facultad la atención está garantizada de lunes a viernes desde las 12 del mediodía hasta las 9 de la noche, que es cuando circulan los estudiantes.

“Esto sólo da para medio vivir. Tengo problemas cuando llegan las vacaciones; ahí me busco otro trabajo” – me explica con un gesto de desánimo.

A Delia le cuesta mantener la mirada en alto y su desasosiego es evidente. No me revela la cuota que debe pagar a la delegación por mantener su pequeño negocio en la calle: “Mi mamá es quien paga eso. Yo no lo sé”.

-¿Hay forma de que pueda vender en otra delegación?
-No puedo moverme a otra porque tendría problemas allá. Yo no tengo estudios y no puedo dedicarme a otra cosa.

A unos metros de donde se instala Delia se ubica otro locatario longevo. Se trata de Jaime, que lleva más de diez años surtiendo de frutas y gelatinas. Para él, la venta también resultaba más provechosa en el pasado:

-De 5 años para acá me iba mejor. Ahora ha bajado – dice sin mirarme a los ojos mientras lee un periódico local de nota roja.
-¿A qué cree que se deba esto?
-Pues por la crisis – contesta sin soltar su diario.

Aunque su oferta de ensaladas y gelatinas es más amplia y saludable, no pierde la oportunidad de recurrir también a los novedosos y redituables “Dorilocos”, solo que a 20 pesos por bolsa. Jaime extiende su jornada laboral desde el amanecer hasta las 6 de la tarde, y durante esas horas atiende a cien personas por día, tanto universitarios como vecinos del barrio de Copilco. A pesar de que sus ingresos ya no son tan abundantes no ha dejado de cubrir la cuota de 500 pesos que debe entregar mes con mes a la delegación “Coyoacán” para mantener abierto el negocio.

A un costado se encuentra otro antiguo comerciante llamado Miguel, encomendado a una taquería familiar que su padre administra desde hace 35 años. Miguel se queja de que el Pumabus (el vehículo oficial gratuito de la universidad) ha impedido el paso a los autos de otros clientes que acudían a su establecimiento.

-La venta ya no es la misma. Ya no dejan que los carros se estacionen en la facultad, todo por causa del Pumabus. Antes llegaban aquí más oficinistas.

El aroma lacerante de la grasa, la cebolla y el cilantro pulula en el ambiente del local mientras un foco de luz mantiene la temperatura de la carne. Sus tacos al pastor tienen una fuerte demanda entre sus consumidores mientras que los de longaniza son los más desdeñados. Pese a la frugalidad de su negocio, Miguel tampoco ha dejado de pagar sus 500 pesos trimestrales a la delegación.

Otros jóvenes se han instalado al pie de una escalera que conduce a una de las puertas escolares con un negocio del que, afirman, “sí da para vivir”. Mateo y José venden sopas de pasta como una opción alternativa al menú estudiantil donde predominan la carne frita y las harinas y en un año han conocido los vaivenes que implica una pequeña empresa de esta índole en el “Paseo de la salmonella”. En el transcurso de un día, entre las 10 de la mañana y las 6 de la tarde, llegan a recibir unos 40 clientes: “Aquí vendemos más la pasta con chile chipotle por 37 pesos”. Por ahora, los mil pesos que pagan por trimestre les han permitido circular sin problemas.

Dos chicas juegan con su celular dentro de una pequeña tienda como distracción ante la falta de clientes. Desde hace un par de años Ana y Marcela preparan gorditas, tacos y chilaquiles para cien consumidores que acuden a ellas cada día. Su jornada de 8:30 de la mañana a 5 de la tarde se extiende incluso los sábados. Con timidez aseguran que el negocio les resulta satisfactorio en términos económicos pero no quieren revelar la cantidad que pagan para tener el permiso de la delegación. Un muchacho interrumpe la calma y se acerca a comprar una gordita, un pedazo de masa con carne que se sumerge en aceite hirviendo mientras las burbujas borbotean. Ese será su sustento entre clase y clase.

“Dios ha hecho los alimentos, y el diablo, la sal y las salsas”, decía el escritor irlandés James Joyce. Quizás el diablo esté en las desavenencias que surgen para los puestos, entre la competencia del comercio formal capitalino y la negociación de la cuota con la delegación respectiva. Se debe a que eñ comercio informal ofrece los alimentos a un precio inferior y más accesible, no declara impuestos ante la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, suele manejarse mediante sobornos y no tiene que cumplir con lineamientos e inspecciones rigurosas que exigen tanto las delegaciones como Protección Civil.

La administración actual del alcalde del DF Miguel Ángel Mancera ha intentado sin éxito meter en cintura a estos mercantes. También se ha hecho un intento por censar a estos comercios para conocer su cantidad exacta, sin resultados favorables. Ni su antecesor Marcelo Ebrard ni nadie lo ha logrado por muchos esfuerzos que se han invertido.

-Yo con los ojos cerrados entraría al comercio informal si tuviera la oportunidad -me dice con un gesto de amargura el empresario Alejandro Fortis, propietario de tres sucursales de una taquería de moda llamada “El Faraón.- Si fuera informal todo me costaría menos, unos mil pesos al mes desoborno si manejara dos o tres carritos de comida, y así no llegarían Hacienda ni Protección Civil. Pagas impuestos y de todos modos no ves algo palpable. En cambio si ya no tienes que hacerlo, no te sientes robado.

La matriz se encuentra en el elitista corredor Roma-Condesa, dentro de la delegación Cuauhtémoc, la más importante geográficamente y la que cuenta con más negocios en su haber. Aquí se centra el Gobierno del Distrito Federal y el Poder Ejecutivo de Enrique Peña Nieto. Fortis cuenta con otro par de sucursales en las acaudaladas colonias Del Valle y Polanco y tiene planes de expansión al municipio de Satélite en el estado de México.

Fortis se queja de que intenta mantenerse dentro de la legalidad pero su trabajo es obstaculizado por el gobierno. Me relata molesto las constantes visitas de cobradores de impuestos que llegan con pretextos de multas y las advertencias de inspectores de la delegación al punto de hostigamiento. Las observaciones más comunes son acerca de las salidas de emergencia o que “el letrero de no fumar no estaba colocado en su sitio correcto”, entre otras.

No permiten que mi terraza esté cerrada pero tampoco me dejan ponerla al aire libre. Lidiar con las delegaciones aquí en México es puro soborno. No puedes hacer nada legal..

Aunque recibe 2.000 clientes por semana que sostienen sus ganancias -y la afluencia es todavía más vasta durante las madrugadas a la hora de la fiesta en la colonia- es evidente su frustración ante las autoridades por su falta de apoyo. Revela que la delegación Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo son las más difíciles de tratar, a diferencia de la “Benito Juárez”.

¿Entonces cómo es que subsiste este sitio?

Son las ganas de tener algo, vivir, aunque sea sacrificando utilidades. Viene gente, si no ya hubiéramos cerrado. Y resulta rentable pero no al 100% como debería de ser. Nos sostenemos por volumen, no por porcentaje de utilidad. Cuando hago mis declaraciones de impuestos tengo que dejar fuera cosas como salsas, servilletas, papel de baño. ¿Entonces si Hacienda me sigue cobrando voy a tener que subir el precio del taco a 50 pesos (4 dólares)?

Vehemente, prosigue con su disgusto y concluye, con determimación:

Otras taquerías rivales venden su taco a 40 pesos. Cuando todo sube en los impuestos ya no puedes hacer nada más que aumentar el precio. Este mismo taco yo lo puedo vender 20% más barato si lo pongo afuera en un carrito porque así me evito renta, impuestos, hasta meseros. El comercio informal es más light. Difícilmente van a poder agarrarlos a ellos; son asociaciones que mueven millones de personas con los partidos políticos.

Parece justificado lo que mencionaba con ironía el escritor Enrique Jardiel Poncela de que “la vida es tan amarga que abre a diario las ganas de comer”. El ritmo acelerado de una ciudad vertiginosa como el DF, con una economía voluble, implica que siempre habrá un bocadillo peregrino según la necesidad del momento y donde el hambre atrape. Pero el antojo, difícil de soslayar en la cotidianeidad, depende de las monedas con que se cuente en el bolsillo, sobre todo si no es la semana de la anhelada “quincena” en que se paga el salario al grueso de la población.

Los sonidos urbanos exhortan el apetito: desde “los ricos y deliciosos tamales oaxaqueños” que se pregonan en una cazuela ambulante a través de una grabación hasta el silbido del camote que anuncia la llegada de este tubérculo a la espera de una boca que lo resguarde. La psicología del mexicano defeño implica agudizar bien los oídos para estas señales de alerta al estómago. “Si se trata de un antojo a veces es mejor comer en un puesto que en un restaurante y obvio, casi siempre es más barato”, me cuenta David, que se desenvuelve como profesor en la punta sur de la urbe y lidia a diario con múltiples actividades académicas y como padre de familia. “En mi situación son la prisa y el antojo lo que me motivan”, dice Magali, una escritora independiente. Jaime, músico profesional, se refiere con ironía a su propio deseo: “Debe ser el delicioso olor de carne vieja y aceite quemado lo que me atrae”. Gerardo, un joven editor involucrado en largas horas de trabajo explica con brevedad: “Es más barato y rápido, precisamente”. Donatelo, un joven oficinista, opina que se debe a “economía, tiempo, necesidad y antojo. Todo junto”. Mariana, una estudiante, señala que el antojo es un poderoso impulso para acudir a algunos locales. La buena relación que existe con los despachadores es otro factor que inspira confianza como clientes en lo que respecta a la higiene del establecimiento.

Eduardo, otro joven médico y consumidor habitual de los puestos, me confiesa su afición por las hamburguesas pero mantiene una postura consciente sobre estos apetitos ocasionales:

En mi opinión hay tres factores: el económico, el antojo y la necesidad; todos influyen de una manera u otra. Pero hay una ventaja económica frente a los productos procesados. La comida tiene un sentido festivo en sí misma. Desde niños percibimos que “ir a comer fuera” se reserva principalmente para ocasiones especiales. El sabor refuerza esta recompensa psicológica. Además es algo práctico, sencillo, de fácil acceso. Mediante una pequeña cantidad de dinero se obtiene un producto bueno en porciones y en algunos casos en calidad y con mejor sabor que cualquier producto procesado.

El 31 de octubre de 2013 se publicó una nota en el diario local Más por más titulada: “Cunde el mal ejemplo afuera de los hospitales” en la que se denunciaba cómo suelen instalarse en sus alrededores una gran cantidad de puestos de fritangas. La nutricionista Mónica Hurtado González, ex Secretaria Técnica del Consejo de la Obesidad de la Secretaría de Salud del Distrito Federal, explica que no se tomaron gestiones al respecto para reducirlos: “Como se ve, nada ocurrió”.

Quise saber la opinión del titular actual de esta dependencia, el doctor Armando Ahued, pero mi petición no fue atendida. Sin embargo, hay algunos otros datos reportados por la Secretaría de Salud capitalina: 5,2 millones de personas mayores de cinco años -es decir, 59% de los habitantes- tienen sobrepeso y obesidad. Además, una de cada diez personas mayores de 20 años -630 mil personas- padecen diabetes.

El asunto ha adquirido tintes políticos al grado de que el diputado Orlando Anaya del Partido Acción Nacional (PAN) y miembro de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal lanzó en abril de 2014 una iniciativa para prohibir la venta de paquetes de combos de comida chatarraen puestos mercantiles, espectáculos públicos y espacios deportivos. Una medida interesante pero dada la fuerte demanda que existe, discutible en la práctica.

Hurtado González me explicó, vía e-mail, que la ley antiobesidad ha tenido poco impacto a causa de la falta de credibilidad, seguimiento e interés en las autoridades. ¿Y con la Ley para la Prevención y el Tratamiento de la Obesidad y los Trastornos Alimenticios en el Distrito Federal? “El impacto ha sido poco visible. Hace falta mucho camino por recorrer”, me escribió. Cabe destacar que la práctica del bocadillo callejero es tan antigua que incluso se menciona en las crónicas del historiador Bernal Díaz Del Castillo sobre la gran Tenochtitlán. Con el paso de los años fue transformándose pero la práctica no requirió de un permiso formal de la autoridad competente hasta que la población en la metrópoli se incrementó de forma excesiva y de igual modo la proliferación de estos puestos. De este modo, las autoridades centraron sus atenciones en regular esta sobreoferta mediante el pago de impuestos.

Esta historia tiene larga vida por delante, según las investigadoras Ixshel Delgado Campos y Miriam Bertrán Vilá, quienes en 2010 realizaron un estudio sobre los hábitos alimenticios de los habitantes del DF llamada “Consumo de comida callejera y riesgo de obesidad en la Ciudad de México: una observación antropológica”.

Estamos continuamente expuestos a una gran diversidad de alimentos y preparaciones no solo a través de los puestos callejeros sino también de la publicidad en los medios de comunicación. Las autoridades en salud envían a la población mensajes sobre qué debemos comer, en qué cantidad, cómo, y más recientemente hasta qué marca debemos consumir -explica Delgado Campos-. Desafortunadamente, la industria de alimentos ha tenido un papel predominante de las políticas públicas en salud. En parte se debe a que el mismo Estado ha tenido la puerta abierta a las empresas para que esto suceda. Lo observamos principalmente a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Canadá. No solo basta quitar o regular los productos del mercado. Es necesario que la población tenga opciones accesibles y disponibles para el consumo.

Ya sea por cubrir una necesidad básica e inmediata o por obtener dinero rápido sin grandes costos, el tema de la gastronomía ambulante de la Ciudad de México persistirá. No existe un punto final para esta historia, que continúa escribiéndose en los estómagos hambrientos y los bolsillos de los habitantes de la ciudad.



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